HISTORIAS

Héctor Michivalka – Honduras

Imagen by Markus Spiske

Algo sobre mi padre

Mi padre, por muchos años fue comodín en el edificio del único Sindicato de Trabajadores de las Bananeras integrado por más de diez mil personas, ya sea como mensajero, carpintero, o taxista cuando lo requería cualquier delegado para que lo llevara de tour por las cantinas del pueblo.

En la entrada principal de aquel edificio había un enorme almacén que ofrecía al cliente electrodomésticos, bicicletas, sillas, adornos y muebles para el hogar. Detrás de la tienda se localizaban las oficinas del gremio. En el patio funcionaba el taller de carpintería, una galera abierta al aire libre, con techo de láminas, en cuyo local mi viejo y un grupo de ebanistas fabricaban mercancía para el negocio. Eso le otorgaba el derecho tácito de cargar en la parrilla de su bicicleta las tablitas sobrantes que cruzaban su paso al finalizar la jornada diaria.

Con el pasar de los meses, papá se vio obligado a erigir un galpón, por partes, en el patio trasero de nuestra vivienda, y que continuaba según exigencia de la madera huérfana que se iba acumulando.

Su codicia tuvo la brillante idea de construir mesas y sillas justo en la acera de la casa, a la vista de los transeúntes como estrategia para promover sus habilidades de ebanista, cebar su ego y exponer los artículos en venta. Era de poco sonreír, salvo cuando un cliente potencial le preguntaba por el precio de un producto, y más si era una mujer la que le aceitaba los resortes de su galantería.

Por sus conocimientos polifacéticos y la fama que aumentaba según adquiría prestigio por su buen hacer, el barrio procuraba sus servicios de plomería, electricidad, carpintería -de albañil, no, porque él olvidaba con rapidez el trabajo forzado-, y hasta de usurero. Con frecuencia, por las mañanas lo visitaba una clientela temeraria compuesta por conductores de autobuses, todavía temblequeando por los sopores de la borrachera de la noche anterior, empeñando la licencia de conducir para mitigar la resaca. Nunca faltaba un raterito vendiendo la poca mercancía que había obtenido en los riesgos de la madrugada a precio de ofrenda.

Mi padre siempre repetía la misma respuesta justificativa ante los reproches de mi madre, al ver una silla de ruedas o un par de muletas en calidad de compra o de empeño: «Si no lo hago yo, alguien más lo va a hacer».

Los clavos viejos que rescataba de las reparaciones, los coleccionaba en una olla tamalera. Si había un pedido pendiente de ebanistería, mi padre sacaba un martillo y un trozo histórico de riel de tren del cuartito de herramientas -el cual siempre protegía bajo llave como si escondiera un alienígena- y ordenaba a mi hermano René, de once años, y a mí, tres años menor, que enderezáramos los clavos de la temible y fastidiosa olla para reutilizarlos en el proyecto.

Nos turnábamos con el acuerdo de relevarnos cada vez que recibiéramos el inexorable pinchazo en los dedos. Muchos clavos eran de imposible rehabilitación por su estoicismo y las contorsiones sufridas durante el desarme.

MANEJO DEL ARTE

BRAHMA Y EL ALFARERO

Brahma y el alfarero

Para volar contigo quise un día
ser verso en la franquicia de tus ánforas,
hechizo a contraviento que enamora
tu pelo, tu perfume de muchacha.

Para vivir contigo canto a canto,
mi voz de hombre fractal junto a tu almohada,
vendí mi vocación de aventurero
al Brahma creador una mañana.

El creador me impuso ciertas normas:

«Todo negocio implica abonar tasas.
Alfarero te nombro, busca un reino
dimensional en otra de mis casas.
«El alfarero Juan”, ni los cometas
opondrán resistencia a tu palabra.
Las dunas se alzarán con tu prestigio,
los puertos, las marismas y alfaguaras.
Irás con tu Nereida a sembrar montes
de amor gemelar puro y nobles dádivas.
Pues solo allí podrás vivir con ella
la rueda de pasión que te arrebata».

Y el arancel pagué a las siete lunas
de Brahma por mi don y por tu alma,
por esta condición de construirte
mundos en otros mundos, novia amada.


Miserere


Después de tanta lluvia torrencial debería sentir, mi Dios, que reverdezco, que brotan de mis ojos ramales que conectan con tu infinitud universal y en el pelo una selva de ramilletes vírgenes.

Debería agradecer a ese Diluvio ser este nuevo hombre escribidor de pócimas sanadoras, agradecerte Dios cómo me enseñas a sentir este ahora en plena conjunción con el paso de los años. Pero hijo tuyo soy e igual a ti me hiciste, así que, no te extrañe si te reclamo al menos una parte de tus dones, solo para gozar del privilegio de provocar catástrofes ciclónicas que anulen la historia de su amor.

Te confieso mi Dios que muchos días quiero abrir esa caja de Pandora que todo mortal guarda en su armería y que no quede ni una sola señal sobre la tierra de ese oscuro querer que fue su amor.

En ocasiones quiero borrar mi humanidad, toda clemencia. Borrar de un solo golpe su historia de mi historia, su rastro de la sangre de nuestros hijos, sus noches de mis noches. Barrer con mi tormenta de nuevo semidios reverdecido todos sus orgasmos…

Borrar, mi Dios, del éter de tus días nuestro tiempo.


Maia


Alguna vez ayer, fui de un poblado
su guerrero mayor, guardián del templo.
Alguna vez di muerte en un combate
a un hombre y otra vez resulté yerto,
y fue mi funeral crisol de cantos
de antorchas y de ofrendas a los cielos,
mientras mi cuerpo ardía en la litúrgica
promesa de entregarme al firmamento.

Alguna vez, según me cuenta Brahma,
ayer, alguna vez fui marinero.
Fui mercader, fui paria, bailarina
en un burdel francés vendí mi cuerpo.

Hechicero, chamán y enterrador…
Alguna vez, también, hombre de versos.
Su voz me llama a ratos en la noche,
su voz nocturna y clara rompe el velo
y ya no sé en qué mundo vivo y ando,
si Maia es este cuarto en el que duermo.

Alguna vez, según la voz de Brahma,
alguna vez fui Juan, el de los versos.


Canción del enemigo

Dios, ya no cuento las veces que te invoco. Te pido no te quejes si todas las noches practico el mismo rezo:

Salud para mis enemigos, riqueza en su diario, equidad en la sed de sus venganzas. Fiereza en el combate.

Dame un púgil en igual condición sobre el terreno.

El enemigo primero, Dios, porque él es parte de mi signo, fractal inquebrantable en mis batallas.

Mi enemigo es el termómetro que indica los grados de temperatura que alcanza mi resistencia, mi enemigo me muestra mis debilidades, todas mis fortalezas.

Mi enemigo me muestra mi pasión contenida usando el arma. Esta arma nocturna hecha de huesos rotos y de muertos; esta voz de abecedarios inéditos difícil de entender, de contentar.

Te agradezco todas tus bendiciones, Dios.

Cuando mis enemigos se desbordan como un río salvaje, tú me levantas y lanzas tu manto sobre mí, me recuerdas que eres más creativo y justo condenando.

Me dices: «No te apures, Juan, deja todo en mis manos, cada Goliat que el destino te impone es la oportunidad de demostrarte quién eres realmente».

Luego ya estoy en paz como guerrero, y toca rendir culto a mi linaje.

Dios: cuida bien de mi hijo, dale luz a su espíritu.

Cuida de mi mujer.

Este hijo te pide que no se la devuelvas al Samsara. Déjala allí, ausente, tejiendo quién sabe qué nueva fechoría de maldad entre las sombras, porque sé que la luz también sabe cómo vivir oculta en las tinieblas.

Solo es cuestión de tiempo que ella la encuentre.

Dejamos muchas deudas sin saldar. Algunas ecuaciones irresueltas. Pudo más mi orgullo. No supe ser el hombre que querías, Dios.

Lo lamento.

Di más valor a mis espadas. Más valor a la carne, más valor a mis vicios, más valor a mi trono. Más valor a esa estúpida guerra de los miedos.

Lo reconozco, Dios.

Pero aún así te pido, no nos hagas pasar, una vez más, por el calvario de volver a querernos completamente a oscuras. Si algún día ella y yo volvemos a estar juntos:

Prende antes tu llama.

CONTRATAPA

«Cuando escriban la vida los buenos/al final, vencedores…»

Silvio Rodríguez

Los diarios de la guerra

Traduttore traditore

(el 7 del 10)

Estoy en duda de cómo traducir esta palabra al español desde el hebreo. No sé si es «levemente» o «ligeramente» humano.

Para el caso, siempre se me presenta el mismo problema: la frondosidad del español.

Resulta que como soy escritor cuando no soy soldado tengo un español algo frondoso y por lo tanto se me suelen presentar estas disyuntivas y como estoy en un mal momento, digamos que no percibo realmente si como me acaba de catalogar frente a otro compañero el muchacho que ya terminó de vomitar es: levemente o ligeramente humano, refiriéndose a mí.

«El comandante parece ligeramente/levemente humano».

Por lo menos, puedo imaginar en español que empleó un adverbio (ya que en hebreo es un adjetivo) que aporta a mi conducta una breve cualidad y no me transforma, como han sabido hacer otros, en un «inhumano» a secas.

Es que a pesar de lo que pueda sentir interiormente, si me permito sentir algo, termino como el soldado: vomitando y llorando.

Uno aprende a avanzar por las películas de horror viéndolas como películas; abstrayéndose de pertenecer al fotograma y considerar al fotograma por el que camina, solo eso: un fotograma que sucede a otro fotograma y así, conforman uno detrás de otro, un movie de terror.

Perder la compostura no está en mí y siempre me han cuestionado, bien no sé por qué, esa especie de frigidez mientras a mi alrededor hay llantos, vómitos e imprecaciones y rezos de todos los tonos y colores.

Yo puedo mantenerme fuera de la película y que todo lo que veo sea una película por la que camino como algo superpuesto, pero sin tener nada que ver. Algo como cosas de otros que no me afectan o que no deben afectarme.

Sólo es estar ahí, dotado de la más absoluta impermeabilidad, protegido en una coraza de amianto, incombustible frente a lo horroroso del comportamiento humano.

Mi coraza no tiene poros. Nunca tuvo poros.

Sé qué tengo que hacer y cómo debo hacerlo y de ahí no me saca ni Dios, porque si acaso en un momento me saliera de ser una figura pegada sobre un escenario que no le pertenece, me rompería irremediablemente en no sé cuántos pedazos que ya no podría volver a reunir, como es imposible reunir los pedazos que todos estamos viendo o buscarle los ojos a los niños a los que se los arrancaron o identificar el brazo de esos mismos niños entre el resto de brazos que hay aquí.

Quizás, es como el trastero de la juguetería de un monstruo, en el que podemos encontrar trozos de pequeños muñecos mutilados, sin ojos, sin brazos, sin cabezas y aunque revolviéramos las estanterías de ese monstruoso trastero calcinado, el estado de todo es tal que pegaríamos ajenidades hasta que todos esos muñequitos se transformaran en pequeñas creaciones de un nuevo y a su vez monstruoso Dr. Frankenstein.

Mi unidad nunca toma prisioneros. Mi viejo comandante solía decir que «esta Unidad no junta basura en cajitas y se la lleva de recuerdo».

Cuando ocupé la comandancia, apliqué a rajatabla esa premisa. Sin embargo, con estos jóvenes que no pertenecen a mi Unidad y que conforman una improvisada tropa de soldados de los caminos, hemos capturado algunos infiltrados. Quizás, el propio desconcierto nos lleva a no matarlos para que, a través de ellos, podamos entender con claridad qué es lo que está pasando.

Tuve que ordenar «capturen enemigos» pese a mis propios deseos de exterminio sin indulgencia que, generalmente, es lo que practico. Sin indulgencia.
Por eso, escuchar la expresión de ese joven soldado que ha vuelto a su menester, me ha llamado la atención.

Cuando mengüe este ensordecedor ramalazo de muerte, recordaré preguntarle por qué dijo eso, mientras me miraba extrañamente fascinado.
Termino de enterrar el pajarito en un hueco que hallé entre todos los huecos. Lo cubro con restos de tierra y escombro, en un jardín destrozado por el ataque. Aún sobreviven algunas flores.

Me incorporo, recojo mi fusil y sigo caminando como si la película volviera a rodar luego de una mínima interrupción de la energía eléctrica.

De: Levemente humano (cartas y diarios de guerra)

גברי אכנזי

NARRATIVA

John Madison – Cuba

Bolleré (fragment0)

Hace mucho que mi hijo dejó de visitarme en sueños. Pero aún sigo creando esas secuencias en su compañía, aunque ahora ya tengo la capacidad de llevarlo a cabo sin la obligatoria necesidad de alterar mi conciencia como recurso infalible para mantener sus recuerdos intactos.

Aún sigo siendo un fiel consumidor de cannabis. Pero ya no creo formas ni subrealidades, ahora la yerba opera como un vehículo conductor que transporta mi conciencia a una zona segura de completo relax. Mi entrada en la fase de sueño es inmediata y reparadora, aunque hoy, en especial, no lo ha sido.

