Arte minimalista » Por John Madison

Gladys llegó a Madrid como el turrón, por Navidad, con su manada de bártulos y esa descarada impertinencia que la hace ser quién es: Gladys Sánchez.

Por el volumen del equipaje deduje que aquella visita iba a durar mucho y que la convivencia sería difícil.

Y camuflados entre los Manolos, los vestidos de Versace, los jeans de Gloria Vanderbilt, los pañuelos de seda, las tenazas del pelo, los rulos, el maquillaje, las pestañas postizas y toda esa marabunta de cosas propias del acicalamiento de mi señora mamá: los santos, porque no existe lugar ni galaxia dentro del universo donde Gladys Sánchez ponga el tacón en el que no estén ellos también.

La verdad es que yo nunca he creído en esas paparruchas. Sí, ya sé,  me veo en el deber de explicarles qué son los santos. Verán, hay una larga lista de deidades africanas a las que los cubanos y una buena parte del Caribe rinden culto. Así ha sido desde tiempos inmemoriales. Está Yemanyá, y Obbatalá y Oggún…

Queridos lectores, estoy convencido de que sabrán darle un buen uso a la Wikipedia. Tengo un amigo escritor (escritorazo), de esos que cuentan la vida con auténtico talento y esplendor.

El tipo no es muy partidario de los glosarios ni de las notas a pie de página. Vamos, que no hay que ponérselo en bandeja de plata a los lectores, eso dice. Si alguna palabra extraña despierta su interés sabrán tirar del diccionario.

Culturizando a la peña, que con los tiempos que corren no viene nada mal.

Pues eso, como les decía, no creo que los santos tengan el poder de solucionarme la vida. Sin embargo, allí estaba yo, desesperado, arrodillado (por amor) como un gilipollas ante una ollita sopera de porcelana ¿japonesa? adquirida en un mercadillo de barrio de artículos de segunda mano y colocada en el piso justo en el centro de una esterilla de bambú, rodeada de velas aromáticas, incienso y ofrendas florales, girasolares diría yo, porque lo que allí imperaba era el girasol a punta de pala. Una ollita  a la que mi señora mamá –Gladys– llama ampulosa y misteriosamente: «Oshún», que para los cristianos corrientes de toda la vida no es otra que la Santísima Virgen de la Caridad, en este caso del Cobre, esa hermosa localidad santiaguera en la que se encuentra el santuario de la virgen.

Una ollita sopera que, más que un receptáculo-contenedor para deidades, semeja un objeto minimalista japonés de exquisita sobriedad en el grabado floral que eligieron para decorarla.

Ni puñetera idea de la relación entre la cultura nipona y las costumbres que nos dejaron nuestros ancestros: los esclavos africanos.

Y allí estaba yo, rayando el mediodía, ante la ollita sopera. Y en el interior de la ollita sopera: agua. Agua corriente, del grifo, ni siquiera bendita. Y unas cuantas piedras lisas y grises que, según Gladys, recogieron los santeros del sedimento del río donde se llevó a cabo la ceremonia religiosa previa a la entrega de dicho amuleto. Y el río, como todo cubano sabe, es el medio acuático de la Santa en cuestión: Oshún. La versión cubana de Afrodita.

Lo cierto es que se me hizo un cacao monumental sincretizar la ollita, el agua del acueducto madrileño y las piedras con el río y con la virgen mientras formulaba mi pedido especial.

Yo hablo con Dios muy a menudo, pero es un acto mucho más sencillo que hablarle a una ollita japonesa. Y siempre miro al cielo cuando lo invoco, que es siempre el techo de mi cuarto (uno no habla con Dios en plena calle). Sí. Es una estupidez. Según Juan María, el pastor evangelista de mi congregación, Dios está en todas partes, pero a mí me consuela saber que Dios está en mi techo.

Y como ya se sabe, nadie tiene ni zorra idea del rostro que se gasta Dios así que cada cual lo  imagina como se le viene en gana. Por regla general viejo, muy viejo, calvo y con las barbas como la cima del Everest, nevadas, mientras uno se lanza a pedir como un desquiciado sin la divina intervención del minimalismo japonés.

—¿Hijo?

—¿Mamá? ¿Es qué no sabes llamar antes de entrar?

—La verdad, es absurdo llamar a la puerta del cuarto de una. Por si no te has dado cuenta, este es mi cuarto, John.

Y claro que me había dado cuenta. Y bien. Existe una diferenciación muy clara entre el cuarto de mi madre y el mío y no me refiero al mobiliario. Mi cuarto siempre huele a ma-ría. Cualquier mortal sería capaz de colocarse sólo con abrir la puerta y dejarse acariciar por la fragancia, que no es precisamente el perfume a santidad que se supone acompaña a la madre de Jesús. De ser esa » María» lo habría escrito con mayúscula.

—Con la de veces que me has dicho que ésto de los santos era una auténtica mamarrachada, John —me soltó Gladys, la sarcástica. Y luego un: ja, ja, ja, kilométrico. De unos tres o cuatro renglones aproximadamente.

