John Madison – Cuba
Conozco a muchas pibas que se funden el sueldo en tacones y bolsos. Los compran como si fueran Chupa Chups a sabiendas de los malabares que tendrán que hacer para llegar a fin de mes. Mi mujer también fue una de esas consumidoras compulsivas. Compraba zapatos a juego con las carteras a punta de pala, pese a saber que me eran indiferentes.
Me daba igual si iba a la compra descalza. Me gustan las mujeres por lo que hay oculto en su corazón.
En cuanto a los bolsos, no dejo de reconocer que tienen su punto funcional. Cuando vas de copas con tu mujer, por ejemplo. Ese mismo bolso en el que te andabas cagando por su desorbitado precio se convierte en tu salvador cuando le pides que te guarde el tabaco, la billetera, las gafas de sol…
En ocasiones, el bolso de tu compañera te libera de una multa por posesión de estupefacientes: «Mierda, un control policial». Entonces le pides a tu mujer que te guarde en su bolso la metralla que llevas encima.
Por supuesto que ella me cumplía, ambos sabíamos que los agentes no iban a registrar el bolso de una señora de buena posición.
A ratos, yo también practicaba la compra compulsiva, aunque no eran objetos tan chachis como un bolso de Carolina Herrera. Eran, según mi mujer, «más mierda inútil».
Solo una vez, en Navidad, compré algo que nos puso de acuerdo: un karaoke. Lo usábamos en Nochebuena, por San Esteban… y otras fechas señaladas.
Para evitar enfados entre los participantes propuse algunas pautas con las que ella estuvo de acuerdo. Tuvimos cantantes de oído cuadrado a los que soportó con un estoicismo de Grammy.
Giubi, por ejemplo, es un excelente bailarín, pero para cantar no lo llames. Mi colega no afina, rebuzna.
Sentí más la presencia del verdadero amor en el último año que pasé junto a mi mujer que en los veintiséis que llevábamos de matrimonio. En esa última etapa ya no estábamos casados ni usábamos el karaoke. Tras el ictus mi esposa perdió los rudimentos del lenguaje, pero no a su compañero de vida. La amaba aunque fuera totalmente dependiente de mí y aunque hubiera convertido mis días pasados en un infierno.
Era una gran verdad que aunque me esforzara en hacerle la vida más fácil ella no recuperaría lo perdido. Su degradación mental y física era una realidad que yo solo podía combatir fabricando nuevos recuerdos.
Es cierto que no hablaba, como también es cierto que al cabo de los meses de producirse el incidente recuperó algunas palabras. No le valían una mierda para hacer una sesión de karaoke –no podía construir una frase por sencilla que fuera–, pero bastaban para comunicarnos: café, bebé para identificar a los hijos, agua, TV. Sol, decía sol, lluvia…, y ¡Juan!.
Fue una sorpresa descubrir que de entre toda la variedad lingüística, mi nombre había regresado a su memoria. Hecho curioso, en el pasado solo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba de bronca.
Encontrar el karaoke entre los trastos que guardo en el garaje me hizo rememorar la noche en que nos conocimos y en la que oí por primera vez a Camarón de la isla, una voz valiente en la manera de afrontar los preceptos del flamenco de finales de los ochenta.
Me enamoré de su voz, tanto como lo hice años más tarde de mi mujer. La conocí durante el intermedio
de la jam session que había ido a escuchar en el café del teatro Central, en Sevilla. Ella era una de las participantes.
«¿Le importaría dejarme un papel de fumar?», le pregunté.
Minutos antes vi que se había liado un porro en la terraza, apartada del resto de músicos.
Ella me pasó un papelillo.
«Ha sido un ‘Love for sale increíble’», le dije refiriéndome al estándar con el que los músicos habían cerrado la primera parte de la jam y que ella había interpretado al piano.
Me dio además del papel, fuego. Mientras la miraba adentrarse nuevamente en el bar me di cuenta de que no sabía su nombre. Llegué con el concierto en marcha y ni siquiera miré el cartel publicitario de la entrada.
Más tarde, volvimos a encontrarnos en la salida del teatro. «Te acerco a casa», gritó ella desde el interior de su coche, gesto que acepté agradecido. Era la voz de Camarón de la isla la que sonaba en el reproductor.
Entonces no tenía manera de saber que ella sería en el futuro mi esposa ni que veintisiete años más tarde esparciría sus cenizas bajo el olivo del jardín de nuestra casa.
Desde que nos casamos, vivió inmersa en una guerra contra el tiempo. La diferencia de edad, veintidós años, nunca me molestó. A quien le hacía la puñeta era a ella, ya que perdía una hora cada mañana para disimular las arrugas con el maquillaje. Teñirse el cabello semanalmente para ocultar las canas o someterse a costosos tratamientos contra la celulitis.
Sí, la mujer que ya no compraba tintes de L’Oreal para el cabello ni podía usar el karaoke había envejecido milenios.
No caí en la cuenta de que la mujer que fue mi compañera durante un cuarto de siglo era ya una anciana que usaba, en lugar de tacones caros a juego con el bolso, deportivas con velcro.
Ya no era capaz de apañárselas con los cordones.