Son las cinco de la mañana. Estoy tendido en la cama abrazado a mi perro, Drako. Él, partícipe de mi sobrecogimiento, se pega a mi cuerpo con denotada ansiedad. El pobre no alberga la más remota idea de ser el protagonista principal de mi nightmare, a título compartido con mi difunta esposa.

En ocasiones, los encuentros oníricos con ella son aterradores.

Necesito un café, además de una conversación con mi mujer.

«Buenos días, mi amor. Te extraño mucho», digo, ya en el jardín. Bajo el olivo que guarda sus cenizas.



Gavrí Akhenazi – Israel

Niño del laberinto

Miro a mi niño fiel. Miro su demacrada fidelidad de perro con hambruna de dueño y regreso a explicarle que el camino nunca se hace de a dos; que siempre en el camino hay una encrucijada que se toma de noche, distraídos quizás y entonces, la soledad ocupa el costado ocupable. De preferencia, que te ocupe el izquierdo, le digo, porque de ese lado está tu corazón y siempre es mejor estar solo que falsamente acompañado. La soledad jamás te traiciona. Avanza de tu mano, te lleva en brazos cuando el cansancio truena en tus rodillas y te ofrece un pecho firme cuando la reflexión es perentoria.

Mi niño fiel me mira en el espejo y veo cómo asimila sin demasiado esfuerzo mi mirada. Veo mutar sus ojos, mansamente, en un jeroglífico inconmensurable por el que solo él podrá caminar desde el cansancio.

Miro a mi niño fiel que ha diseñado a mano alzada su propio laberinto con setos metafísicos y lianas vigorosas que atrapan con sus flores sangrientas a los rayos de luz. Lo miro, satisfecho como un emperador espeluznante, protegido en su propia Ciudad Prohibida, solo y a merced de sí mismo y sus proezas.

Desordeno mi fidelidad. La corto en trozos que dejo sobre espasmos de sol, para que se agusanen mientras se secan con la estólida laxitud de lo muerto.

Basta que des la espalda
, le digo al niño fiel cuya mirada en el fondo final del laberinto, es un manto de espejos que deforman sus ojos y su fe, y aquello en que creías se corrompe. Pero eso no es lo malo. Lo malo es entenderlo; darse cuenta.

Mato a mi niño fiel. Solo lo mato.

No sirve para nada y espero que nunca más se obstine en renacer.

EL AUTOR INVITADO

Marta Roussel Perla – Irlanda

Kalani

La civilización es lo último que se pierde. La esperanza puede morir en una sociedad desquiciada cuando el odio se convierte en costumbre, por eso nadie cruza estas montañas, no al menos en la dirección de la que venía Kalani.

Kalani no era su nombre, por supuesto, pero ni recordaba el que le habían dado ni recordaba apenas nada de quiénes podían haber sido. No es que cuando se detuviera ante esos pensamientos no le invadiera una tristeza llena de preguntas, pero había decidido utilizar su rabia para darse un nombre a sí misma. Kalani, un nombre extranjero en aquel pedazo de tierra vencida por el viento y el frío, un nombre que no se sentía de ningún lugar. Un nombre apropiado.

Era apenas una adolescente, demasiado delgada, obviamente desnutrida en su infancia, con cabellos de ceniza y unos ojos azules en los que nadie debería asomarse demasiado tiempo.

Aunque se divisaba un edificio de tierra de antes de la era de las guerras, la madera y la chatarra daban forma a las casas del pueblo.

El sol se colaba entre las nubes como ella se colaba entre la gente.

Se detuvo ante los carteles de se busca a la entrada de la ciudad.

—¿Has perdido a alguien o buscas a alguien? —le preguntó un anciano que jugaba al ajedrez con un perro en un tablero desvencijado y al que muy posiblemente le faltaban piezas.

—No, sólo me aseguro de no estar yo entre ellos.

—No pareces una caza recompensas, desde luego —se rió el anciano, que tal vez no la había entendido bien.

—No parezco muchas cosas —dijo Kalani—. Guardia a alfil cuatro, dijo ella.

—Esa pieza no existe, muchacha.

—Entonces prefiero jugar al ajedrez con su perro.

—No es mío.

Kalani se acercó al perro, un pastor catalán, dejó que le oliera la mano, y le acarició. Se sentó junto a él y estuvo un buen rato abrazándole, lo cual incomodó al anciano.

Alguien se acercó a Kalani. Una mujer de aspecto triste.

—Louis ha muerto —le susurró—. A sido Philippe, un accidente. Te está buscando. ¿Sirve como pago por salvarme la vida?

—Nunca quise nada a cambio, pero por supuesto que sí —dijo levantándose de un salto, animada.

Kalani, que andaba distraída y sonriente, recibió un puñetazo en la boca, uno muy fuerte de ésos que te arrancan un diente de cuajo.

En consecuencia escupió uno de sus incisivos inferiores y cayó al suelo.

—Tus amigos tienen miedo —le dijo ella a su atacante desde ahí abajo, sin ocultar su dolor, mientras comenzaba a comprender dónde estaba: un callejón con Philippe, todo un hombre pegando a una cría, y su séquito de cretinos, que habían arrojado un arma al suelo y que ya se estaban yendo de allí a toda prisa.

Lo cierto era que ella también tenía miedo, no mucho, porque en aquel asentamiento todo era un peligro de segunda en comparación con el desierto al otro lado de las montañas, pero un poco.

Aparte de sentir un moratón naciendo sobre su barbilla, comenzó a sangrar por la nariz. Esperaba no tener una migraña a causa de eso, era un gran inconveniente.

Sin embargo lo más importante era que Philippe, que no entendía por qué sus amigos habían huido, también comenzaba a tener miedo aunque no sabía del todo por qué.

Recientemente Kalani había tenido una revelación: si su propio movimiento mental adquiría una forma concreta –el temor, por ejemplo– era más fácil dibujar esa misma forma en las mentes de otros. Y eso es lo que estaba haciendo al infiltrarse en la muy poco estimulante mente de aquél imbécil.

Y aunque era algo más difícil manipular una mente alerta, era bastante fácil desestabilizar la del que no comprende.

En contraste con sus dimensiones corporales menudas, los ojos azules de Kalani resultaban ahora amenazantes, más de lo que una cría de su edad debería poder intimidar, que era absolutamente nada. Y sin embargo eran la extraña advertencia de un peligro sin nombre. El hombre retrocedió a pesar de que simplemente estaba encarando a una chica a la que sacaba más de dos cabezas.

—¿No te gustó el revólver, Philippe? —él dio unos pasos atrás, desconcertado—. No es fácil traficar con armas, ¿no crees? Esto es Europa no esa tierra de locos al otro lado del mar ni el desierto de ahí abajo. Y te expliqué muy bien que tenía el percutor un poco suelto. Te expliqué muy bien que no debías cargarlo con seis balas. Te expliqué muy bien que por eso mismo te lo vendía un poco más barato, ¿recuerdas? ¡Joder, te lo expliqué todo de putísima madre! Incluso te regalé unas cuantas balas a pesar de que no me caes nada bien, a eso se llama fidelización del cliente o algo así pero, ¿qué clase de gilipollas apunta a su novio con un arma? Es una pregunta retórica, eso significa que no hace falta que contestes —le aclaró ella, a Kalani le encantaba utilizar todas las palabras que había aprendido—. Dame mi puto revólver, pringao, el que me han quitado esos  —le indicó paciente—, el otro es tuyo y un trato es un trato —él le dio la pistola con una expresión dubitativa en el rostro, expresión de la que no se infería más inteligencia que la de un tiesto de gladiolos particularmente emprendedor.

—Me van a desterrar —se rindió él.

—Si tienes suerte —le recordó ella, súbitamente sus ojos se iluminaron con un destello decidido—. No diré nada de esto si me devuelves el otro revólver, ¿qué te parece? Y podría hacerlo porque en realidad ese revólver no es de contrabando, era mío, pero es que quería hacerme la interesante —le explicó—. Bueno, espera… supongo que todas las armas de fuego son de contrabando, así que…

Ante tan insensible discurso, Philippe comenzó a llorar y Kalani, sintiendo una riada repentina de empatía y tras hacer unos amagos de abrazarle, decidió darle unos toquecitos en la cabeza.

—He estado en tu lugar en varias ocasiones… Me refiero a perseguida por la justicia, no ha… —Kalani se detuvo, no había forma de que aquella frase pudiera desembocar en nada positivo—. En fin, si todavía no te han detenido, yo me marcharía por mi propio pie —se aventuró ella. Seguramente era uno de esos momentos de escuchar en lugar de buscar soluciones, pero tal y como lo veía, las autoridades no iban a ser tan comprensivas.

Y no lo fueron, al siguiente atardecer Philippe tenía una soga al cuello y toda la aldea parecía haberse congregado alrededor para disfrutar de la ejecución. Los familiares de su novio exigían con una furia comprensible la pena capital.

Kalani a pesar de no entender cómo ese hombre no había aprovechado para escapar, sabía ya que todas las muchedumbres ante el ahorcado eran la misma y sabía ya que a todas les parecía bien el asesinato, al menos mientras fuera a este lado de la tapia y de la ley. Una medida algo ineficaz, si se le preguntaba a ella, pero nadie le preguntaba.

Así que ella se lanzaba a hablar.

—¡¿Es así como tratáis a quienes necesitan comprender?! —inquirió tras abrirse paso hasta la primera fila. —¡¿La justicia no es reparación sino retribución?!

En consecuencia los presentes empezaron a insultarla e intentaron agarrarla, aunque ella consiguió escabullirse.

—¡No, no, pueblo de Ur! —exclamó un hombre de aspecto autoritario, poniendo orden—. Aquí incluso los extranjeros pueden hablar y Kalani salvó a Victorine. Merece que la escuchemos.

A juzgar por el griterío y los insultos el pueblo de Ur no parecía estar muy de acuerdo, sin embargo el hombre, posiblemente el juez de la aldea, se dirigió a Kalani:

—Cuando un hombre arrebata una vida, debe morir. Así se da ejemplo a los demás para que sigan por el buen camino —declaró él con esa seguridad condescendiente que concede la autoridad.

—Y es una política infalible, porque seguís teniendo crímenes —respondió Kalani.

—Es la mejor alternativa —sentenció el juez, intentando ocultar su desagrado—. Lo explicaré, porque también deseo que Ur lo recuerde: la justicia es orden. Si los familiares de la víctima simplemente le mataran sin un juicio, sin escuchar a testigos, sin la presencia de un juez imparcial. Entonces estaríamos hablando de otro asesinato, ojo por ojo, como se dice y tendríamos a más personas a las cuales juzgar. Sin embargo si le damos a este hombre justo castigo tras habernos asegurado de que efectivamente fue él quien cometió el asesinato, tras haber sopesado sus razones y haber considerado que tenía armas ilegales en este pueblo, lo cual podría haber puesto en peligro la vida de todos, entonces estamos hablando de consenso y de comunidad, de la restauración del orden.

—El problema de encontrar una buena respuesta es que intentamos que las preguntas encajen en ella y no al revés —dijo Kalani, como aquello le había quedado bastante bien, trató recordar algo que leyó en un libro—. No cambia el asesinato del emperador porque fueran muchas las manos que… llevaran los cuchillos, ni son menos asesinos según quien juzgue sus intenciones. Da igual que sea una aldea entera la que vaya matando por ahí.. ¿no? —terminó, sintiéndose entre torpe e incómoda.

—¿Y qué alternativa sugieres, niña?

Kalani sonrió satisfecha, con un diente de menos y un moratón.

—El exilio: podrá aprender a ser una mejor versión de sí mismo y vosotros defenderéis que el asesinato está mal dando ejemplo. —por supuesto el juez, que tenía mucha verdad a cuestas, no accedería a ello. Pero era todo cuanto Kalani necesitaba para que su espectáculo de titiritera mental fuese creíble por el tiempo suficiente.

Se preparó.

Sintió un latigazo de dolor, se llevó las manos a las sienes, sangraba por la nariz mientras tanto el verdugo como el juez se convertían en sus marionetas.

El juez asentía y el verdugo liberaba al prisionero.

Y Kalani le gritaba a Philippe en un susurro que corriera mientras ella se marchaba de allí, tratando de no apretar demasiado el paso.

Pronto habría un cartel pidiendo una recompensa con su nombre pobremente deletreado y tal vez la palabra bruja escrita entre un numero de exclamaciones a todas luces excesivo.

Rescatar a idiotas de su propia estupidez, pensaba, era muy poco gratificante. Eran demasiado ingeniosos a la hora de tenderse trampas a sí mismos y sólo sabían ir en una dirección.

Además, ante la horca la estupidez les hacía creerse jueces y no verdugos. Ahorcado incluido.

NARRATIVA

Gavrí Akhenazi – Israel

Floración de la nieve

Album de la tropa

Nevó largamente.

