Relecturas

Por Gerardo Campani

Microensayo

Pedro Abelardo: Historia de mis desventuras
Buenos Aires, CEAL, 1967
Trad. José María Cigüela

Pedro Abelardo (1079-1142) ocupa apenas dos páginas (de las casi cuatro mil) en el Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora. Sin embargo, su papel en la historia del pensamiento occidental es imposible de soslayar. Veamos por qué.

Hay cuestiones de la filosofía que no se agotan jamás, y a cada solución aportada por una escuela (un ismo) le sucede un renacer de la anterior, sea en su forma original o en otra menos ingenua, frecuentemente precedida en su denominación por el prefijo neo.

Es decir, por ejemplo, que la refutación de Platón llevada a cabo por Aristóteles, no podía sino provocar una reacción llamada neoplatonismo.

Justamente en tiempos de Platón y Aristóteles comenzó a tratarse la cuestión de los universales. Para los absolutamente legos en estas cuestiones baste saber que el término universal es asimilable a la idea de general, abstracto, en contraposición a lo individual, concreto. De esta manera, el perro es un universal, y mi perra siberiana, y cada uno de los mastines de Aspide, y la Pitu extraviada en la noche de San Juan, son particulares.

Ahora bien, ¿existen tales universales, o son sólo conceptos sin consistencia ontológica? ¿Conocemos a diversos bichos y luego proponemos el término perro que los contempla (vía inductiva) o reconocemos a cada uno de esos bichos porque están comprendidos previamente en el universal perro (vía deductiva)? Y en caso de que los universales existan verdaderamente, ¿qué tipo de existencia tienen?

No pareciera esta una problemática urgente (casi nada en filosofía lo es), y de hecho estuvo postergada durante siglos, sin embargo aún hoy se la trata entre especialistas, sin llegar a una conclusión unánime.

El punto más interesante de esta polémica es la discusión ocurrida en Francia, en el siglo XII, entre las dos corrientes opuestas que exponían la cuestión.

Por un lado los realistas, defendiendo la existencia plena de los universales, y por el otro los nominalistas, que afirmaban que los universales son solamente palabras.

Hubo un antecedente, editorial, por así llamarlo: la traducción y comentarios hechos por Boecio (480-525) de la Isagoge de Porfirio (233-304), en donde se trata con cierta extensión el concepto de categoría en Aristóteles.

Y seis siglos después, cuando la filosofía seguía siendo pasión, pero bajo la mirada rigurosa de la teología, estalló la controversia.

Abelardo fue discípulo de los dos máximos exponentes de ambas corrientes, y con los dos polemizó.

Roscelino de Compiègne (1050-1120) acuñó el término flatus vocis (pedos de la voz) para referirse a los universales. Argumentaba este canónigo que “un color no es algo distinto del cuerpo coloreado”, negando así la existencia real de un color, más allá de los particulares coloreados que fueren. Así, cada particular es substancia en sí mismo, sin un universal real que los comprenda. No estaba del todo mal el encuadre, pero… el díscolo pensador no pudo dejar de inferir en esta línea que “las tres personas de la Trinidad deben ser substancias distintas”, lo que fue interpretado lógicamente como herejía triteísta en el Concilio de Soissons de 1092, y Roscelino abjuró de su proposición, y todos en paz.

Guillermo de Champeaux (1070-1121), alumno de Roscelino, creía en cambio que “toda individualidad es simple accidente de lo genérico y específico”, de manera que los particulares (individuos) están en esencia en el universal. Por lo tanto, el universal es real (esta postura es la llamada realismo) y no solamente un nombre (nominalismo) como enseñaba su maestro.

Después de una paliza dialéctica recibida por Abelardo, Guillermo rectificó ciertas rigideces de su sistema introduciendo elementos que dejaron menos desprolija su proposición.

Entiendo que estas cuestiones abstrusas no despierten mayor interés que lo anecdótico, y sirva esta brevísima reseña como marco para entender el clima de debates intelectuales en la Edad Media en el seno de la Iglesia, que no fueron precisamente monocordes ni alejados de la lógica más seglar.

