De mañana / Viento del norte / Recuerdos del Edén, por Javier Garrido Ramos

De mañana

Una, tan sólo una, nada más,
me dijo la persona del espejo.
Y salí de mañana absorto,
lleno de mundos que cantaban
con voz de pergamino:
¡Vive, Javier, tú vive!

Tras el velo del uno estaba el cero.
¿Es mi conciencia concurrente con mi cuerpo…?
Y la voz del espejo, y la voz del camino
disentían: quizás no eres Javier.

Es difícil vivir así,
la incertidumbre impide, paraliza.
Tan solo una, sin sentido,
me dice la razón en la calleja oscura
ante la encrucijada del rumor de la sangre,
de los ojos que buscan la ternura del mundo
y aquellos otros que se cierran
cuando escudriñan mi interior.

Naces, creces,
te reproduces
y oh, Dios, acaba todo.
Nada recordarás, me augura el viento,
salvo un regusto de tus células
disperso por el mundo,
así como el león de diente rojo guarda
un secreto sabor de mariposa.

Una, tan solo una, nada más.
Caen las hojas en el parque
camino del trabajo.

Viento del norte

Tu yo más mentiroso
se levantaba de tu sombra:
quería un trozo de mi carne,
un tercio de mi alma.

Cambiaste de color.
Hubo un momento
en que no te reconocí,
abandonaste tu lenguaje,
el infantil sonido del amor.

Ya no eras permeable,
no te expandías con olor de rosas
moviéndote entre cuerpos
con un pensamiento sencillo.

Surgieron remolinos a tu espalda,
te llenaste de yos
sobre tus rizos.

Para entonces
mi pupila no se posaba como pájaro,
quieta, cantando en rama.

Me encogí en tu ribera,
me pensaste como derecho,
como posesión,
como materia.

Y un frío viento se llevó
todo el calor.

Recuerdos del Edén

Y así pasan los días, reptan,
se enroscan como hiedra a mis latidos
o boca abajo, raudos, hacia atrás,
me arrastran hacia el fondo
donde, asustado, me interpreto.

Recuerdo que hubo tiempos de amanecer colmado,
con sonidos de plata fina entre mis palmas,
pero no los retuve.

¿Cómo no recordar lo jóvenes que éramos?
Allá entre los barquitos
amanecía de otra forma.

Me cuesta respirar

porque percibo el mundo.

Acerca de Javier Garrido Ramos

El “Escalado”, por Luis García Centoira

Ilustración del autor

“Estimado señor Director:

Sigo con atención los tres boletines que diariamente emite su cadena y no puedo menos que manifestarle mi indignación al ver cómo tratan en sus informaciones a los que ustedes, al igual que la policía, llaman “jugueros”, esto es participantes en el Juego de las Seis Escalas.

Desde que el Gobierno prohibió las realidades duplicadas, hace de esto ya seis años, su emisora nos presenta a los jugadores como si fuéramos toxicómanos o, peor aún, como meros delincuentes juveniles. Puede ser cierto que el “Escalado” sea comparable con una droga, en la medida en que permite evadirse de una realidad hostil, o quizá porque todo es comparable con todo, pero de ahí a la delincuencia media un largo camino que jamás recorremos: por causa del juego ni robamos, ni asesinamos. No sé por qué se nos estigmatiza cuando, en todo caso, si a alguien hacemos daño es a nosotros mismos.
¿Tal vez sea porque, gracias al juego, poseemos cierta identidad, cierta conciencia de grupo?

No es ninguna casualidad que apenas haya jugadores en los barrios ricos de Rutaio, en la bahía almantina. Allí la gente nace en clínicas privadas, se cría en casas con piscinas, acude a universidades de pago donde les enseñan a ser ingenieros, o médicos, o biólogos. ¿Para qué pueden necesitar ellos a Dominio?

La realidad virtual que a nosotros nos ofrece el juego, para ellos no es otra cosa que su vida cotidiana. Quizá para ellos así seamos alguna rara especie de delincuentes, pero es fácil entendernos si se sabe lo que supone, como en mi caso, nacer en el cinturón sur de una ciudad como la nuestra.