La llanura minada se convirtió en el exótico lomo de un armiño y durante los días sin sol, fue aquello lo único que uniformara el paisaje hasta que la mirada daba con los bosques de niebla: una sedosidad blanca, que fulgía.

Todo en los ojos era aquella quietud, leve y helada, que ocupaba los hombros y las barbas, los gorros y las manos, los rincones, desde el alba a la noche y desde la noche al alba.

Los niños del páramo jugaban a armar figuras a las que colocaban pipas de palo y manos de ramitas sin hojas. Bautizaban a todos sus muñecos con nombres milicianos y les cantaban himnos o inventaban para ellos marchas de desfilar.

Los hombres reían con los niños y sus ejércitos de muñecos de nieve y jugaban con ellos, como niños.

La vida iba pasando hecha de luces blancas y fuegos de artificio en los cielos lejanos que no estaban ahí. Podía verse en la noche el resplandor desde el páramo alto.

Era la guerra, que pervivía iluminando la noche como largos incendios que tronaban sobre otras distancias, casi en otros mundos con historias ajenas a la del Pueblo de los Siete Campanarios.

El sacerdote era un ministro hábil. Sabía hablar a la gente con una lengua rápida, seductora y sensible y golpes de timón efectistas y productivos.

Enseguida tuvo un templo para que todos oraran y un aula, para recuperar a tanto niño para Dios en base al catecismo.

Revolvió por sí mismo en el arcón del párroco anterior y se hizo con todo lo que pudo para que su función al frente de la grey tuviera calidad religiosa suficiente.

Puso a los hombres viejos de habilidad mediana a restaurar los íconos en las paredes deshechas por las bombas y con la ayuda de los dos pescadores que lo habían rescatado del mar, recuperó el campanario de los muelles que en el último ataque había perdido por los suelos su campana, cuando la artillería alcanzó el yugo. Echándola a vuelo, dio por bendito al pueblo renacido del último desastre.

Bendijo también el sobredimensionado camposanto detrás de la capilla-barraca miliciana y celebró por los difuntos, por los vivos y por los heridos todos los oficios que las mujeres le pidieron.

A Don Miros, como lo llamaba ya la gente, le gustaba pasear por los puestos de guardia de la boca del puente.

Llegaba con la siesta a saludar a los milicianos y se quedaba con ellos hasta un rato antes del atardecer, jugando cartas y contando anécdotas. Los hacía rezar antes de irse.

—Usted más que un sacerdote, parece un contador de fábulas —le había dicho Jael uno de aquellos días en que Don Miros entretenía a su tropa con pequeños relatos y transformaba a tanto hombre golpeado en tímidos muchachos que reían.

—La vida está hecha de fábulas, amigo mío —respondió el sacerdote, que tenía una sonrisa inhóspita a pesar de la afabilidad constante de su rostro–. Malo del hombre que así no lo comprenda ¿Cuántas veces tendrá que repetir su moraleja?

—Supongo que esa es la condición humana. El analfabetismo vital y vitalicio — replicó Jael y se alejó del grupo, porque entre Don Miros y él la empatía parecía imposible de concertar.

El sacerdote lo siguió con los ojos, distrayéndose momentáneamente de los demás milicianos que bromeaban.

Ya Irena le había comentado que el comandante Jael era un hombre difícil, de respuestas complejas y de actitud cínica, con el que era más que dificultoso simpatizar, porque él no lo permitía.

«No lo intente», había agregado Irena «Él levantará una barrera si lo hace. Debe esperar que él se acerque a usted».

A Don Miros la muchacha le pareció sabia e intuyó que hablaba por su propia experiencia.

—¡Tibor! ¡Binoculares!

Todos los hombres levantaron los ojos y el mocetón corrió con los prismáticos hasta su comandante, que observaba fijamente la línea entre el bosque y la planicie.

También él vio que algo se movía en un bloque disperso, como muchas partículas que fueran adentrándose en desorden hacia el manto de nieve.

Los demás milicianos tomaron sus armas y ocupa-ron sus puestos, tratando de enfocar en la distancia esa nueva incursión del enemigo.

—Parecen animales desde aquí —murmuró el sacerdote—. Ciervos tal vez.

Jael retiró los binoculares de sus ojos.

Una vaporosa máscara de aliento le envolvía los gestos que no hizo cuando apoyó su mirada sobre toda la tropa en posición.

Le extendió los prismáticos a Tibor y el muchacho enfocó nuevamente aquella mínima marea que avanzaba como un confuso éxodo de hormigas.

—¿Son personas? —se preguntó el joven— ¿Soldados?

—Marchan muy desordenados para ser una patrulla. Desertores quizás. De cualquier modo, aún están muy lejos. Hay que dejar que las minas hagan lo suyo. Nos encargaremos sólo si alguno sobrepasa la línea de minas.

—¿Y si no fueran soldados, comandante?—quiso saber Don Miros—¿Si fueran personas…civiles solamente?

—Mala suerte.

El sacerdote se evitó las muecas y solamente extendió la mano hacia Tibor, con un susurrado «¿me permites ver?», que el muchacho acató luego de un gesto afirmativo de su comandante.

—En cuanto estallen las primeras, entenderán que no se puede pasar –aclaró Jael, echándose aliento en las manos heladas que el frío le entumecía hasta hacerle perder la sensación de tenerlas.

Las sacudió varias veces, tratando de recuperar la movilidad que el agarrotamiento entorpecía y tomó su lugar frente a la nueva contingencia.

—Haga usted de vigía, iepiskop. Espero que no se impresione cuando vea volar tanto pedazo.

—No soy obispo, comandante —aclaró dulcemente el sacerdote, sin dejar de mirar lo que miraba.

—Igual están muy lejos. Se va a ahorrar el horror. No va a distinguir nada hasta que lleguen a las líneas antitanques —siguió diciéndole el comandante, sin mirar a Don Miros, con un tono metódico de pocas inflexiones—. Ya habrán volado varios para entonces… así que dejarán de avanzar.

En los ojos del sacerdote, las figuras sobre la nieve parecían ya zorros, ya conejos. Mínimas manchas oscuras, por momentos visibles o invisibles.

El sonido rotundo y explosivo se propagó vibrante por el aire, al tiempo que la nieve se elevaba de forma repentina, igual que un resoplido blanco desde lo más profundo de la tierra.

—Empezó el show —comentó el comandante y todos los hombres fijaron sus ojos en las miras y apuntaron al grupo, mientras desde los bosques se alzaban chillando los pájaros, en círculos.

Una segunda explosión se propagó como un temblor de tierra.

—Comandante… creo que tiene que ver esto —farfulló el sacerdote que observaba el decurso espantoso de los hechos, con un gesto alelado.

Jael extendió una mano y recibió los prismáticos, sonriendo mordaz con un mal pensamiento en la sonrisa sobre la curiosidad del sacerdote.

Las manchas corrían ahora, desbandadas.

Perdida en la manta nivosa, una estampida de pequeños muñequitos oscuros corría hacia adelante, como si el viento despetalara una flor seca.

Hubo más estallidos y más nieve, mientras los milicianos fijaban intensamente en sus miras al objetivo que corría hacia ellos, en una desquiciada e imposible empresa.

—Son civiles —aventuró alguien, entre el resto que observaba el desorden del avance.

—Son niños. Maldición… maldición… No puede ser. Son niños.

Hubo un enorme silencio entre la tropa. Un silencio invencible en los fusiles, en las nubes de aliento y en la escarcha, luego de los dichos de Jael.

El comandante bajó los prismáticos como sus hombres bajaron las armas.

Permanecieron todos mirando hacia adelante, donde seguían estallando minas que sembraban de sangre la nieve removida.

(Del libro: «La muerte sobre el páramo»)

NARRATIVA

Sergio Oncina – España

Las Prieto

Fui un niño con muchos amigos y con una familia que le quería, unos padres amantísimos, la combinación ideal de compromiso con la paternidad y de libertad en la elecciones que afectarían a mi vida futura. Al último psicólogo que visité estuve a punto de mandarlo a freír espárragos, me contuve porque anteriormente, en la adolescencia, otro tipejo de su gremio me enseñó a controlar la ira, maldito hijo de puta, he tardado décadas en volver a dar rienda suelta a mi espíritu combativo.
Es decir, y ojalá me lea el estúpido psicólogo que visité hace un par de semanas, no tengo nada que reprochar a mis padres, nada de nada. Este carácter inaguantable y estas depresiones cuasi agónicas son culpa mía, este echar mierda al mundo no es porque el mundo lo merezca, que también, es porque necesito una vía de escape.

—Eres escritor, escribe y desfógate— me lo dicen a menudo y no les mando a tomar por culo. Tienen razón, incluso en ocasiones me ha servido el consejo, incluso he superado una de mis depresiones cíclicas escribiendo.
 Pero no es suficiente. Necesito más. Necesito arremeter contra los mensajes de paz, la caridad, el deporte limpio, la buena educación y, sobre todo, contra el exceso de amor.
 
Hemos de analizar la  problemática del exceso de amor desde un punto de vista sensato y crítico, pero voy a usar el mío que es el que tengo a mano, a quien no le guste que cierre el libro y se vaya a cagar. Allí, en el trono, puede leer la lista de componentes del champú, el prospecto de la crema anti hemorroides o mejor todavía, algún pseudosoneto de los que se encuentran por internet con las mismas dosis de métrica y lírica que el L’Oreal para cabellos delicados: Dietanolamina de coco, lauril Sulfato de Sodio, lauril Éter Sulfato de Sodio, flores de caléndula y camomila.
 
Mi familia materna me quería. Aún más, me amaba incondicionalmente. Mi familia paterna también me quería, pero no es el lugar para hablar de ella porque La Familia es un asunto de y sobre mujeres, los hombres somos la comparsa escasa que acompaña y, alguna vez, ejecuta bajo mandato, la planificación.
 
Cuando era pequeño y mis padres me abandonaban a mi suerte en el pueblo era bajo petición expresa mía que, como zagal inconsciente, campaba de terreno amigo a terreno enemigo con una sonrisa y la mente libre de prejuicios.
 
En  esos años, en Oncina, el número de habitantes permanentes no sumaba dos centenas y los Prieto éramos más de una docena. Las Prieto mejor dicho, apretadas y rudas, pero tensas y flexibles como una vara verde.
Debería haberse impreso un manual para permanecer con honra en la familia:
 
Las Prieto no tenemos deudas.
Las Prieto somos unas santas.
Las Prieto trabajamos nuestra tierra.
Las Prieto se defienden juntas.
 
Cuatro consignas resumidas en una:
Con las Prieto no se mete nadie.
 
Por supuesto que esta era la imagen que se daba al exterior y que, entre ellas, los celos, los malentendidos, los cotilleos y las disputas por quítame allá esas pajas eran el pan de cada día.
 
Mi abuela, María Sagrario Prieto Prieto, es la sexta y última de las hermanas y la única de ellas que tuvo descendencia. Parió dos hijas: mi madre, María del Carmen Pérez Prieto, y mi tía, Rosario Pérez Prieto.
Las hermanas de Sagrario y, por tanto, mis futuras tías abuelas, nunca engendraron descendientes. Tuvieron mala suerte, o maridos estériles, o  perdieron sus bebés, o fueron viudas prematuras, o solteronas en una época en la que tener un hijo sin pasar por la vicaría era pecado mortal, una desgracia que a las Prieto no les sucedería nunca.
 
 
Mi abuelo, Juan Pérez, fue un buen hombre inmerso en una marabunta de mujeres pugnando por el mando. Supo nadar y guardar la ropa, que ya es mucho en su situación.  Mi abuela le cuidaba y le cuidaba bien, él curraba de albañil, llegaba molido al hogar tras su jornada laboral y cenaba a mesa puesta. Así transcurrieron sus días hasta la jubilación, cuando ya tuvo tiempo libre para mirar el fútbol y los toros en su pequeño televisor. A Juan no le agradaba discutir y si, en ciertas ocasiones, le sacaron de quicio sus cuñadas, apenas se notó.
En un modelo de familia matriarcal los hombres de fuera se acoplan sin meter ruido o son repudiados. Juan se enamoró de Sagrario y sobrevivió.
 
Del carácter de las Prieto es buena muestra mi abuela, obediente y hacendosa en los quehaceres del campo, la más callada y menos caprichosa de las hermanas. Una tarde todas las mujeres del pueblo trillaban en las praderas cuando un grupillo de mozalbetes saludó con educación; Desio, el novio de la Ivana; Rubo, el prometido de la Casilda; el Fulgen y Juan, que acababa de asentarse en Fresno, el pueblo vecino. Cuchichearon las mozas mientras los mozos continuaban su camino.

—Este es para mí —dijo Sagrario y, como lo pidió antes que ninguna, el resto de Prietos asintió. Y, como eran las Prieto, las demás bajaron la cabeza y cesaron los chismorreos.
 
