Prosas escogidas de Gerardo Campani

Fantasy by Will Gard

Pantalones cortos

Y me encontré con una foto de la casa, con la calle de tierra; el árbol en la vereda gris, con sus raíces que levantaban las baldosas; el porche con reja alta. Y me distraje de eso que estaba escribiendo y me vinieron recuerdos de más atrás, del veredón del boulevard y los tranvías, de Mamá delgada y de Papá con anteojos de metal y de Chiqui dibujando escenas egipcias. Y me entraron ganas de seguir recordando, porque esos años no fueron tan malos como los que les siguieron.

No creo que la memoria sea muy tramposa como dicen algunos. Más bien creo que es desordenada, y algunos hechos dolorosos sí que se olvidan, pero otros no; y se pierden para siempre momentos felices, pero otros están allí. Y no hay reglas que gobiernen esa antología que el tiempo ordena en su transcurrir.

No sé si es más sensato usar los recuerdos usufructuándolos para decir hoy lo que juzgamos, o recurrir a ellos para pergeñar párrafos más o menos interesantes; o simplemente acudir a la llana relación, con el riesgo también de incurrir en falsos recuerdos o distorsiones. Tampoco sé qué es lo que he hecho, aunque mi preferencia se inclina hacia este último procedimiento.

Hay niñeces repletas de fantasías y magias; otras abarrotadas de anécdotas, de juegos, de estudios, de geografías; otras, terribles y desdichadas. La mía fue lenta, introspectiva, melancólica y llevadera.


La casa

Los primeros años de la vida son los más importantes, también porque no los recordamos sino a través de lo que nos han contado. Algunas escenas, sin embargo –aisladas o confusas, como de un sueño–, nos pertenecen completamente, y nos empeñamos en hacerlas coincidir con las constancias de nuestros mayores, y se nos va la vida en esa inutilidad.

Papá, Mamá y mi hermana Chiqui ya estaban en la casa cuando nací, veinte días antes del invierno de 1951. Describir esa casa me parece más apropiado que describirlos a ellos, porque ellos se fueron transformando conmigo, y la casa, antes de las reformas, se eternizó definitivamente en mí en esos años.

La casa es anterior al barrio, a la ciudad, a la patria, al planeta, al universo; anterior a todos los mundos que vinieron después y que tardé en entender; la casa nunca me tuvo que ser explicada. La casa es anterior inclusive a las personas, con sus parentescos y vecindades simples o complejos.

Estoy seguro de haberla visto antes de las primeras reformas, tal cual la había dejado Glenda, la anterior propietaria, antes de morirse y de que la compraran mis padres, en 1948. Glenda sería una mujer moderna: vivía sola, pintaba, seguramente tomaría whisky y tal vez fumara. Yo oí nombrarla algunas veces en mis primeros años, pero solamente mucho más tarde advertí la relación entre una casa y sus habitantes. “Tenía la casa hermosa, un chiche –decía Mamá, años después–, pero nosotros éramos cuatro, y no cabíamos.” A lo mejor algunas modificaciones fueron anteriores a mis primeros recuerdos, pero si es así, no habrán sido relevantes: yo viví, empecé a vivir, en esa casa de espíritu distinto y que ya no existe más.

Ahora quiero recorrer esa casa perdida para siempre, como un fantasma inverso flotando en el mismo espacio pero en otro tiempo, entre aquellos tabiques y mamposterías y azulejos y pisos que se superponen con estos, como en un trabajoso truco de película de fantasías.

Entro desde la calle de tierra, pasando entre los dos árboles de la vereda y atravesando la puerta de reja alta. Me detengo un instante en el porche de la entrada. El piso olvidado, los umbrales rojos. ¿Aquí es? Dudo. Retrocedo, flotando, y atravieso la reja y vuelvo a la vereda de baldosas grises. Total, esto es lo más fácil de hacer para un fantasma. En la columna que separa la reja fija de la puerta de reja está la placa azul con números blancos y el escudo de la ciudad. Sí, 152, es aquí. Vuelvo a atravesar la reja y me enfrento a la puerta. La cerradura Yale, el picaporte de bronce, la mirilla cerrada. Con el mismo fantástico procedimiento ingreso al living. El piso de parquet oscuro, brillante. Al fondo se ve la cocina y el patio, pero no avanzo; me distraen las antiguas novedades más cercanas. A mi izquierda, el pequeño perchero de pared y enseguida el arco que comunica ampliamente a la otra habitación a la calle. Seguidamente, la otra puerta que lleva a la segunda habitación. Está cerrada. Al lado de la puerta, ya llegando a la pared del fondo del living, el barcito americano. Tiene dos puertas arriba, como un botiquín, y están un poco abiertas. Se ven los estantes de vidrio. Las puertas de abajo ocultan una pequeña pileta. En la pared de la derecha, el hogar a leña de siempre. Después, la escalera de madera que lleva a la planta alta. Subo, suspendido siempre, como cualquier fantasma, alejado por igual de los escalones que del techo y de cada pared. Es la única manera que la escalera no cruja, y eso le conviene a este silencioso viaje de inspección, parecido a una película muda. La escalera gira hacia la izquierda, en U. En el tramo final, a la derecha, un amplio ventanal recibe el sol de una terracita y lo arroja a través de la escalera hacia la habitación de la izquierda, abierta de ese lado en una pared petisa que tapa la subida de la escalera, hasta una altura de menos de medio metro por encima del último escalón. Allí pintaba Glenda, con esa luz arterial del nordeste y también con la venosa del sudoeste, que entra por la ventana a la calle, asomada al techo del porche. El atelier de Glenda era privilegiado: no podría haber atribuido una falla en alguna tela suya a la falta de luz.