La postura de Abelardo fue ciertamente razonable. Los universales no son cosas (res) a la manera de Guillermo, ni voces (vocis) como quería Roscelino; el universal es un nombre (nomen) de una vox significativa. Ni cosa ni voz: concepto. Y de ahí el término conceptualismo con que se conoce hasta hoy esta interpretación. Claro que no es cuestión de cambiar ismos como etiquetas de un frasco, sino llegar al concepto por mecanismos de razonamiento. Los empleados por Abelardo se basaron en la predicabilidad que se estudia en la Lógica y su aplicación a la ontología. Y sentaron precedente para el sistema de Santo Tomás de Aquino (1225-1274) que, agiornamientos mediante, sigue vigente para muchos hasta el día de hoy.

Hasta aquí, el Abelardo pensador, eximio polemista y brillante orador, que atraía discípulos de todos los rincones de Europa. El Abelardo más conocido es el de la historia de amor, a punto tal que es raro que su nombre no vaya junto con el de Eloísa. Abelardo y Eloísa, particulares arquetípicos del universal amor. Del verdadero, del amor que es tanto pasión como entrega, y que sobrevive a la mutilación y a la muerte, y poco tiene que ver con ciertos amores de cabotaje.

A mis amigos ultraversales quiero presentarles también al Abelardo escritor. No al técnico ni al teólogo, sino al íntimo, al que nos cuenta sus desdichas de una manera tan llana y persuasiva que no podemos sino creer en él y amarlo.

Fragmentos

Así comienza. Nótese lo directo de su discurso, sin engolamiento ni falsa modestia.

Soy oriundo de una villa fortificada que fue construida a la entrada de la Bretaña Menor. Tiene por nombre Pallet y según entiendo, dista hacia oriente ocho millas de la ciudad de Nantes.

De la índole de mi tierra y de mi estirpe me viene el ser ligero de corazón; pero también el estar dotado de inteligencia superior para las disciplinas literarias.

(…) Yo, a medida que más avanzaba y más fácilmente aprendía, más me encendía en el amor por los conocimientos. De forma que fui totalmente seducido por la literatura hasta el punto de abandonar la pompa militar y los derechos de la primogenitura en favor de mis hermanos. Abdiqué de la corte de Marte para ser educado en el regazo de Minerva.

Y en este pasaje, su voz íntima (refrendada por la Historia) relatando hechos y relatándose él mismo, con una descarnada pluma no muy común entre pensadores de la época.

Llegué finalmente a París, ciudad en que ya hacía tiempo que esta disciplina se cultivaba florecientemente. Allí me establecí al lado de Guillermo, el Capellense, mi preceptor, que por aquel entonces era famoso y realmente eminente en ese magisterio.

Por algún tiempo permanecí escuchándole. Al principio me tenía simpatía, pero después se puso molestísimo conmigo. Esto aconteció cuando me atreví a refutarle algunas de sus sentencias y opiniones, cuando comencé a razonar contra lo que él sostenía y a manifestarme en el curso de las polémicas, algunas veces, superior a él.

(…) Se sumó a esto, el que yo mismo, joven aún, presumiendo de las fuerzas de mi edad y de mi talento más de lo que correspondía, quise tener mis propias escuelas.

(…) Mas al poco tiempo, atacado por una enfermedad (…)

(…) Algunos años me mantuve alejado de Francia.

(…) Yo volví a él, a fin de aprender el arte de la retórica. En esta ocasión, siendo nuestras opiniones tan dispares, se reanudaron los choques entre los dos. Y yo traté de hacer zozobrar o mejor dicho destruir con claras argumentaciones su antigua tesis sobre la comunidad de los universales. Traté de destruirlo a él mismo.

(…) Acosado, corrigió esta opinión modificándola. Vino a sostener que la naturaleza no era una y la misma en los individuos desde el punto de vista esencial; pero afirmó que lo seguía siendo desde el punto de vista de la indiferencia.

