Marta Roussell Perla – Irlanda

People don´t fail because they aim too high and miss, but because they aim too low and hit.
Les Brown

1ª parte

Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No tenía tiempo para pensar. No tenía tiempo… ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Pegó un tiro. Luego salió al sol. No sabía muy bien qué acababa de pasar. Sabía que las piernas le ardían mientras corría sobre el cemento de los tejados, y que sus hombros le dolían indeciblemente cuando trepaba hasta las escaleras de incendios después de atravesar de un salto un espacio vacío entre los edificios. Oía muchos pasos corriendo tras ella. Y entonces las piernas volvían a quemar. Corría, se escabullía, saltaba, trepaba, corría…

Apenas le llegaba el aire a los pulmones.

Se había dado un golpe en la carrera contra algo y notaba un moratón en el brazo. Aunque dejó de oírles, no paró de correr. ¿Había salvado algo? El pellejo, claro, ¿pero aparte? Creía… creía que no se había equivocado. Seguía siendo Kalani cuando, exhausta, trataba de recuperar el aliento, y el ritmo de su respiración se asentaba con una tos, muy lejos de allí y muy aliviada. Seguía siendo Kalani, no había ninguna duda. Entonces… ¿podía caminar como antes?

Las moscas zumbaban alrededor de los muertos. Una figura menuda con una mochila a cuestas rebuscaba entre la pila de cadáveres. Se cubría la cara con un casco y unas gafas de piloto. Casi se había acostumbrado al hedor de la descomposición y de la sangre reseca. Llevaba una camisa de tirantes manchada, un brazalete de cuero y otro hecho con hilo de cobre trenzado que le arrancaba destellos rojizos al sol. Tenía una enorme cicatriz en el hombro izquierdo, de una época en la cual aún caminaba junto a gente que se había preocupado por ella. Sus pantalones vaqueros estaban desgarrados a la altura de las rodillas y sus deportivas, como sus calcetines, desparejadas. Su piel morena, al igual que sus ropas, estaba salpicada por la mugre y los restos de suciedad tras semanas en la meseta.

Arrojó a su espalda un destornillador, luego bajó corriendo a por él, levantando una nube de polvo al llegar al suelo, riendo a carcajadas. Volvió a trepar a la pila de cadáveres y metió el destornillador en su mochila. Tiró un pintalabios, cogió un reproductor de música estropeado, empujó con esfuerzo un par de cuerpos, los cuales apenas rodaron medio metro hacia abajo, y trató de espantar a las moscas sin éxito dando manotazos al aire y gritándoles cosas.

Lanzó por ahí un par de botas destrozadas, una dentadura postiza, la funda vacía de unas gafas, una venda muy usada y ennegrecida, algo parecido a pan duro enmohecido mientras ponía cara de asco, billetes, tarjetas, carnés. Cogió unas aspirinas y la hebilla manchada y oxidada de un cinturón, la forma del metal rezaba Kiss con letras angulosas. Era una hebilla antigua, probablemente tenía algún significado especial y seguro que alguien pagaría por eso.

Cuando acabó se quitó el casco de piloto, se pasó el dorso de la mano por la frente retirándose el sudor de sus cabellos y respiró hondo. Su pelo, corto y cortado caprichosamente, era rubio bajo la suciedad que lo cubría. Hacía mucho calor.

La pequeña Kalani, esa figura menuda, miró alrededor: hacía una buena mañana pese al bochorno y la vegetación que había tomado la ciudad a unos kilómetros de allí respiraba verde e intensa. Junto a la pila de cadáveres sobre la que se encontraba había un huerto arrasado y dos chozas construidas mayormente a base de planchas de uralita y madera adheridas de mala manera a los restos de una pared. No podía ser que todos los cadáveres correspondieran a los residentes del lugar dado el número de cuerpos muertos y, aunque había registrado las casas sin hallar nada útil, sabía que debía andarse con ojo: había habido una lucha y numerosas bajas.

Se dirigía a la ciudad. Era una decisión suicida, sin duda, pero no todo eran inconvenientes. Para empezar allí sería más fácil buscar comida y esconderse después de encontrarla. Pero habría adultos y estarían mejor organizados que los bandidos, tal vez no fuera tan fácil escapar de ellos si la veían aunque –pensándolo bien– seguramente le iba a resultar más sencillo pasar desapercibida.

Ella se sentía más cómoda en bosques o en ciudades que vagando por praderas y montañas donde no era difícil toparse con indeseables si éstos se lo proponían. Y para ella todos eran indeseables. Prefería trepar a correr. Adultos… La última vez que se encontró a una de ellos diciéndole que no le pasaría nada, resultó que sí le iba a pasar algo. Aquella adulta iba con su hija en busca de algún poblado en el que establecerse y Kalani se unió a ellos por una cuestión de elemental seguridad: a veces parecía que el mundo era un sitio demasiado grande para haber pasado tan sólo doce veranos en él. Pero en cualquier caso Kalani sorprendió a aquella adulta dándole a su hija una brutal paliza en la noche. Cogió el revólver que llevaba siempre en la mochila, apuntó, tomó aire y decidió largarse sin pegar un solo tiro. Y sin dejar de apuntar.

Lo cierto era que los niños tampoco eran mucho mejores, alguna vez había encontrado bandas de ellos saqueando y degollando al abrigo de la oscuridad. Bah, adultos pequeñitos. Y los pueblos… en fin, sólo había estado en dos y los dos en el desierto –un lugar al que se había jurado no volver–. Uno de los pueblos estaba gobernado por un cretino que tenía armas de fuego para proteger a su gente, sí, pero podía emplearlas contra ellos indistintamente, todo dependía de si los demás se doblegaban o no a sus razonables deseos, probablemente ya estaría muerto; el otro poblado estaba tomado por una familia gigantesca que la había invitado amablemente a que no se acercara a más de trescientos metros del cercado que habían levantado alrededor de los pocos edificios que por allí había so pena de volarle la tapa de los sesos.

Más adultos, y encima armados con pólvora –cada vez más difícil de encontrar–. Por si no era bastante insoportable ya la sola escasez de agua. Únicamente en un puñado de ocasiones había podido hacer trueques en el camino. Adultos raros, tres o cuatro hasta fueron amables. Y Kalani se decía “eres ingenua, Kalani” porque creía en la justicia. No en la que había, sino en la que podría haber, “y además robas”. Pero ella sabía que había algo especial en la justicia, en el hecho de que no había matado a nadie… algo puro que se mantenía intacto y cálido en su corazón. Porque, ¿debía ella haber matado a aquella madre? Por un lado estaba bastante segura de que hubiera tenido que acabar también con la vida de una hija que ya estaba acostumbrada a esa clase de relación con los demás a juzgar por cómo había estado mirando a la propia Kalani aquella tarde. Y por el otro, ¿cómo podía ella ponderar primero y ejecutar después algo así? Le daba la sensación de que algo profundo fallaba en todo eso. Sabía que, tal y como era
vida, casi nadie hubiera perdido el tiempo con consideraciones como ésas y habría disparado, que así se ganaba en tranquilidad. Pero ella era Kalani, y no tenía ganas de dejar de serlo. Además… no todos eran indeseables, aunque de entrada siempre fuese mejor considerarlos de ese modo. Hacía poco, mucho después de que le hicieran y le curaran la cicatriz, había tenido un compañero. Y en realidad iba a la ciudad con la secreta esperanza –velada incluso para sí misma– de encontrar a alguien, porque su cuerpo o sus tripas o lo que fuera que hubiese dentro de ella sabía que necesitaba contacto humano.

Abrió su mochila y sacó su botella de agua de río. Abrió el tapón y le dio un sorbo, se secó los labios con la lengua, volvió a guardar la botella, se echó la mochila al hombro. Se puso la mano sobre la frente a modo de visera y calculó la distancia que la separaba de su destino. Luego se echó a andar sonriendo, a fin de cuentas hacía un día fenomenal. Cuando ella andaba también bailaba un poquito mientras se imaginaba canciones llenas de ritmo.

Tenía que vivir un poco, ¿no? Se pasaba el día sobreviviendo…

2ª parte

Un par de horas más tarde, al mediodía, paseaba por las calles de la ciudad.
Siempre que caminaba entre los edificios de una ciudad tan grande pensaba más o menos las mismas cosas: “¿quién habrá sido tan idiota como para construir algo así?” o “¿cómo será la cara del primer gilipollas que pensó en hacer un edificio de diez plantas?”, porque todo era inserviblemente descomunal y también bastante absurdo tal cual estaba: cubierto de hiedras y musgo.

Aunque a decir verdad ella prefería con mucho esa alternativa verde a contemplar aceras grises y paredes sucias. Las plantas salvaban todo, quebraban el asfalto y las paredes y brotaban entre las grietas que se abrían en el orgullo del hombre antiguo.

Kalani había oído que antes no había plantas en la ciudad. Qué asco.