Cuando tienes cuatro años de edad te empiezas a dar cuenta de cómo está ordenado el mundo y, dentro de esa jerarquía, el nivel exacto en el que estás condenado a existir: tu padre vive de la renta del desempleo la mitad de año y la otra mitad sobrevive ocupando un puesto en una cadena de montaje donde el mercurio, el amianto o la ferralla le carcomen el cerebro, los pulmones o el estómago, de modo que acaba por dejar el empleo y regresar a las rentas del paro; tu madre bebe demasiado y no soporta a sus hijos, y un día se muere con la tripa llena de vino y el hígado destrozado, y a tu padre sólo se le ocurre decir “maldita borracha, ni siquiera había fregado los platos del mediodía”; tienes tres hermanos, y uno va a la universidad pública y se licencia en derecho, y tú lo ves como el tío más listo del mundo pero, al acabar la carrera, los ojos asombrados de tus diez años de edad lo ven tomar posesión de su gran empleo: portero de una casa de vecinos en la parte alta de nuestra bienodiada Ullma: ¡todos esos años estudiando para acabar saludando cada mañana al señor Willson, para acabar portando hasta el contenedor cada noche la basura de la señora Almansa! Tu única distracción, en las faltas al colegio, consiste en pasar los novillos sentado en cualquier muro asardinado, esperando a que ocurra algo en el barrio que atraiga la atención de la policía y, créame, siempre hay algún marido que pega a su mujer, algún comerciante que persigue a un ratero, una riña de verduleras, tráfico de drogas, un ajuste de cuentas, un asesinato. De pronto, un día descubres que has desembarcado en la adolescencia y ya vas dos cursos retrasado en la escuela elemental, y alguien te presta un programa de realidad duplicada, algún sencillo juego que puedes probar en tu propio ordenador: una batalla de naves espaciales, un criadero de conejos, un viaje submarino…

Si a los veinte años todavía sigues vivo, te enteras de que existe una increíble aventura llamada Dominio y que para disfrutarla únicamente necesitas una clave de seguridad, una copia de ti mismo –lo que llamamos un “avatar”, una recreación electrónica de la propia identidad– y una línea abierta de la que colgar tu ordenador.

El día que pagas por tu avatar –es relativamente fácil encontrar en el extrarradio a “cerebritos” capaces de esquivar a cambio de unos pocos billetes las restricciones que las agencias de protección de la identidad legal cuelan en las redes– y, tras cargar en tu ordenador la versión no purgada del programa, das la orden de “juego”, el mundo (todo el Mundo, el de los ricos y el de los pobres, el de los trabajos de mierda, las madres alcohólicas y los hermanos fracasados) se transforma: estás en Dominio, el planeta del Escalado, dentro del cual puedes elegir el escenario donde deseas permanecer, el lugar donde eliges vivir; porque debo aclararle, señor Director, que tú eres tu avatar; efectivamente, no es que “veas” lo que tu clon virtual hace, no, tú eres quien estás haciendo lo que él escenifica en la pantalla.

Mi avatar se llama Arrebato y, como todos los clones digitales, pasó su primer año de existencia virtual en el paraíso denominado Terraza. Le diré que más de la mitad de los jugadores rara vez salen de Terraza. En ese edén no hay, como en el sur de Ullma, prostitutas enganchadas al cristal azul o niños atiborrados de pegamento; es un pequeño paraíso costero: hay una playa de arena fina, el sol luce sin llegar a quemar, los martinis son de balde, y tú te pasas las horas sentado en la terraza (de ahí el nombre), charlando de cualquier tema banal con los avatares de todos los demás jugadores. Te puedes dar un chapuzón si lo deseas, jugar a la pelota, broncearte o pasear por la orilla del mar, aunque lo verdaderamente atractivo de Terraza es, precisamente, poder estar ahí, sin nada que hacer, sentado frente a tu copa, y charlar con gente que siempre tiene algo interesante que decir.

Como puede ver, señor Director, Terraza es un plácido lugar como esos donde usted, seguramente, veraneará cada año. Sólo que nosotros no tenemos dinero para pagarnos un viajecito hasta la costa del Océano Almanto –el desempleo no da para muchos jubileos– y la única forma de obtener siquiera un sucedáneo es la Primera Escala.

