sonreíste y eran las seis y latías como una criatura celeste al principio de la noche
al tocarme me convertiste en un ser al otro lado de la sombra algo que brilla lejos de una paciente y bella oscuridad
traías el día a cuestas y aun así tu corazón acarició mis ojos y cualquier egoísmo fue imposible
Desnudo
Me atropellan tus multitudes sin misericordia, para hacerme caer en esta lengua exquisita, cuando quisiera no saber suplicar de esta manera: tan ángel y genuino, tan deliberadamente bello, cruel y frágil sobre mi sangre hasta la dicha. Pero soy ésto y te suplico con un pájaro en los ojos, y me aferro a tu calor en este arácnido oscuro, cuando todo en mí es la alegría de tu sueño que me calma, sabiéndote prisionera de mi lecho como una ofrenda brutal y maravillosa. Hoy la felicidad es un episodio inmóvil de la memoria, atesorado para siempre.
No quiero recoger los frutos fáciles aunque su carne me estremezca y la lascivia inunde mis deseos.
No quiero de la alquimia el favor del milagro ni el oro en el anillo del cadáver ni el diamante sin taras que reposa en la tierra.
Quiero que me desnude cada sueño y se convierta en furia, que la sangre me hierva y surja la palabra: la exacta, la que arde y calienta los fríos de las vírgenes.
Calcinarme las lágrimas si solas no me ciegan.
Permitirme matar lo que aborrezco, amar a quien me ama sin motivo y recibir la paz de la victoria armada.
Que si existe justicia se dicte con mi ley.
Cansado de mí
Me he cansado de mí y por eso no escribo como antes, a todas horas, ávido de letras que formen lo que siento.
Creo que no estoy bien porque ya no me gustan mis palabras y las leo vencido y con voz pusilánime.
No sé lo que sucede, si me falta ilusión para seguir por el camino crudo del verso y de su ausencia o daña masticar porque como sin hambre.
La otra noche miré a través de un poema y no vi nada mío,
solo la furia muerta de otro hombre que alcanzó la victoria, la contó y no supo vivirla.
Están las fosas llenas de cadáveres, de miradas selladas y temblores inmóviles. Están las fosas llenas de silencios, de retorcidos gestos y brazos apuntando, un revuelo en el aire de mi Bihac herido. Están las fosas llenas de despojos y hay ribetes de luto en los dondiegos. El rictus de la boca se concreta en un susto pasmado, en un asombro que se quedó desnudo para siempre en la noche de Bosnia-Herzegovina. Están las fosas llenas, rebosantes de corazones rotos, de recuerdos que ya no tendrán pecho en que albergarse. Están llenas las fosas de ausentes recobrados a golpe de odio y bala. Sólo la tierra sabe su regreso.
Metáfora del lugar
Las ciudades en esta parcela del mundo parecen inventadas y tienden a la sublimación de la realidad. El hombre de por aquí lo que desea es encontrarle a la metáfora sus despropósitos, porque se dan con tanta frecuencia los espejismos, que se ve lo que no está; se elevan tanto en el aire las paneras y los hórreos que cualquiera los convierte en castillos. Por esta tierra anduvo Pelayo observando la meseta, mientras hurgaba entre sus secretos, hasta convertir la batalla en victoria.
Los paisajes de estos montes están a propósito para que se resbale el personal por la raya del horizonte y se caigan de bruces al encuentro consigo mismo. La gente va feliz a través de los renglones de su lengua vernácula, y con mucha capacidad de imaginar.
El paisaje asturiano tiene tendencia a darse la vuelta sobre sí mismo y por mor de tantos rodeos y circunloquios por las montañas y prados, posee el don de sobrepasar el aquí y ahora y fantasear más de la cuenta. Los hombres y mujeres de este lado de la tierra, piensan que en el puerto de Pajares se acaba el mundo y se deslíen los colores últimos. Las cosas al fin y al cabo, carecen de consistencia en sí mismas y el ser humano se define como ser abierto al infinito, incorregible fabulador habituado a metamorfosear porque sí la evocación del cortezón de la intemperie. A cada quien le sobra por tales “andarivienes” su ración de herejía. En tales enclaves el burgués falto de mollera, el cura, la sobrina del boticario, el vendedor de pan a domicilio, el lechero…todos están escuetamente centrados en la mitad misma del paisaje desatinado y quieto.
Por acá no hay movimiento. Las figuras que aparecen, si se movieran, ocasionarían un gran desnivel en el universo, pues están convencidos de que tienen en su mano el eje de la tierra.
No se sabe qué tiene este paisaje, estos verdes, sus montañas, las calles de este lugar, el orvallo, el «volanderío» de sus casas sobrepuestas en los pueblos marineros. Los habitantes de este doblez del mapa de la tierra, sobre todo si han sido tocados por el arte, fundan cada mañana el lugar, o lo reinventan, o fingen que lo hacen. No es tan fácil, apenas sí se deja. Está, de algún modo, aguardando y se acicala como una mujer detrás de los espejos. Venid almas sensibles de ahora o nunca, venid, reclinad vuestros sentidos en este paisaje donde el laúd suena en cada paso, en cada acera, en cada mano vibrátil que anuncia un nuevo mundo.