Tenía que buscar comida, así que rodeó un bloque de pisos que tenía buena pinta, por si acaso. Había una ruta de huída en el tercer piso hacia los tejados colindantes saliendo por una ventana. Entró en ese edificio de cuyas puertas hacía mucho que sólo quedaban los goznes y con el sonido de sus pasos unos pájaros alzaron el vuelo saliendo en desbandada por un enorme agujero en una de las paredes. Si había suerte, aún quedarían latas en conserva y si había gente, probablemente tendrían huertos en las azoteas y las plantas altas. Tenía que echar un vistazo.

Vio un par de ascensores atascados entre los pisos, inaccesibles. Los observó recelosa, ella nunca le confiaría su vida a nada que funcionara con una batería o mecanismo alguno. Bastante le disgustaba ya llevar ese revólver… tenía pocas balas y no quería usar ni una. Kalani llevaba cinco cargadas –y no seis, lo cual podía resultar peligroso si se disparaba el percutor, que era bastante sensible– y unas cuantas más en un bolsillo interior.

Cogió su arma e intentó hacer el menor ruido posible mientras evitaba pisar los cascotes y piedras que había diseminados aquí y allí.

Subió por las escaleras previendo que la tercera planta estaría tan desierta como parecía. Entre el tercer y el cuarto piso había un boquete infranqueable en lugar de escalones: cemento abierto y vacío. Pero la ruta de escape en principio era viable y, siempre y cuando tuviera un plan b, estaría más que dispuesta a continuar.

Se internó por un pasillo entre luces y sombras y restos de escombros meticulosamente apartados contra las paredes –el sitio parecía habitado, desde luego–. Había una ventana al final, llevaba a los tejados. Miró al techo, en algunos puntos podía ver el cielo abierto a través de los pisos superiores. En el corredor había un horrible papel descolorido en algunos tramos de las paredes –desgarradas y desnudas por lo demás– y marcos de puertas. Sólo una de ellas tenía hoja: la penúltima a la derecha.

Aguzó el oído. Creyó reconocer el sonido de un murmullo que procedía de la habitación cerrada. Nunca estaba de más saber a dónde no ir. Se metió en la primera puerta a la izquierda para encontrar una estancia vacía, moviéndose en silencio. No hubo buena suerte pero tampoco mala así que en su conjunto –y tal y como Kalani entendía las cosas– salía ganando.

Comprobó que las habitaciones laterales estaban conectadas paralelamente al pasillo principal: de nuevo veía marcos de puertas, y a veces ni eso, sólo manchas blancas de pegamento rodeando los vanos. Cruzó el pasillo un momento para echar una ojeada en la habitación de la derecha: vacía. A juzgar por la primera, éstas no estaban conectadas entre sí. Atravesó de nuevo el pasillo y volvió a las de la izquierda. En el segundo cuartucho a la izquierda había armarios.

Sigilosamente se deslizó hasta ellos y los abrió con mucha calma, evitando que las puertas chirriasen. Una considerable cantidad de latas de conserva apiladas fue lo que encontraron las dilatadas pupilas de Kalani que, emocionada y conteniendo una risotada que quería escapársele entre los dedos, dejó después correr la cremallera de su mochila cuidadosamente, sin bajar la guardia por un momento. Ya tenía una ceja arqueada y la lengua sobresaliéndole sobre el labio superior –su habitual expresión de concentración– mientras comenzaba a extender los brazos lentamente, cuando de repente su cuerpo reaccionó tensándose, alerta, sin espacio para un solo pensamiento, sin abismos en su mente por los que cayeran las dudas, más allá del silencio para que ni solo ruido pudiera escapar en él.

Estaba oculta y muy erguida junto al marco de la puerta. Porque había escuchado algo. Miró de reojo hacia el pasillo y también hacia el resto de las habitaciones que se extendían hasta el fondo. Y allí pudo ver la figura de un hombre sin camiseta que cogía algo que había encima de lo que parecía ser un colchón tirado en el suelo, una comodidad casi desconocida para la pequeña Kalani. El hombre, con toda seguridad un adulto indeseable, se marchó por donde había venido. Kalani escuchó un portazo, fenomenal, ¿sólo un adulto?, fenomenal. Pero no pensaba confiarse demasiado. Ellos no solían estar solos.

Volvió a sus quehaceres entre los armarios y cogió siete latas. Cuando se trataba de comida nunca tomaba más de un cuarto de lo que se encontraba, quizás era arbitrario, pero
obrar de otro modo no le parecía bien.

Se disponía a marcharse cuando escuchó unos gritos… ¿eran de hombre? Sí, eran de hombre. Eran gritos de dolor cortos, constantes, continuados. No era la primera vez que Kalani los oía, y siempre que los oía acababa metiéndose en líos.

“Eres ingenua, Kalani”, se recordó, “pero… no está mal, no está mal”. Una vez un viejo dispuesto a intercambiar bienes le dijo “la curiosidad mató al gato” y ella pensó que menudo viejo. No recordaba de qué hablaban, pero seguro que el anciano no lo dijo al tuntún. Empezaba a entender eso del gato muerto cada vez más.

Avanzó silenciosa por el pasillo, cuidando de dejar los vanos laterales a una distancia prudencial por si la puerta que de verdad era una puerta se abría de repente y tenía ella que esconderse en alguna de las habitaciones. Estaba rompiendo sus propias reglas: aparte de la entrada, su ruta de huída estaba al fondo del pasillo y no era muy sensato intentar escapar en la dirección de la que uno presumiblemente tendría que huir.

Deslizó el tambor de su revólver abriéndolo con cautela. Colocó la primera bala sobre el percutor, despacito. Se quitó las gafas de piloto, sus ojos de color azul oscuro brillaban al sol que se colaba por el tejado. Esas gafas dejaban un surco de suciedad, mugre y sudor alrededor pero al menos sus ojos estaban siempre limpios. Giró el picaporte, le dio un empujón a la puerta y apuntó. El hombre que viera hacía unos segundos estaba mirándola de frente, sobre otro colchón enmohecido, dándole por culo a un tipo que habría estado atado de pies y manos si no fuera porque tenía los codos seccionados, ahora muñones surcados por puntos de sutura.

Había una mesita de noche sobre la que descansaba un revólver y nada más que mereciera la pena. Paredes sucias, suelo agrietado, vómito, heces y agujeros en el techo, no eran detalles en los que en aquellos momentos ella fuera a reparar. Sin embargo la mano del hombre aproximándose lentamente a la pistola no le pasó desapercibida, aunque a la distancia que estaba le iba a costar mucho a aquel imbécil alcanzarla.

–Aléjate del arma antes de que te mate –le advirtió Kalani arrugando la nariz, parapetada tras el cañón de la suya.

–No quieres hacerlo, niña –observó el hombre, quizás leyendo algo en su rostro.

–Eso no significa que sea idiota –aseveró ella dando un paso adelante, frunciendo el ceño, concentrada y convencida.

Kalani se acercó poco a poco al revólver de la mesita, vigilante, lo cogió sin dejar de apuntar a aquel tipo, volvió a la puerta lentamente y allí contó las balas que tenía, se las quedó y guardó la pistola en su mochila. Tenía que rescatar a ese hombre sometido, no podía dejarle allí, para eso se la estaba jugando, ¿no?

Podía decir simplemente “dámelo”, quizás una frase más efectista como “ahora ese hombre me pertenece”, que molaba bastante, o algo así…

–Mátame –dijo no obstante el hombre mutilado en un hilo de voz quebrada.

–¿Q-qué? –se le escapó a Kalani, como si se le hubiera atragantado la realidad.

“No ha dicho mátale, ha dicho mátame…”, se aseguraba a sí misma.

–Mátame, por favor –repitió aquel hombre roncamente, sollozando, con una expresión de extrema angustia y perdición cincelada en el rostro, implorando una salvación de plomo.

Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No podía permanecer allí ni un segundo más. Tenía que volar. No tenía tiempo para pensar. ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Sujetó con fuerza la culata del arma. Apuntó. Pegó un tiro. El retroceso tomó la forma de un tirón en sus brazos, dio un par de pasos hacia atrás por el impulso. La sangre manchó la pared y el cuerpo se desplomó inerte contra el colchón.

El indeseable –el que estaba violando al de los brazos amputados– aún tenía su miembro introducido en lo que ya era un cadáver. La sangre tibia también le había salpicado a él, que miraba inexpresivo, con los ojos muy abiertos, como si intentara dilucidar si aún seguía vivo o no, sin lograr conectar con la realidad. Pero a ella se le acababa el tiempo: como a través de una sordina oía el sonido de pasos que aligeraban y distinguía voces de alarma que se acercaban al pasillo, alertadas por el ensordecedor estruendo del disparo.

Mientras tanto su consciencia trataba sin éxito de salir de una nube de incomprensible y nítida comprensión, pero Kalani, dándose cuenta, se escabulló de sí misma. Y su mente y su cuerpo reaccionaron por ella y salió disparada de allí.