Muchos jugadores, además, acuden al Bramadero: el segundo nivel del Escalado. Imagíneselo: un local gigantesco donde la música suena, machacona, a todo volumen, luces de colores que giran y giran, tú estás dopado y no puedes dejar de bailar. Eres el rey del estrépito, ligas lo que quieres y con chicas que, créame, tienen que ver más con una fábula erótica que con la física realidad de aquellas a quienes esos clones femeninos representan. En Bramadero todo es como tú deseas verlo; el mundo es una colosal burbuja de cava, la gente, maravillosa, y tú estás feliz por poder participar de esa inmensa comunidad danzante. Si has deseado que en Bramadero surgiese un plan, entonces te trasladas a la tercera escala, Panal.

Yo soy un tipo enclenque, todo lo contrario de mi apolíneo Arrebato. Por lo general, de Bramadero a Panal voy con Espora, un avatar femenino cuya belleza, me apuesto la vida, nada tiene que ver con la desconocida mujer de carne y hueso a la que representa; y eso lo sé porque las mujeres como Espora, sencillamente, no existen ¿O ha visto usted alguna vez una mujer de pechos perfectamente idénticos? Pues sepa que Espora los tiene, de igual peso, altura y firmeza el diestro y el siniestro. Panal es otro paraíso virtual: la cama es redonda y está cubierta de cojines de colores, la luz provoca sutiles claroscuros, el aire huele a rosas.

Ya ve, mientras en Dominio hubo solamente esos tres paraísos, el Gobierno toleró el juego. Así es, al principio únicamente podía escoger entre mandar a tu clon a holgazanear en Terraza, a bailar o drogarse en Bramadero, o a aparearse en Panal.

Al parecer, no había nada de malo en que todos esos jovencitos de-socupados creyeran que la vida era una tertulia junto al mar, que cada noche se congregasen para bailar frenéticamente antes de copular electrónicamente sin riesgo de embarazos indeseados. No sólo lo toleró, de esto usted tendrá noticia, recordará que la primera versión del Escalado –que entonces se comercializaba con un cursi “Repertorio Virtual de Clímax” como línea explicativa del producto— lo repartió el Servicio de Asistencia Social de Ullma gratuitamente entre los enfermos terminales de las clínicas estatales a fin de hacerles más llevadera su agonía.

Claro que un programa así no puede durar mucho tiempo sin que alguien acceda a su código fuente y lo transforme en un verdadero juego de ordenador, en una auténtica ruta donde escoger entre el bien y el mal, el Edén o el Infierno. Entonces aparecieron, en versiones piratas, las tres nuevas escalas (Utopía, Red y Desafío), y el Ministerio de Orden Público decidió prohibirlo porque aquel aséptico engañabobos se había transformado en un mundo iniciático en el cual podía llegarse a perder la vida o, incluso, la razón. Definitivamente, se les fue de las manos cuando la gente, al pretender acceder al sexto nivel, sufría ataques al corazón o se volvían oligofrénicos. Pero, ¿cómo pararlo, si Dominio se había vuelto la vida misma? A cambio, ¿qué ofrecer? ¿otra vez las calles atestadas de desgraciados? ¿otra forma de morir, la toxicidad de una planta incineradora?

En otro tiempo la gente acudía al Escalado para huir de la realidad; ahora vamos al él para superarla. No todos lo conseguimos, ese es el problema, aunque desenvolverse en Utopía es bastante sencillo: eres el tirano de un país atestado de miserias; tú eres el Rey y vives en la abundancia; mientras tanto, tus súbditos sobreviven en insalubres chozas de arrabales pestilentes. Tres veces al día te traen a un súbdito al cual tú torturas y devoras, hundiendo la cabeza en sus vísceras, degustando su carne cruda, bebiendo su sangre, caliente todavía. Lo bueno –la grandeza de este nivel; su peligro, obviamente– es que eres tú quien eliges a aquellos que deseas devorar: puede tratarse del Director de un canal de noticias en Internet, cualquier Ministro, un policía, o…a tu familia, a tus hermanos, a ti mismo. Comes aquello que odias, y no es nada extraño que uno se odie a sí mismo más que a cualquier otra persona.

De esta forma, hay jugadores que acuden al cuarto nivel exclusivamente para devorarse cada día a sí mismos, y así, destrucción y autodestrucción se convierten en una constante vital que, más allá de la virtualidad del clon, alcanza al hombre de carne y hueso que posee, al fin, el poder de los poderes: comerse, morir y, al concluir la partida, resucitar. Ustedes, los periodistas, tan dados como son a las estadísticas, ¿cuántos jugadores creen que acuden, diariamente, a esta Escala? Si piensa que son miles en Ullma, imagine un número infinitamente abrumador en todo el país, en el planeta entero. Devorar, devorarse. Matar, suicidarse. Y, no obstante, hay otro reino, el del auténtico dolor, que se llama Red ¿Cuántos cree que encaminan allí sus pasos cada vez que se conectan a Internet?

