«En completa sinestesia. Tres poetas de mi credo»

Por: Ovidio Moré (Osvaldo Moreno)

Imagen by Ovidio Moré

(Con perdón de mi admirado Cuervo Gavrí, de quién tomé prestado el símil de lo sinestésico para hacer esta reseña).

¿Se puede saborear un poema como si lo hicieras con tus papilas gustativas, o sea, conocer su auténtico sabor? ¿Se puede ver el color de un verso? ¿Se puede oler una estrofa? Por lo visto, si padeces de sinestesia, sí. Yo no la padezco, no tengo ese bendito talento, pero la poesía me toma de la mano y me lleva a transitar por esos caminos sinestésicos, transfiguradores y metamórficos. La Poesía tiene ese raro don o esa extraña y deliciosa virtud de transportarte a mundos paralelos y suministrarte experiencias cognitivas, sapienciales, gustativas, auditivas y transfiguradoras en un juego mágico que está muy cerca de la imago, del éxtasis, del nirvana. La poesía es esa cosa que no podemos definir, ese caracol nocturno en un rectángulo de agua, al decir de Lezama, esa posibilidad infinita (para seguir lezamiando); una conversación en la penumbra, según Eliseo Diego; un animal marino que vive en la tierra y que quiere lanzarse a los aires, al decir de Carl Sandburg; esa irrealidad real (valga el oxímoron) según yo,  que nos pone la carne de gallina y nos hace sucumbir ante la melancolía o la alegría, y nos erotiza con su belleza sublime o siniestra, y nos da la fuerza necesaria o nos la quita, y nos explica el mundo desde otra perspectiva,  y ella, en sí misma, es otro mundo, tan, pero tan diferente a su prima la prosa que, a veces, nos resulta ignota, desconcertante, hermética. 

La poesía es, o quiero pensar que es, sinestesia pura. Una bestia indomable e irreductible que se metamorfosea, y como una enorme vagina (crisol de la vida y de la creación) se adapta al pene-lector que la desflora en toda su rotundidad.

La poesía es todo aquello que está al otro lado del azogue, donde puedes sentir (con los cinco sentidos) y ser (con los cinco sentidos) todo lo que queramos. Donde descodificas y creas nuevas imágenes con los elementos que te da el poeta y realizas tu propia alquimia, y puedes convertir el agua discursiva en autentico oro con el leve roce del verso, logrando que tu conocimiento sensible sea como la dorada lluvia que bañó a Dánae, que, a la vez que te llena de luz, te fecunda. Y puedes, en grávido o ingrávido arrebato, hacer el verso tangible, y sobarlo, olfatearlo, lamerlo, oírlo en su tintinear, verlo del color que su esencia  dictamine.


Eso puede hacer la poesía, eso pueden hacer los poetas. Dentro de la pléyade de estos últimos he escogido a tres que forman parte de mi catauro. He tenido la dicha de conocerlos de una manera o de otra (personalmente o virtualmente) y disfrutar de su obra de manera ininterrumpida, convirtiéndoles en mis poetas contemporáneos de culto, de referencia, de cabecera; son mi tridente, son mi triada.  Aparecen aquí en el mismo orden en que tuve el placer de conocerlos personal y poéticamente.

Ellos tres me transportan a esos mundos in-verosímiles donde puedo palpar el verso y comprobar su tacto áspero o aterciopelado, comprobar lo dúctil, lo pétreo, lo orgánico, lo vivo de su cuerpo y de su piel; donde puedo catar el sabor dulce o amargo, ácido o acre de su carne; puedo ver el color de cada palabra cuando conforman ristras de estrofas con tintes rojos, verdes, violetas, azules, grises, blancos, blancos puros y negros negrísimos; con ellos puedo ser sinestésico sin serlo, y ellos son: Luis Marimón Tápanes, Heriberto Hernández Medina y Gavrí Akhenazi.

Tres maneras distintas de enfrentarse al objeto poético y, al mismo tiempo, tan parecidos por su visceralidad, su fuerza, su magnetismo, su desgarro, su imaginación deslumbrante, su calidad literaria: poiesis en conjunción y conjugación. Materia poiética de refracción rica en metáforas e imágenes, tan propias, que los definen y los hacen únicos. Tres poetas que han modelado el barro, como lo hizo Dios, a su imagen y semejanza. Fieles a su identidad; contestatarios, rigurosos. Ellos mismos son su sinonimia y su antonimia: la realidad y el mito, el héroe y su némesis, el alfa y el omega, la luz y la sombra.