Corrió y trepó y saltó ágilmente entre tejados, vallas y escaleras que se precipitaban al vacío del asfalto. Era rápida huyendo y ellos terminaron por dejar de perseguirla. Aunque dejó de oírles, no paró de correr.

Después de un buen rato, apoyada sobre una valla, exhausta y tratando de recuperar el aliento, se puso a pensar entre bocanadas ahogadas y toses de agotamiento… Y lloró, porque cada lágrima tenía que liberar un pensamiento triste. Cada lágrima era el mundo muriendo una y otra vez. Tenía que rendirse cuentas a sí misma.

Reflexionó y descansó, y reflexionó. Cada lágrima era el mundo naciendo una y otra vez. Creía… creía que no se había equivocado. Así que, aunque vaciló unos instantes antes de hacerlo, empezó a bailar mientras caminaba. Primero con timidez, luego como siempre.

Por qué y para qué comentar un texto

Por Silvio Rodríguez Carrillo

No podría entender a nadie si primero no me entiendo, por lo que parto de mí, sin partirme. Y entonces, ¿por qué y para qué comentar? Yo estoy muy bien con mi ombligo, redondito, hundido y en su lugar gracias al ombliguero que me puso mi abuela, por lo que a primera vista no tengo porqué salir de él, menos cuando tengo pelusas con las cuales hago bolitas pelusianas mientras me cuestiono porqué el mundo no se detiene a ser feliz en la contemplación de mi ombligo, tal como lo hago yo todo el tiempo que puedo sin molestar a nadie.

Porque comentando se aprende, me respondo. Aprendo vocabulario, primero, porque uno intenta decir exactamente lo que está pensando y, a veces, falta esa palabrita que hay que rebuscar para que no sea rebuscada, justamente. Como ejemplo, ¿cuántos discursos serían un torrente de palabras de no ser por el vocablo “empatía”? Y partiendo del ejemplo, uno aprende a ponerse en el lugar del otro, porque uno no sólo quiere escribir lo que está pensando, sino que quiere ser entendido, de manera que el esfuerzo es doble. Aquí, si el lector es más activo que el escritor, el comentador lo es aún más.

Para que el texto comentado mejore en estética o en intensidad, me sigo respondiendo, y aquí, vuelvo a mi ombligo, dado que cumplido el “para qué” existe una cuota de placer ganada, gracias al esfuerzo puesto en funcionamiento y que responde a por qué comentar. Obviamente el para qué de las cosas es más difícil de lograr que el por qué, y ahí, si me permiten, la chiquita distancia entre la filosofía y la teología. Aún cuando la Historia explique el presente y permita visualizar un futuro, no lo determina. Sabemos por qué se enfermó Juan, ignoramos para qué se enferma.

Ahora, desde el por qué y el para qué que yo me planteo y yo me respondo, queda entrar en el fangoso terreno de “los otros”, es decir, llegar a sus por qués y sus para qués, y para hacerlo no hay otra herramienta que leer sus comentarios y desde ahí juzgar la intensidad de sus propios planteamientos a la hora de comentar. Como también aparecen “los otros” a nivel de comentados, que exponen sus propios postulados a través de sus respuestas, que van desde un “me chupa un huevo” hasta un “me importa”. Así, partiendo de uno todo es sencillo.

Por otra parte, hay que recordar que existe una diferencia entre crítica y comentario, que ya es otro cantar; diferencia que derivó en ciertos currículos escolares a cambiar el nombre de la materia “música”, por el de “apreciación musical”. Y es que cuando uno está frente a un texto, y/o o frente a un comentario realmente siente la tenencia o carencia de las herramientas para juzgar o apreciar lo que tiene enfrente. Y ahí, en ese frente a frente, si se tiene un mínimo no de erudición, sino de ese sencillo don de gente, no se puede salir ileso casi nunca.

Acerca de Silvio Manuel Rodríguez Carrillo

Rebelión / Honestidad / Insensibilidad / Resurrección, por Mariví González

Rebelión

Hoy no voy a fingir, no voy a ser
un pilar de cordura que soporta
toneladas de escombros.

Mi boca es un cajón lleno de bastas.

No tengo ganas de volverme lluvia
ni de inventarme dócil,
ni quiero ser el apellido manso
del nombre de un ciclón.

Me duelen demasiado las rodillas
de arrastrarme en el barro del aguante
sin pegar cuatro tiros al silencio.

No contaré hasta diez una vez más,
se sublevó el hartazgo de mis hombros
de tanta sumisión que se callaba
todos los desacatos.

Hoy
no tengo ganas de morir de espera
ni de atrapar distancias,
ni de abrirme las venas de la angustia.

Ni quiero otra tristeza para la colección.

Así que me proclamo como un grito,
una enajenación que no concluye,
un huracán de olores a tormenta.

Un espécimen raro que se atreve
a romper el estúpido sosiego
de la resignación.

Honestidad

Se ha vuelto a quedar sola, despojada,
en otro déjà vu descalabrado,
con los dedos vacíos de otros dedos
y los ojos resecos de costumbre.

Sólo dice verdades sin rincones,
sin escudos ni sombra agazapada,
pero vierte su voz en solitario
e insiste en despeñarse en precipicios
donde aguardan melosas las mentiras.

No logra acostumbrarse a tanta trampa
enterrada en esperas, ni comprende
tanto mayo matando mariposas,
tanta esquina vestida de llanura.

Quizás es porque siempre fue descalza
y no sabe jugar a los disfraces
ni a promesas con sílabas de olvido.

Quizás sea su eterna desnudez.

Pero a estas alturas de la nada
conoce cada palmo de la ausencia
y se muerde los labios de la fe
tragándose su sangre entristecida.

Y encuentra su refugio
en la indulgencia de su nombre limpio.

Insensibilidad

Empieza a hacerse tarde en lo sensible,
se endurecen las cosas y los mundos
de tanto no abrazarlos, de tanta dejadez
acumulada en las esquinas frígidas
por las que el tiempo huye.

Ya no hay templos que recen al futuro,
ya no hay que llamar a gritos al olvido.

Va pasando el silencio y a su paso
deja un rastro de frío inconmovible
que impide transparencias.

Se erosiona la magia,
palidece el asombro,
se congelan los ojos de la sangre.

Empieza a hacerse tarde en los recuerdos
y hay una piedra más sobre la nada.

Resurrección

Cuando todo parece inevitable
y nacen madrugadas de mis dedos,
cuando toco la sombra de los miedos
justo entonces me vuelvo inagotable.

Cuando quieren hacerme despreciable
y se anudan con fuerza los enredos,
cuando el negro me cubre hasta los credos
resurjo como un ave, inexorable.

Y aunque puedan mis alas de cristal
parecer cicatrices que naufragan
la ternura del viento me hace fuerte.

Porque no existe nada más real
que estas ganas de vida que me embriagan
después de cada herida y cada muerte.

Acerca de Mariví González

Recursos literarios (tercera entrega)

Por Enrique Ramos

Tercera entrega del estudio de Enrique Ramos
publicado en el taller de Ultraversal

Polisíndeton

El POLISÍNDETON es un recurso de la dicción que consiste en emplear repetidamente las conjunciones para dar fuerza o energía a la expresión de los conceptos.

En ocasiones se utiliza el polisíndeton para ralentizar el ritmo del poema, dotándole de mayor solemnidad. El hecho de que el polisíndeton reste velocidad a la expresión hace que se subraye la emotividad de los elementos unidos por las conjunciones.

El uso exagerado de las conjunciones provoca en el lector la sensación de que el autor del poema está presente en el poema, es parte activa en él, ya que este uso se desvía muy marcadamente del uso no literario del lenguaje. Si bien en el lenguaje coloquial puede resultar natural la omisión de las conjunciones (incluso de las necesarias), la sobreabundancia de conjunciones genera en el lector una sensación de cierta artificiosidad, de pesadez, y en muchas ocasiones de gran belleza. El polisíndeton eleva la expresión del poema, concentra la atención en el personaje que habla y hace más lenta la enumeración de los elementos, dotándoles de más peso, aunque también puede terminar agotando sicológicamente al lector.

Veamos algunos ejemplos.

El primero que vamos a ver, un fragmento de un poema de Aspideviper llamado Sé de la locura:

“un minúsculo quejido hecho lágrima,
el chasquido resignado de los pétalos en otoño
y un ángel que se olvida que es un ángel
y asesina a la luz del sol con su plumaje
y se derrite en el intento
y no brota de su cera la esperanza,
¡tan estéril! tampoco el cobijo alado de su hálito”

También muy interesante es este fragmento de un poema de Miles Davis llamado Infiel:

“Y pensabas mi vida, que no caerías,
que la rutina te podría cubrir,
que la decencia se habría de imponer,
que Dios siempre te iba a proteger”

Vicente Aleixandre nos invita disfrutar de la lectura de un polisíndeton en este precioso fragmento de su poema La oreja – La palabra:

«La palabra es un hilo
de voz, y es una madre.
Y es un niño esperando.
Y es un padre en su fragua.
Y es un carbón brillando.
Y es un hogar que ardiendo quema las voluntades,
y nace el hombre nuevo.”

