Daniel Adrián Leone – Argentina,

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Sobre Mi fantástica Vida

1. De cómo me inicié en «el famoso mundillo de las artes»

Seguramente le causará cierto estupor el hecho de que me presente de ésta manera en un lugar donde todo el mundo me conoce como a la palma de sus manos, es decir, como plataforma carnosa de curioso entramado de costuras rematadas en prolongaciones tubulares articuladas. Pero en fin, es algo que tengo que hacer, pues algo es seguro, como me dijo una vez mi propio espejo: «siento que te conozco por razones equivocadas y que te desconozco por verdades inconfesables».

En cierto sentido podría decir que mi vida comenzó a los diez años (mamá fue despedida en medio del trabajo de parto) cuando me decidí a seguir el noble consejo de un no menos noble maestro quien me señaló con ostensible preocupación «que no era edad para tener problemas con la bebida», y comencé a beber tranquilamente.

Me llamo Daniel Adrián Leone y soy hijo natural de Dolly Parton, Donald Trump y el Papa Francisco, aunque tempranamente (a eso de las 4am) me tomaron en adopción unos linyeras venidos a menos que vagaban por Linares, en ocasión de un torneo de ajedrez que se celebraba en dicha ciudad, torneo en el que mis padres disputaron partidas simultáneas dejándome solo.

Tengo 45 años, según me contaron mis padres adoptivos, que por suerte eran tres, pues ninguno sabía contar más de 15.

Duré en Linares poco menos que en linaje, pues, terminado el torneo, mis padres adoptivos, me comprometieron como fianza en una partida a oscuras contra el Gran Maestro Fischer. Bobby, como era de esperar, me ganó en 10 jugadas, y con él terminé viajando a Norteamérica, semana más tarde.

Entre tanta vida saltimbanqui, nunca había desarrollado mi lengua materna por lo que era incapaz de parir una frase completa o bien capaz de acomodarse a la circunstancias.

Los primeros años con Bobby, fueron lindos. No era un tipo de hablar demasiado ni de grandes gestos de afectos, pero, aunque yo lo veía día y noche concentrado en el tablero, en mi corazón quería creer que sus ojos fijos en los cuadraditos negros y blancos eran una forma de verme. Pero como toda historia llega en algún momento a su fin, un día a Bobby se le ocurrió mirar debajo del tablero y esa fue la última vez que nos vimos. Todavía recuerdo sus palabras «What the fuck?»

–Alfil 8 a dama del Rey, le respondí tratando de mostrarle lo mucho que me importaba el ajedrez.

Y se quedó serio. Muy serio.

En vano fueron mis argumentos, sosteniendo que podríamos ser Tal para Cual.

Así que a la edad de 12 años había quedado solo, en la calle y sin un centavo, en el medio del gran país del norte. Caminé durante días, casi en un ataque de locura, terminé corriendo calles y calles, que solidarias, siempre se dejaban alcanzar, hasta que un buen día, di con la puerta de un supermercado coreano convenientemente ubicada a la entrada del mismo.

Cuando le expliqué mi situación al dueño, el coreano se mostró no muy cordial pero sí muy comprensivo:

–Estoy aquí –le dije.

–Colete, que no pasan los cliente’s –me dijo propinándome una generosa patada en el culo.

Y así fui a dar al medio de un rejunte de unos tachos de basura vacíos rodeados de bolsas negras y basura blanca.

Como estaba cansado y hambriento me arrellené en la barriga de uno de los tachos dispuesto a dormir un poco para engañar el estómago. Pero a los pocos minutos comprendí que el estómago era mucho más difícil de engañar que los ojos: no solo se dio cuenta enseguida que sus ácidos no tenían nada para disolver sino que casi al instante me di cuenta que el tacho flácido y amorfo en realidad era Charlie Parker que dormía una de sus habituales borracheras a la salida de un tugurio llamado be boob’s. Recuerdo bien el nombre a pesar del tiempo transcurrido, pues el letrero luminoso, cuyas letras O se proyectaban como apetitosas protuberancias me hizo recordar a mamá Dolly de la que tenía en gran parte vagos recuerdos, salvo dos, muy muy trabajadores.

Charlie Parker, tras comprobar que lo había confundido con un tacho de basura desvencijado, me explicó que en otra ocasión no habría dudado en darme un cachetazo. Así pues, me sorprendió cuando me asestó soberano golpe minutos más tarde. Ahí pude comprobar que –pese a lo que se ha opinado posteriormente de él– no era un tipo de dudar demasiado.

Otra vez en la calle y solo, y con el estómago mucho más paranoico y advertido que antes, entendí que debía encontrar cómo sostenerme si es que quería seguir con vida.

Caminé hasta donde me dieron las fuerzas y me dejé caer tres baldosas más allá. Supongo que debo haber dormido mucho pues, para cuando desperté ya no quedaban prácticamente jazzistas y todo era ¡rock and roll, babe!

A mi lado, algunos metros más allá, había un hombrecito histriónico, nervioso, que se agitaba con virulencia, diciendo todo tipo de cosas inentendible. La gente pasaba y le dejaba monedas en un sombrero que estaba al lado de un cartel que decía “Roberto Gomez Bolaños, adivino, actor, zapatero. U$S 50 la media suela, imitación de Woddy Allen, de regalo”

Desfallecía de hambre, pero a pesar de mi corta edad y de mi precaria condición me parecía un gesto horrible robarle algunas monedas a ese buen hombre, así pues, opté por robárselas todas junto al sombrero,  al cartel y a un fibrón con el que garabateaba aquellas propuestas artístico-laborales.

Casi sin darme cuenta, ese día, me había iniciado en “el famoso mundillo de las artes”. (Nombre horrible para un Cabaret pero con chicas cariñosas de precios accesibles)

Era muy chico todavía, tenía unos trece tomando mi vida globalmente y unos tres de nacido pero también tenía unos diecinueve que las chicas supieron apreciar con generoso entusiasmo.

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