Editorial

La edición, una tarea titánica

Por Gavrí Akhenazi

Todo buen texto requiere que se invierta en él una cantidad de tiempo determinada. Esto puede hacerlo tanto el autor como el corrector de estilo y por supuesto, el corrector gramatical.

Un autor que trabaja bien sus textos y los revisa concienzudamente antes de exponerlos a la luz del sol, ahorra tiempo de edición y por lo tanto, acorta también el tiempo para la publicación definitiva.

Un autor que, por el contrario, entrega manuscritos mal ensamblados y mal entrazados, es un quebradero de cabeza para cualquier editor (gramatical o de estilo) ya que no solamente deberán encarar el adecentamiento del manuscrito sino, además, deberán pertrecharse para la inminente batalla con las posiciones del autor, si es que se opta por publicar el material.

La entrega en condiciones de un manuscrito de obra habla mucho del autor detrás de él.

Habla del interés que tiene por sus trabajos; de la dedicación que imprime a sus correcciones; de su manejo de las herramientas y los recursos a su disposición y, por sobre todas las cosas, del respeto que siente por su profesión.

Vemos, a menudo, verdaderos esperpentos a los que sus autores consideran «obra» y ni siquiera podrían catalogarse como «redacción de escuela primaria». Que una editorial presente en su catálogo –aunque sea una edición pagada por el autor– libros en estas condiciones, no beneficia al sello editorial sino que lo transforma en una entidad comercial que «publica cualquier cosa» o sea, un sello que no reviste una mínima calidad literaria. Un «cambalache».

La batalla entre el editor y el autor es directamente proporcional a lo competente que sea el escritor.

Más incompetente es un autor, más batalla presenta frente a la edición, sencillamente porque su incompetencia en el arte le impide visualizar lo que el editor propone para dejarle decente el manuscrito, ya que ese autor no entiende que para que sea potable, un manuscrito mal trabajado debe ser editado convenientemente de modo que «diga algo».

Este tipo de autores se aferran con uñas y dientes a su obra (en el fondo todos lo hacemos) y por lo tanto sostienen que lo que está hórridamente escrito es justamente lo que quisieron decir, así que la edición para ellos es inconducente y el editor, un inútil.

Aunque nos aferremos todos con uñas y dientes a lo que hemos escrito, el buen escritor está consciente de la necesidad de un editor que opine sobre la obra y acepta sugerencias o por lo menos, es permeable a ellas y las discute con el editor para mejora del trabajo.

Un mal escritor no acepta que nadie intervenga y se amuralla en sus excusas y explicaciones, variopintas, exaltadas y la mayoría de las veces, tan incoherentes como la obra en sí o tan planas y recalcitrantes como ella.

Este tipo de escritores rara vez duran en los catálogos, pero en el interludio le arruinan al editor varios fines de semana y unas cuantas digestiones.

Escribir es un arte pero editar un texto ya escrito por otro, trabajar sobre él para otorgarle una mejora constructiva, un aporte necesario, también lo es.

Es indiscutible que buenos editores han salvado a malos escritores más de una vez, porque los segundos han atendido las explicaciones de los primeros mostrándose permeables a las mejoras.

Es extraño que una mala edición (que también las hay) haya perjudicado a una buena escritura, ya que la buena escritura lo es por sí misma y precisa de muy poco trabajo editor si es que lo precisa.

La buena escritura es una realidad y el editor es el primero que da cuenta de ello. Ve el trabajo que el escritor ha dedicado a su manuscrito; el esfuerzo que ha puesto en que la obra luzca acabada; el arte que ha empleado al construirla. El buen editor, frente al buen escritor, se transforma, más que nada, en un lector. Disfruta de lo que lee y opina en consecuencia.

Escritor y editor conocen el oficio. Reconocen al artista cuando lo ven y por eso se complementan cuando ambos son buenos.

Selección de poemas de John Madison

El imperio de Octavia

Te extraño tanto, Octavia,

ni te imaginas, cielo.