También de gran factura el polisíndeton en este fragmento del poema de Benedetti llamado Parpadeo:

“(…)
voy a cerrar los ojos y tapiar los oídos
y verter otro mar sobre mis redes
y enderezar un pino imaginario
y desatar un viento que me arrastre
lejos de las intrigas y las máquinas
lejos de los horarios y los pelmas
(…)”

Enrique Ramos

Revista Ultraversal edición número 2

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Editorial » El asunto del rol en la narrativa convencional » Por Gavrí Akhenazi

Sumario

In memoriam » Vicente Mayoralas » Por Isabel Reyes Elena
Prosa » Textos Exclusivos » Por Rosario Alonso
Reseña » Hojarasca al este de New York: un libro de Alex Augusto Cabrera » Por Arantza Gonzalo Mondragón
Poesía » Patio de luces / Gusanitos de luz / En blanco y negro » Por Juli Mediavilla
Artículo » Recursos literarios (segunda entrega) » Por Enrique Ramos
Poesía » Recuerdos  » Por Leo Zambrano
Prosa » Mundo biblios / Metamorfosis » Por Eva Lucía Armas
Poesía » La vida en blues / Ceguera del agnóstico / Ha pasado un ángel » Por Jordana Amorós
Los juegos del hambre » No es lo mismo predicar que dar trigo » Por Gavrí Akhenazi & Morgana de Palacios
Poesía » No volveré a ser poeta / Haikúes / A pluma rota / Solus coniuncti, possumus » Por Manuel Martínez Barcia
Artículo » Relecturas » Por Gerardo Campani
Poesía » Como por Ella entonces / Sumando en armonía / Donde habita el olvido / Tan fértil » Por Mercedes Carrión Masip
Entrevista » Rosario Vecino » Por Rosario Alonso
Reseña » La mínima rebelión de la crisálida: un libro de Mariví González » Por Silvio Manuel Rodríguez Carrillo
Poesía » De mañana / Viento del norte / Recuerdos del Edén » Por Javier Garrido Ramos
Prosa » El “Escalado” » Por Luis García Centoira
Poesía » Duelo por piratas / La fuerza oscura de la luz 1 & 2 / De finales sin principios / Sigo » Por Jorge Ángel Aussel
Artículo » Comenzar a escribir » Por Silvio Manuel Rodríguez Carrillo

Staff

EDICIÓN NRO. 2 – SEPTIEMBRE 2015
Dirección general
Subdirección
Redacción
Diseño & diagramación
Ilustración de tapa
Aspid con ibis y escarabajo

Autores que aparecen en esta edición
Enrique Ramos
Leo Zambrano
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Editorial de la edición número 2 de la Revista Ultraversal, por Gavrí Akhenazi

El asunto del rol en la narrativa convencional

Cuando un escritor enfrenta el desarrollo de la idea narrativa y debe comenzar a plasmar todos los detalles que compondrán el texto, descubre que el trabajo de explayar una idea tiene resortes mucho más complejos que no se contemplan dentro de la idea original, que es lo mismo que una semilla.

Un escritor tiene una idea o sea una semilla.

Sabe por ejemplo que es una semilla de cerezo  y tiene más o menos una idea “normal” de cómo es un árbol de cerezo. Ese será su marco. Pero luego, cuando comienza a germinar la semilla, resulta casi imprevisible la cantidad de brotes que surgen a medida que se enlazan las acciones entre los planos y sus habitantes.

La narración es algo prácticamente imprevisible, incontrolable inclusive hasta para el autor que de lo único que es dueño, por volver al ejemplo anterior,  es de “una semilla de cerezo” que “teóricamente” por ser una semilla de cerezo dará un árbol de cerezas, aunque a veces, ni ese postulado se cumple y aparecen otras frutas colgando de las ramas.

Por ser la narración un trabajo de relativa longitud, es una especie de monstruo autofecundante, que se gema a sí mismo en cada oportunidad que tiene de concebir un orgasmo, así que el escritor enfrenta ese imperioso afán copulador que tiene el ente con el que trabaja. Por ejemplo, los roles protagónicos.

El autor normalmente parte de la trilogía: protagonista, agonista, antagonista y seres anexos que pueden ser diferentes o comunes a las tres posiciones de rol protagónico.

De repente y a mitad de trama, advierte asombrado que el planteado como “antagonista” es tan rico en matices, tan complejo psicológicamente y tan especial en sus acciones, que comienza a opacar al protagonista o por lo menos, a resplandecer a su par de tal manera que el autor  —mientras termina de darle forma a esa novela— ya se ve exigido por esa otra personalidad naciente a escribir una nueva, en la que ese original antagonista se transforme en protagonista.

También sucede con algunos personajes secundarios que no pertenecen a la trilogía, pero que, en un punto dado, es tal el clima creado a su alrededor o tan oportuna y fascinante su intervención, que el autor comienza a buscar las causas de ese “desborde” y termina asombrado por las virtudes de un personaje con el que capítulos antes no contaba.

Y también sucede el hecho inverso.

El protagonista resulta ser un anodino intrascendente del que es prácticamente imposible remontar la personalidad y queda allí, tristón y sin rasgos, abúlico y desteñido.

No se trata de imprimir personalidades ponderosas a los protagonistas y obligarles a mantener el tipo, porque con el transcurrir de los capítulos, ellos mismos demuestran sus facetas desconocidas y humanas y van transformándose, mal que nos pese, en lo que realmente son.

El autor bosqueja a sus personajes. No los conoce, realmente.

Abre una caja con varios muñequitos, los bautiza, los pone en un retablo y ellos, extraordinariamente, cobran vida a medida que oyen el tiqui-tiqui-tiqui de las teclas y empiezan a escribirse, prácticamente, solos.

El autor que no permite que sus seres imaginarios (aunque sean reales, dentro de la cabeza del autor son seres imaginarios) se desarrollen y trata de luchar e imponerles personalidades a sus ficciones humanas, rara vez resulta convincente.

Esa es la magia del trabajo literario narrativo: la espontaneidad de lo que el autor no conoce de sí mismo y que se plasma como un acto místico en el papel.
Un autor que pueda conseguir que la novela “se escriba sola”, será ampliamente versátil y podrá explorar y explorarse, en todos los tipos de género y con todo tipo de argumentos.

Los personajes jamás mienten.

Son los autores los que, como quien domestica a un tigre, los obligan a mentir a fuerza de rigor, siguiendo un argumento.

El argumento es solamente la tierra del camino. Todo lo demás es la magia que nace del don y que es inexplicable para quien no la haya experimentado.

Todos los hombres estamos llenos de seres que desconocemos.

El escritor les permite hablar de sus historias. Es el ghost writter de su propia pluralidad.

Acerca de Gravrí Akhenazi

Poesía de Vicente Mayoralas

Por Isabel Reyes Elena

Vicente Mayoralas nace en la Solana, provincia de Ciudad Real (España), y fallece en Madridejos (Toledo) en 2012 tras una larga y penosa enfermedad. Engrosa ya el elenco de grandes poetas, escritores y artistas que nos ha dejado en herencia La Mancha.

De grandes inquietudes, empezó a sentir atracción por la poesía desde la infancia, dada su inclinación natural a la filosofía y la esencia de la naturaleza humana.

Tras la muerte prematura de su padre ingresa en la Legión Española que le marca profundamente y forja su carácter, para posteriormente incorporarse  a  las Fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado.

De formación autodidacta y amante de las formas clásicas, utiliza una retórica sencilla y fácilmente inteligible con el objetivo de establecer una comunión con todos los lectores. Una poesía que incluye al yo poético, o que lo excluye explícita y voluntariamente, para pintar escenas, personajes y paisajes con palabras. Como él mismo afirmó, “una poesía en blanco y negro”.

Fue “el poeta de la búsqueda”, siempre a la espera de respuestas que no llegan. La primera fue en la tierra, en la existencia física del hombre, de ahí poemas en los que rememora su infancia y sus primeros referentes vitales, y donde sabe captar la árida dureza de los campos manchegos.

Al no hallar respuesta, comienza una bús-queda espiritual dentro de sí, una especie de Vía Crucis que le fue elevando del mismo suelo a las alturas. Desde su duda existencial crea su mundo más íntimo, un lugar infranqueable para capear las borrascas.

En su Poética de la Agonía vislumbra ya la muerte como un tránsito cercano y su serenidad se mezcla con la inquietud de resolver sus propios enigmas personales. De ahí a debatir con Dios, al que busca y no encuentra, al que niega pero acepta, en un contrapunto en blanco y negro tan típico de su personalidad, una persona de contrastes.

