Polvo de yeso
Fue oportuno estar ahí en el momento justo en el que la estatua se trituró contra el piso a raíz del empuje que le dio tu soberbia. Pude ser testigo de cómo se elevaba por el aire el polvo del yeso mientras moría definitivamente el brillo de tu imagen.
Nunca lograste conocerme —o tal vez nunca pudiste— porque caminabas frente a espejos recitando de memoria tu nombre. Te nutrías tan solo con los logros de tu propio huerto mientras una ciega con las rodillas lastimadas lo abonaba en los climas inadecuados.
Ahora es inútil que hables de regreso porque me llevó mucho tiempo limpiar la basura. Además debo confesarte que ya no tengo altares, ni siquiera religión.
Sinceramente —para qué mentir— no me seduce un dios craquelado. ◣
Recuerdos de un inmigrante
No podía saber cuántos momentos había borrado de su memoria con los años, pero el primer día en Argentina seguía intacto y lo revivía como si fuese esa misma tarde. Volvía a ser un niño en las calles grises del puerto, sintiendo cosquillas de incertidumbre y un miedo indescriptible comiendo su hambre mientras se sujetaba a la mano callosa de su papá como lo único seguro.
Dos días después de haberlo desembarcado el bergantín había vuelto a partir, y aún maldecía no haber seguido el impulso de subirse de nuevo olvidando lo que se esperaba de él. Comprendería después que por su cobardía había perdido la única oportunidad de volver a los brazos de su madre. Desde entonces, ningún barco se la trajo y ninguno lo regresó. El sueño de volver a Italia moriría con él, enterrado bajo una tierra que lo había cobijado pero en la que siempre se sintió un intruso. Una tierra en donde conoció temprano el abandono, la pobreza y el sacrificio.
Aún le dolía la mano gruesa y firme de su padre posada en el hombro, la presión del moño que acomodó en su cuello y la caricia fría sobre el flequillo para despejar los ojos que vencían a las lágrimas. Él tenía tan solo 8 años cuando lo vio partir dejándole un montón de mentiras como única esperanza, un patrón severo, una cama dura y por techo un galpón que competía en crueldad con las temperaturas exteriores.
El recuerdo venía acompañado siempre de los mismos dolores que validaban sus convicciones, no era bueno amar y mucho menos confiar.
Había logrado sobrevivir sólo y en su corazón nunca hizo espacio para nadie. ◣
Desequilibrios
Cuando llego al colegio los problemas de mis alumnos pasan a ser mis problemas. Mi mente se resetea como si fuera una máquina y el último paso que me pone en el umbral de la puerta es el interruptor que cierra el circuito en serie sin vestigios de conexiones en paralelo. La realidad pasa a ser un subconjunto sin intersecciones y me desenvuelvo en él como una huérfana sin necesidades. Soy la máquina que socialmente se espera.
En esa rutina escuchar mi propia voz es una rutina. Siempre suena segura en las respuestas que doy o en lo que explico. Mi memoria no me traiciona porque siempre le da letra mientras manejo la situación con pasión disfrutando de la labor que elegí desde mi vocación hace años. Allí me desempeño sin historia personal.
Algunas veces sin que lo desee se filtra alguna preocupación a ese conjunto aislado y mi alrededor se torna un caos porque el alrededor es la clase que depende de mi. Todo es ruido cuando no estoy donde estoy, un ruido que no altera el muro que edifico porque es un muro sordo donde todo rebota. Mis ojos miran pero no ven y ante las preguntas de mis alumnos , que en ese momento me resultan inapropiadas, respondo con una mirada que comunica sin voz porque ésta sencillamente no suena cuando sus dedos de aire se esfuerzan por pasar a través de las espinas que crecieron en mi garganta.
Una simple dosis del afuera desvanece mi seguridad poniendo en duda mi vocación porque de pronto me fastidia el encierro en ese perímetro donde las horas consumen inexplicablemente más de sesenta minutos. Un simple recuerdo me invita a sobrevolar la clase para que nada me toque.
En todos los años de servicio he lidiado muy pocas veces con esas infiltraciones pero últimamente se repiten con más frecuencia. Es como si de pronto la máquina social entrara en cortocircuito o estuviera susceptible a las interferencias. Es como si la ética profesional se transformara en una responsabilidad demasiado egoísta para ser sostenida durante tantos años.
Los docentes no podemos permitirnos esos desequilibrios porque con todo lo bueno o todo lo malo que nuestras actitudes impliquen estamos influyendo siempre sobre los receptores que son esponjas. Será por eso que nos jubilan con menos años de edad que en otras profesiones.
Hoy mis alumnos deben haber agradecido que me falte poco tiempo para marcharme. ◣