Un relato de Ángeles Hernández Cruz

Cenicienta sin baile



«¿Ya son las cuatro?», pregunta Inmaculada por quinta vez. « Date prisa y hoy, ponme la rosa en el pelo, que se vea bien».

El ritual se viene repitiendo cada tarde desde hace un año. Su sobrino Pedro o la cuidadora que está de turno en el Centro de Mayores donde reside la anciana se encargan de acicalarla. Le peinan su abundante pelo blanco, le ponen carmín en los labios, un foulard de colores vivos al cuello, y su rosa, siempre roja, en algún lugar visible. Después, empujan su silla de ruedas y la colocan al lado la ventana que da al pequeño jardín interior del edificio.

Ella sonríe como una adolescente, y en sus ojos se percibe el brillo de una ilusión antigua resucitada. Se asoma a la ventana mirando de reojo a ambos lados del jardín con pretendido disimulo y espera. Espera hasta las cinco, la hora de la merienda.

Cuando la separan de la ventana, sigue con la sonrisa en la cara -de hecho, ya se ha convertido en parte de su rostro- y dice en voz alta: «¿Qué habrá hecho mi Antonio esta vez? No lo dejaron salir del cuartel. Estará arrestado como siempre». Entonces se quita la rosa roja de tela y la guarda bien tapada en una caja de madera sobre la cómoda.

Cuando era muy pequeña, Inmaculada sufrió una caída que le dejó graves secuelas en la espalda. Tuvo que pasar gran parte de su infancia en cama y no pudo asistir a la escuela para aprender a leer o escribir. Recibía los mimos y el cariño de su padre que cada noche se sentaba a su lado a contarle cuentos, y la familia destinó buena parte su escaso presupuesto a la medicación para la pobre niña.

Todas aquellas atenciones tuvieron resultado. A los catorce años Inmaculada logró levantarse y poco a poco empezó a hacer una vida normal. Sin embargo, sus dos hermanas pequeñas no pudieron contener unos celos enfermizos que habían crecido en sus adentros y se afianzaban con raíces profundas. Con el tiempo, la joven pasó de ser cuidada a cuidadora. Al morir su padre, ella se quedó a cargo de su madre y de los hijos y nietos de sus hermanas. También fue cocinera y criada para ellas. Nunca tuvo un día de descanso en muchos, muchos años.

Cuando su madre y sus hermanas fallecieron, Pedro, el único sobrino que realmente la había querido -incluso más que a su propia madre- la ingresó en la mejor Residencia de Ancianos que su sueldo le permitía, y allí es donde Inmaculada por fin encontró la felicidad. Tiene su propia habitación con aire acondicionado, le sirven la comida, acude a una sesión de peluquería y manicura cada viernes, aprende a pintar y hace amistad con otras personas de su edad.

Hace un año, buscando una prenda de ropa dentro del armario de la habitación de su tía, Pedro encontró un hatillo perfumado. Era un fajo de cartas amarillentas. Al verlas, la mirada de Inmaculada se oscureció. Explicó que eran las cartas de un pretendiente, un soldado llamado Antonio, que había conocido cuando ella apenas tenía dieciséis años. Como no sabía leer, eran sus hermanas las encargadas de desvelarle el contenido de la correspondencia que el joven recluta le estuvo enviando durante un mes. Se trataba de un recuerdo muy doloroso, pero también la única vez que un hombre se había interesado por ella y por eso lo guardaba.

Cuando sus hermanas le leían aquellos manuscritos, entre ridículas y exageradas frases de amor, aparecían burlas hacia su físico e insinuaciones de baja moralidad. Estaba claro que aquel chico solo quería aprovecharse de su inocencia. Inmaculada no podía creer la persistencia de Antonio en aquella clase de misivas, pero sus dos hermanas insistían en que tenía que oír lo que contenían.

Pedro se sentó, extrañado por aquella historia que desconocía, desanudó la cinta del paquete y leyó las cartas. Eran unos textos llenos de dulzura en los que el joven Antonio confesaba su amor a una linda muchacha que a veces le sonreía cuando él pasaba cerca del patio de la casa cuando ella se ocupaba de las labores domésticas. Le pedía que si ella sentía lo mismo, se asomara a la ventana trasera a las cuatro de la tarde con una flor en la mano. Esa sería la señal.

Antonio le repetía siempre el mismo ruego, la misma consigna: «una rosa roja, es todo lo que espero, no lo olvides», hasta que en la última carta se despidió diciendo que lo habían destinado a un cuartel en Santander, muy lejos de la isla canaria donde vivían, y que lamentaba mucho que su amor no fuera correspondido.

Pedro se llenó de indignación pensando en lo que su madre y su otra tía habían hecho con el alma pura y buena de aquella mujer. Después de pensarlo un tiempo, una tarde le dijo a Inmaculada que iba a leerle de nuevo las cartas, que no se preocupara porque no contenían nada ofensivo y le mintió diciendo que probablemente su madre no las había interpretado bien.

La anciana escuchó con atención las palabras que su sobrino iba desenterrando de aquellos papeles que había guardado durante tanto tiempo. Cuando Pedro terminó, pudo ver que a Inmaculada se le había iluminado el rostro con una luz que irradiaba esperanza.

Desde entonces, cada tarde, a las cuatro, espera a Antonio asomada a la ventana con su rosa roja.

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