¿Y cómo pensar que las cosas fueran distintas de como Abelardo las cuenta?

Vivía en la ciudad de París una jovencita de nombre Eloísa, sobrina de un canónigo llamado Fulberto. Este hombre, que sentía por ella un inmenso amor, había hecho todo lo que estaba de su parte para que ella progresara lo más posible en todas las ramas del saber.

Ella, que no estaba mal físicamente, era maravillosa por los conocimientos que poseía. Y como este don imponderable de las ciencias literarias es raro en las mujeres hacía más recomendable a esta niña. Por esto era famosísima en todo el reino.

Vistas todas las circunstancias que suelen excitar a los amantes, fue a esta a la que pensé me sería más fácil de enamorar. Llevarlo a cabo se me antojó lo más sencillo.

Era yo tan famoso entonces y sobresalía tanto por mi elegancia que no tenía temor alguno de ser rechazado por ninguna mujer a la que hubiera dignificado con la oferta de mi amor.

(…) Como nos encontrábamos separados creí que era conveniente que nos presentáramos por intermedio de cartas. Pensé que muchas cosas las expresaría mejor por escrito, pues es más fácil ser atrevido por escrito que de palabra.

(…) Cuando me vi enteramente inflamado por el amor a esta adolescente, busqué la manera de hacérmela más familiar. Pensé que una íntima conversación y un trato diario la llevarían más fácilmente al consentimiento.

Traté entonces de que el predicho tío abuelo de la joven me recibiera en su casa, que no estaba lejos del lugar de mis clases, en calidad de huésped. Me ofrecí a pagar por ello cualquier precio.

(…) El viejo cedió a la avidez de dinero que lo devoraba, al mismo tiempo que creyó que su sobrina se habría de aprovechar de mis conocimientos.

(…) Había, en verdad, dos circunstancias que me hacían aparecer a los ojos del canónigo como totalmente inofensivo: una era el amor que él sentía por su sobrina; y otra la fama de mi continencia.

¿Qué más pasó?

Primeramente, convivimos bajo el mismo techo. Llegando después a convivir en una sola alma.

Al amparo de la ocasión del estudio, comenzamos a dedicarnos por entero a la ciencia del amor.

Los escondrijos que el amor hambrea nos lo proporcionaba la tarea de la lección. Pero, una vez que los libros se abrían, muchas más palabras de amor que del tema del estudio se proferían.

(…) Ningún grado del amor fue omitido por los ardientes amantes. Y si algo desacostumbrado el amor inventa, ése también fue añadido. Y como éramos novatos en estos goces insistíamos con ardor en ellos, sin que nos aburriesen.

(…) Transcurridos algunos meses, el tío se enteró de nuestras relaciones.

¡Qué infinito fue el dolor que este conocimiento despertó en el tío! ¡Qué inmensa pena recibimos los amantes por la separación! ¡Cómo me confundí de vergüenza! ¡Con qué opresión se ahogaba mi corazón por la aflicción de la niña! ¡Qué ahogos tan grandes le produjo a ella mi abatimiento! Ninguno de los dos se preocupaba de lo que le pasaba a sí mismo, sino de lo que le estaba pasando al otro. (…) La separación de los cuerpos estrechó aún más los lazos que unían nuestros corazones.

Privados de toda satisfacción, más se inflamaba el amor. El pensamiento del escándalo sufrido nos hacía insensibles a todo escándalo. Pequeña nos parecía la pena proveniente del qué dirán ante la dulzura del goce de poseernos.

La historia sigue, pero no sé si con mis apostillas y mi selección de fragmentos consigo transmitir lo que me interesa. Tal vez la continúe, no sé. Ojalá haya despertado alguna curiosidad en quienes no la conocían.

Hay bastante bibliografía. Consigno tres obras:

  • Ottaviano, Carmelo: Pietro Abelardo, la vita, le opere, il pensiero (1930)
  • Casaubon, J. A: El problema de los universales (1984)
  • Pernoud, R: Eloísa y Abelardo (1973)

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