Qué quiere que le diga, yo mismo reconozco que Red y Panal son mis dos niveles preferidos; si en ello hay alguna desviación mental, o no, no lo sé. Voy a concederle el privilegio de que sea usted, señor Director, quien lo decida.

¿Qué es Red? Es una trampa obsesiva, como esos sueños donde uno parece estar a punto de morir –porque cae sin cesar, porque sus perseguidores están a un paso de distancia– pero nunca acaba de morirse del todo –no hay suelo donde quedar aplastado, “ellos” no logran darte caza–. Esos sueños, como Red, se resumen en la agonía, que es su esencia, su explicación, su corolario.

En la quinta Escala estás sujeto a una gran telaraña, rodeado por clones de subespecies humanas –hay quien los prefiere a los colmos de la belleza, como Espora, como yo mismo– que acuden a comer tus entrañas, a defecar en tus vísceras, a revolcarse en tus babas… Es muy de-sagradable, y sé que no dice nada en mi favor afirmar que acudo al menos tres veces por semana a Red, pero lo hago. Y ahora, ¿qué? ¿eso me ha convertido en un delincuente?

Supongo que es el juego mismo de la vida como ustedes la han hecho, señor Director, y aquí no hay nada de delincuencia. Entre ser Rey devorador y víctima devorada algo hace que me quede con el rol de víctima (por eso no tengo esperanzas de abandonar jamás el mísero suburbio en el que me he criado). Pero las verdaderas víctimas, los auténticos jugadores, son aquellos que acuden a Desafío, el sexto nivel. Magnífico: un viaje a tu propia mente, un recorrido por tu corazón tal como es, un tour por tu propio cerebro ¿Le parece poca cosa? No conozco a nadie que, si ha logrado regresar de Desafío, conserve intacto su sano juicio.

De todas formas, lo que yo quería hacerle entender era que Dominio no es una escuela de delincuentes, como ustedes sostienen, sino todo lo contrario, un psicólogo barato para los habitantes de este infierno suburbano, caótico y miserable en el que los jugadores crecemos.

Creo que esta carta va a quedar coja, de todos modos, si no le hablo un poco más acerca de Desafío ¿no? El caso es que el único modo de averiguar algo más acerca del sexto nivel es entrar en él, y yo nunca lo hice.

Espero que todo esto sirva para convencerle de que deje de estigmatizarnos en sus noticiarios: bastante tenemos con vivir en el sur de Ullma ¿no le parece?”

Otro “juguero” muerto. Tenía unos diecinueve años, piel negra, pelo rizado y una barbilla como demasiado huída hacia delante. Lo halló su padre aquella misma noche y decidió enviar, de todos modos, la extraña carta que su hijo había dejado pendiente de envío en el buzón de salida de su correo electrónico.

Sobre su cabeza, animadas en el monitor, se apagaban y se encendían intermitentemente las palabras que conformaban el fin de la partida. Simplemente: GAME OVER.

Acerca de Luis García Centoira

Jorge Ángel Aussel – Argentina

Duelo por piratas

Izaste a media asta las banderas
al dar lo nuestro por finiquitado,
y entre la densa bruma y lo abrumado
no vi las tibias ni las calaveras.

Me costaba creer que concluyeras
el cuento sin haberlo comenzado,
con un final coprotagonizado
por un actor que nunca describieras.

Y sin embargo, al filo traicionero
del garfio en tu muñeca, lo he sentido
justo en mi médula espinal hundido.

En ocasiones no es el bucanero
sino el pirateado quien va cojo
con un parche de tela… en cada ojo.

La fuerza oscura de la Luz

1

Te falta el pinche tirano
que ponga en jaque tu vida,
quien te acuchille en la herida
para cortar por lo insano.
Sin cruz no habría cristiano
y sin un Judas, tampoco,
ni habría mucho sin poco
ni poco sin mucho y nada
ni sería la balada,
sin un cuerdo, para un loco.