Yo también fui el primogénito, igual que lo fue mi madre. En una familia de Prietas nacía el primer varón después de cincuenta años.
Con las antiguas leyes se heredaban los apellidos paternos y el  Prieto está tan lejos que no aparece en mi documento de identidad.
Pero yo soy un Prieto: no debo nada a nadie, soy estricto, trabajo lo mío y me defiendo.
Me llamaron Sergio, pero para mis tías pude ser Sergio el Deseado, el Anhelado, el Heredero, el Ojito Derecho. En definitiva, Sergio el Primero de los Nuestros.
 
Y ahora, explicadme quién tiene cojones para gestionar tanto amor. Yo hubiera precisado de unos ovarios para adaptarme mejor.

NARRATIVA

Gavrí Akhenazi – Israel

Posición de combate (fragmento)

Sto te nema – Jadranka Stojakovic

Pese a que el sonido alrededor es caótico, en sus oídos parece que solo cupiera el silencio y es en ese silencio destemplado y total que sus ojos recorren la masacre.

Está detenido en el mismo punto en el que se detuvo al ingresar saltando los escombros y aunque todo se mueve a su alrededor vertiginosamente, entre los que corren dentro del mismo sitio, los que escapan de él, los que entran a ayudar y los que gritan desesperadamente, en el interior del Noveno todo ocurre en ese silencio inamovible, como si la visión lo hubiese ensordecido y solamente se le permitiera estar ahí, mirando absorto.

Ya ha visto aquella escena tantas veces que su percepción debería registrarla como algo normal, algo conocido, ya aprendido y ya asimilado en toda su atrocidad. Sin embargo, esa petrificación que sufre, a veces le ocurre y a veces no le ocurre. Dura un tiempo que él nunca ha conseguido dimensionar.

Por todas partes hay pedazos de niños. Muchos pedazos de niños. También hay otros niños ensangrentados, que mueren lentamente con las vísceras fuera de sus cuerpos pequeños, se desangran sin sus piernas o sin sus brazos, se arrastran por el polvo como trozos en cal y carmesí.

Alguien dice su nombre a gritos. «Iorân…Iroân…», pero aquel nombre no consigue perforar el silencio. Parece solo un eco en su cabeza. Una réplica de algo que es apenas eso, un sonido que no existe más que en su imaginación.

Alguien que entra o sale del lugar lo golpea en su apresuramiento y lo descoloca de su inmovilidad, como si aquel roce brusco solo tuviera por fin devolver a sus oídos, en sonido, la espantosa resonancia de la muerte.

Ve a Omar que le hace señas.

Recién entonces su cuerpo le responde y se hace dúctil para enfrentar la ayuda ante el desastre.

Entre Omar y él está el cuerpo de un niño moribundo. El destrozo en el cuerpo es inimaginable, como inimaginable debe ser el dolor. Y el niño allí, entre ellos, con su cuerpo hecho trizas, que no quiere morir y al que es imposible rearmar, mientras los dos hombres a su lado se miran la mirada.

El Noveno, entonces, extiende la mano y la coloca sobre la boca y la nariz del niño.

—Ve a ayudar a otro —le ordena a Omar.

Mientras el médico se incorpora, lo que queda del niño se agita en un espasmo y al fin se queda quieto.

HISTORIAS

Eva Lucía Armas – Argentina

Movimiento del aire

—El que toca nunca baila.

¿Podía existir una frase más perversa en labios de una boca amada?

Miré a Ramiro con todo el odio que pude encontrar desparramado en los rinconcitos de odiar. Me metí también en otros rinconcitos, tratando de encontrar rabias antiguas que me hubiera provocado su desagradable manera de no darme el gusto más sencillo.

—¿No vas a bailar conmigo? —pregunté otra vez, mientras él se dedicaba puntillosamente a hacer crujir las clavijas de madera de su violín “de autor” y afinar las cuerdas diciéndole a cada rato al pa el nombre de la nota que tenía él que pulsar en la guitarra.

Alrededor, parecía que se había soltado un camoatí. Eran tantas las chinitas de mi edad que se arremolinaban como de lejos, pero en un círculo que se iba apretando a pesar del ejercicio del disimulo, para ver al “violinisto” de más cerca, que ya faltaba el aire.

—¿Qué no oyó lo que le han contestado? El que toca nunca baila.

Yo miré, desplazando el odio, al que bailaba y tocaba como el que más, aunque el pa no me concedió más que esas palabras, entre orden y reproche, ya que la ceremonia de afinar los instrumentos no solamente es un hecho sacrosanto sino que todo el espectáculo depende de que sea hecha a conciencia.

Primer hecho destructivo.

¿Cómo me iba a enamorar de un tipo que no baila y que encima, se sube a un escenario para ser codiciado por las solteras, casaderas y de las otras, que pululan con sus sonrisas y sus hormonas como si fueran moscas delante de una olla de arrope de tuna?

—¿Y qué se supone que haga en un baile en el que todos bailan?

—Se queda ahí sentada, como corresponde, mientras su novio ameniza.

Visto para sentencia. De pronto me hice de un novio del que todavía no me había enterado y de un recato del que tampoco me había enterado.

—Pero dejala en paz, Blas…Si la mocosa quiere bailar ¿qué te hacés el guardabosques, che?

Refusilaba el aire, cuando el pa desvió los ojos hacia la voz llena de sorna y de reproche, que le acaba de menoscabar su celebérrima autoridad patricia.

—A tus cosas, Alcides. No le des rienda que está bien así —ordenó, muy creído de que su papel de señor de horca y cuchillo se extendía a todas las almas circunvecinas.

El Awqa soltó un rechifle entre los dientes.
Tenía uno de los incisivos superiores roto en chanfle, lo que le daba un aspecto maligno a su sonrisa gansteril.

—Para hacerla sufrir deseando, la hubieras dejado en las casas —replicó, molesto por la contestación del pa, que había terminado de afinar y ya se iba con “mi novio” detrás, según sus propias palabras “a amenizar la fiesta”.

Yo les hice muchas morisquetas de rabia a sus espaldas.

Ramiro ya había demostrado que los celos y las escenas que ellos traen consigo, eran su fuerte. Le cuchicheaba todo el día al pa sobre que yo esto y yo lo otro. A mí me lo había contado Carozo y algún otro de mis amigos, siempre mudos, pero con orejas elefantiásicas para captar detalles y chimentos.

Conmigo también había querido intervenir su celosía, pero yo tenía esa naturaleza indócil de los libérrimos y lo que me entraba por un oído, tenía vuelo directo y sin escalas hacia la salida por el otro, si en el medio mi cerebro leía el mensaje como un despropósito.

Él, igualmente, se había tomado mucho más en serio que yo el asunto del “novio” en el que el pa insistía, como si hubiera sido esa una encomienda de mi abuela —igualita a la que le había hecho a mi abuelo— de conseguirme un turco con buen pasar para casarme.

Ramiro, apenas cumplía a medias lo de turco y yo no tenía en vista casarme, en ese entonces, —bien que hubiera hecho— más allá de lo que toda adolescente de esa edad ve como algo a cumplirse en un futuro.

¿Qué significaba un novio por ahí?

Un compromiso, un ancla, un par de esposas sujetas a la hornalla de la cocina y al despensero de guardar la escoba. No más que eso. Significaba decencia y sumisión. Un hombre protegiendo a una mujer pacífica que le diera hijos fuertes y cocinara rico. Casi como el destino de La Cheche, otra que el pa había casado casi de prepo con Tatón, “porque ya estaba en edad”.

Y eso que el pa era un adelantado, que quería que todos estudiaran porque “el conocimiento te hace libre”, y estaba bastante lejano en sus ideas a esas vetusteces feudales de “casar bien” a las mujeres para asegurarles un porvenir, como si la mujer por sí misma fuera una inútil incapaz de asegurárselo sola.

Pruebas sobraban alrededor. Las mujeres campesinas eran el primer frente de lucha, valerosas, incansables, heroicas hasta el extremismo. Solas, abandonadas por maridos que las llenaban de hijos y partían a un conchabo redituable o se alejaban a las ciudades grandes desde las que nunca volvían a llamarlas como compañía, hacían frente a todo sin hombre y a la intemperie de esa tierra árida y mallevada para con el humano.

Pruebas sobraban. Bastaba que el pa mirara a mi mamá.

Ellos arrancaron con la música y el patio de tierra se llenó de polleras y zapateos.

Hasta La Cheche se fue a bailar con Tatón, así que yo me quedé con Carozo, al que seguro me había plantado el pa para que me hiciera de guardia cuando sus ojos vigilantes salieran de sobre mí, no fuera que dejara yo mal parado a mi “novio” con alguna casquivanez de esas de salir a bailar una chacarera como el resto de la gente que estaba ahí solamente para eso.
Las fiestas eran pocas, la vida larga, el paisaje inmóvil, el clima una plancha de hierro sobre las cabezas de los hombres y la pobreza un hábito, así que en esas ocasiones de alegría, aparecía gente de todos los rumbos, congregada a las fiestas, casi como a la misa. Llegaban con sus ropas “de domingo”, pulcros, almidonados, engalanados hasta los sulkys, con banderitas argentinas y cintas de colores.

Había chivo a la estaca, mucho vino en damajuana que se enfriaba en un pozo cavado en la tierra y cubierto con lonas, empanadas, pasteles, churrascos.

Eran fiestas grandes, populares, brillosas.

Yo le veía los ojitos a Carozo. La cara entera le bailaba al compás de la música y pegaba saltitos en la silla, como si le hubieran encajado un resorte con timer, que disparaba cada varios segundos. Se le iban los pies bailando hacia la pista, aunque el cuerpo se quedara obstinado en la silla.
Me imaginé que se le iban a hacer muy laaaaargas las piernas e iban a provocar tropezones por ir a bailar solas, sin cuerpo que hiciera bulto.

—Bailá conmigo —le dije, porque a mí me pasaba lo mismo que a él.

—Nuuuuuuuuuu… que después el don Blas…

—Hay tanta gente que no nos van a ver… Dale, bailá conmigo.
—Nuuuuuuuu…vos me quieres hacer difunto sin que haya chacarereado apenas… Nuuuu, que el don Blas… Nuuuu…

—Entonces andá vos. Para planchar ya estoy yo. Andá, que está la Egidia allá… ¿la ves?. .No te para de hacer ojitos.

Claro que la había visto. Toda fru-fru de pollera nueva y agua de colonia, le había dicho un: Buen día, Ferreira, tan querendón y mimoso, que a Carozo le dio tos.

Se puso coloradísimo debajo del marrón suave de su piel —como si hubiera pasado largo rato preparando fuego y tuviera las mejillas arrebatadas— y había arrugado la boina hasta volverla un pañuelo, susurrando un: Buen día, Egidia… que se licuó en suspiros y vergüenza.
Lo que le faltaba al pobre: que el mandón de don Blas lo encadenara a custodiar mi virtud. Menudo Cancerbero de peluche.

—Pero vos te quedas…Yo voy y regreso ahorita… que no quiero que la Egidia piense que me estoy haciendo el rogado.
—Pero sí, nene…andá. Por una vez que la ves.

No terminé de hablar, que ya Carozo había desaparecido como por arte de magia.

Como no había demasiado qué hacer, me serví un vaso del vino que todos los bailarines de mi mesa habían abandonado a mi merced.

La copa vacía que surgió de repente frente al pico del pingüinito de litro que nos habían surtido desde el mostrador, me hizo levantar los ojos.

Serví en silencio, mirando como ya se acomodaban todos para “la segunda”.

El Awqa no se sentó. De pie y mirando lo que yo miraba, se llevó el vaso a los labios, y mis ojos se distrajeron momentáneamente en ver el movimiento de su Nuez de Adán al tragar.

—Vamos —me dijo. La copa hizo tac, cuando la dejó sobre la mesa como si pusiera un sello.

Vamos implicaba el resto de la frase “a bailar”.

Yo vi la misma mano de la copa, ahora extendida hacia mí.
Me hice chúcara, un poco por el desconcierto de que El Awqa decidiera de manera tan frontal contrariar lo dispuesto por el pa y otro poco porque no pensé que el huraño bailara.

Era tan huraño para todo, que no había alcanzado a imaginarme que supiera bailar.

—El pa se va a enojar.

Me salió un recato de —la verdad— no sé dónde. Un recato raro, temeroso, en guardia.
Y lo vi sonreír con su sonrisa rota, extraña, de diablito peludo. Le chispeaban los ojos como dos fuegos tiesos, cuando volvió a chistar, desestimando mi reticencia.

—¿Conmigo? No se anima —susurró, creído y perverso, altanero y convencido de un poder que le emanaba casi por mandato divino.

Zupay en persona me invitaba, maligno, seductor, omnipotente. Y yo ahí, entre endiablada y petrificada, pensando si obedecía a mis impulsos salvajes o a mi decente instinto de conservarme a salvo (ahora más de él que de la ira del pa).

Como no me decidía, me agarró de un brazo y me arrastró para la segunda chacarera o la tercera y era un gato. No sé. Me obnubiló esa forma impositiva y desafiante, casi violenta, con que me plantó en la pista como un poste.

De ahí en más, bailamos.

Yo, de tanto asistir a ese tipo de fiestas, ya sabía cuando la música estaba por cortar para dar espacio al alimento y a la bebida.