En definitiva este lugar es el resultado de una invención, o el escalofrío de una metáfora sin posibilidad de resolver. Las golondrinas rasantes que antaño cruzaban la cordillera volverán, o han vuelto, como en la rima de Bécquer.
Oscuro, el fondo me recibe y me acompaña cayendo inútil a mi lado en el absurdo que el tiempo dicta o nos propone sin hablarlo. Sabemos tanto de la guerra que ofrecemos que apenas somos un etcétera granate.
La perra, menos displicente, se acomoda sonriente y guapa al imposible que se teje difícil, duro pedernal despreciador de nubes negras, de riachuelos despojados de niños breves conquistando un oleaje.
A solas, siempre sin testigos, ocurrimos arriba, abajo, por los bordes de lo simple. Igual que un mar que se ignoraba y que aparece de rojo o negro, palpitando sus crueldades sin nombres propios, escondiéndose sus víctimas.
«Yo amé mucho a un niño, y vivimos encerrados cien años en un cuchillo».
Un africano, en el corazón del continente, discutiendo poderes con el sol se entrega al trance a través de un tambor. Desprovisto de hambre, de sed, de una piel que le permita, acaso, acceder a dolores profanos, alcanza el ritmo.
Golpea, profundo. Cada golpe es un gesto en una red de infinitas aristas ondulantes que reciben y transmiten, del impacto, su consecuencia vibratoria; la tensión sostenida por dos manos que se hacen una misma secuencia con el tambor.
El sol recorre la breve y bruna geografía del africano, sin prisa, casi como si lo mirase detenidamente desde varios ángulos. Primero su cintura; de apoco, después, la forma de punta de lanza clavada en la tierra que es la anchura de su espalda, brillosa, imponente, solitaria; su cabeza llena de rizos diminutos, negros, y, luego de algunas horas, el pozo profundo de sus ojos, donde parece habitar el rastro de algo anterior a todas las fieras.
El africano golpea tranquilo un rato más, inmutable al sudor, a las moscas, a la derrota del sol, que de nuevo volverá mañana a examinarle el ritmo.
Del otro lado, donde terminan las redes que el tambor palpita, un niño de plata, de piel blanca, ojos negros y pelo criollo, azabache, murmura preces en el muelle de una bahía en donde las barcazas sueñan, ciegas, atrevidas, con navegar en mar abierto.
La casa se hace polvo. Presiento un cataclismo. Deambulo por los cuartos observando las cosas: zapatos empolvados, las cajas ordenadas que siguen en espera del destino final.
Y yo sigo de pie con la corteza dura resistiendo el embate constante de los días.
Comenzaré a embalar el sentimiento frágil, la palabra no dicha irá en pequeños frascos, en la caja de roble mi sonrisa más triste.
Y reservado especial un cofre de cristal para aquellos que quise y a mí me despreciaron, que observen fijamente lo fuerte que me hicieron llenándome de ausencias.
Se acerca ya el momento de hacer sentir mi falta y despegar el vuelo.
Como todas las noches degustando un café de tu mirada caen una y mil decepciones, viendo hacia el infinito recorres esos campos que labraron tus manos para plantar simientes anhelando sus frutos.
Te observas apagado los callos de tus manos, te dueles de la espalda y de tus piernas, que dejaron sus fuerzas de tanto laburar y proteger semillas infecundas, -es lo que siempre dices-.
Te veo como un árbol que agoniza dejando revestir por los líquenes, viendo pasar la vida encadenado siempre a la pregunta del porqué este castigo.
¿Cómo puedo ayudarte? Toma mi mano y vamos, sigamos caminando hacia la luz del faro. Ya tañen las campanas a lo lejos dejemos el cansancio, la pena y decepciones.
Anda rígido el aire y han crecido murallas de otra especie impalpables como un símbolo extraño de impotencia que aísla los sonidos de la luz.
Soy una carta abierta golpeando cerraduras destinada al fracaso, un susurro en la noche soñando alegorías del silencio porque el mundo, al final, es un lenguaje absurdo, un engendro entre MySQL y php que no será jamás el mío.
Una araña reclusa con tres pares de ojos vigilantes me amanece en el tórax y pasea indecisa por mis pechos desde hace demasiados días.
Ni me inmuto.
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En mí no cabe una palabra más.
Todas las paradojas se dan cita en mi almario pugnando por salir en un momento, y al siguiente dormidas superpuestas en sus grises literas submarinas.
No eres tú la causa.
Soy yo con mis cerrojos.
Soy yo en las trincheras del absurdo, cubriéndome la espalda de silencios, porque perdí la fe en el mañana y he de engrasar, sin pausa, aquel fusil de asalto que tenía guardado para tiempos de cólera.
Pienso si alguna vez estuve en paz conmigo o es que me la inventé por seducirte a ti que de la guerra hiciste el pan caliente que me diste a comer día tras día.
No eres tú, por más que tus ventanas se abran a sacrílegos paisajes y el miedo se acomode a la rutina de huir hacia adelante, mientras el corazón no convulsione.
Soy yo con la crudeza de esta boca que calla mucho más de lo que expresa y alguna vez, también, quisiera ser de luz,
dolor escintilante de la luz pariéndose a sí misma sólo para tus ojos.