Isabel Reyes – España
La muerte ha venido a visitarme varias veces. La primera, cuando mi padre volvió una noche por sorpresa y permaneció observándome en la puerta del dormitorio. Y vino para quedarse conmigo para siempre, cuando Miguel apareció de pronto en el salón, después de tantos años enterrado.
Hasta entonces, yo dudaba de mis ojos, de mis silencios y de mi propia sombra. Pese a la claridad de lo vivido, yo creía, -o al menos lo intentaba- que el miedo había provocado y dado forma a unas imágenes que sólo existían en el recuerdo. Pero, esa noche, la realidad se impuso a cualquier duda. Cuando Miguel abrió la puerta, yo estaba allí, sentada frente a la chimenea, despierta y desvelada igual que ahora, y al verle ni siquiera sentí miedo.
Pese a los años transcurridos apenas me costó reconocerle. Seguía igual que yo le recordaba cuando vivía. Y ahora, sentado en el sofá, inmóvil, parecía haber venido a demostrarme que era el tiempo, y no él, el que realmente estaba muerto.
Ambos permanecimos en silencio. Después de tanto tiempo separados, estábamos los dos frente a frente, sin atrevernos, pese a ello, a reanudar una conversación interrumpida bruscamente. Yo ni siquiera me atrevía a mirarle. Ni un solo instante dejé que me invadiera la sospecha de que había venido para velar mi propia muerte. Sólo al amanecer, cuando una tibia luz me despertó y comprobé que ya no estaba conmigo, un negro escalofrío me recorrió por vez primera al recordarme el calendario que aquella noche que se iba tras los árboles del parque, era la última noche de enero. La misma exactamente en que Miguel había muerto 25 años antes.
A partir de entonces volvió a hacerme compañía muchas veces. Llegaba siempre a medianoche cuando el sueño comenzaba a rendirme. Aparecía en el salón sin hacer ruido, sin pisadas, sin que las puertas de la calle ni el pasillo lo anunciasen. Pero yo sabía que Miguel se acercaba por los ladridos asustados de Boss. A veces, cuando la soledad era más fuerte que la noche, cuando el cansancio desbordaba los recuerdos, corría hacia la cama y me tapaba con las mantas, como una niña, para no tener que compartirlos con él.
Una noche, sin embargo, hacia las tres o cuatro de la mañana, un extraño murmullo me despertó de repente. Era una noche fría de finales de otoño y la lluvia cegaba, como ahora, la ventana. Al principio pensé que llegaba del exterior, que era el viento al arrastrar las hojas muertas. Pero en seguida me di cuenta de que estaba equivocada.
Procedía de algún sitio de la casa, como de voces cercanas, como si hubiera alguien hablando con Miguel. Permanecí inmóvil en la cama escuchando largo rato antes de levantarme. Boss había dejado de ladrar y su silencio me alarmaba más aún que ese extraño eco de palabras.
Cuando salí al pasillo el murmullo se detuvo de repente como si en el salón también me hubieran escuchado. Con Miguel sólo había sombras muertas, silenciosas, sentadas en corrillo que se volvieron a la vez a mirarme cuando abrí la puerta y en las que apenas me costó reconocer los rostros de todos los muertos de mi casa.
Durante segundos me quedé paralizada. Pensé que el corazón iba a estallarme y aterrada eché a correr hacia la calle con el perro. No me atrevía a volver junto a los míos. El miedo me arrastraba sin rumbo por callejas solitarias y me empujaba más allá de la noche y de la desesperación.
Esperé a que saliera el sol. El viento había cesado y una calma profunda se extendía por la ciudad. Boss me miraba en silencio tratando de entender, pero yo no podía decirle nada. Aunque entendiera mis palabras, no podría explicarle algo que ni yo misma alcanzaba a comprender. Quizás todo no hubiera sido más que un sueño, una turbia pesadilla nacida del insomnio y la soledad. O quizás no. Quizás lo que había visto y oído era real y las sombras negras seguían esperando a que volviera. Abrí la puerta. La casa estaba sola y por la ventana entraba la primera luz del día.
Pasaron varios meses sin que nada parecido ocurriese. Yo esperé cada noche atenta a cualquier ruido, temiendo que la puerta volviera a abrirse sola y Miguel apareciera frente a mí. Pero pasó el invierno sin que nada turbase la paz de mi corazón. Y así, cuando llegó la primavera, yo estaba segura de que nunca volvería porque jamás había existido más que en mi imaginación.
Pero volvió. De noche y por sorpresa. En medio de la lluvia. Se sentó en el sofá y se quedó mirándome en silencio igual que el primer día.
Desde entonces a hoy ha regresado muchas noches. A veces con mi padre. A veces rodeado de toda la familia. Durante mucho tiempo me escondí para no verles. Me resistí a aceptar su compañía. Pero siguieron acudiendo cada vez más a menudo, y al final, no tuve más remedio que resignarme a compartir con ellos mis recuerdos y mi hogar.
Ahora que presiento a la muerte rondando por mi cuarto, y mis ojos van tiñéndose de gris, incluso me consuela pensar que están ahí, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas.
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