EDITORIAL

por Gavrí Akhenazi

Imagen de Christine Sponchia en Pixabay

La forma justa

Quizás, muchos consideren al acto creativo como el hecho de trasladarse a un mundo irreal o que, al menos, dista del real general.

Ya, que algunos se dediquen a escribir pensamientos o reflexiones provoca curiosidad en aquellos que no lo hacen. Entonces, aparecerá un buen cúmulo de detractores que impondrán sus dudas acerca de la capacidad de decir o su repudio por hacerlo, al considerar a la literatura una pérdida de tiempo abocada exclusivamente a desfogar la emocionalidad de quien escribe. El mundo comunicativo de la tecnología impone actualmente otros parámetros comunicacionales.

Sin embargo, no hay nada extraño en esa necesidad de escribir conclusiones personales o, simplemente vivencias personales, como germen original de lo que puede –a veces– convertirse en una historia desde todo punto universalizable.

La escritura representada por sus escritores más allá de tratarse de una manifestación cultural es una imagen de la verdad –léase realidad, vida, humanidad, hombre– que se expresa a través de un intérprete que obra de manera mediumnica al plasmar o reinterpretar los hechos del hacer humano, independientemente del escenario en que los radique, aunque en general el mundo vea al hacer literario como un pasatiempo asequible a todos, más aún en estos tiempos de internet.

Esta forma de ver al hecho literario como algo sin importancia ya que «redactar» –no escribir– está al alcance de cualquier persona mínimamente alfabetizada e incluso analfabeta y capaz de hilar un frondoso relato oral, hace que, por su masividad actual, no se le preste la debida atención y menos aún, el necesario crédito a una expresión de calidad.

Esa especie de minusvalía en que ha sumido a la literatura el exceso de oferta, atenta contra la calidad de la elaboración ya que la ausencia casi total de enfrentamiento al despiadado ojo del buen lector, ha conseguido la aceptación de cosas indefectibles de leer sin experimentar una irrefrenable  «vergüenza ajena».

Diría que es este cúmulo inefable de descuidos literarios el que me produce rabia al comprobar la ceguera y la falta de pensamiento crítico presente en el actual mundo lector que sería disculpable si en el actual «mundo escritor» existiera, aunque fuera mínimamente, la condición autocrítica.

Para que una expresión alcance todo su potencial y pueda convertir el sentimiento original en fuerza expresiva, desenmascarando y desmembrando sus ribetes y sus consecuencias, la forma a la que se apele para construirlo es fundamental.

La forma literaria implica el equilibrio, la justeza en el adecuado balanceo de cómo se propone una situación e incluso, en muchas ocasiones, para que un producto literario sea efectivo en su comunicación particular, puede apelar a la subversión  o sea, a los riesgos que se aceptan por fuera de los modelos convencionales y exponerlos sin miramientos, casi como una especie de escándalo que busque remover resortes en el lector.

La subversión o la transgresión está en la elección de los temas, en develar mediante una forma ajustada al fin propuesto, las anécdotas y lograr comunicarlas con efectividad y contundencia.

Las búsquedas reales y efectivas, según entiendo, deben ejercerse sobre la mirada que el autor proyecte sobre las cosas a plasmar y en cómo será capaz de edificar esa visión para conseguir compartirla con el potencial lector.

 La escritura que le impondremos a cada frase para darle forma elocuente al producto literario es el elemento decisivo.

Una mala forma, una elección equivocada en la construcción de un mensaje, arruinan cualquier buena idea y le impiden lucir su natural intensidad.

El medio que elegimos, o sea, la forma y su escritura, constituyen una parte insoslayable de la verosimilitud literaria y son, desde el comienzo, aquello que acabará por definir el resultado.Por eso, creo que encontrar la forma justa para cada producción que encaremos, es parte esencial de nuestra propia verdad planteada en el acto creativo.

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