Casi la Cenicienta —ya que en el gentío era complicado distinguirme— en cuanto escuché el anuncio de que en el despacho había tal y tal cosa para agasajo de los paladares, me evaporé emulando al Carozo de un rato antes y volví a materializarme en la silla, aunque el pecho me saltaba hasta la garganta, de tanto que habíamos bailado. Ahogué el tumulto en vino, tratando de asentar de nuevo el sofoco en mi cuerpo y que no se notara mi espíritu libre y danzarín.

El Awqa vino detrás de mí, sereno, diplomado en audacia y se sentó a la mesa, estirando las piernas y estirándose él, como si llevara mucho tiempo en esa posición repantigada y observadora del centro de danzantes.
Parecía, todo lánguido y largo como una lampalagua, un tasador de feria.

¿Qué fue lo que dijo el pa?

—¿Adónde es que se ha ido Carozo?

— A bailar, pa…Una vez que se cita con la Egidia, me lo vas a atar al tobillo, pobre Carocito.

—Pero si es que le he dicho…

El Awqa alzó los ojos que tenía entornados. Alzó los ojos, sin descruzar los brazos cruzados sobre el pecho y como si el cuerpo siguiera ese movimiento evolutivo de su mirada, se enderezó en la silla.

—¿Estoy pintado yo?

Con eso quiso decir, o más bien dijo, que Carozo se podía ir tranquilo, que para “cuidarme” se había quedado él.

El pa sonrió, mirando a Ramiro que insistía en acomodarme las puntitas del cabello de una manera que le gustara a él y que mi mano, rápidamente, regresaba a la manera que me gustaba a mí.

—¿Te está cuidando El Awqa, chinita? —me preguntó el pa— Ojito…que es un bicho rapidón para el pique.

—Quiero aprender a bailar zamba ¿La dejás que me enseñe y de paso la cuido de que le enseñe a otro? No te vas a enojar ¿no Ramiro?.. Queda todo en familia.

La voz del Awqa tenía una serenidad de escalofrío.

—Bueno…si es por ái —masculló el pa y se dedicó a las empanadas que La Cheche y Tatón acababan de traer humeando desde el horno de barro.

El Awqa no hizo un solo gesto. Volvió a estirarse en la silla, desparramándose como licuado y entrecerrando los ojos hasta que regresó la música.

(Fragmento del libro: El cisne amarillo)

EN PROSA POÉTICA

Isabel Reyes – España

¿Un poema de amor en tierra extraña?

Niña, niña, niña… para poder cruzar el estrecho puente hacia ti me hace falta apoyarme en tus pensamientos y en tus ojos: ¿por qué no me miras?

La ciudad suspendida en el aire, mondaba despacio la manzana inabarcable de la aurora.


Se precisa un hombro donde descansar la cabeza. Cuando se encuentra amanece antes en los descansillos de las escaleras.

Préstame un cestillo de rosas para la procesión de la vida y de la muerte.

Ahora cada día amanece más temprano. La noche es algo provisorio, carece de esencialidad y fundamento. Estamos sobre la vida para caminar hacia la luz.

En nuestro interior tenemos un gran horno de leña en el que se cuecen todos los soles, el sol del pan crujiente que se come en la mesa para estar todos juntos, el sol armonioso de tu cuerpo, mujer, que huele a labranza.

O el sol maduro de mediodía, amigo, que semeja en estos momentos tu rostro trasfigurado y tú ni te enteras…


¿Sabemos hacia dónde nos dirigimos? Aún no hemos aprendido a pesar de cruzar los tenebrosos caminos de la noche.

Ahora mujer, es cuando deberías ponerte a escribir un poema. Porque la poesía es siempre un amanecer que va llenando de resplandor los muebles de la casa y los cuadros de las paredes del cuarto de estar. Pero ¿cómo va a ser posible escribir un poema en tierra extranjera? Niña, tienes la capacidad de hacer posible lo imposible. Escribe pues poemas de amor.


Un día todos los poemas de amor del mundo servirán de epílogo para el Libro del Apocalipsis, pues se nos ha dicho que el mar después no existirá y pasará la figura de este mundo. Te ayudaré a cruzar ese puente carcomido mirándote a los ojos; y tú, no te preocupes, te enviaré a casa por correo mi último poema.


El encuentro con la luz, hija, es lo tuyo. A qué tiene que venir nadie a casa con sus serillos de oscuridad. Las tonterías esas de los poemas de amor, comprenderás niña tonta, que las madres no las consentimos.



Gavrí Akhenazi – Israel

Poiesis

En el cuarto de los solos, somos dos, o tres o tres son multitud y entonces ya somos demasiados dependiendo.
El cuarto de los solos dejó de ser el cuarto de los solos y ahora casi nos empujamos por ese pequeño espacio especial, especial y espacialmente disputado, que es tu corazón.

Pero no cabe ahí una sola pena más, como en el mío.

La luz se ha derrumbado.
Debajo de la luz, soy una sombra que escapa por un hueco.
La luz se ha derrumbado sobre mí, igual que la memoria.
Anaqueles de luz se han derrumbado con sus libros monótonos encima de mis libros y todos confundidos, somos papeles viejos.
Pero no llega el viento a hacer limpieza.

La luz no existe más.
Tampoco el aire.

Luego vendrá la escoba a poner orden en el sitio impedido de las manos.
Barrerá los cerebros que acumulo, el hambre de beber, la sed del daño, la impúdica y reñida mansedumbre de lo que persevera y nunca ceja.

El dolor está listo y embalado, pero se hallan de huelga los correos y bajo el brazo pesa su gratuidad, temblando.
¿En qué buzón comprado depositar la ofrenda que agoniza con su propio holocausto entre mis dientes?

La luz no vuelve más desde la aurora.

Que todo sea un apagón de sangre. Un sitio de metales que rodean un latido penúltimo y disparan -fiera violencia rota- destiñendo la boca de la carne hacia un cementerio de cerámicos.

Que todo sea un apagón de sangre. Una boca deshecha que se abre con hondo estremecimiento muscular y tiembla, precipitada como alguien que corre, boqueando como alguien que gotea su último estertor amurallado y acaba, dulcemente, en un sopor de charco que coagula.

La sangre es lo más íntimo de un hombre.
Pinto en rojo tu nombre sobre el karma y luego resucito, ya vacío.

RELATANDO

John Madison – Cuba

Love for sale


Conozco a muchas pibas que se funden el sueldo en tacones y bolsos. Los compran como si fueran Chupa Chups a sabiendas de los malabares que tendrán que hacer para llegar a fin de mes. Mi mujer también fue una de esas consumidoras compulsivas. Compraba zapatos a juego con las carteras a punta de pala, pese a saber que me eran indiferentes.

Me daba igual si iba a la compra descalza. Me gustan las mujeres por lo que hay oculto en su corazón.

En cuanto a los bolsos, no dejo de reconocer que tienen su punto funcional. Cuando vas de copas con tu mujer, por ejemplo. Ese mismo bolso en el que te andabas cagando por su desorbitado precio se convierte en tu salvador cuando le pides que te guarde el tabaco, la billetera, las gafas de sol…

En ocasiones, el bolso de tu compañera te libera de una multa por posesión de estupefacientes: «Mierda, un control policial». Entonces le pides a tu mujer que te guarde en su bolso la metralla que llevas encima.

Por supuesto que ella me cumplía, ambos sabíamos que los agentes no iban a registrar el bolso de una señora de buena posición.

A ratos, yo también practicaba la compra compulsiva, aunque no eran objetos tan chachis como un bolso de Carolina Herrera. Eran, según mi mujer, «más mierda inútil».

Solo una vez, en Navidad, compré algo que nos puso de acuerdo: un karaoke. Lo usábamos en Nochebuena, por San Esteban… y otras fechas señaladas.
Para evitar enfados entre los participantes propuse algunas pautas con las que ella estuvo de acuerdo. Tuvimos cantantes de oído cuadrado a los que soportó con un estoicismo de Grammy.

Giubi, por ejemplo, es un excelente bailarín, pero para cantar no lo llames. Mi colega no afina, rebuzna.

Sentí más la presencia del verdadero amor en el último año que pasé junto a mi mujer que en los veintiséis que llevábamos de matrimonio. En esa última etapa ya no estábamos casados ni usábamos el karaoke. Tras el ictus mi esposa perdió los rudimentos del lenguaje, pero no a su compañero de vida. La amaba aunque fuera totalmente dependiente de mí y aunque hubiera convertido mis días pasados en un infierno.

Era una gran verdad que aunque me esforzara en hacerle la vida más fácil ella no recuperaría lo perdido. Su degradación mental y física era una realidad que yo solo podía combatir fabricando nuevos recuerdos.

Es cierto que no hablaba, como también es cierto que al cabo de los meses de producirse el incidente recuperó algunas palabras. No le valían una mierda para hacer una sesión de karaoke –no podía construir una frase por sencilla que fuera–, pero bastaban para comunicarnos: café, bebé para identificar a los hijos, agua, TV. Sol, decía sol, lluvia…, y ¡Juan!.

Fue una sorpresa descubrir que de entre toda la variedad lingüística, mi nombre había regresado a su memoria. Hecho curioso, en el pasado solo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba de bronca.

Encontrar el karaoke entre los trastos que guardo en el garaje me hizo rememorar la noche en que nos conocimos y en la que oí por primera vez a Camarón de la isla, una voz valiente en la manera de afrontar los preceptos del flamenco de finales de los ochenta.

Me enamoré de su voz, tanto como lo hice años más tarde de mi mujer. La conocí durante el intermedio
de la jam session que había ido a escuchar en el café del teatro Central, en Sevilla. Ella era una de las participantes.

«¿Le importaría dejarme un papel de fumar?», le pregunté.

Minutos antes vi que se había liado un porro en la terraza, apartada del resto de músicos.

Ella me pasó un papelillo.

«Ha sido un ‘Love for sale increíble’», le dije refiriéndome al estándar con el que los músicos habían cerrado la primera parte de la jam y que ella había interpretado al piano.

Me dio además del papel, fuego. Mientras la miraba adentrarse nuevamente en el bar me di cuenta de que no sabía su nombre. Llegué con el concierto en marcha y ni siquiera miré el cartel publicitario de la entrada.

Más tarde, volvimos a encontrarnos en la salida del teatro. «Te acerco a casa», gritó ella desde el interior de su coche, gesto que acepté agradecido. Era la voz de Camarón de la isla la que sonaba en el reproductor.

Entonces no tenía manera de saber que ella sería en el futuro mi esposa ni que veintisiete años más tarde esparciría sus cenizas bajo el olivo del jardín de nuestra casa.

Desde que nos casamos, vivió inmersa en una guerra contra el tiempo. La diferencia de edad, veintidós años, nunca me molestó. A quien le hacía la puñeta era a ella, ya que perdía una hora cada mañana para disimular las arrugas con el maquillaje. Teñirse el cabello semanalmente para ocultar las canas o someterse a costosos tratamientos contra la celulitis.

Sí, la mujer que ya no compraba tintes de L’Oreal para el cabello ni podía usar el karaoke había envejecido milenios.

No caí en la cuenta de que la mujer que fue mi compañera durante un cuarto de siglo era ya una anciana que usaba, en lugar de tacones caros a juego con el bolso, deportivas con velcro.

Ya no era capaz de apañárselas con los cordones.



Isabel Reyes – España

El regreso


La muerte ha venido a visitarme varias veces. La primera, cuando mi padre volvió una noche por sorpresa y permaneció observándome en la puerta del dormitorio. Y vino para quedarse conmigo para siempre, cuando Miguel apareció de pronto en el salón, después de tantos años enterrado.

Hasta entonces, yo dudaba de mis ojos, de mis silencios y de mi propia sombra. Pese a la claridad de lo vivido, yo creía, -o al menos lo intentaba- que el miedo había provocado y dado forma a unas imágenes que sólo existían en el recuerdo. Pero, esa noche, la realidad se impuso a cualquier duda. Cuando Miguel abrió la puerta, yo estaba allí, sentada frente a la chimenea, despierta y desvelada igual que ahora, y al verle ni siquiera sentí miedo.

Pese a los años transcurridos apenas me costó reconocerle. Seguía igual que yo le recordaba cuando vivía. Y ahora, sentado en el sofá, inmóvil, parecía haber venido a demostrarme que era el tiempo, y no él, el que realmente estaba muerto.

Ambos permanecimos en silencio. Después de tanto tiempo separados, estábamos los dos frente a frente, sin atrevernos, pese a ello, a reanudar una conversación interrumpida bruscamente. Yo ni siquiera me atrevía a mirarle. Ni un solo instante dejé que me invadiera la sospecha de que había venido para velar mi propia muerte. Sólo al amanecer, cuando una tibia luz me despertó y comprobé que ya no estaba conmigo, un negro escalofrío me recorrió por vez primera al recordarme el calendario que aquella noche que se iba tras los árboles del parque, era la última noche de enero. La misma exactamente en que Miguel había muerto 25 años antes.

