John Madison – Cuba

Los días de gloria

Ya no soy el tipo de los poemas. Mi divorcio no solo se llevó por delante una parte de mí, también mis versos. Gladys dice que me tenga paciencia. Que algún día de estos volveré a ser el hombre de los cuentos bonitos y que estaré curado del fanatismo enfermo por mi mujer (y al que llamé erróneamente amor), cuando al mirarla sienta lo mismo que se siente al observar un biombo o un armario: nada. Y no hay cosa que la rubita de mi vieja, Gladys, no suelte por esa boca de pitiminí que no acabe por hacerse realidad.

Ahora estoy junto a la cama de hospital de esa mujer a la que Gladys llama celosamente y con desdén «la puta», mi mujer, y a la que agradezco mi visión excepcional del arte, mi profesión de publicista y mánager y mi habilidad poética.

Cierto, Gladys. Ya no siento esas ganas enfermas de comerme a mi mujer a muerdos limpios ni me pongo nervioso en frente suya, ni gageo como los gilipollas mientras ella se parte de la risa. No.

Estoy con mi mujer; con mi mujer medusa toda llena de cables y de tubos. Con mi mujer —transmutada en una reverenda porquería—, pensando en que fue esa misma mujer quien me cagó la vida, y que ahora no se entera, en lo absoluto, de que estoy aquí, de pie, mirándola. Ni se entera, tampoco, de haber sido quién me llevó a escribir bajo un seudónimo, aún más hijo de perra que ella misma, los mejores poemas que escribiré jamás.

Estoy con mi mujer que ya no se da cuenta que de su marido no queda más que el tipo de ficción que un día apareció para salvarlo de la muerte por colapso espiritual: John Madison.

El año pasado era increíble que mi mujer fuera para mí aún mejor que la octava maravilla, pese a tener setenta y uno. Sin embargo, ahora parece como si algún encantamiento de esos que usan las brujas de Perrault para poner la pista de palacio bien caliente hubiera borrado a la mujer narcisa, a la mujer genio que yo amé y puesto en su lugar a ese montón de huesos cenicientos y cabellos podridos.

Quiero que vuelva la meretriz del crack. La yonki del vasuko para ponerme a cien km/hora y cantarle los cuarenta principales y zarandearla y hacer de su papá, de ese papá que siempre le faltó, con una buena cachetada.

Quiero que vuelva la mujer del puterío. La del tequila, la ramera por la que yo lanzaba auténticas riadas de ofensas metafóricas para jodernos la vida y que todo en el maldito cuarto salte por los aires, pero me dura poco ese deseo porque la anciana a la que alimentan a través de la sonda ya le ha dado agua al dominó y comenzado su charla con Ikú.

Acaricio débilmente su mano. Quizás del otro lado, el lado de las almas, recuerde la caricia que el cabrón de su hombre dejó sobre esa palma —siempre le hacía aquel gesto cuando quería follar y estábamos en público— e interceda ante Dios para que me regrese la palabra y la vida cuando él le pida cuentas.

Sí, estoy con mi mujer; con mi mujer que es ahora un despojo, invocando a mis dioses y no, precisamente, para que me revelen el conjuro que traerá a mi vida la curación que aseguraba Gladys para escribir mis versos:

«Olofin, libera a la mujer que fue mi amor del sufrimiento. Libérala de todo pacto sentimental conmigo para que pueda recorrer la senda de los muertos».

Miro a la mujer portadora del espíritu que en la hora del tránsito, del lado irrecordable que antecede a las reencarnaciones, ofreció sus servicios para ser mi enemiga: una enemiga despiadada, cínica, mala madre. Una yonki rebelde. Un despropósito al que quise arreglar sin entender que era yo el único tareco de su mundo que debía arreglar.

La miro inmóvil dentro de esa bata azul de algodón que allí le han puesto y que la hace parecer más pálida y jodida de lo que ya está. Pienso que no guarda, ni de coña, relación con su glamour y pienso, también, en el vuelco que supuso dejarla, en que hace un montón de meses que no me siento a escribir porque escribir es castigarme con el pasado y en que estoy limpio. Y en que hace un año justo que no me meto un pico de cristal ni de coca, desde que dejé a mi mujer.

Ni siquiera en esos días violentos tan cercanos al aniversario de la muerte de mi Manuel.

Me gustaría decirle a esa mujer que siento la manera tan trágica en la que nos amamos, o soltarle cualquiera de esas paridas estúpidas que le tiraba cuando a ella le iba mal en sus conciertos y que la hacían reír, pero no digo nada y sigo allí con mi mujer, mi mujer que es toda del silencio. Y soy ante su hiriente delgadez un hombre témpano. Un tipo sin pasión. Un infeliz al que su puta entre las putas le ha arrancado su humanidad de hombre y la ha arrastrado con ella hacia el submundo oscuro en el que se refugian los enfermos cuando ansían que la ciencia les permita dormir, de una maldita vez, su largo sueño en los albores del Antahkarana.

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