Tendrás que desearme

con esta unción de fuego,

que entero me arrebata

como un tornado enfermo

para entender mis ganas

de transmutarme en hielo;

una escultura helada

que no padezca el eco

de esta hambre tan brava,

perra como el infierno,

montaraz que me vuelve

un amante esperpéntico.

A ratos, cara Octavia,

quiero tornarme invierno

para no hacerte daño,

no desvelarte a un tiempo

mis cerrojos, mi mundo

de Pandora, mis tientos

de Lovecraft que envían

tu canción a un convento

y alejan de mi puerta

tu boca de desierto.

De veras, regia Octavia;

solo pienso en ser hielo

y que algún escultor

piadoso de un certero

golpe de gracia rompa

en pedazos mi cuerpo.

Maldita sea la gracia,

lejana Octavia, tengo

que exigir a mis dioses

romanos ser de hielo.

*****

Ya quisieran las sílfides, Octavia,

que las amara como a ti te amo.

Yo te traje a vivir aquí, a mi pecho.

En las noches te llevo yo del brazo,

a visitar los nidos de corales

que cultivo en mi templo de verano.

Y tú me llamas Juan, no Marco Antonio

y un triunvirato acústico de astros

me fulmina de dicha por entero

y me vuelvo tan hombre en tu reinado

que de mi mismo, Octavia, siento miedo;

miedo de la pasión de este hombre bárbaro.

Ya quisieran las sílfides, Octavia,

que yo las quiera como a ti te amo.

*************

Ya fui el marido niño de una china

y el amante truan de una Danesa.

Soy el marido cruel de cierta inglesa

a quien saqué del fondo de su ruina.

Ya he sido por desgracia tantos Juanes

que temo me dispares del cabreo

que provoca en tu paz de jubileo

la fiebre de mi sexo y sus desmanes.

Nunca pedí quererte, pero vino

no sé cuándo ni cómo ni en qué parte

de mi cuarto y mi noche tu estandarte

de bailarina cósmica a mi signo,

y perdí los papeles por tu boca

por tus siete puñales, por tu loca

costumbre de cantar la vida en verso.

Estoy loco por ti, loco de veras,

porque el cielo cantóme que tú eras

esa Octavia de Luz que tuve un día:

un planeta de Luz, la Luz María

que orbita mi galaxia de silencio.

Y me domino, a ratos me domino

en ejercicio exacto de cordura

por no correr al norte de tu hondura:

Ayúdame señor, no sirve el vino.

No me sirve quemar Alejandría

ni apelar al concepto de la hombría

para aguantar incólume estas ganas

de correr a Argentina. Ay, qué ganas

de amar a esa mujer, zunzún glorioso

que trina solitario en su alta rama

para el bárbaro triste que la llama

su primera mujer: Eva y Lucía.

Eugenia Díaz Mares – México

Imagen by Phuong Luu

Algún día

Algún día te voy a sacar del espejo,
te abrazarè muy fuerte para estar fusionadas
y te diré tranquila que ya puedes dejar
de llorar tu silencio en las esquinas

que soltaràs el llanto fuerte y triste,
con la ventana abierta sin temor.
Te pediré que mires en mis ojos las guerras
que has vivido y observes en mis manos
el puñado de sueños tan tuyos y tan míos.

Algún día
nos daremos el tiempo de volver
a ser niñas,y hacernos un ovillo en la cama
con la cara mojada por las làgrimas,
esperando ese ángel que sabemos existe.

Y las dos soltaremos el cansancio
de fingir ser valientes con la càscara abierta
mostrando cicatrices remendadas,
con un caudal sin freno corriendo por el rostro.


Tu tiempo y compañía

Ahora que dispones de tu tiempo
que ya no lo compartes con trabajo
-y algunas amistades-
los recuerdos me brotan de noches sin dormir
y sábanas heladas.

Ahora que dispones de tu tiempo
y estas aquí en la cama cuando suenan las ocho,
yo siento entre mis sienes
palpitar tu silencio cuando daban las cuatro
y entrabas en el lecho como escarcha.