Al fin, estando ya gravemente enfermo, escribe sobre la lucha y aceptación de la muerte, abrazando a Dios en sus últimas instancias.

Murió con la elegancia del Legionario que abraza a la muerte en un acto de valentía, sin hacer ruido ni lamentarse, y dejando en Ultraversal sus últimos poemas impregnados de un realismo estremecedor.

Verso del arado

Cómo me gusta el verso del arado
cuando labra la tierra estremecida,
y cómo de su amor surge la herida,
hecha surco: poema cultivado.

La rima en su quehacer es el legado
secular de sustento, propia vida,
donde la mano terca y dolorida
de la necesidad, y su dictado,

convierten el arado en el apero
que utiliza el poeta de la tierra;
cada surco es un verso, y cada verso

melodía perfecta, voz de arriero,
y el hálito del hombre que se aferra,
metáfora suprema, al universo.

Vicente y su duda

Vicente fue un chiquillo con tendencia
a no dar por sentado cosa alguna;
su herencia fue el ingenio de la hambruna
y una dosis sobrada de impaciencia.

Su mundo era un por qué, una exigencia,
buscaba una respuesta sin fortuna,
oía explicaciones, mas ninguna
otorgaba a su duda transparencia.

Quería comprender, pues no entendía,
la razón verdadera de este mundo
y por qué la presencia de lo humano.

Le dijeron que Dios se lo diría,
pero un silencio terco y tremebundo
acompañó su espera hasta lo arcano.

Gente sencilla

Su caminar es lento, concienzudo,
se rige por el tiempo de labranza,
de sol a sol, con ritmo de una danza,
con el atril del cielo por escudo.

Es parco en la palabra, el gesto rudo,
la mirada de siembra y enseñanza,
que sabe que las prisas son tardanza
y el dicho inteligente siempre mudo.

Es hombre agradecido, temeroso
de Dios, un buen cristiano y fiel esposo,
que lleva en el calvario de su frente

la señal de la cruz desde que nace;
amante de su tierra, donde pace,
y dueño de una vida indiferente.

La huella del hombre (VI)

Debajo de mis pies, por los rastrojos,
la sequía estrangula todo anhelo.
Oprime la solana. El sol ahoga.
La tierra se bifurca en soledades
y en sus raíces drago mis silencios.
Suspira la esperanza en el crepúsculo,
teñida de sopor, bajo el azul
desmedido de un cielo que no entiende
de oraciones. Aquí, por la llanura,
se crían las verdades primigenias;
nace el olvido, áspero y cerril,
mientras la vida brota hacia adentro,
hasta la muerte, en busca de su origen.
Soy un hombre curtido en el secano,
con el ayer a cuestas y mi infancia
en ristre y la sonrisa del hoy. Alguien
que sabe que vivir es algo más
que un simple recorrido por el tiempo.
A golpe de azadón, con estas manos
que adoran y estremecen cuanto tientan,
me siembro en la aridez de los eriales
y cavo, junto al alma, su alarido.

Al Cristo de la buena muerte

Me llago en tu dolor y en tu tristeza,
y venero tu imagen dolorosa
donde la pena íntima reposa
sobre el llanto sublime que te reza.

En ti sangra el amor y la pobreza,
el sueño de otra vida más gozosa,
la fe inquebrantable y generosa
que te ayudó a morir con entereza.

Te siento tan cercano, tan adentro,
que brota en mí la sed de tu creencia
y en duelo el corazón al recordarte,

pues soy un pecador que va a tu encuentro
en busca del perdón y la indulgencia
que me procura el hecho de rezarte.

Profundidades

Crezco hacia adentro, boca abajo,
con el gesto sombrío
y la mirada en balde,
mientras escarbo más y más,
como si no supiera
que cuanto más me aleje de la superficie
las lombrices custodias de la duda
envolverán mi marcha.

Qué hondo que me encuentro de esta vida.
Cuántos metros de sombras nos alejan.
Y cuánta soledad une y separa
al hombre del silencio.

Sepultado en la umbría de mis noches
habito en las entrañas de la tierra,
ceguera de mi alma,
mientras anhelo
una luz que ilumine mi crepúsculo
y pueda verme como soy.

Poemas de la agonía

En busca de Dios

I

Oh, Dios, vengo a buscarte entre los vivos,
en el aliento humano, entre sus dudas,
en esas cotidianas y menudas
cosas que el hombre escribe en tus archivos.

Revierte mi ansiedad en sucesivos
rezos. Sigues callado y me desnudas
palabra por palabra entre las mudas
calaveras de hombres pensativos.

Necesito de Ti.  Mas no te encuentro.
La soledad del huérfano me habita
y en cada cita surge el desencuentro.

¡Señor! ¡Señor!, ¿por qué no me respondes?
¿No sientes mi dolor que resucita
cada vez que te busco y Tú te escondes?

II

Ay, Dios, cuánta amargura contenida
en este rezo agrio de salmuera.
Te busco en vano, en vano entre la cera
de una fe por el tiempo derretida.

Sé bien que no me escuchas y la herida
de tu silencio sangra como fiera
salvaje acorralada y prisionera
que busca libertad en su estampida.

Un resquemor, la duda de si existes
chirría en mi interior hasta atronarme
y sordo, como Tú, medito y duermo

en ese paraíso de los tristes,
humanamente dócil, sin hallarme,
con el ansia y la fiebre de un enfermo.

Mi DNI

Le sobran horas a mis días. Todos
son iguales. Hartazgo es lo que siento.
Trago a trago con vino me reinvento
bebiéndome mi drama por los codos.

Hablo de mí con esos malos modos
que utiliza la nube contra el viento,
y el rayo destructor de su lamento
convierte su abundancia en propios lodos.

Miro hacia el cielo, pero el cielo calla,
y en la noche derivo en plena ausencia
rodeado de excesos sin latido.

Mi voz tan sólo, que el silencio acalla,
me llama por mi nombre en su demencia.
Soledad es mi único apellido.

A solas con la muerte

He muerto de repente. Con lo puesto.
A solas y encerrado en mi retiro.
Me fui tal como vine: en un suspiro
de impotencia. El rostro descompuesto.

Deshabitado en mí quedé traspuesto.
La vida me mordió, como un vampiro,
sedienta e insaciable. No respiro.
No noto nada. Y a materia apesto.

Todo está consumado. Sin adioses
ni lágrimas me voy por donde vine.
Yo no elegí la vida ni la muerte.

Me llevo a mis demonios y mis dioses
en espera a que el tiempo me fulmine
y en los brazos de nadie me despierte.

Desnudez

Se me pone la carne de gallina,
dando diente con diente miro el cielo
mientras mi corazón se aferra al suelo,
depositario de mi propia ruina.

En la tierra la losa y la sordina
me impedirán que alce alto el vuelo.
—ya se sabe que el mundo es un pañuelo—
Pequeño se me hace en la retina.

La certeza en la muerte por contagio,
la duda en otro mundo, mal presagio,
y todo al retortero y sigo mudo.

Me sobran las palabras y los gestos.
Aquí ya sobra todo. Son los restos
mortales de mis versos al desnudo.

Mi sombra

Por suerte o por desgracia —no se sabe—
nací con un difunto aquí, a mi lado.
Siempre estuvo conmigo, amortajado,
e ignoro si en mi cementerio cabe.

Le pido que a mi alma no la trabe.
Aquí tiene mi cuerpo desangrado.
Y aquí me tiene a mí, medio enterrado
gritándole a la vida que se acabe.

Su presencia es oscura y alargada.
Me sigue a todas partes. Desespero.
Y sin una palabra a mí me nombra.

Sobre el filo siniestro de su espada
camino hacia el final. Mi mal agüero:
es el luto reflejo de mi sombra.

Ipso facto

Si he de morir, que sea ya. Me inquieta
el óxido del tiempo en mi memoria,
pues mañana, mi muerte será historia,
la historia clandestina de un asceta.

Seré un difunto más, sin etiqueta,
un referente anónimo, sin gloria,
un grito, uno más sin trayectoria
que sabe que el olvido le interpreta.

Si he de morir, ahora es el momento,
me siento en paz conmigo, que no es poco,
y a la vida he pagado ya con creces.

Soy múltiplo de cero y me presento
con las manos vacías mientras choco
con el vientre alquilado de mis heces.

Poema de la Agonía

Un día moriré. Uno cualquiera.
Al destino le dejo mi mortaja.
La muerte por mi cuerpo se desgaja.
Y vivir por vivir, sólo es espera.

Morir antes de tiempo no quisiera,
y vivir de alquiler, polvo de paja.
Este estar por estar se desencaja
de este ser o no ser que me exagera.

Me finjo hasta la médula y soporto,
a fuerza de imitar lo que me callo,
la fiebre delirante del enfermo.

Transito por las órbitas del orto
y entre signos de incógnita me hallo,
y entre símbolos fúnebres me duermo.

