John Madison – Cuba

Flowers by Matthias Böckel

Una historia

¿Pronto?

—Nathy, soy Juan. Han decretado el confinamiento. Es oficial.

—Pues ni me enteré. Llevo días sin ver las noticias. ¡Luca, deja esa silla. Lucaaaa!, mierda. Perdona un momento, Juan.

Tengo que esperar que ella atienda al crío y regrese a coger el teléfono.

—Ya sé que la semana pasada te dije que no era mi mejor momento para empezar algo, pero me sentiría más tranquilo si vinieras a casa —le digo.

—Si estás buscando peña para pasar la cuarentena ya puedes olvidarte, Juan.

—No, no ando buscando nada, Natalia. Lo que estoy es acojonado, así que no me cabrees. Recoge tus cosas y las de Luca. Voy para allá a buscarte.

—Vete a la puta mierda, Juan. ¡Luca, suelta esa cortina inmediatamente! Si te asustaste de mí o te faltó coraje para quererme como un hombre es tu problema. Yo no le temo al virus.

—Puedo transferir dinero a tu cuenta para que no les falte nada a Luca y ti, pero no podré hacer más si esto empeora. Por dios vives en cuarenta metros cuadrados y estas en paro.

—¿Y eso a ti qué te importa?

—Déjate ya de bronca, Nathy. El confinamiento va a ser duro para el crío.

—Espera un segundo, Juan. ¡Luca Salvatore! Mira, Juan, ya lo hablamos mañana.

—Te cedo el estudio —digo apresuradamente—. Si no espabilo ella colgará el teléfono y tendrá toda la noche para reafirmarse en esa postura de la que no saldrá.

—¿El estudio?

(El estudio es independiente y reúne las condiciones de habitabilidad: calefacción, cocina, dormitorio, TV…)

—¿Tu estudio de grabación dices? —vuelve a preguntarme. Ella quiere asegurarse de mi propuesta.

—Sí. Tiene entrada independiente. Piénsalo. Luca tendrá un jardín enorme para correr, un patio, podrá jugar con Drako. Los perros no transmiten el coronavirus.

El silencio entre los dos me descoloca. ¿Qué se puede esperar de una mujer que es exactamente igual a Covi19? Imprevisible, silenciosa y letal.

…..


No todos los que me importan duermen ahora bajo mi techo, pero sí los que mi radio de cercanía pudo abarcar. Son las 9:00 de la mañana de nuestro primer día en confinamiento. Soy el primero de la familia en llegar a la cocina, además de mi asistenta, Ivana, quien ya tiene preparado el café y parte del condumio.

—Ivana, voy a acercarme al kiosko a por la prensa. Regreso enseguida — le comunico.

—Señor Juan.

No, no me da tiempo a decirle ¿qué pasa? ni nada porque Ivana, una mujer más Rusa que la ensaladilla y que la estepa siberiana misma me abraza con un ruego:

—Por favor, señor, no salga.

Sí. Covid ha logrado que Ivana me abrace y eso es un logro del carajo teniendo en cuenta que lleva veinticinco años aguantando mis malcriadeces sin salir del marco sobrio que imponen las sociedades laborales.

Me quedo congelado. Ni la abrazo ni le digo que ningún virus es lo suficiente imbécil para exterminar a toda una raza y quedarse sin huéspedes solo para mostrar su poderío. Ese es un riesgo que Covid19 no va a correr. Tampoco le recuerdo que las bajas irán en aumento porque Ivana sabe tan bien como yo que en toda guerra solo sobreviven los más fuertes e inteligentes y que en España tenemos, por desgracia, un alto índice de ancianidad. Esto es una batalla destinada a zarandear la consciencia colectiva y llamarnos a leer el capítulo que toca: dejar de mirarnos el puto ombligo. Eso tampoco se lo digo, sólo lo pienso.

¿Sobrevivirán los más fuertes y listos?

El problema es que no estoy en ninguno de esos grupos. Emocionalmente estoy hecho una basura y de salud… Ni toquen esa tecla que se nos jode el piano. Soy asmático. Vivo con el permiso del ventolín y el Spiolto y esa verdad es lo que ha hecho que esa mujer que todavía me llama señor como si yo fuera el amo de un cortijo andaluz me impida salir a comprar la prensa con su efusiva muestra de amor breve.

No, no salgo a ninguna parte y espero a que el personal baje de los cuartos. Ya está toda la peña en la cocina, menos mi invitada. Ella llega la última y trae a su hijo Luca de la mano. Me adelanto a saludarla.

—¿Qué tal has dormido? ¿Todo bien? —le pregunto.

Como si un OVNI me hubiera dejado hace un par de minutos en el jardín. Claro que sé cómo durmió porque durmió conmigo. En el estudio, como «habíamos quedado». Pero, no la dejo hablar y la conduzco hasta su lugar en la mesa.

—Familia, esta es Nathy —anuncio.

La verdad, creo que mis hijos no saben si aplaudir o si correr, o si escupirme en la cara el café, que es peor que el zumo de manzana que Ivana ha puesto en la mesa, porque mancha de cojones la camisa blanca que llevo puesta.