Al trasponer el último peldaño, a la derecha, el baño, y a la izquierda, el acceso al atelier. Bajo ahora; después volveré a curiosear otras cosas.

Vuelvo al living, flotando y bajando ahora hacia la derecha. Quedo ante el barcito. Qué mueble tan simpático y tan útil ¡Ay, esas maderas laqueadas y esos espejos interiores! ¿Había que sacarlo, necesariamente?

A mi derecha está el cuadrado de un metro por un metro (en el piso está la tapa de la cámara de la cloaca) que conecta el living con el interior de la casa. A un lado está el hueco que forma la escalera; al otro, el baño; al fondo, la cocina. Pero no avanzo en esa dirección, sino que desando un poco el camino y me planto frente al arco. Después lo cruzo y entro a la primera habitación, con las dos ventanas en ele, una al porche y la otra a la calle. A la derecha, la habitación termina en una pared, con una puerta en el medio. Entre esta puerta y el arco, una pequeña repisa, junto al extremo de un cable que asoma de la pared y que es la bajada embutida de la antena de radio, en la terraza. La puerta está cerrada. Este detalle parece a propósito de explotar mi condición fantasmal: la atravieso y ya estoy en la segunda habitación. Aquí, como en la anterior, los pisos son de pinotea, y los techos, altos, con paneles de yeso blanco. La pared del fondo tiene tres aberturas: una puerta, a la izquierda, que siempre está semiabierta y que es la entrada de un vestidor estrecho y largo, como un pasillo; una ventana grande que da al patio; una puerta exterior. En la pared de la derecha, la puerta que da al baño.

Ser un fantasma no me impide sentir como cualquiera que no lo sea. Recorrer una casa vacía de muebles y de cosas y de gente es un acto excepcional, mágico. Tanto para un fantasma como para una persona. Lo comprobé en cada relevamiento de propiedades, cuando trabajaba de corredor inmobiliario, y ahora mismo, en esta casa. Se ven en los muros vestigios de la gente que ya no está; se intuyen en los picaportes las manos de aquella gente; se cree ver figuras desplazándose a través de puertas y arcos; se imaginan corpúsculos de vida impregnados en los marcos de las aberturas, en algunas molduras, en cualquier resquicio. Como imaginamos que se han movido esos dedos de aquella momia egipcia que observamos con solemne recogimiento.

Cada habitación tiene su sorda música y su hueco perfume; cada una me trae un distinto recuerdo atascado. Sin embargo, todas participan de una clave común y de rumores y aromas parecidos.

Entro al baño. De repente los recuerdos se desatascan y mi mano se va sola hacia los grifos del lavamanos. Claro, admito que solamente me es dado observar y sentir, y que no puedo actuar. El baño está más patente que el resto de la casa, con ese mundo de agua retenido en cañerías empotradas y esos sistemas para activarlo y que podría hacerlo si se me permitiese. Los azulejos verde claro (color predominante en toda la casa), con textura más de estuco que de azulejo; los sanitarios blancos: el lavamanos; el inodoro Pescadas; el bidet; la bañera enlozada. Toalleros y percheritos y portavasos y portacepillos de metal reluciente; espejos impecables. Enfrentada a la puerta por la que acabo de entrar, otra, que da al cuadrado en cuyo piso está la tapa de la cámara, y que obra como el centro estructurador del movimiento de la casa. Salgo del baño por esa puerta y giro a mi izquierda, hacia la cocina.

Aquí los azulejos son de un ocre pálido. No hay muebles ni artefactos, excepto un termotanque eléctrico, amurado, con los controles a la altura de los ojos de un adulto. Una ventana amplia y una puerta de hierro dan al patio. Están cerradas, y las atravieso con una impunidad que vuelve a causarme gracia.

El patio es grande; no tanto como lo era para aquel niño al que todo le parecía inconmensurable, pero sí más grande que como quedó tras las reformas. Al fondo, a la derecha, el limonero. A la izquierda, tal vez un pino. El suelo es de tierra, tapizado completamente con una grava roja y –recuerdo– ruidosa. Algunos parterres circulares pueblan la superficie con rosales y malvones. Cubriendo la mitad del cielo, la parra.

Ahora quiero volver a la planta alta, y en lugar de hacerlo por la escalera interior, me elevo desde el patio unos pocos metros y entro desde la terracita en donde está el lavadero. Atravieso una puerta cerrada y entro en el baño. Es un poco más chico que el de abajo, y no tiene bañera. El lavamanos es demasiado pequeño, incómodo, porque la grifería está muy pegada a la bacha y no deja lugar para maniobrar. Los azulejos son los mismos que los de la cocina; las baldosas del piso, al tono; el inodoro, Traful.

Vuelvo a la terracita. Me quedo un rato mirando la pileta de lavar, no sé por qué. A lo mejor porque me cuesta reconocerla, o acaso porque me la esté inventando ahora. El ventanal está cerrado, también, y lo traspaso, cubriendo enseguida el espacio de la escalera y entrando en el atelier. Baldosas blancas, como nunca volví a ver en ningún otro lado. La ventana que da al sudoeste, con su panorámica de techos bajos y pequeñas terrazas y árboles y más árboles a la distancia, como un mar verde interminable.

Me desvanezco en mi realidad fantasmal. Abro los ojos y me encuentro frente al monitor en blanco. Luego veré de reconstruir esta visita, este raro viaje en el tiempo. Ahora estoy casi llorando. Misterios de la melancolía, que me trae emociones de un tiempo que no viví y de gente que no conocí a través de una arquitectura que apenas vislumbré y que me resulta entrañable.

Un comentario en “Prosas escogidas de Gerardo Campani”

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