Acerca de Isabel Reyes Elena

Textos Exclusivos, por Rosario Alonso

Me gusta el olor que desprenden los libros polvorientos. Estar rodeada de ellos me proporciona una inexplicable sensación de calma. A la luz de los fluorescentes que iluminan este sótano, convertido en almacén de libros, ojeo un ejemplar único, del que he tenido noticias hoy mismo.

Juan me telefoneó esta mañana para anunciarme su último y más extraordinario descubrimiento: el ejemplar de un libro del siglo XVIII, escrito en castellano antiguo pero de autor desconocido y contenido aún por descubrir. “Textos Exclusivos”, se titula.

Tardé poco en vestirme y, de forma precipitada, me dirigí a la librería de mi amigo. Tuve que llamar a la puerta, porque el local estaba cerrado. Vi a Juan en el interior, visiblemente nervioso pero con una alegría que se desbordaba por momentos.

—¡Es lo mejor que he encontrado en mi vida de librero! –me dijo nada más penetrar en el local– De hecho, no lo he puesto a la venta porque me lo pienso quedar. Lo siento —su lamentación fue un mal presagio. Yo pensaba ofrecerle un buen precio si el ejemplar mere-cía la pena.

A continuación descendimos por unas estrechas escaleras al polvoriento almacén que Juan, a lo largo de muchos años, había convertido en una biblioteca improvisada, aunque reservando un pequeño hueco para situar una mesa y una lamparita y convertir aquel rincón en un despacho.

Las paredes estaban cubiertas de estanterías y en sus baldas se acumulaban enciclopedias completas, volúmenes sueltos, manuales de todas las ciencias y artes, novelas rosa, negras… de todos los colores. En algunos lugares, a falta de estantes, los libros, acumulados unos encima de otros en altos rimeros, se convertían en columnas de papel que quisieran sostener el bajo techo.

A la luz de la lamparita sobre la mesa de roble del almacén, Juan me mostró el lujoso ejemplar causa de nuestro precipitado encuentro.

—Sólo he tenido tiempo de leer la primera página y, curiosamente —me dice—, el libro empieza con una cita entre un librero y una clienta para hablar de un manuscrito que el primero ha encontrado. Es una sorprendente casualidad —añade tras descubrir en mi rostro una muestra de asombro.

Comienzo a leer y he de darle la razón. Paso la página y las palabras escritas, hace siglos, reviven para infundir cierta aprehensión de la que no sé el origen. Juan, como siempre se retira con cualquier excusa y sube. Sabe que me gusta ojear estos libros a solas, porque hay placeres que sólo se pueden saborear en la soledad.

Así, bajo la luz amarillenta, no puedo contener mi impaciencia. Obvio la encuadernación de cuero negro, sus letras doradas, desgastadas por el tiempo y el olvido. Y leo. Y en la lectura me sumerjo en un pasado que se hace presente, como si el autor o autora de este libro estuviese a mi lado, observando cada movimiento, cada gesto, cada silencio.

De pronto, algo salta junto a mí. Me echo a un lado, atemorizada, e imagino que alguna rata está allí delante, dispuesta a clavarme sus colmillos. Solo encuentro un gato canela que maúlla cansinamente. Tan asustado como yo, vuelve sobre sus patas y sale por el único ventanuco del almacén. Riéndome de mí misma cierro la ventana y vuelvo a la lectura inacabada. Para mi sorpresa, en sus lí-neas encuentro a la mujer y al gato, contados con tal minuciosidad de detalles que pareciera que el autor estuvo presente apenas unos minutos antes, en esta misma habitación.

Una inquietud creciente me invade. Quizá debería dejar la lectura, subir con Juan y olvidarme de todo. Hay momentos en los que la mente ha de limpiarse de los aires mefíticos que la enturbian, sobre todo si se ha respirado el polvo de muchos años.

Pero no, sigo. Al continuar desbrozando el camino literario las alarmas se encienden. ¿Casualidades o causalidades?  En el libro, una novela cae de un estante y provoca un gran ruido al golpear contra el suelo. Escucho. Sólo tengo tiempo de atisbar, entre las penumbras que rodean el halo de luz. Hay un libro sobre el suelo. Siento mi sobresalto. El libro, este libro extraño que Juan ha dejado en mis manos, es más de lo que parece, concluyo y mi corazón se acelera.

Avanzo en la lectura, cada vez más ofuscada por descubrir entre aquellas páginas la clave de tantas casualidades, y cada vez más nerviosa al releer la historia de todo lo que me ha acontecido y sigue acaeciendo en cada minuto de esta mañana llena de enigmas.

Mi lógica de las cosas me hace dar un paso más. Me digo que por qué esperar tanto tiempo si puedo saber cuál es el final. Así que paso todas las páginas de golpe y llego hasta la última. No me atrevo a leer.

Asustada estoy, pero la curiosidad me obliga a una mirada sobre el último párrafo de la página: “Y entonces ella escuchó el sonido de las pisadas que descendían por las estrechas escaleras. Eran pasos lentos, furtivos, como si el que los provocase arrastrara los pies al darlos.  Ella, entonces, levantó la mirada del libro que leía y giró la cabeza…»

Acababa la página cuando escuché, con una nitidez aterradora, esos pasos lentos, pausados, cautelosos que, procedentes de la escalera, se acercaban a mí.

Acerca de Rosario Alonso

Hojarasca al este de New York: un libro de Alex Augusto Cabrera, por Arantza Gonzalo Mondragón

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Ficha del libro

Título: Hojarasca al este de New York
Autor: Alex Augusto Cabrera
Año: 2012
Género: Poesía
Editorial: Imagine Cloud Editions, La Florida, EEUU
Páginas: 158
ISBN-10: 1496061217
ISBN-13: 978-1496061218

Alex Augusto Cabrera (Lima, 1967) es un poeta que escribe a golpe de pulsiones, descargando con la palabra todos los fantasmas del hombre.

Originario de Perú y residente en Nueva York desde hace catorce años, emigró en busca del sueño americano y el sueño americano se hace esperar.

Hojarasca al este de New York consta de ochenta y ocho poemas escritos entre febrero y diciembre de 2012.

Es un poemario sobre la espera,  la añoranza de la patria, la ausencia del hijo, la historia de amor que no se termina de materializar y el paso del tiempo, implacable, contando cada lustro, año, mes, día e incluso minuto. La numerología temporal está presente en muchos poemas, como si la mente del autor formase sectores horarios para recordar el instante en que la emoción sucede.

yo sé que un año es tan sólo un tiempo
pero diez años más es otra vida
no soy de allá de aquí de ningún sitio
pero camino igual día mes año

La esperanza va y viene a lo largo del poemario. A veces parece rota pero siempre consigue volver a aparecer en el horizonte.

La esperanza es esa triste idiota
que siempre está detrás de las cadenas
vade retro varón
sal de su jaula

Uno de los puntos más fuertes es el poema para el hijo que no ve desde hace catorce años. Es de una belleza demoledora. El padre se confiesa abiertamente, logrando una empatía con el lector que no deja indiferente a nadie.

Poema urgente para Augusto André
(fragmento)

soy tu padre
por ser hombre primero

aquí
allá

yo
y toda esta espera
en estas manos no hay razones
sólo asuntos pendientes

no queda opción
André
sangre de mi sangre

Tan lejos del preciosismo y del adorno superfluo, Hojarasca al este de New York es un libro de buena poesía con incontables versos que golpean por su contundencia y emocionalidad. No es un libro sólo para leer, es un libro escrito para sentir.

Patio de luces / Gusanitos de luz / En blanco y negro, por Juliana Mediavilla

Patio de luces

Mi vecina de enfrente
se ha dejado las canas
y el gris se abre camino tamizando su luz.
Su pelo leonado y pelirrojo
ya no enciende en los hombres
miradas clandestinas,
ni repican tenaces en el suelo
sus tacones de aguja.

Tiende sin entusiasmo la colada
los lunes, en un orden impecable
teñido de costumbre.

Tiene el marido en paro. Deambula
como un fantasma triste
de ventana en ventana y no sabe qué hacer
con la extensión del día.

Mi vecina de enfrente
—cascabel de otros tiempos—
se ha dejado las canas
y es mucho más pequeña a medida que crece
en gris y en dignidad.

Gusanitos de luz

Hago un alto a la sombra del camino
cada vez más estrecho,
me pesan las alforjas que ha cargado
sin compasión el tiempo.

Bien puedo en esta pausa
hacer breve recuento,
decir que ya he cumplido
y añadir, por ejemplo,
que planté más de un árbol
y que tuve dos hijos y he escrito algunos versos.

La vida cunde poco
—eso lo sabes luego—

En esa galería
esquiva del recuerdo
hay esquinas de luz
y tiempos muertos.