Ellos tres convergen en sus ríos discursivos, son concomitantes y, paradójicamente, son diferentes.


Son los artífices de versos que te flagelan y te acarician, que te laceran, te hacen sangrar con sus afiladas aristas; versos musculosos, titánicos, crueles y bellos, de una belleza que mata, que se te atraganta y te sofoca, que son Jonás y La Ballena, el espino y la amapola o el cardo y la azalea; la crucifixión y la apoteosis, pero que te abren caminos como Eleguá, que te bifurcan las realidades para crear otras nuevas; y tensan  y trenzan sus hilos de palabras cromáticas y camaleónicas que saben a fruta madura, al mejor vino; que huelen como la pureza, la raza, la lágrima, el sudor, la rosa… Versos que se adentran en la oscuridad y salen convertidos en luz, que son su propia antítesis, su derivación, su ciclogénesis explosiva; calma y vendaval. Trueno, relámpago, aguacero, lluvia que anega, lluvia que ahoga y sana. Lluvia. Lluvia que limpia, que arrastra lo malo, como ese rabo de nube silvético.

Sus poéticas nacen del yo, se desnudan, se abren en canal y nos muestran sus vísceras. Lo vivencial desmenuzado con la  fuerza de la mejor metáfora, la precisa, esa metáfora roja como el fuego, sabrosa como el pecado y que suena como violines gimiendo su catarsis en las arenas movedizas de esta “puta” vida. La imagen convertida en novia virgen a punto de perder el celibato y convertirse en rotunda y poderosa amante que sabe de anamorfosis, de écfrasis y de multiplicidad. Brujos, ellos son brujos que exorcizan sin miedo cada sintagma, cada verbo, y los devuelven lúcidos y precisos a la cama sedosa, al lecho verde de la verosimilitud.

La poesía como sanación, como ungüento que, a la vez que cura,  transforma el universo y lo estira y lo retrae en un juego infinito de espejos. Lo abstracto y lo concreto. Lo particular y lo universal. 

Hay en ellos un discurso polisémico, a veces nítido, a veces oscuro, un discurso de matices varios; pintores que juegan con los sfumatos, las veladuras o la pincelada consistente, matérica, reveladora de una cartografía, de un relieve poético extraordinario.

El poema de Marimón huele al barrio de la Marina, sabe a uva y a granada y a chirimoya y a mango, a veces maduro y dulce, a veces verde y ácido, o ácimo, como el pan cuya harina sólo necesita del agua del Yumurí, con su ictio-fauna de la podredumbre, para ser horneado  en su propio fuero; el poema de Marimón huele a ron, sabe a ron, sabe a azúcar prieta y sabe a vida amarga, sabe a sangre, sabe a tierra, sabe a miel cimarrona, a jutía, sabe a hojas de té, a naranjo en flor; tiene el color del San Juan; es un abanico cromático blanco, negro, gris, violeta, azul, naranja; es incendio, es día, es noche. 

Marimón es hechicero, es un   flautista de Hamelin que toca su poderosa flauta mágica en los lindes del desgarro para llevarte tras él en frenética comparsa, y, a la vez que se fustiga la espalda y muestra sus heridas de guerra santa, te convierte en cruzado y en acólito de por vida y te muestra los caminos a la salvación y al abismo.

Heriberto alza templos y verdades, su orfebrería tiene desde el hierro más rudo a la plata más pulida. Cada verso tiene esa pátina sapiencial y barroca, heredera de los imanes fragmentados, de las analectas incólumes, de la magnificencia y meticulosidad y precisión del maestro relojero. Su poema sabe a zumo de púrpura fruta de algún mundo perdido allende la galaxia o de otro mundo antiguo de cítaras, laúdes y salterios, porque habla con la voz de otro tiempo, como un caballero antiguo, un juglar que versa el presente y lo filtra a través del tamiz del pasado,  pero también rezuma aroma de piña cubana, huele a valentía, es enérgico y trágico, y tiene su regusto a desaliento, a desarraigo, a tristeza y, aún así, engasta sueños.