Ahora, tienes tiempo de mirar la mujer
que camina a tu lado, que ya no ve la luna
y tiene mariposas en sus muslos
congeladas.

Que hacemos con tu tiempo, con toda la apetencia
que brota en tu mirada, con tus manos inquietas
intentando encontrar el camino perdido.

Tomemos un café
y hagamos un balance de lo que yo he ganado
con esa soledad,
caminemos tranquilos el resto de este viaje
probemos a ordenar un puzzle de lo antiguo.

No olvides que te quiero,
pero dentro de todo me he curado de ti.

Prosas escogidas de Gerardo Campani

Fantasy by Will Gard

Pantalones cortos

Y me encontré con una foto de la casa, con la calle de tierra; el árbol en la vereda gris, con sus raíces que levantaban las baldosas; el porche con reja alta. Y me distraje de eso que estaba escribiendo y me vinieron recuerdos de más atrás, del veredón del boulevard y los tranvías, de Mamá delgada y de Papá con anteojos de metal y de Chiqui dibujando escenas egipcias. Y me entraron ganas de seguir recordando, porque esos años no fueron tan malos como los que les siguieron.

No creo que la memoria sea muy tramposa como dicen algunos. Más bien creo que es desordenada, y algunos hechos dolorosos sí que se olvidan, pero otros no; y se pierden para siempre momentos felices, pero otros están allí. Y no hay reglas que gobiernen esa antología que el tiempo ordena en su transcurrir.

No sé si es más sensato usar los recuerdos usufructuándolos para decir hoy lo que juzgamos, o recurrir a ellos para pergeñar párrafos más o menos interesantes; o simplemente acudir a la llana relación, con el riesgo también de incurrir en falsos recuerdos o distorsiones. Tampoco sé qué es lo que he hecho, aunque mi preferencia se inclina hacia este último procedimiento.

Hay niñeces repletas de fantasías y magias; otras abarrotadas de anécdotas, de juegos, de estudios, de geografías; otras, terribles y desdichadas. La mía fue lenta, introspectiva, melancólica y llevadera.


La casa

Los primeros años de la vida son los más importantes, también porque no los recordamos sino a través de lo que nos han contado. Algunas escenas, sin embargo –aisladas o confusas, como de un sueño–, nos pertenecen completamente, y nos empeñamos en hacerlas coincidir con las constancias de nuestros mayores, y se nos va la vida en esa inutilidad.

Papá, Mamá y mi hermana Chiqui ya estaban en la casa cuando nací, veinte días antes del invierno de 1951. Describir esa casa me parece más apropiado que describirlos a ellos, porque ellos se fueron transformando conmigo, y la casa, antes de las reformas, se eternizó definitivamente en mí en esos años.

La casa es anterior al barrio, a la ciudad, a la patria, al planeta, al universo; anterior a todos los mundos que vinieron después y que tardé en entender; la casa nunca me tuvo que ser explicada. La casa es anterior inclusive a las personas, con sus parentescos y vecindades simples o complejos.

Estoy seguro de haberla visto antes de las primeras reformas, tal cual la había dejado Glenda, la anterior propietaria, antes de morirse y de que la compraran mis padres, en 1948. Glenda sería una mujer moderna: vivía sola, pintaba, seguramente tomaría whisky y tal vez fumara. Yo oí nombrarla algunas veces en mis primeros años, pero solamente mucho más tarde advertí la relación entre una casa y sus habitantes. “Tenía la casa hermosa, un chiche –decía Mamá, años después–, pero nosotros éramos cuatro, y no cabíamos.” A lo mejor algunas modificaciones fueron anteriores a mis primeros recuerdos, pero si es así, no habrán sido relevantes: yo viví, empecé a vivir, en esa casa de espíritu distinto y que ya no existe más.

Ahora quiero recorrer esa casa perdida para siempre, como un fantasma inverso flotando en el mismo espacio pero en otro tiempo, entre aquellos tabiques y mamposterías y azulejos y pisos que se superponen con estos, como en un trabajoso truco de película de fantasías.