Caminos de la infancia:
luciérnagas al borde del sendero,
cuando solo teníamos
la libre libertad del campo abierto,
y el país arrastraba sus cadenas
y los padres rumiaban su silencio…

¡Qué derroche de estrellas en agosto!
En la noche preñada de misterio,
me perdí en el intento de contarlas
recostada en la grama, cara al cielo:
el Caminito blanco de Santiago
cruzaba el firmamento,
con su estela de gasa
prendida de luceros.

Tan huérfana de mar, me hundía en ese cielo.

Estrellas de la infancia,
gusanitos de luz en el recuerdo.

En blanco y negro

Hay una contención de amaneceres
tras las miradas niñas
que pugnan por salir del blanco y negro
austero de la foto.

Detrás está la vida y el instante:
sobrevuela la sombra de la guerra
que no vivimos
impresa en el ambiente,
en la calle, en la escuela y en las casas.
Un río de silencio entre los padres,
una herida de ausencias sin retorno,
una desmesurada cicatriz.

No nos vistieron de domingo,
y en el parco escenario
el pobre crucifijo que presidió la infancia
y una maceta humilde
que puso doña Ludi,
amante de las plantas y las flores.
El fotógrafo daba el dos por uno
en un censo abundante en familias numerosas.

Ya hace tiempo que enmarqué el retrato,
lo tengo bien visible,
es como una ventana del ayer
que me habla de la vida y sus caminos.

La fuerza en la mirada de las niñas
parece quebrantar el horizonte.

Acerca de Juliana Mediavilla

Recursos literarios (segunda entrega)

, por Enrique Ramos

Segunda entrega del estudio de Enrique Ramos
publicado en el taller de Ultraversal

Símil o comparación

La actividad de comparar es inherente al ser humano; comparamos de forma habitual para presentar de una manera más plástica, más visual, lo que se quiere decir y, en muchas ocasiones, para concretar un pensamiento abstracto.

En literatura, decimos que SÍMIL o COMPARACIÓN es una figura estilística del pensamiento que sirve para vincular dos o más términos para ampliar la significación de uno de ellos. No es otra cosa que comparar un término con otro a fin de poner en evidencia su semejanza o su diferencia. La comparación  requiere tres elementos:

  1. Un plano o término real (la realidad que vamos a comparar con otra cosa), al que podemos llamar A.
  2. Un plano o término imaginario (o varios), también llamado “imagen”, (la realidad con la que comparamos el plano real), al que podemos llamar B.
  3. Una o varias partículas comparativas, o expresiones que sirvan de enlace y establezcan la relación comparativa entre los dos planos. Entre estos nexos explícitos, el más utilizado es la palabra “como”, aunque se pueden emplear otros como “tan”, “tal”, “cual”, “así como”, además de verbos como “parecer” y algunas formas perifrásticas.

Por ejemplo, si decimos:

Su tez era blanca como la nieve

El término A, el plano real, es “Su tez”.

El término B, el plano imaginario, es “la nieve”.

La partícula comparativa es “como”.

La existencia de la partícula comparativa es importante porque su presencia nos indica que nos hallamos ante una comparación, no ante una metáfora. En el símil o comparación decimos que “A es COMO B”, no que A ES B. Sirva este comentario sólo como pequeño avance sobre lo que es la metáfora, tropo que se analizará más adelante.

La comparación es un recurso estilístico muy potente (capaz de generar gran extrañeza) siempre y cuando resulte sugestiva, ni extravagante ni desmesurada.

Veamos algunos ejemplos:

En primer lugar, un fragmento de un poema de Morgana de Palacios dentro del conjunto de poemas insertados en “Días de Marihuana”, en cuyo segundo verso se utiliza este recurso:

Y vuelvo a mí del Sur, vuelvo a mi Norte,
lamiéndome la duda como una perra herida,
un gesto de salitre me acompaña
y la sonrisa torpe, grisácea por el polvo
de la batalla inútil que pende de mis labios.

O este otro fragmento de un poema de Morgana de Palacios, insertado dentro de “Días de Marihuana”, en el que se puede apreciar un bellísimo símil en el primer verso:

Sólo tus ojos nacen como gemas astrales
para inundar los míos de murmullos silentes,
sólo tus ojos hablan de ríos siderales
y de amores nacidos en diminutas fuentes.

De gran plasticidad es la comparación que nos regala Ángel González en este fragmento de “Quinteto enterramiento para cuerda en cementerio y piano rural”:

El primer violín canta
en lo alto del llanto
igual que un ruiseñor sobre un ciprés

En el que se puede apreciar perfectamente el término real “el primer violín” y el término imaginario “un ruiseñor”.

También de gran hermosura es esta comparación continuada obra de José Hierro en un fragmento de su “Poema para una nochebuena»

Te soñé como un ángel
que blandiera la espada
y tiñera de sangre
la tierra pálida;

como una lava ardiente;
como una catarata
celeste, como nieve
que todo lo olvidara

Por último, dos bellas comparaciones escritas por Miguel Hernández, en uno de sus conocidos Sonetos, cuyos primeros ocho versos reproduzco:

Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes:
pena que vas, cavilación que vienes
como el mar de la playa a las arenas.

Como el mar de la playa a las arenas,
voy en este naufragio de vaivenes
por una noche oscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.

Enrique Ramos

Recuerdos, por Leo Zambrano

I

Mi llanto en la piel.
Como corriente intrusa,
tu voz en los barrancos.

II

Su voz aún con fuerza
manó de la luz
en las orillas,
como un instante eterno.

III

El rescate es otra eufonía
y entre ella y yo…
…las piedras suenan.

IV

Deseo encontrar la luz
que la llevó al silencio.

V

Y el silencio es tuyo.
Entre las paredes,
donde duermes descalza.

VI

Las memorias
deshilan el pecho
para encontrar
las grietas del alma.

VII

Hay golpes desmedidos
entre el tiempo y las letras

VIII

La atrapo en mis manos
por un momento,
y la libro del sueño
de las murallas,
para ser mía, sólo mía.

IX

El papel húmedo
no tolera
lo que mis dedos pintan.

X

Esta humedad
que mis ojos derrama
tiene tu nombre.

XI

He caído de rodillas
para buscar las huellas
en su umbral.

XII

Hay ruinas en las soledades,
entre ellas los huertos
de esperanzas.

XIII

No soy soberbio.
Apenas soy humilde
en esta heredad sin paz.

XIV

Cederé mis silencios
de rodillas.

XV

Desvestir los silencios
con las gotas del sol
es gritar al olvido
que no existe el tiempo.

XVI

Tengo sed de tu alma
y de tus ojos ecuménicos.

XVII

Dame luz y sombra
en esta calzada
para caminar despierto,
entre tantas espinas.

XVIII

Dame solo tus labios,
para ser un beso.

XIX

Voy a llorar
el alma sin ella
y caer profundo
en la soledad
del silencio.

Leo Zambrano

Mundo biblios & Metamorfosis, por Eva Lucía Armas

Mundo biblios

Mi mundo siempre tuvo mucho de papel más allá de su fragilidad.

Había muchos libros en mi mundo.

Grandes bibliotecas había en mi mundo que tapizaban las paredes y la forma de ser.

Alguien que tiene tantos, tantos libros, no es como los otros.

Luego, estaban las bibliotecas públicas. Y mi padre con ellas. Era un hombre/ángel diseñado para habitar entre los libros.

En Córdoba, también, toda una habitación era una biblioteca.

En las dos casas, los estantes no daban abasto para sostener tanta afición por el conocimiento y los libros que no encontraban mundo quedaban apilados en la mesa, en el escritorio, en las sillas o en el suelo.

La geografía montañosa de mi vida estuvo hecha de sierras y de libros.

Metamorfosis

Por entonces sobraba en todas partes, inclusive al humor de Tomás que tuvo que prestarme un par de pantalones y una camisa ancha en la que entraba mi cuerpo varias veces.

Arremangaba los pantalones y los metía adentro de las medias porque Tomás me llevaba más de una cabeza. La camisa la dejaba suelta y me disfrazaba de fantasma. Total, tampoco nadie me veía en esa casa.

Nos alojaron en la pieza de atrás que daba sobre el huerto.

La abuela dejó dos juegos de sábanas que  olían a mucho sol, pero que estaban duras, como almidonadas por el agua de pozo y el jabón.

Eran sábanas blancas, poderosamente blancas, de una tela dura, rígida, como la abuela.

Yo hice mi cama. Mi mamá se acostó sobre el colchón y se subió el acolchado hasta los ojos.

Supongo que lloraba debajo. Era lo único que hacía últimamente.

En la habitación, había además una cómoda con un espejo en medialuna, enorme, y un ropero de madera tan oscura que parecía negro. También tenía un espejo en la puerta central.

Yo nos miré ahí, retratadas en ese espejo alto.

Mi mamá era un bulto, una apariencia, cubierta totalmente y aún así, no invisible. Yo, no sé lo que era.