Akhenazi es potencia viva, honestidad, redención, compromiso, identidad, calvario… Es un cuervo de alas poderosas; el cuervo que cuando inicia el rito ya es chamán y soldado y saca la bayoneta de acero para en cualquier muro dejar la huella de su historia, de la historia.  Su verso es auténtico, tiene el color de las tierras áridas y de los candentes desiertos y de las nubes nimias (en su tercera acepción según la RAE) que juegan a metamorfosearse en  enigmáticas figuras del raciocinio; el color de los lucernarios que nunca se apagan; el sabor de los frutos prohibidos, el olor de la madrugada y de la penumbra, de la guerra y del sol y la verdad, el tacto de la carne erotizada de una mujer irredenta, voraz, litúrgica; su poesía es una rosa de Jericó que resucita siempre para desafiar y arremeter contra la banalidad del mundo.

El verso de Akhenazi es disparo certero, es ráfaga que mata y embriaga, es disparo por el que vuelves sumiso al paredón para volver a ser fusilado. Suena como el címbalo y te eriza la piel y hasta te marca como lo hace el hierro al rojo vivo.  El verso de Akhenazi está curtido con los sinsabores y los triunfos de un soldado cuya mejor arma es la palabra.  El verso de Akhenazi tiene el tacto de la piel del tigre, los colores del tigre y ruge como el tigre.

Ellos, los tres, son esos funámbulos que pueden hacer lo que se les antoje encima de la cuerda, cualquier juego malabar que se precie está en su poéticas. Son prestidigitadores, acróbatas de lo fabulatorio. Los tres hablan y diseccionan la vida, la muerte, el futuro, el amor, las ciudades, los templos, los hombres, los naufragios, los presagios, la redención, la pertenencia, el arraigo, la familia, el esplendor, la decadencia, la catarsis, la guerra, la paz, la locura, la cordura, los puentes, los infortunios, la inteligencia,  la brevedad, lo eterno, lo efímero, el paisaje en el azogue, los sueños… Son, coño, poetas, grandes, enormes poetas.

Luis Marimón y Heriberto Hernández Medina ahora habitan otro Parnaso, allá, en la inmaterialidad y en la eternidad, en el reino de los ausentes, pero nos han dejado una obra suculenta para poder practicar la sinestesia. Gavrí Akhenazi sigue afilando cuchillos, tejiendo tapices, domando sus bestias interiores y convirtiéndola en la mejor poesía y prosa poética que puedas imaginar. Hasta las novelas de este insomne Cuervo son poesía viva, cruda, bella.

Marimón hizo decidirse a Ulises, le dio al demonio el arpa, halló el lugar de la trama desde su jergón lunático y, en la herencia de la soledad, fue bibliotecario del infierno y supo de las memorias de un bufón y de los insomnes logogrifos; Heriberto descubrió los frutos del vacío, y le dio otros filos al fuego, compuso el discurso en la montaña de los muertos, encontró las sucesivas puertas y predicó verdades como templos en la patria del espejo; Gavrí echó a volar sus  pájaros de Ionit, sangró en los diarios del asco y en la temblorosa opacidad, tiene su propio campo de maniobras y sus calcetines usados, y a molido vidrio oscuro y ha vivido otros holocaustos y siente la nostalgia del Edén…

Y yo, vuelvo y repito, en la más agnóstica liturgia, los he convertido en mi credo cada vez que he palpado sus versos, los he olido, los he visto o les he encontrado el color y el sabor exacto, que es el sabor de cada uno y que yo he hecho mío, y me he dormido oyendo aún, en la infame duermevela, el tintineo de sus palabras descorriendo las cortinas de lo vívido y de lo imaginario, para devolverme la certeza de que en materia poética nada está perdido; ellos son una raza inextinguible.


Recuerde amigo lector, esto no es un axioma, es mi manera de descifrar, de ver, de catar, de palpar, la poesía. Usted seguramente lo verá, lo catará u oirá de otra. Cada interpretación sinestésica es diferente; cada nivel de entendimiento lector es igualmente disímil.

Hay tantas experiencias a la hora de enfrentarse a la poesía como granos de arena en una playa o estrellas en el universo.

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