«2015 – Año del transplante», Gerardo Campani

Imagen by Brian Sarubi

Rosa Sarmiento

La tengo. Ahora la tengo. Había estado buscándola toda la vida sin darme mucha cuenta de que lo hacía, y al fin ahora la tengo. Mi mente está despoblada de recuerdos, de planes, de pretensiones. Solamente la tengo a ella, recobrada y a la vez novedosa. Es la tía Mery, Juana de Ibarbourou y Chiqui, a la vez. Por lo pronto ellas tres, pero también otras más que no consigo determinar. Su nombre es Rosa Sarmiento, lo sé; no tengo claro si me fue revelada, como un título anunciado a través de un altavoz, o es una convicción íntima que tengo desde siempre y recién ahora se me hace actual. Viene de mis tiempos remotos, totalmente olvidados y de golpe presente. Rosa Sarmiento, santo cielo, nunca la hubiera sospechado, y sin embargo es ella, estoy seguro ahora.

Me mira de una manera que no puedo definir, se me antoja como miraría una madre adoptiva a un hijo reencontrado. ¿Por qué la olvidé todos estos años? No sé, tampoco ahora recuerdo nada más que el hecho de que alguna vez estuvimos juntos. Y ahora ha vuelto.


Piedad

Abro los ojos. La veo a Ana, mirándome con una sonrisa compungida y tomándome suavemente del brazo derecho. Me dice, en broma, algo así como que por fin he engordado. Se refiere al grosor de mis brazos, que se ha duplicado por el edema. También las manos y los dedos. Es bastante terrible verse así. La piel parece querer explotar; los dedos están como chorizos y no puedo cerrar los puños, ni tan sólo un poco. Me miro las palmas de las manos, absolutamente moradas y con las líneas quirománticas muy marcadas. Resalta la eme de la muerte; lo percibo sin alarma porque no creo en esas cosas.

La herida duele, pero, extrañamente, no tanto como la de vesícula de veinte años atrás. Todavía no la vi, así que ignoro si tengo un costurón horizontal o vertical, o quizá en forma de y griega.

Hay dolores constantes: el de espalda el principal, y el de las piernas. Otros dolores van y vienen. Dos sondas a ambos lados del cuello me lastiman apenas muevo la cabeza. También las otras dos, a la altura del estómago, a la izquierda, y a la altura del vientre, a la derecha. Aunque más que dolor producen molestia importante. Como me han quitado la prótesis dental, apenas si me hago entender cuando respondo a alguna pregunta. En cuanto a mis dientes propios del maxilar inferior, los siento como de corcho petrificado, y pasarme la lengua por ellos es una sensación de lo más desagradable. Cuando no duermo me miro las manos sin poder evitar sentir piedad por mí mismo.


Calamidad

Uno no es el que supone ser sino el que los demás ven, y abandonar la suposición y enfrentarse con ese uno mismo objetivo (el que ven los otros) es un chasco. Percibo al mismo tiempo la doble realidad que se me presenta: el ámbito cerrado del padecimiento y el exterior del paciente que debe recuperarse. El registro es íntima y cabalmente una contradicción, paradoja, angustia.

No hubo en la frontera de la existencia la vertiginosa secuencia de mi vida pasada, ni el túnel de luz, ni ninguna experiencia de las que se cuentan. Nada más que despertar y encontrarme en este estado de calamidad.

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