A partir de entonces volvió a hacerme compañía muchas veces. Llegaba siempre a medianoche cuando el sueño comenzaba a rendirme. Aparecía en el salón sin hacer ruido, sin pisadas, sin que las puertas de la calle ni el pasillo lo anunciasen. Pero yo sabía que Miguel se acercaba por los ladridos asustados de Boss. A veces, cuando la soledad era más fuerte que la noche, cuando el cansancio desbordaba los recuerdos, corría hacia la cama y me tapaba con las mantas, como una niña, para no tener que compartirlos con él.

Una noche, sin embargo, hacia las tres o cuatro de la mañana, un extraño murmullo me despertó de repente. Era una noche fría de finales de otoño y la lluvia cegaba, como ahora, la ventana. Al principio pensé que llegaba del exterior, que era el viento al arrastrar las hojas muertas. Pero en seguida me di cuenta de que estaba equivocada.

Procedía de algún sitio de la casa, como de voces cercanas, como si hubiera alguien hablando con Miguel. Permanecí inmóvil en la cama escuchando largo rato antes de levantarme. Boss había dejado de ladrar y su silencio me alarmaba más aún que ese extraño eco de palabras.

Cuando salí al pasillo el murmullo se detuvo de repente como si en el salón también me hubieran escuchado. Con Miguel sólo había sombras muertas, silenciosas, sentadas en corrillo que se volvieron a la vez a mirarme cuando abrí la puerta y en las que apenas me costó reconocer los rostros de todos los muertos de mi casa.

Durante segundos me quedé paralizada. Pensé que el corazón iba a estallarme y aterrada eché a correr hacia la calle con el perro. No me atrevía a volver junto a los míos. El miedo me arrastraba sin rumbo por callejas solitarias y me empujaba más allá de la noche y de la desesperación.

Esperé a que saliera el sol. El viento había cesado y una calma profunda se extendía por la ciudad. Boss me miraba en silencio tratando de entender, pero yo no podía decirle nada. Aunque entendiera mis palabras, no podría explicarle algo que ni yo misma alcanzaba a comprender. Quizás todo no hubiera sido más que un sueño, una turbia pesadilla nacida del insomnio y la soledad. O quizás no. Quizás lo que había visto y oído era real y las sombras negras seguían esperando a que volviera. Abrí la puerta. La casa estaba sola y por la ventana entraba la primera luz del día.

Pasaron varios meses sin que nada parecido ocurriese. Yo esperé cada noche atenta a cualquier ruido, temiendo que la puerta volviera a abrirse sola y Miguel apareciera frente a mí. Pero pasó el invierno sin que nada turbase la paz de mi corazón. Y así, cuando llegó la primavera, yo estaba segura de que nunca volvería porque jamás había existido más que en mi imaginación.

Pero volvió. De noche y por sorpresa. En medio de la lluvia. Se sentó en el sofá y se quedó mirándome en silencio igual que el primer día.

Desde entonces a hoy ha regresado muchas noches. A veces con mi padre. A veces rodeado de toda la familia. Durante mucho tiempo me escondí para no verles. Me resistí a aceptar su compañía. Pero siguieron acudiendo cada vez más a menudo, y al final, no tuve más remedio que resignarme a compartir con ellos mis recuerdos y mi hogar.

Ahora que presiento a la muerte rondando por mi cuarto, y mis ojos van tiñéndose de gris, incluso me consuela pensar que están ahí, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas.

CUENTOS PARA NIÑOS

María José Quesada

Perrario

Somos muchos dentro de las celdas esperando que vengan a visitarnos. En la mía habitamos tres: una hembra de patas cortas, color canela, hocico puntiagudo y unas largas orejas que le caen por los lados y vuelan cuando ella salta. Es nerviosa como un tic y de todos la más chic. El otro compañero es negro y robusto como el tronco de un castaño, y tan serio como un General, por eso lo llamo así. Si algo le falta es altura porque de músculo va más que sobrado. Tiene los ojos saltones y la nariz chata, no aparenta lo buenazo que es. Y luego estoy yo que, dicen mis amigos, soy algo así como un enjambre de rizos con dos aperturas para los ojos, negra como el hollín, un poco más alta que ellos y, según el General, una descocada. Reconozco que de chica rasgué dos cortinas y roí las patas de una silla pero tampoco es para tanto, ¿quién de pequeño no ha hecho trizas un juguete? En fin, que aquí nos encontramos los tres, y muchos otros más, como si fuésemos delincuentes o malhechores.

La perrita canela, a la que llamo Campanilla, entró en prisión porque sus dueños vinieron a este pueblo de vacaciones y se les olvidó llevársela de vuelta a casa. Dice que el día que se marcharon ella estaba allí también, junto al coche y al lado de las maletas, y que antes de entrar al coche se alejó un poquito para hacer un pis y cuando volvió ya no estaban. Se quedó esperando allí quietita mucho tiempo porque sabía que se darían cuenta de que ella faltaba y darían la vuelta, pero no volvieron. Afirma que aún la estarán buscando y que un día aparecerán. Yo le digo que puede ser y el general le aconseja que no se engañe más.

El General no se anda con rodeos ni fantasías. Opina que está allí porque las personas no saben lo que es la responsabilidad ni el compromiso , que somos juguetes en sus manos y no seres vivos que necesitamos un mínimo de implicación y respeto por parte de quien nos alberga en su vida. Asegura que libres podemos buscarnos la vida pero que en un hogar dependemos del dueño y lo que es peor, nos acostumbran a ello. Asegura que el suyo lo traicionó pero el General no sabe, y no se lo diré nunca, que cuando duerme emite ladriditos de alegría y mueve las patas como si corriera. Éste aún sueña con su dueño, a mí no me engaña.

En la celda de enfrente están Roco y Pergamino. Roco es un San Bernardo que no sé qué pinta aquí en el Sur. Se lo trajeron de Los Pirineos como regalo para una niña, nos contó, pero que cuando fue creciendo y creciendo, y no tenía fin, acabó siendo más grande que la casa y que entonces sus dueños empezaron con los cartelitos de «Se regala…» No funcionó. El tamaño sí importa y la última opción, y promete que con todo el dolor de corazón de sus dueños, ha sido el albergue. Que sí, que aquí nos cuidan mucho, -uffff… cuando llegan los cuidadores esto es un alboroto, pero porque hemos tenido la suerte de que nos trajeran aquí y no «al corredor de la muerte», La perrera, y no me lo invento, porque dicen los que han salido de allí, que como en un mes no te quiera alguien, te chuflan un pinchazo que te quita de en medio y te quedas listo de papeles. San Antón tenga en su gloria a tantos compañeros.

Pergamino…ay el pobre Pergamino… es un galgo maltratado. Todos lo queremos con pasión pero nos tiene terror, en verdad le tiene pavor a la vida. No quiere salir de la celda ni en esos días tan maravillosos que nos sacan de paseo grupal por el campo. Se recoge hecho un ovillo en el fondo de la celda y si quieres arroz, Catalina. Y mira que estamos todos encima de él dándole ánimos y diciéndole que todo pasó… pero no hay forma. Me da tanta pena que viva en ese cautiverio que es más cautiverio que todos los cautiverios del mundo… Lo más gordo es que fue campeón de caza. Se me ponen los rizos de punta así que no voy a contar más.

Lula es otra perrita que está puerta con puerta con la de estos dos ejemplares. Ésta es la monda lironda. En otra vida debió de ser soprano o como se diga que se dice. Ladra a todas horas, es un sinvivir. Hasta le ladra a las mariposas, ¿dónde se habrá visto semejante cosa? Está aquí por ladrina, y cuando hablamos con ella de eso… va y nos ladra.

¡Uh! Acaban de venir unas personas a vernos. Tengo que dejar de cotorrear y acicalarme un poquito que hay que mostrar buena presencia, a ver si entrando por los ojos, nos dejan llegarles al corazón.

Y no lo dije, pero yo estoy aquí porque, aparte de lo de los muebles -que fue cuando me estaban saliendo los dientes-, dejé fritas a dos cobayas – esto fue jugando- y le mordí en el culo a una persona, – ahí sí que fue a propósito porque casi no llegaba pero salté.

Pero prometo, con las patitas juntas, que ya he cambiado.


Esta tarde se han llevado a Brisca. Brisca es toda blanca exceptuando la nariz y los ojos, y tiene el pelo tan largo que cuando camina parece que flota. Es una cosa tan rara que si no lo ves no lo crees. Es, además, muy calladita. Estaba en la celda de la naranja. Es que nuestros departamentos no tienen número, tienen cada uno el dibujo de una fruta.

Brisca vivía con una mujer que un día se murió de lo vieja que era y entonces un policía la trajo aquí para que no estuviera sola en el mundo. Es muy educada y no pasa día sin que nos de los buenos días ni pasa noche sin que nos de las buenas noches. Cuando llegó estaba muy triste, normal, su dueña la crio a biberón y han vivido juntas ocho años, lo sé por Campanilla que lo oyó decir. Pero no hay nada que el cariño no arregle. La llevamos en palmitas y, esto que nadie lo sepa, El General le pone ojitos y luego disimula, pero a mí no me engaña.
Pues ya está, se la ha llevado una señora que olía de bien…olía a bondad y estamos todos muy contentos, hasta Lula, que siempre está protestando, le ha movido la cola a la señora cuando pasó por delante de ella.
Ay… de verdad, esto de estar a la espera no se lo deseo a nadie, muchas veces me pregunto qué algo tan malo habremos hecho; nada, divagaciones mías. Luego me da por pensar en los de La perrera y aún me pongo peor porque sé lo que hace una aguja. Dicen que los perros no pensamos pero no es cierto, pensamos en las cosas que puede pensar un perro, en la comida, en el paseo, en el dueño, y en el daño que nos puedan haber hecho pero no gestionamos los pensamientos. No planeamos ni imaginamos ni nada de eso, pero recordamos y entendemos las palabras y sobre todo nos dice mucho el tono de la voz que habla, y el olor de las personas y presentimos, aunque nunca distinguimos la mentira, ni siquiera sabemos qué es eso ni cómo se forma, por eso hacen con nosotros tantas cosas malas incluso las personas en las que hemos depositado toda nuestra confianza y por las que daríamos la vida. Yo, si digo la verdad, como tarden mucho en venir a por mi ya no me voy a querer ir.

En la celda del plátano, que no lo he contado aún, hay cuatro hermanos que tienen tres meses. Son todo pelusilla y redondos como ovillos. Se llaman Zeus, Gea, Sansón y Pan. Se pasan el día jugando, mordiendo los barrotes de la celda y haciendo la croqueta por los suelos. No les quitamos el ojo de encima y cuando vemos que el juego se les va de las patas les damos un ladrido y se ponen firmes, aunque les dura poco. Nos turnamos cada día para que uno de nosotros los vigile.

El que me preocupa es Pergamino, está muy delgadito aunque El General me dice que los galgos son así porque su naturaleza es correr, correr y correr y que por cosas de la aerodinámica (que no sé lo que es) tiene que ser y estar así de flaco y que todo el problema que tiene está en su cabeza. Yo le hago caso porque sabe mucho, pero aún así siempre olisqueo para saber si se lo ha comido todo. Por ahora come bien pero me gustaría verlo más gordito.

Mañana domingo vienen los voluntarios a echar una mano en la limpieza y esas cosas, para que no cojamos pulgas y todo esté limpito. Nos van a cortar las uñas, con la dentera que me da… pero es preferible porque una vez tenía una tan larga que se curvó y se me fue clavando en la almohadilla y duele… ayú cómo duele.

¡Quéeeee! Ays, que sí, que ya voy. Me toca vigilar a los ñacos que están haciendo escándalo con el plato de la comida.
Mis dulces galletiiitaaaas… ¡no metáis la cabeza ahí… grrrrrrrrr!

Una cosa tengo clara, nunca seré madre.

¡Zlassss! (lengüetazo de despedida)

La autora

LOS NARRADORES

Eva Lucía Armas

Eva-nescente

Había aprendido a huir.

Y de tanto huir le parecía pertenecer a mundos que desaparecían con solamente sacar el pie de ellos.

Había vivido en un montón de mundos que huían unos de los otros, como un complejo juego de escondidas. Mundos que se iban perdiendo en su memoria, escapando mientras se escapaba de algún otro mundo.

Alguna vez pensó que era de aire y que vivía subida en algo que no admitía la condición de enraizar más que en la valija que a veces tampoco se llevaba.

Ella terminó siendo su propia valija, que huía de la vida con los pocos recuerdos que podía meter dentro del pecho:
Su abuela Catalina, que era ampulosa y feliz como una pajarera.
Los sandwiches de queso cremoso de la tía Chichí, cuando en las huídas alguien se la olvidaba en esa casa como a un bulto que todos se niegan a portar.
El aroma profundo del poleo y la menta en un atardecer lleno de verdes.
El gesto serenísimo de la tía Elvina leyendo a Proust debajo de los sauces.
La soledad recóndita.
Los campos polvorientos del abuelo Bautista, tan infinitamente planetarios.

