LOS CANTARES DE ALCOHOLADO

Antonio Alcoholado – Reino Unido

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«Espejos», narración en versos

Bahía de Qorna, ciudad predilecta
de ilustres familias, un año impreciso.
Un hombre encumbrado que todo lo quiso
y le parecía rutina perfecta:
pujante, el negocio; la casa, lujosa;
la hija, muy guapa (también presumida);
modélica esposa
de buen apellido (también negligida);
sus viajes constantes marchándose lejos,
dejándolas solas,
trayendo consigo de allende las olas
el mismo regalo siempre: más espejos.


Sinfín de diseños, orígenes, modas,
su gran colección de espejos, de todas
hechuras, tamaños y formas pensables,
tapaba paredes, cubría hasta el techo
y abría, de hecho,
la vista hacia espacios inconmensurables…
La gente llamaba “Mansión de Cristal”
a aquel palacete por cuyos salones
y alcobas sin fondo flotaban visiones
y, oculto entre ellas, un extraño mal.


La casa se llena de espejos,
la casa se llena de sombra,
la casa se llena de viejos
demonios, y nadie los nombra.



La niña tenía, por toda afición
empeño de verse, y en su laberinto
de joven belleza, con todo su instinto
devoto y absorto por esa obsesión,
vivía sus días,
soñaba sus noches, por las galerías
detrás de sí misma, su mero reflejo,
su copia en la luz, los ojos curiosos
en busca de todos sus rasgos hermosos
ya tan aprendidos, un juego complejo
de incógnitas reglas y efectos extraños:
de tanto mirarse, su inmensa guapura
hacía aumentar en número, en años,
cual si una pintura cobrase textura
del lienzo incompleto, la imagen sumisa,
la pose segura de amada figura
salida de un sueño, con esa sonrisa
que augura desastre… signos de locura.


El día relata una historia,
la noche susurra un secreto.
La luz recupera memoria
y la oscuridad su alfabeto.



La madre quedaba detrás, sin lugar
ni asunto ni voz ni apenas palabras.
Y sola, en penumbra, se daba a alumbrar
ideas macabras.
Veía en la niña su propia belleza
copiada, usurpada por una criatura
que trajo a su vida tan solo amargura,
dolor y tristeza, rencor y aspereza.
Y, al verse en los mismos, distintos espejos,
veía a la niña con rasgos ya viejos.
Y no distinguía ya más que una altiva
presencia encarnada en dos, y que oscura,
corrupta en su esencia, furtiva, abusiva,
venía a imponerle violencia lasciva:
romperla en el vientre, quebrar su cintura,
cubrirla de arrugas, ahogarla en saliva,
llevársela viva,
rapto ponzoñoso y a la sepultura.


La obscena presencia que allí se ocultaba,
por arte de sombra, se hizo alimento:
un tósigo gris, insípido ungüento
que, en cada comida, la madre mezclaba.
La hija sufría dolores y llanto
durante la noche; de día, el impulso
de verse, en penoso gemido convulso,
delante de aquellos retratos de espanto.
La contemplación de tal deterioro
creaba en la madre placeres impúdicos,
temblores de gozo perversos y lúdicos
que, igual que un tesoro
de nueva, tardía, vital experiencia,
propósito pleno le daba al suplicio,
gloriosa dolencia,
justo sacrificio.


Me muero, y me muero de miedo,
el miedo de ser un delirio
por siempre, en silencio, y no puedo
salir de este horrendo martirio.



El médico obraba con sus soluciones
de friegas, purgantes, jarabes, punciones…
Tras cinco semanas de intensa agonía
(un largo suspiro), la niña acabó.
Y aquel mismo día,
la madre esta historia de nuevo empezó:
oculto el ultraje
detrás del lamento de las plañideras,
la hija en la tumba y el padre de viaje,
ajeno a su luto y ajena, de veras,
la causa fatal de aquel maleficio
al propio servicio,
la madre tenía la casa al completo
dispuesta a guardarle por siempre el secreto…

… y a solas, de noche,
se ve en cada espejo
un vago reflejo,
y un tenue murmullo de queja y reproche
la acecha detrás de la espalda,
le tira, sutil, de la falda,
le palpa y eriza la piel…
y en tal arrebato,
se lanza a la mesa, tantea el mantel,
vomita en el plato
la blanca simiente
de un horror demente.


Perduro en el aire que pasa
y el aire repite, con creces,
en cada rincón de esta casa,
repite mi imagen mil veces.



Privada de sueño, que no de dolor
ni miedo en el lecho,
mayor pesadilla perturba su pecho
y llena sus horas de horror:
exhausta y enferma,
hambrienta, vampírica, yerma,
consume sus fuerzas… ¡y cada mañana
la muestra el espejo más bella y lozana!

Bahía de Qorna, ciudad predilecta
de augustas familias; por fin ese día
que vuelve del viaje, rutina perfecta,
el hombre encumbrado que todo quería:
pujante, el negocio; la casa, endiablada;
la hija, difunta (que no lo sabía);
y, cada jornada
mucho más hermosa,
esa noble esposa…

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