EDITORIAL

por Gavrí Akhenazi

Ahora no queda nadie para hablar por mí

First they came for the comunists, and I did not speak out—
Because I was not a comunist.
Then they came for the trade unionists, and I did not speak out—
Because I was not a trade unionist.
Then they came for the Jews, and I did not speak out—
Because I was not a Jew.
Then they came for me—and there was no one left to speak for me.

Martin Niemöller

Digamos que nunca fui propenso a escribir distopías.

Cuando uno se acostumbra a vivir dentro de una, la describe como su realidad. En absoluto esa realidad le resulta distópica. Sabe que hay otro mundo, otro escenario que es de los otros, pero el suyo, el diario, es esa distopía en la que vive, ese lugar al que nadie entiende de verdad y al que nadie llega como a una realidad ocurrente, sino como algo que está «en otro país, en otro espacio, hasta en otro mundo» y que provoca en los que se anotician de que existe, comentarios conmiserativos y tristones, comentarios de alarma, de «¡cómo puede ser que no tengan agua, que los niños mueran de enfermedades ridículas o que mueran de hambre; que en los campos de refugiados se pudran los cadáveres junto a las tiendas hasta que llega el extenuado personal a llevárselos y quemarlos por ahí para que no se propaguen más pestes de las que ya hay!» Comentarios hechos desde el confort del sillón en el living; desde la comodidad alimentaria de una cocina nutrida; desde el mullido colchón en que se descansa frente al televisor.

Puedo seguir enumerando estas cosas de la irrealidad en la que media humanidad está sumida, pero no es la cuestión de estas palabras.

Los que vivimos en las distopías no observamos con horror las películas catástrofe ni nos hace preguntarnos nada The walking death. Somos «the walking death».

No nos asombra la muerte porque camina con nosotros a todas partes y chocamos con ella cada diez pasos, mientras imaginamos a cuántos podremos salvar de todos los que están destinados a morir y a cuántos deberemos resignar, porque los suministros no alcanzan y el orden de prioridades a veces debe estar incluído en el protocolo de nuestra conciencia.

Veía, desde esta cuarentena de hoy y aquí, las imágenes de monos, jabalíes, cabras, coyotes y ciervos invadiendo ciudades desiertas y aterrorizadas. Un oso famélico paseando por una avenida. Veía «un mundo sin humanos».

Y veía, también, todos esos microcosmos de los primeros y segundos mundos que tanto se compadecían desde su zona de confort de este último mundo de las distopías humanas donde el agua, el pan y la salud está negado, tomando conciencia de que el hombre es tan lábil como su destino y que frente a algunos enemigos de material genético invencible, con la capacidad de mutar en un abrir y cerrar de ojos y alzarse en su bolsa de espanto con la Humanidad en su conjunto, no hay nada que hacer.

Y este es un virus sereno, no es el Ébola de las distopías, por nombrar uno de «alfombra roja». Es un virus mortalmente sereno, cuya ferocidad consiste no en las muertes que causa sino en la velocidad con la que contagia de forma exponencial y sí, cuando abre la caja de Pandora de su letalidad, la muerte también es terrible, porque de los serenos todos dicen: «cuídate de la ira de los mansos».

Es un virus destinado a enseñarle algo al hombre que el hombre olvidó en cada ocasión en que se le intentó enseñar algo, sea mediante una epidemia o una guerra. Olvidó que la humana es una especie frágil, olvidadiza, innecesaria y dañina per sè.

Alguna vez debería aprender que la verdadera distopía no consiste en vivir donde yo he vivido, sino en la zona de confort en la que viven los demás. Esa es la verdadera distopía, la que crea la inopia: olvidarse de todos los prójimos y por sobre todo, olvidarse de que a pesar de ser muy vasto, el barco es uno solo y que, tarde o temprano, el aleteo de la mariposa en la popa, provocará el tsunami que hundirá la nave por la proa.

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