Era, al fin y al cabo, un bulto que manos apuradas iban dejando en diferentes oficinas que no lo recibían.

Hasta que apareció el Dueño del Paquete y lo reclamó como Cosa Muy Suya, a la que nadie, ni siquiera ella, podría volver a acceder, según le dijo cuando se casaron.

Pensó que se había olvidado la cara de su padre y no conseguía recordar la voz de su madre, cuando cargó a los dos hijos menores en el auto y huyó sin secarse la sangre de los golpes.

¿A qué mundo me escapo una vez más?

Como cuando escapaba con su madre de un inevitable momento político, en la valija, transportaba el miedo.



John Madison

Imagen de Souvick Ghosh en Pixabay

A change is gonna come

A los siete días de separarme de mi mujer me compré una botella de tequila. Recuerdo que era sábado y que yo deambulaba por la casa en bóxer como un fantasma, un fantasma que bebía a morros mientras lloraba.

Los niños y la asistenta me veían ir de un lado a otro, pero no me decían nada porque sabían que me encontraba en un estado de depresión profunda. Mi cuerpo y mis emociones reflejaban, prácticamente, los mismos síntomas que un toxicómano siente cuando el síndrome de abstinencia lo tiene pillado por los huevos.

Lo que te convierte en adicto no es la sustancia, actividad u objeto en cuestión, sino tu comportamiento ante su ausencia, la ausencia de mi mujer.

Sí, soy un adicto al amor. Pero no supe que lo era hasta que comencé mi proceso de divorcio. Abría y cerraba el día llorando por una hija de perra que me había maltratado psicológica y físicamente tanto a mis hijos como a mí.

Quedé muy descalabrado de esa relación en todos los frentes: el emocional, el físico y el financiero. Sufría ataques de pánico, alcoholismo, depresión, ansiedad, agorafobia, impotencia, recuerdos intrusivos, pérdida del control, arrebatos de ira, aislamiento, pensamientos suicidas, trastorno del sueño y pesadillas recurrentes en esos días en los que conseguía dormir, además de transfiguración de la realidad, insensibilidad ante los estímulos vitales y una profunda dificultad para mantener la atención; hecho que afectó considerablemente a mi carrera de escritor.

¿Se puede superar la dependencia emocional? Por supuesto que sí, pero primero has de reconocer que eres codependiente.

La dependencia emocional está catalogada a día de hoy por la psiquiatría moderna como adicción. Mi cuerpo es un libro abierto que atestigua todas las humillaciones que soporté durante veintisiete años: un navajazo en una pierna, rotura del radio, una cicatriz en el cráneo, dos dientes partidos por los que pagué un ojo de la cara al dentista que los devolvió a su estado original y una larga lista de marcas invisibles.

Esas son las más difíciles de calibrar ya que los sucesos que las acompañan me salen al paso sin que yo los llame y cuando esto sucede, por regla general, la herida vuelve a sangrar profusamente.

¿Tiene alguien idea de lo que es despertar en medio de la noche con un cuchillo de sushi en la garganta?

Existen muchos tipos de maltrato: el psicológico, el financiero, el físico, el sexual…Yo los soporte todos.

El maltrato está, a menudo, se asocia con las mujeres como víctimas, aunque todas las personas que hemos pasado por situaciones similares sabemos que el asunto no tiene estatus social, bandera o género.

Socialmente se juzga y condena a un hombre que no responde a un acto de tal índole con la misma moneda. Al parecer los que nos abstenemos de golpear somos menos hombres. Pero hay que ser muy hombre para mirarse ante el espejo y hacer el obligado recuento de los daños, mucho más que para ocultarlo. El gran aliado de la violencia conyugal es el silencio del cónyuge afectado. No solo sentía vergüenza de exponer mi calvario, sino que había desarrollado una simpatía hacia mi ex mujer que me llevaba a justificar su mal comportamiento.

Podría haberle soltado dos carajazos bien dados, y aquí paz y en el cielo gloria. Pero nunca lo hice por mi educación. Mi abuelo nos grabó a martillo, tanto a mí como a mis hermanos varones, Rafa y Yeyo, que el hombre que le levantaba la mano a una mujer no era nunca más un hombre. «La violencia es un camino sin retorno», solía decirnos. Pese a ello, confieso que alguna vez la abofeteé para llamarla a capítulo.

No, no podía responder a sus ataques con un contraataque efectivo, pero tampoco era capaz de apartarla de mi vida. Mi matrimonio era peor que formar parte del reparto de actores del film A Nightmare on Elm Street en versión vida real.

La historia era siempre la misma. Ella montaba un pollo, yo la echaba de casa. Luego de unas semanas ella regresaba, me pedía perdón y yo la dejaba entrar, una vez más, en mi reino. A veces se presentaba en el colegio de los niños y les pedía envuelta en sus lágrimas de cocodrila trágica que intercedieran por ella. Entonces los niños hacían de mediadores, también envueltos en lágrimas, solo que las de los niños no eran falsas.

Tantas noches llegué a hacerme la pregunta de por qué me sentía imposibilitado de romper aquel círculo cíclico de broncas y perdones que la vida me trajo de vuelta la respuesta: «Apriétate el cinturón, guaperas. Dependes emocionalmente de una psicópata».

Los psicópatas tienen un comportamiento similar al de un pitbull. Una vez pillan a la presa se resisten a abrir las fauces y como suele ocurrir con las perras suelen ser más agresivas y territoriales que los machos, y es una realidad clínicamente probada que los dependientes emocionales respondemos a una jerarquía de mando. El alfa es quien gobierna y yo no he sido jamás alfa de nada. Yo representaba en aquel guirigay monumental el papel de perro, también. Aunque mi fuerza física era superior mi cerebro interpretaba que la cadena de mando era inviolable.

Como dependiente emocional tenía auténticos problemas para lidiar con los espacios vacíos. Vivir sin mi ración diaria de sexo era un infierno. Ni siquiera era capaz ya de masturbarme porque me hacía sentir más terriblemente solo aún. Me tiraba todo el día colocado en una especie de trance provocado por el hachís la marihuana y el alcohol que anestesiaba por completo mi sensibilidad.

No me divorcié por voluntad propia, pero todo círculo se cierra cuando Dios le asigna a uno escuderos poderosos. Marie, nuestra Marie, nos sentó en la cocina de casa una mañana y le pidió a su madre que se marchara a Londres. Tanto mis hijos como mi asistenta estaban hasta el moño de las manipulaciones y de las malas pulgas de la señora.

Me llevó tres años divorciarme, fue laborioso. Cada vez que mi abogada presentaba el preacuerdo mi mujer se declaraba en desacuerdo y vuelta a empezar. A excepción de la casa familiar a mi nombre le permití quedarse con todo lo que me exigía con tal que me dejara en paz, cuenta bancaria incluida.

Aun así, no era suficiente para ella. Chapeadora profesional al fin, intentó quedarse con la custodia total del niño. No por amor de madre, sino porque vivir con el niño le permitiría mantenerse en contacto conmigo.

Por supuesto que peleé por quedármelo con uñas y dientes. A mí había que matarme para que lo entregara a cambio de mi libertad. Pero no estaba en mis planes permitir tal cosa, ya ni siquiera porque el niño me hubiera suplicado quedarse conmigo. Sé perfectamente que mi hijo y yo tenemos el mismo monstruo del armario: nuestras madres.

Como suele ocurrir en las tragedias familiares irresueltas, Dios solo cambia el escenario y el atrezzo, los personajes y el trasfondo de la escena a interpretar son los mismos: el maltrato.



Silvio Rodríguez Carrillo

16 – 50

Detrás de una de las cabeceras de la cancha de vóley, estaba el edificio con las aulas y, detrás de la otra cabecera, la cantina. Con la cantina de frente, podías ver, a la derecha un muro que iba hasta llegar a la escalera por la que subíamos a las aulas. A la izquierda, algo del patio de recreo, por el que se accedía a las escaleras que llevaban al vestuario. Sabíamos que no debíamos ir a los vestuarios salvo en los días de fútbol, cuando nos juntábamos por lo menos dos o tres cursos para jugar algún partido del calendario.

Nunca fui un rebelde sin causa, conviene decirlo, pero sí, siempre me gustó experimentar cosas, probar distintas maneras de hacer algo, aunque jamás tuve en mí el menor deseo de violar reglas sólo por joder. Por ejemplo, primero logré cambiar la misa de las 13:30 para las 17:00 porque se hacía más soportable al evitar la hora de más calor de la siesta, y luego pude eliminar su obligatoriedad al reemplazarla por charlas vocacionales que venían a darnos algunos profesionales. Ahí tenías a un abogado, o a un ingeniero contándonos de qué se trataba su trabajo, como para que supiéramos algo.

Por otro lado, debo confesar que siempre tuve problemas con mis superiores si estos no me despertaban admiración. Y digo admiración y no respeto, sabiendo bien qué estoy diciendo. Creo que nunca he respetado a nadie, aunque sí he valorado en todo lo posible a cualquier ser humano que se me cruzó enfrente. Ahora, si un superior no es gigantescamente superior no lo puedo tratar como tal y entonces, en lugar de admirable, me parece despreciable, y al ladito del desprecio, me nacen, incontenibles, las ganas de burlarme, de joderlo adrede para que sepa quién es el guacho de la manada.

Supongo que acabé de joder al padre Brítez cuando logré que –no bien terminado el segundo mes lectivo– me exoneraran de las tediosas clases de religión. Yo venía jugadísimo desde el primer curso, cuando el padre Venancio me escogió como a su favorito y me entrenó en la biografía de los santos, en la simbología oculta de los textos bíblicos y en los misterios del sacerdocio. Yo era un animal de misa y comunión diaria y mi único pecado era, quizás, decir palabrotas. Me fascinaba ser cristiano y me imagino que el padre Venancio esperaba que yo llegue a ser sacerdote.

Cinco años después, con el padre Venancio en Roma, Brítez era el que mandaba. Yo ya sabía, entonces, que nada como un profesor imbécil para domesticar el carácter de un alumno como yo. Sin embargo, en la otra mano, había profesores que darían pena si analizáramos su erudición, pero que tenían una humanidad, un don de gentes severo y gentil, que me desarmaban. El de sicología era tan flojo, el pobre, que si no fuese por mí, no hubiera podido dar. Algo similar ocurría con la profe de Sociales. A Brítez le dolía que yo dominase ciertos quilombos, estaba muy claro.

De repente fue por eso, justamente, que intuitivamente pillé que me tenía rabia y decidí cagarlo. Las notas iban del uno al cinco, uno: aplazado; dos: aceptable; tres: bueno; cuatro: muy bueno; cinco: excelente. Mi nota más baja era 4, en inglés. En todas las demás, religión entre ellas, a puros 5. Yo sabía –como se saben esas cosas que no pueden demostrarse– que Brítez iba a hacer lo que tuviese que hacer para que yo no alcance el 5 en religión. Fue por eso, ahora que lo empiezo a ver, por vanidad y por odiador de injusticias que lo cagué.

Le comencé a estropear las clases de religión mostrándole que su Biblia, la de Reina Valera, era una patada en los huevos, y que con la de Jerusalén el discurso sería más fácil de entender, aunque mucho más difícil de explicar. El golpe de gracia se lo dí después, cuando me burlé de Pablo, tratándolo de posible homosexual al que le faltaron huevos para declararse un puto cualquiera, o por lo menos un misógino al uso, y que me demuestre lo contrario, «si podés, hermano en Cristo». En el consejo de profesores decidieron ya no tenía que pasar clases de religión.

Como sea, yo sabía que no debía bajar por las escaleras hasta el vestuario, al tiempo que sentía que debía hacerlo. La gente como yo sabe que muchas veces las cosas están decididas desde mucho antes, de lo contrario, ¿cómo explicar a Vivaldi y a Richter, a Tolstói y a Cortázar? Así que pasé por el costado de la cantina y bajé la primera y la segunda escalera hasta dar con el vestuario. Estaba vacío, olía a azulejos con lavandina, a humedad limitada, a frescor deportivo. Y escuché, como un rumor, el sonido del agua corriendo por uno de los mingitorios.

Apenas me acerqué para cerrar la llave sentí la tenaza en mi nuca que estrelló mi frente contra la pared de azulejos blancos y una mano hábil, hijoputezca, tomando mi muñeca izquierda para llevarla hasta mi espalda. Un dolor físico, puro, que no conocía, se instaló en mi hombro izquierdo, mientras mi frente primero, mis pómulos después, le aceptaban su realidad de muro a los azulejos. Quien me sometía no era otro que Britez. El aroma a menta que salía de su boca jadeante lo delataba y me encumbraba, porque en mi aliento había tabaco, como oposición necesaria, quizás hasta justa.

Apalanqué mi empeine zurdo detrás del talón de su pierna izquierda y me tiré hacia atrás. Entonces él, desparramado y medio mareado –puede que al golpearse la cabeza por no soltarme– se quedó debajo, con el día boca arriba y mis ojos mirando por una milésima de segundo el terror que le ganaba la mirada. Estrellé mi puño derecho en un gancho debajo de su oreja izquierda y mi puño izquierdo contra el lado derecho de su quijada, por comenzar racionalmente. Golpeé su cráneo con mis puños muchas veces, desde el rencor hasta la calma. Desde el ruido hasta mi nombre.