Las trenzas mal atadas dejaban escapar pelos de todos las medidas. Se notaba mucho que mi camisa era la parte de arriba de un pijama que no pegaba con el pantalón. Estaba fea, como un pájaro que no acabó el emplume, todavía con el polvo que entraba por las desvencijadas ventanillas del tren, adherido a mis formas.

No podía imaginar un lugar más polvoriento que aquel en el que estábamos.

Otras veces habíamos llegado igual, como una imposición. Pero era la primera que no llevábamos valija ni bolso ni una muda de algo. Pensé si la gente se habría dado cuenta en el tren que yo viajaba vestida con pijama.

La abuela lo notó.

—Usted… vaya a bañarse —me dijo, desde lejos, apareciendo como una sombra estricta en la suave penumbra del corredor que llevaba a nuestra habitación.

Esperó que pasara junto a ella, sin otro gesto que su dedo señalando el baño. Después se acercó a la puerta para hablar con mi madre que seguía debajo del cubrecama.

—Podrías haber traído ropa —dijo, solamente.

Yo me encerré en el baño.

Pensé en las otras veces de mi tan larga historia de paquete.

Siempre terminaba vestida con la ropa de otro, contribuyendo a mi estilo de adefesio.

La abuela abrió la puerta y me miró todavía sin desvestir, de pie junto al lavabo.

—Báñese rápido, que no se desperdicie nada de agua. Acá tiene.

Dejó sobre el banquito de junto al bidet la ropa de Tomás.

Me tuve que desnudar delante de ella, para que se llevara la mía y la lavaran.

—Su madre tendrá que coserle alguna cosa. No va a andar siempre vestida de varoncito, pidiendo ropa ajena —comentó y volvió a cerrar la puerta mientras yo me metía bajo el agua.

Pero mi madre no salió durante mucho tiempo de debajo del cubrecama. Y yo tuve que andar vestida de Tomás, que tampoco tenía más ropa sobrante que la que me había dado y que le hacía a él tanta falta como a mí.

La abuela le dijo varias veces a mi madre: Ocupate de tu hija, que para eso sos la madre.

Después, le encargó a Tomás que me cuidara.

Cuidar para Tomás era enseñarme a hacer lo que él hacía. Ser mandadero, peón de patio, andar entreverado con los otros peones, un poco acá un poco allá, aprendiendo el oficio de los hombres. También la libertad de andar tan suelto.

Lo fastidiaba hacerme de niñero pero no se animaba a traspasar el límite y transformarme en su propio peón.

Yo, más que su peón, era su perro. Andaba todo el día atrás de él, tratando de no molestar al único que me dirigía muy de vez en cuando la palabra o me compartía una galleta, un pedazo de pan, un mate en el galpón, alguna broma, además de la única ropa que te-nía yo para vestirme.

Cuando le preguntaban los jornaleros quién era yo, él se encogía de hombros. No lo tenía claro. Solamente obedecía el encargo de la patrona. “Una parienta”, murmuraba entre dientes sin conseguir asegurarme un rango de parentesco con los patrones. Y los peones farfullaban: “¿pero es hembra?”

Así fue que le pedí el cuchillo que llevaba cruzado sobre los riñones, una tarde.

Me lo alcanzó sin otro ademán que el de alcanzármelo ni otra recomendación que la de su gesto.

Yo me corté el cabello a cuchilladas delante de un pedazo de espejo que él usaba para afeitarse sus principios de bigote.

—Ya no soy más mujer —le dije a su mirada.

Él, como siempre, se encogió de hombros.

Acerca de Eva Lucía Armas

La vida en blues / Ceguera del agnóstico / Ha pasado un ángel, por Jordana Amorós

La vida en blues

Las lágrimas que esperan ser lloradas
no han de saciar jamás la sed del diablo.

Es más
que una penosa anécdota,
que una tribulación común y cotidiana.

Cuando la piel es dolor,
cuando la carne es dolor,
cuando la sangre es dolor
sin tregua.

Cuando es dolor esa amena polilla
que carcome tus vísceras,
que amedrenta tus huesos
y se vuelve presencia omnipresente
que modula,
tu existencia y su grito.

Cuando no quedan ojos que ofrecer
a los cuervos ansiosos,
cuando no quedan pies
que aplaquen el fervor de las ortigas,
cuando si quedan manos que se agarren,
ya no hay clavos ardiendo.

Cuando ya son todas más una las vueltas de las tuercas
que te atenazan.
Entonces, lo sé,
ha llegado la hora
de mirar a otro lado y simular
que, ya que en lo esencial me desconozco,
me soy desconocida.

¿Veis?
Soy aquella de allí,
la figura imprecisa
que en la acuarela triste de la lluvia
se funde con las sombras de la noche,
y se va diluyendo.
Mientras silba despacio
entre dientes un blues.

Ceguera del agnóstico

Quizás me vio venir.

Una vez más.

Miraba hacia lo lejos
negándose a esperar todo lo que no fuese
señales de sirocos,
rugidores vendavales.
Prohibiendo a su ilusión
a su fe,
a su retina
creer en espejismos de neón que anunciasen
horizontes festivos.

Él
quizás me vio llegar envuelta en humo
y en alucinaciones
por el campo agostado,
yo llevaba
la falda alborotada por la brisa,
en la boca un revuelo
de pájaros rapsodas.
Y en las manos
toda la compasión con que tejerles
sudarios a las flores.

Quizás me vio llegar
como quien ve en el aire
la primera cigüeña
y sigue estando triste pues no escucha
latir su corazón
y no descifra
que aquella primavera inevitable
incluso a los agnósticos concierne.

Quizás quiso decir una palabra
y no encontró en su boca los acentos,
para pedir la lluvia.

Yo pasé,
tenía que pasar,
sin detenerme
como pasan las nubes,
embarazadas de agua sin saberlo
con rumbo a su destino de diluvio.

Tras de mí
solo dejé un rumor de cañas secas
tañidas por el viento poco antes de quebrarse,
una especie de música sumisa,
inusitadamente melancólica.

Y una mirada oscura
dibujando en silencio la silueta
que hacia el Sur se alejaba pisando la hojarasca.

En soledad de nuevo.

Ha pasado un ángel

Está la casa fría.
Los cristales
atrapan el aliento y lo transforman
en caprichos de escarcha.

Sobre el aire transita un silencio que existe
de espaldas a la música.
Un turbador silencio sin latido
como aquel que se instala sobre el mundo
cuando la nieve cae
con lentitud agónica y suaviza,
copo
a
copo,
nimbado en mansedumbres,
pluma
a
pluma,
el rigor del destierro.

Está la casa fría
y yo he tomado, y es inamovible,
la decisión heroica
de quedarme en la cama un rato más.

Hasta que se disipe el aleteo
del ángel sin sonrisa
que pasa en nuestra vida sembrando glaciaciones.

Acerca de Jordana Amorós

No volveré a ser poeta / Haikúes / A pluma rota / Solus coniuncti, possumus, por Manuel Martínez Barcia z’l

No volveré a ser poeta

No importa que me pienses criminal
o puedas perdonar el salvajismo
cuando todo mi ardor
es casi apología de un culpable
con nadie en su defensa.

Ya no caben en mí
los copos de ceniza que fueron el afán
de los amaneceres al desnudo
que supieron querella
desórdenes de luz
en cárceles sombrías.

Yo solo quiero ser
un soñador,

acaso un no-poeta,

presentir que lo amado
no es llave de un encierro en soledad,

me juzgue quien me juzgue,

sea o no la penuria
la voz de sus lamentos.

Haikúes

No es el haiku,
es Dios quien enmudece
eternidades.

Sucede a veces,
se oxida un corazón
y el verso calla.

Luego, el poema,
busca donde latir
lo ensangrentado.

A pluma rota

Porque tú eres la piedra donde yo soy tropiezo

metafóricamente, diríase caer,
a paso cambiado, sin riesgo a fracasar
el límite absoluto, lo que repta el amor
sin huella en las alturas.

Porque ambos fingimos ser pálpito de luz
mientras sueñan los cuervos
el tiempo de un poema,

porque yo soy guión
y te conozco actriz,
sobreactuando siempre,
veraz a tu manera.

Por estas tan inútiles razones
hoy pretendo extravíos,
la búsqueda de mí
sin que sangren palomas los aires de mi vuelo.

Solus coniuncti, possumus

Hay quienes son razón de lo apropiado
creyéndose destino en certidumbre,
perspectiva de ser antigua ofrenda
en templos de algún dios sin directrices.

Podemos los demás pertenecer
a ese mundo tribal de los guerreros
donde la gloria es un logro fácil
si por ende gobierna la utopía.

Podemos emboscar a los políticos
con urnas de silencio, decidir
qué sacramento es hambre y luego pan,

podemos poseer la transparencia
del tiempo en un cristal, la servitud
y al hombre en una patria sin esclavos.

Acerca de Manuel Martínez Barcia