Entro desde la calle de tierra, pasando entre los dos árboles de la vereda y atravesando la puerta de reja alta. Me detengo un instante en el porche de la entrada. El piso olvidado, los umbrales rojos. ¿Aquí es? Dudo. Retrocedo, flotando, y atravieso la reja y vuelvo a la vereda de baldosas grises. Total, esto es lo más fácil de hacer para un fantasma. En la columna que separa la reja fija de la puerta de reja está la placa azul con números blancos y el escudo de la ciudad. Sí, 152, es aquí. Vuelvo a atravesar la reja y me enfrento a la puerta. La cerradura Yale, el picaporte de bronce, la mirilla cerrada. Con el mismo fantástico procedimiento ingreso al living. El piso de parquet oscuro, brillante. Al fondo se ve la cocina y el patio, pero no avanzo; me distraen las antiguas novedades más cercanas. A mi izquierda, el pequeño perchero de pared y enseguida el arco que comunica ampliamente a la otra habitación a la calle. Seguidamente, la otra puerta que lleva a la segunda habitación. Está cerrada. Al lado de la puerta, ya llegando a la pared del fondo del living, el barcito americano. Tiene dos puertas arriba, como un botiquín, y están un poco abiertas. Se ven los estantes de vidrio. Las puertas de abajo ocultan una pequeña pileta. En la pared de la derecha, el hogar a leña de siempre. Después, la escalera de madera que lleva a la planta alta. Subo, suspendido siempre, como cualquier fantasma, alejado por igual de los escalones que del techo y de cada pared. Es la única manera que la escalera no cruja, y eso le conviene a este silencioso viaje de inspección, parecido a una película muda. La escalera gira hacia la izquierda, en U. En el tramo final, a la derecha, un amplio ventanal recibe el sol de una terracita y lo arroja a través de la escalera hacia la habitación de la izquierda, abierta de ese lado en una pared petisa que tapa la subida de la escalera, hasta una altura de menos de medio metro por encima del último escalón. Allí pintaba Glenda, con esa luz arterial del nordeste y también con la venosa del sudoeste, que entra por la ventana a la calle, asomada al techo del porche. El atelier de Glenda era privilegiado: no podría haber atribuido una falla en alguna tela suya a la falta de luz.

Al trasponer el último peldaño, a la derecha, el baño, y a la izquierda, el acceso al atelier. Bajo ahora; después volveré a curiosear otras cosas.

Vuelvo al living, flotando y bajando ahora hacia la derecha. Quedo ante el barcito. Qué mueble tan simpático y tan útil ¡Ay, esas maderas laqueadas y esos espejos interiores! ¿Había que sacarlo, necesariamente?

A mi derecha está el cuadrado de un metro por un metro (en el piso está la tapa de la cámara de la cloaca) que conecta el living con el interior de la casa. A un lado está el hueco que forma la escalera; al otro, el baño; al fondo, la cocina. Pero no avanzo en esa dirección, sino que desando un poco el camino y me planto frente al arco. Después lo cruzo y entro a la primera habitación, con las dos ventanas en ele, una al porche y la otra a la calle. A la derecha, la habitación termina en una pared, con una puerta en el medio. Entre esta puerta y el arco, una pequeña repisa, junto al extremo de un cable que asoma de la pared y que es la bajada embutida de la antena de radio, en la terraza. La puerta está cerrada. Este detalle parece a propósito de explotar mi condición fantasmal: la atravieso y ya estoy en la segunda habitación. Aquí, como en la anterior, los pisos son de pinotea, y los techos, altos, con paneles de yeso blanco. La pared del fondo tiene tres aberturas: una puerta, a la izquierda, que siempre está semiabierta y que es la entrada de un vestidor estrecho y largo, como un pasillo; una ventana grande que da al patio; una puerta exterior. En la pared de la derecha, la puerta que da al baño.