Sí, ya sé. Jamás en la vida un escritor debe incurrir en la desfachatez de referir la efusiva alegría de sus personajes con unos escuetos y bochornosos «ja, ja, ja». Hay que ser algo más creativo si se pretende al menos ser digno del oficio. Algo así como: lo agasajó con el desorden de su risa de opereta, el alto voltaje de su risa (puro 220 w) la electrizó hasta enamorarla, su risa era un estruendo de cristales rotos, su risa era la primavera echando a patadas, con su escandaloso apogeo, al invierno de sus penas. O simple y crudamente: se partió el culo de risa, se partió la caja, se meó (de risa) que para mi gusto va al pelo con mi personalidad, porque les advierto: no soy un escritor, simplemente alguien que se lo pasa de puta madre soltando sus paridas estúpidas por la red.

—Vaya, sí que estás metido con esa enfermera —el imperio Gladys contraataca.

—Como un camión en un bache. Y qué —contraataqué yo, el hijo del Imperio.

—No sé yo. A esta muchacha la encuentro poca mujer para un viudo de cuarenta y seis años al que le apasionan los combates nocturnos cuerpo a cuerpo, estás muy al día. Se te va un dineral en putas. Como sigas así no va a quedar ni un solo peso de la herencia de tu padre.

—¡Gladys!

—Con la de veces que le pedí a Oshún que te hiciera sentar la cabeza. Robertico necesita una mamá.

—No digas estupideces. Él ya tiene una madre.

—En el cementerio de Madrid. Desde hace quince años.

—Sí. Quince años de soledad.

—Si no espabilas se te van a convertir en cien como a García Márquez. Hijo, hasta cuándo vas a seguir venerando a una muerta.

—Y mira quién fue a hablar. Tú tampoco has tenido hombre desde que murió papá.

—Es diferente. Tu padre es irremplazable. Con lo feo que era, pero luego era tan especial. Un pedacito de pan. Cantaba de escándalo por Sinatra y bailaba tan bien los boleros. Apretaditos. Ay, era tan romántico. Cada vez que visito el blog de tu amigo me acuerdo de tu papá.

—¿El blog de mi amigo?

—»La maldad aparente», que poemas que escribe ese hombre. Demasiado para este corazón.

—Gladys, no sé qué bicho te habrá picado para que confundas de esa manera tan cruel la velocidad con el tocino. Papá era corredor de apuestas. Sí. Hubiera sido un poeta tremendo. Reconozco que se marcaba unos poemas de amor de campeonato. Pero a excepción de los versos no entiendo la conexión entre un corredor de apuestas neoyorkino y la brillante carrera literaria de un señor  de procedencia israelí.

—Bueno sí, sí, lo reconozco, Gavrí Akhenazi es más bueno que papá fabricando versos. Es por esa frase.

—Ah, ya: «porque todos los monstruos somos, en el fondo, románticos»*.

—Sí. Tú papá era un monstruo muy romántico al que echo mucho de menos. Y ya estoy muy mayor para despertarme con esa deprimente visión de una dentadura flotando desfigurada en un vaso de cristal, lavar gayumbos y tomar sopa en compañía.

Pero fíjate qué sorpresa lo tuyo. Va a ser que Oshún ha oído mis rezos, de lo contrario no estarías ahí tan arregladito, arrodilladito y con las manos junticas sobre el regazo y esa carita de “no he roto un plato en toda mi vida”. Pero si vas a embarcarte en esa relación te aconsejo que seas el mismo canalla de siempre.

—¡Gladys, ya está bien de jueguecitos de palabras!

—Bueno no lo niegues, amor mío y corazón de otra, que tú eres muy canalla. Ahí saliste a tu papá y cada madre sabe qué clase de hijo tiene, pero un canalla atento y super simpático. Y a las mujeres nos vuelve loca esa versión del canallismo. Y si ese hombre está, además, como para hacerle un par de homenajes, así, uno detrás del otro y sin descanso … y tú has nacido de pie, pero sólo porque te pareces a mí en eso de la hermosura y no a tu papá. Gracias le doy a la Santísima Caridad del Cobre. Los feos tienen que emplearse a fondo y muy a fondo en el amor …

—Y las madres métome en todo y lengua larga muy a fondo en el silencio.

—Porque un feo, re-feo, bueno, yo estuve casada cuarenta años con un feo maravilloso, poco creativo en la cama…

—¡Mamá!

—De acuerdo, hijo, no te molesto más. Te dejo para que tengas unos minutos con Oshún. Y ojito. No le prometas a cambio nada que no seas capaz de cumplir. No sea que se ponga brava y se tome la revancha.

—¿Cómo qué?

—Despedirte de las putas y de la marihuana.

N. del A.: *La frase, del escritor argentino Israelí Gavrí Akhenazi, aparece encabezando la presentación de su blog, «La maldad aparente»

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