(Pensamiento errado. De inmediato me doy cuenta que no es ni lo uno ni lo otro al ver la rapidez con que mi hija mayor, Vivíana, ataja la situación).

—Bienvenida, Nathy. Siéntete como en tu casa.

Diez comensales entre hijas, yernos, invitados e Ivana. Todos actúan con normalidad aparente pese a la presencia de la invitada y el nerviosismo acojonante que los medios se han encargado de contagiarnos con su inyección letal entre pecho y espalda compuesta por su ranking de cifras de muertos y contagiados en Madrid, Barcelona, Italia y… Pero Natalia no parece asustada pese a tener a sus hermanos y a su madre en el ojo del huracán, Milán. Y si lo está no me ha participado nada ya que ambos andábamos en otros menesteres.

Mi hija mediana, Marie, bendice la mesa con su voz de soprano. Sé que no está todo lo calmada que su voz muestra. Nada me salvará del interrogatorio al que me someterá.

Mi yerno, Ché, mira al crío y a Nathy como si fueran dos criaturas que han escapado de Jurasic Park con la intención de defendernos del ataque de Covid. Claro, cómo diablos iba a saber él que iba a compartir mesa con un crío de dos años. Era de madrugada cuando los traje a casa.

A mi hija pequeña Rossi le da igual que su papá traiga a E.T a cenar, pero a Marie no. A esa le va a dar un soponcio cuando se entere que Nathy solo lleva dos meses saliendo conmigo y que su edad es igual a esa cifra que apellida a Covid: 19.

Nada me va a salvar de los reproches de Marie por no tener en cuenta que quizá Natalia o Luca podrían estar infectados o que cualquiera de nosotros puede estar ahora incubando ese bicho al que no sabemos cómo derribar de su bestia y podríamos, perfectamente, perjudicar la salud del niño.

Ese es el verdadero virus, el miedo irracional que a todos nos ocupa hoy: quién es el infectado o quien tocó qué cosa en el super o quién usó el cajero antes que uno y dejó a Covid preparado para para darnos por el culo.

Pero la vida sigue y nadie me va a disuadir de comenzar una relación con Nathalia en medio de este apocalipsis. Ni siquiera ese virus al que pretendemos mantener alejado de la cancela y los muros de esta casa mientras jugamos a Modern Family.


…….

La Habana es una ciudad detenida en su tiempo. Creo que esa atemporalidad es la que nos une a ella. Las ciudades mutan, la Habana permanece. En la Habana todo se mueve en Slow Motion: las guaguas, las colas en los comercios, la puntualidad, el sudor, las charlas… Soy un hombre acostumbrado a la elasticidad horaria y me tomo mi lapsus para todo. Aunque este tiempo de acuartelamiento obligado que cruza el mundo es diferente a las horas en cámara lenta con las que juega el trópico a pervivir por siempre en las costumbres de los antillanos.

Cuando vivía en Cuba, nunca fui consciente de las ventajas que ofrece la lentitud del día para hacer todas esas cosas que hasta hace poco iba moviendo de una fecha a otra en mi apretada agenda.

Una hora tumbado en mi cuarto de la casa familiar en la Habana era una eternidad exasperante que yo siempre acababa quebrantando.

Es la primera vez que tengo todo el día para mí y la primera que permanezco tantas horas viajando instrospectivamente por mí mismo y a merced del silencio junto a una mujer.

No hablamos de trabajo. No hablamos de mi divorcio ni del padre de su hijo ni de su familia en Milán. No hablamos de mi madre. No nos preguntamos qué será de nosotros cuando llegue el mañana o si cabe la posibilidad de un mañana ni si voy a cumplir el rito del anillo ni de los muertos que Covid va anotando en su libro de débiles.

No hablamos, vivimos el ahora de este cuarto, desnudos y serenos.

Deseo que no acabe jamás este confinamiento. Llevo tanto tiempo sin detenerme a contemplar la vida minuto a minuto. Tantos años pendiente de las horas, de mi ex mujer, de los aviones, de engordar la cuenta bancaria, de no dejar un hueco libre en mi agenda de trabajo, de mis hijas… que ni siquiera pienso en que pedirle a Dios que no nos regrese a la vida de antes es un pecado aún mayor que pernoctar en una sala plena de infectados sin traje protector ni protocolo.

No hablamos el lenguaje evolutivo de los hombres. Ese regalo que hemos ido adiestrando con el paso del tiempo sobre el mundo; la herramienta con que los escritores novelan las catástrofes, las guerras, sino la lengua madre de las almas: la lengua de mis ojos en sus ojos cerrados. La de mis labios en su frente. La de su olor a juventud en mí. La lengua de mi lengua en un encuentro mojado con su sexo. La lengua de mis manos gozando del viaje por el arco de su espalda. Ella le habla a mi historia de hombre naufragado con suspiros.

Son las 3:00 de la tarde de nuestro séptimo día de confinamiento. Luca duerme.

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