Ser un fantasma no me impide sentir como cualquiera que no lo sea. Recorrer una casa vacía de muebles y de cosas y de gente es un acto excepcional, mágico. Tanto para un fantasma como para una persona. Lo comprobé en cada relevamiento de propiedades, cuando trabajaba de corredor inmobiliario, y ahora mismo, en esta casa. Se ven en los muros vestigios de la gente que ya no está; se intuyen en los picaportes las manos de aquella gente; se cree ver figuras desplazándose a través de puertas y arcos; se imaginan corpúsculos de vida impregnados en los marcos de las aberturas, en algunas molduras, en cualquier resquicio. Como imaginamos que se han movido esos dedos de aquella momia egipcia que observamos con solemne recogimiento.

Cada habitación tiene su sorda música y su hueco perfume; cada una me trae un distinto recuerdo atascado. Sin embargo, todas participan de una clave común y de rumores y aromas parecidos.

Entro al baño. De repente los recuerdos se desatascan y mi mano se va sola hacia los grifos del lavamanos. Claro, admito que solamente me es dado observar y sentir, y que no puedo actuar. El baño está más patente que el resto de la casa, con ese mundo de agua retenido en cañerías empotradas y esos sistemas para activarlo y que podría hacerlo si se me permitiese. Los azulejos verde claro (color predominante en toda la casa), con textura más de estuco que de azulejo; los sanitarios blancos: el lavamanos; el inodoro Pescadas; el bidet; la bañera enlozada. Toalleros y percheritos y portavasos y portacepillos de metal reluciente; espejos impecables. Enfrentada a la puerta por la que acabo de entrar, otra, que da al cuadrado en cuyo piso está la tapa de la cámara, y que obra como el centro estructurador del movimiento de la casa. Salgo del baño por esa puerta y giro a mi izquierda, hacia la cocina.

Aquí los azulejos son de un ocre pálido. No hay muebles ni artefactos, excepto un termotanque eléctrico, amurado, con los controles a la altura de los ojos de un adulto. Una ventana amplia y una puerta de hierro dan al patio. Están cerradas, y las atravieso con una impunidad que vuelve a causarme gracia.

El patio es grande; no tanto como lo era para aquel niño al que todo le parecía inconmensurable, pero sí más grande que como quedó tras las reformas. Al fondo, a la derecha, el limonero. A la izquierda, tal vez un pino. El suelo es de tierra, tapizado completamente con una grava roja y –recuerdo– ruidosa. Algunos parterres circulares pueblan la superficie con rosales y malvones. Cubriendo la mitad del cielo, la parra.

Ahora quiero volver a la planta alta, y en lugar de hacerlo por la escalera interior, me elevo desde el patio unos pocos metros y entro desde la terracita en donde está el lavadero. Atravieso una puerta cerrada y entro en el baño. Es un poco más chico que el de abajo, y no tiene bañera. El lavamanos es demasiado pequeño, incómodo, porque la grifería está muy pegada a la bacha y no deja lugar para maniobrar. Los azulejos son los mismos que los de la cocina; las baldosas del piso, al tono; el inodoro, Traful.

Vuelvo a la terracita. Me quedo un rato mirando la pileta de lavar, no sé por qué. A lo mejor porque me cuesta reconocerla, o acaso porque me la esté inventando ahora. El ventanal está cerrado, también, y lo traspaso, cubriendo enseguida el espacio de la escalera y entrando en el atelier. Baldosas blancas, como nunca volví a ver en ningún otro lado. La ventana que da al sudoeste, con su panorámica de techos bajos y pequeñas terrazas y árboles y más árboles a la distancia, como un mar verde interminable.

Me desvanezco en mi realidad fantasmal. Abro los ojos y me encuentro frente al monitor en blanco. Luego veré de reconstruir esta visita, este raro viaje en el tiempo. Ahora estoy casi llorando. Misterios de la melancolía, que me trae emociones de un tiempo que no viví y de gente que no conocí a través de una arquitectura que apenas vislumbré y que me resulta entrañable.