Selección de poemas de John Madison

El imperio de Octavia

Te extraño tanto, Octavia,

ni te imaginas, cielo.

Tendrás que desearme

con esta unción de fuego,

que entero me arrebata

como un tornado enfermo

para entender mis ganas

de transmutarme en hielo;

una escultura helada

que no padezca el eco

de esta hambre tan brava,

perra como el infierno,

montaraz que me vuelve

un amante esperpéntico.

A ratos, cara Octavia,

quiero tornarme invierno

para no hacerte daño,

no desvelarte a un tiempo

mis cerrojos, mi mundo

de Pandora, mis tientos

de Lovecraft que envían

tu canción a un convento

y alejan de mi puerta

tu boca de desierto.

De veras, regia Octavia;

solo pienso en ser hielo

y que algún escultor

piadoso de un certero

golpe de gracia rompa

en pedazos mi cuerpo.

Maldita sea la gracia,

lejana Octavia, tengo

que exigir a mis dioses

romanos ser de hielo.

*****

Ya quisieran las sílfides, Octavia,

que las amara como a ti te amo.

Yo te traje a vivir aquí, a mi pecho.

En las noches te llevo yo del brazo,

a visitar los nidos de corales

que cultivo en mi templo de verano.

Y tú me llamas Juan, no Marco Antonio

y un triunvirato acústico de astros

me fulmina de dicha por entero

y me vuelvo tan hombre en tu reinado

que de mi mismo, Octavia, siento miedo;

miedo de la pasión de este hombre bárbaro.

Ya quisieran las sílfides, Octavia,

que yo las quiera como a ti te amo.

*************

Ya fui el marido niño de una china

y el amante truan de una Danesa.

Soy el marido cruel de cierta inglesa

a quien saqué del fondo de su ruina.

Ya he sido por desgracia tantos Juanes

que temo me dispares del cabreo

que provoca en tu paz de jubileo

la fiebre de mi sexo y sus desmanes.

Nunca pedí quererte, pero vino

no sé cuándo ni cómo ni en qué parte

de mi cuarto y mi noche tu estandarte

de bailarina cósmica a mi signo,

y perdí los papeles por tu boca

por tus siete puñales, por tu loca

costumbre de cantar la vida en verso.

Estoy loco por ti, loco de veras,

porque el cielo cantóme que tú eras

esa Octavia de Luz que tuve un día:

un planeta de Luz, la Luz María

que orbita mi galaxia de silencio.

Y me domino, a ratos me domino

en ejercicio exacto de cordura

por no correr al norte de tu hondura:

Ayúdame señor, no sirve el vino.

No me sirve quemar Alejandría

ni apelar al concepto de la hombría

para aguantar incólume estas ganas

de correr a Argentina. Ay, qué ganas

de amar a esa mujer, zunzún glorioso

que trina solitario en su alta rama

para el bárbaro triste que la llama

su primera mujer: Eva y Lucía.

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