«Tres reflexiones», por Gildardo López Reyes – México

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De pensamientos mágicos

Es tan tonto creer que la vida te debe algo, que todo el sufrimiento o la miseria vivida te hacen merecedor de cierto premio. No. Los lindos casi siempre tienen cosas lindas, no han hecho nada para merecer lujos y privilegios, y generalmente su comportamiento deleznable no termina con ellos; la mayoría de las veces crecen. Y si llegan a cometer una falta o delito, seguro también se libran de un destino carcelario: hay quien nace entre algodón y quien lo hacen entre la mierda. Pensar que mereces un buen amor porque el anterior te destruyó completamente es una completa estupidez, pero nos han hecho creer que es lo justo. Te mereces esto y te mereces aquello y te mereces todo. Y seguramente no te mereces nada. Lo verdaderamente cierto es que a pesar de haber llevado una vida buena y caritativa quizá te quedes esperando esa recompensa que te dijeron te daría la vida.
Aun así, me sigue encantando cantar eso que dice: cuánto me debía el destino que contigo me pagó. Sobre todo si hay tequila para lubricar la garganta: todo funciona mejor cuando está lubricado.


Mirando el mundo en cuarentena

No me parece nada extraordinario que la gente se junte para ayudar frente a una tragedia (el temblor del 2017, por ejemplo). Lo sorprendente en estos casos sería la apatía frente a la desgracia del prójimo. Nuestra naturaleza «humana» no es del todo vil, desprende algunos rayos de bondad.
Pero luego, una gran parte se comporta como esa señora (o señor) narcisista que le da una moneda al pobre pero se toma su selfie y la comparte por todas sus redes: que todos vean lo buena persona que es, faltaba más. Ahí van cientos de mexicanos a decirle a todo el mundo que los mexicanos no sólo somos los más chingones entre los chingones, sino que además somos los más buenos, digo, por algo la virgencita se vino a aparecer aquí y no en otro lado.
Bueno, dicen las bocas menos ignorantes que el halago en boca propia es vituperio. Pero yo creo que todavía esconde algo más. Pienso que cuando alardeamos de todo lo buenos que somos, inconscientemente es porque queremos tapar toda la demás mierda que cargamos, porque nos concierne también. Y quizá si miras de más lo bueno, por fingido que sea, dejas de ver lo malo, tan sincero.
Y hablando de bocas ignorantes, y cerebros que los son mucho más, en este país de gente tan maravillosa se han visto actos de completa estupidez, que sobrepasan esa ignorancia abismalmente. Y no son casos aislados. Gente imbécil ha agredido a doctores y enfermeras que tienen que trabajar lo mejor que puedan para salvar a desconocidos. Porque pues, una enfermera no puede permitirse un automóvil para llegar a su trabajo y debe compartir el transporte público con la peor ralea de este país lleno de gente maravillosa.

Y entonces, como dijera el buen Arjona: abrace a los suyos y aférrese, que aquí no es bueno el que ayuda, sino el que no jode. Y a ver cómo nos va.


Niños distintos

Estoy comiéndome una hamburguesa en McDonalds después de mucho tiempo de no hacerlo. Un niño de la calle se metió al lugar y pasó a pedir dinero a todas las mesas. Segundos después, un hombre que recién llega ve al niño, lo llama y le dice que si tiene hambre. El niño responde que sí, y el señor le compra una hamburguesa. Cuando se la entregan va a sentarse casi frente a mí.
Del otro lado también frente a mí hay una familia comiendo. Los padres y dos niños. El niño mayor debe tener dos o tres años más que el pedigüeño. Desde que éste se acercó a pedir a su mesa no ha podido dejar de mirarlo. Parece fascinado.
No sé si lo asombre la edad del niño, o el descaro que tiene para pedir dinero a extraños. No sé si piense en lo diferentes que son a pesar de lo similar de sus edades, pero no puede dejar de mirarlo mientras continúa comiendo lo que compraron sus padres.
Es tan insistente la mirada del niño mayor que el otro se siente observado y en su expresión parece verse que eso no le incomoda. Más bien parece hacerle gracia mirar esos enormes ojos del otro que expresan tantas cosas y que hasta parece que lo admira de cierta manera.
El «niño de la calle» termina su comida y se va, satisfecho. El otro, como poseído por un hechizo lo sigue con la mirada hasta que sale y se pierde en la calle. Ambos continuarán con sus vidas, tan distintas.

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