2

Te falta la indócil fuerza
del golpe in-justo en la entraña,
la que te estampe su saña,
la que te forje o te tuerza.
Será preciso que ejerza
sobre ti, tu lado opuesto,
la presión de lo funesto,
y si eres de cesio o cromo,

con ese lastre en el lomo
se pondrá de manifiesto

De finales sin principios

La oscuridad se devoró mi mundo
tras el This is the end —y no es ninguna
desmedida metáfora oportuna
que desenvaino para ser rotundo—.

Esa noche con ojos de inframundo
que amamantaba en brazos la infortuna,
no quiso dar la cara ni la luna
en un cielo de humus infecundo.

Me cortaron la luz —lo que faltaba
para encajarle la cereza al plato
de la desolación— y el desconsuelo

se apoderó de un hombre que lloraba
a la luz de las velas de lo ingrato
en el espejo donde hacía el duelo.

Sigo

¿Estos últimos tiempos? Agonía,
muerte, velorio, sepultura, llanto,
resurrección, vivir el desencanto
y morir nuevamente cada día.

Aspereza, esperanza, fantasía,
realidad, desilusión, quebranto
y querer no poder quererte tanto
sabiendo que te quiero todavía.

Cinglar de día por ciar de noche
hasta rayar la aurora del reproche

que como Tom a Jerry me persigue…

Y para resumir, ¿cómo te digo?
No estuve en Disneylandia, pero sigo
porque la vida mata al que no sigue.

Acerca de Jorge Ángel Aussel

Comenzar a escribir

Por Silvio Rodríguez Carrillo

Aprender a escribir poesía es como aprender a ejecutar un instrumento, al menos si la cosa va en serio. Así, lo primero que hay que considerar es el hacerse de un horario, de un tiempo para dedicarse a estudiar y practicar. Sin una rutina fija, muy difícilmente un novato llegará a nivel de experto, salvo, claro, que posea un don y un talento innatos para la escritura.

Por otra parte, al tener una rutina fija, uno puede medir los propios tiempos, cosa fundamental. Es decir, uno va tomando conciencia respecto de cuánto conocimiento teórico es capaz de internalizar en una unidad de tiempo personal. Así, uno va aprendiendo a medir cuánto tiempo le lleva escribir un soneto o un romance.

Luego, al ir probando los diferentes metros y estilos, décimas, gaitas, alejandrinos, uno va descubriendo cuál es el estilo en el que se mueve mejor, el que con más comodidad y celeridad le sirve para expresarse.

Hasta aquí, lo que estoy marcando es que no sólo se trata de estudiar, practicar y corregir, sino también de medir los propios tiempos, dado que escribir es un estilo de vida y no un simple entretenimiento.

Aunque en lo normal el arrebato poético conlleva un gran toque pasional, y por esto deviene en frustración el no conseguir de buenas a primeras un poema correcto en fondo y forma, es preciso aprender a desapasionarse al momento de recibir críticas y asumir la tarea de corrección. Es muy común el deseo de abandono, o por lo menos el dudar de si servimos para este oficio. Estos son los momentos en donde uno da o no da la talla. Es preciso recordar que así como somos tolerantes con los demás, también debemos serlo con nosotros mismos para poder avanzar.

Una vez que hemos adquirido los conocimientos necesarios para poder escribir en cualquier metro y estilo, y una vez que aprendimos a manejar el proceso de frustración/satisfacción, de crisis/crecimiento, es que llegamos al momento en que se desarrolla la propia voz, el personalísimo estilo que cada escritor tiene como marca de fábrica.

Alcanzada la propia voz, con Whitman uno comprende que «la obra no tiene fin» y cada curva y cada recta de cada circuito no son más que pruebas en donde, al menos en parte, uno se realiza.

Como anécdota, dado que esto está dirigido a los que recién comienzan a escribir, dejo constancia de que mi primer soneto me llevó unas 14 horas. Hoy día, escribir un soneto, sea alejandrino, gaita, tridecasílabo u otros metros, me lleva entre 14 y 18 minutos. Pero esto no es nada, he visto escribir sonetos en 7 minutos y justo antes de haber aprendido a escribir ese primero.

Finalmente, como me enseñara Morgana de Palacios, la cosa está en aprender a disfrutar tanto del proceso como del resultado, cosa que yo aprendí a hacerlo conociendo mis propios tiempos. Este es el consejo que puedo dar desde la vivencia.

Acerca de Silvio Manuel Rodríguez Carrillo