Yo tenía entonces 16 años, Brítez, casi 50.

Los autores

Eva Lucía Armas

John Madison

Silvio Rodríguez Carrillo

MADEMOISELLE

Cadáver exquisito en prosa – fragmentos

John Madison – Eva Lucía Armas

Mademoiselle (John Madison)

En la mar todo era lejano. Y él había olvidado, temporalmente y por su bien, los mapas de retorno hacia su isla.

En la calma chicha de las noches serenas las leguas se le antojaban eternas, insalvables, mientras el galeón se mecía solitario como un crío huérfano indefenso ante lo imprevisible de las aguas.

El capitán de aquel vaixell era el espíritu del mar. Un verdadero corsario de acero que nunca había conocido en sus carnes el miedo a la soledad de las aguas. Tal vez porque en el fondo él también se sentía tan solitario e impío como el océano. Un renegado que jamás lamentó tanto su condición de marinero errante hasta encontrar a su «ella».

No se conocían personalmente. Aunque él presumía de tener en su camarote una imagen del perfil de su mademoiselle brillando sobre el blanco de las elegantes perlas que rodeaban su cuello de cisne.

Sí.
Mademoiselle lo hacía feliz desde su exótico paraíso en el hemisferio Sur del mundo. Desde su lejanía cercana en la correspondencia. Lo hacía feliz aunque él no pudiera desnudarla en su santuario marino y amarla a plenitud como le gustaría.
Como un hombre.

Pensaba mucho en «ella», a diario. La pensaba como esa pieza imprescindible que completaba el puzzle de su hombría. Algo valioso que ya había tenido con anterioridad en otro estado físico y que perdió, bien sabía el universo por qué, en algún tramo del camino.

Si existía en el mundo una versión de los sueños que lo haciera sentir mágico era la de fabular despierto: la verticalidad de su cabello castaño sobre su espalda desnuda camino de la ducha. Su dulzor tímido y callado estallando en hecatombe, solamente, cuando ella quería y necesitaba gritar junto a ese otro hombre que él había sido en el pasado su placer. Sus grávidos y sensuales pies de geisha (siempre imaginaba a aquella mujer pragmática de cabellera alegre sin los rituales mágicos femeninos del maquillaje, con el rostro lavado y puro avanzando descalza por las viejas calles de su espalda curtida por las largas travesías) El camarote desordenado en suspiros. Sus armas y cortafuegos de mujer derribados, dispuestos a matar su soledad transoceánica.

Lo cierto es que entregaría al destino el contenido al completo del botín atesorado en sus bodegas si eso le permitiera formar parte de su olor a hembra asilvestrada, a mate, en el camarote, mientras ella escribía novelas de navegación en la noche. Todo, por quebrantar en mil nocturnos su atractiva soledad.

Ella sin él.

Fantaseaba con lo mucho que debió haberla amado en alguna de sus anteriores vidas. O quizás en todas.

«Que el destino y los dioses le concedan nuevamente tan alto privilegio a mi próxima piel marinera.
Y un galeón español para perdernos mar (cuerpo y verso) adentro».

Pensó mientras volcaba su pasión en verso encerrado en su cripta de cristal, el camarote, rumbo a Tombuctú:

«Detén los tiempos, mademoiselle.

Detenlos.

Detenlos y desnudate conmigo
sobre tu cama roja y solitaria
pensando en mis
insomnios sin tu risa.

Detén los mundos, vida de mi muerte,
que yo desataré todos los nudos ciegos
de esos amantes que no supieron nunca
que el amor vive en tu boca de poeta.

Que dios vuela en tu boca tan lejana»

Los versos.

Fue de esa manera tan antigua y almática que ambos volvieron a retomar el tren de la vida.



El libro de los sueños (Eva Lucía Armas)

Mientras esperaba que el bicicletero terminara de aplicar un parche a la cámara de la rueda trasera que había pinchado durante la vuelta a casa, a través de la vidriera atiborrada de cuadros y accesorios, Mara observaba el suave trajín del mar.

El pueblo costero que había elegido para vivir era breve. Pocas casas sobre calles de arena talcosa que se pegaba a todo como harina integral; muchos árboles que sostenían a la tierra en su sitio; médanos calmos como cuerpos que se desagregaban al pisarlos y nada de turistas, por ahora.

Con las monedas que heredara al morir su padre –un hombre rico en experiencias pero desapegado de lo material– había concretado aquella mudanza, soñada prácticamente desde la niñez.

La casa era como ella: hecha a medida con las cosas imprescindibles. Eso sí, de madera, una madera embreada y fuerte, como un casco de barcaza antigua, no de las modernas. Una casa como una cáscara de nuez muy grande y con un corazón de pulpa dulzona situado en la cocina que olía siempre a especias, a azúcar quemada y a plantas aromáticas.

Legéndero era un pueblo con mar, como el de la canción de Sabina, en el que no había un banco pero sí una taberna en la que Mara había conseguido trabajo recreando recetas extraídas del libro en que su abuela había escrito las que inventara. Legéndero era, sin ir más lejos, el pueblo de su abuela y a eso se debía el regreso de Mara a aquel lugar.

En el libro de recetas de su abuela había encontrado historias sobre Legéndero que, al igual que las recetas, Mara supuso inventadas por su abuela. Ella tenía la misma vocación: inventaba comidas y cuentos.

En el pueblo, a su abuela la llamaban Mara I y por eso a ella la apodaron Mara II. Mara I, porque ese había sido el nombre que un hombre navegante pintó en su barco. Un hombre que no fue su abuelo y que llegó a Legéndero en ese barco que tripulaba solo, como un «Solo en mi balsa».

Contaban los más viejos, casi como una leyenda urbana, que, hasta llegar a Legéndero, aquel barco no había tenido nombre de botadura. Lo contaban con alarma supersticiosa, porque todo barco debe tener un nombre para moverse entre los fantasmas del mar y no ser confundido con alguno de ellos, como le sucedió al Holandés Errante. Pero el de aquel hombre no lo tenía. Para referirse a ellos, al barco le decían «el barco» y al hombre le decían «el capitán del barco» y todos sabían de quién hablaban porque en el pueblo eran pocos y se conocían por sus nombres y por los nombres de sus barcos.

En el libro de recetas de su abuela los cuentos se relacionaban con las comidas.
Todas las comidas tenían su historia y todas las historias tenían su comida, así que de ese modo aparecían en la carta de la taberna.

Los martes, esos en los que no te cases ni te embarques, se servían Cuentini d’il capitano.

Así figuraba en el libro de la abuela de Mara II el primer plato que le sirvió un martes al capitán del barco sin nombre de botadura, para que saboreara la hospitalidad de Legéndero.

Los autores

John Madison

Eva Lucía Armas

EL AUTOR INVITADO

Jorge Alejandro Neira Rosas (Chile)

Poemas

INTERSECCIONES EN UN PLANO NO EUCLIDIANO

Entre la pléyade de amigas y amigos
en estos ocho años se han casado y divorciado
casi todos.
En mi pared, una ventana va contigo en tus pasos
y en tu insomnio.
¿Sabes cuantos eclipses parpadean en mi silencio?
Este calendario rota y rota sobre sí mismo.

Entre tu jaula y la mía
aun cae el rocío.


CINEMASCOPE

Si.
Es verdad que no duermo,
pero da igual.
Mirando las imperfecciones del cielo raso
repaso las arrugas que asoman en tus mejillas.
Si.
Es verdad,
el techo este es un cine de fantasías
desde el que me sonríes
y me pregunto
por qué
aun
sueño contigo.


MUJER QUE MIRA COLORES EN UNA PARED

Si llegas hecha verso y metáfora
desenredando tu ADN de maga,
balanceando tu existencia de penumbras
o mirando de revés la tómbola de tus años,
quedarán tus huellas
en mi pared.
Si llegases -octosílaba, silente-
danzando y alumbrando el último adjetivo,
masticando una calle de favelas,
tiñendo de sangre tu luna menstrual,
dejarías tu alma
descansando
en esta ventana.


DOBLEZ

Camíname después de las orillas,
en otras ramas,
dibujando en la periferia
estos ángulos que matan.

Cada esquina un vórtice que nos mira.

Un vals de ballenas en el ajedrez planetario.

Esta fuente gorgotea sangre de unicornios,
tan mal está nuestra sociedad.
Las muchachas se pintarrajean
como si con eso acunaran horizontes.
Las manos líquidas de labiales trasvestidos
inoculan falsos pentagramas,
no hay año bisiesto en una uña que maquilla,
en un labio que se pudre en una tumba.
Esta fuente se deshace y arroja pelucas al viento.
¿Quién caminó sobre sus pecados a medio confesar?
Desvistieron cada muñeca y ocultaron sus lágrimas entre tanto reloj sin cuerda.
¿Dónde estuvo la señora muerte en sus zapatos blancos?
¿Dónde quedó el verde que te quiero verde si solo hay humo en la memoria?
La densidad misma,
tarjetas de crédito y plástico en todos los océanos.

Esta fuente, esta fuente…
Esta fuente gorgotea sangre de unicornios,
tan mal está nuestra soledad.


Prosa

UNA MANO MUERTA SALUDA MI NAUFRAGIO

Todos los puertos están clausurados. Canta mi canción, leva tus anclas, estruja mi sombra. La tarde cae y caen tus lágrimas, así, de soledad inmune.



EN TRÁNSITO
SIN MÁS ADICCIONES NI FALSAS EXPECTATIVAS.

Dejar que la noche se devore a sí misma en algún oscuro rincón del alma, deshabitar aquellos hilos que alguna vez fueron puentes luminosos apretando ese destino hacia una calle sin salida, intentando resolver, a golpes cotidianos, una ecuación desde el inicio mal planteada, una esperanza inocente que se diluye ya en pasos perdidos tras la luna.

Abandonar caminos de fantasía y espejos, triturarse los ojos, las manos, las rodillas; arrancarse los sueños dejándolos ir hacia cualquier cementerio, solo rosas negras serán pasaporte hacia el olvido, una larga cadena de amaneceres y lluvia que ya no me revivirán, negras rosas de silencio, rosas de vacío implacable, horizonte preso en nunca más voltear la vista.
Huérfano, ahora, de vino y tabaco, madrugando sin norte, voz perdida en la arboleda. Tanto ir solo a estrellarme, a repensarme solitario escudriñando viejas huellas en arena, un triste canto de gaviotas sobre un mar embravecido, una gran circunferencia que abandonó su centro, inútil reloj durmiendo sin horas, estrella muriendo lejos de cualquier constelación.

Unos resabios amargos de voces me aguijonean a la distancia. Se ha ido la luz, el multiverso no amanecerá en mi desayuno; ninguna plaza volverá a triangular esa distancia, la pandemia será apenas una anécdota, un paréntesis de temor y mascarillas, la hora final en un juego de abalorios diluidos, un punto aparte en sonrisas que no veré, una lámpara sin combustible mirando por última vez al infinito.

Es la hora de tatuarse un sol muerto, de clavarse las uñas en la garganta, arrancarse uno a uno todos los versos que, atragantados, esperaban la vida. Esta es la hora, la de caer al pozo ciego, inmisericorde, en la contraportada de un libro que no se volverá a transitar, palabras sin sentido, gramática esquizoide en un silabario de hojas marchitas.

Aquella hora en ese huerto donde el todo nos abandona, cuando el silencio nos golpea a gritos en los huesos y la noche nos besa los ojos.

La última cruz, sin salvoconducto, directa a la muerte segunda, un remolino ciego blandiendo su estocada final, sin despedidas, ningún obituario; un corte perfecto y limpio llevándose los dedos del espíritu. La última cruz, trazada en el aire con lágrimas de sangre que no se recordarán.

Llueve ahora.
De medias hojas, de medias lunas, llueve.
Rojos hilillos me atraviesan.

Es la hora de tatuarme todos los soles muertos.



TODO CRÉDITO TIENE VENCIMIENTO

En este callejón sin salida, la muerte me arrincona, me ofrece un año más de vida a cambio de mis manos. Sin emoción alguna advierte que mi tiempo se ha terminado, que nada puedo hacer sin saltarme esta larga cadena de aspiraciones y remordimientos, solo me apunta y exige: mis manos por más vida.

Le respondo: tu cabeza por un año de lluvia en un calendario bisiesto.

No se lo esperaba, baja su capucha y saca de entre los jirones de su capa, una baraja que me ofrece. Naipes cotidianos, todas las postales aún no dibujadas, una colección de sermones y batucadas, inútiles timones en barcos olvidados, llaveros inservibles en noches de eclipse, ruidos apenas audibles para una carabela que flota en una nube de luciérnagas; me entusiasma con viajes a diestra y siniestra. Siniestros, más bien.

Yo también insisto: tu guadaña y un volcán boca abajo.

La muerte no renuncia, nunca lo ha hecho, por lo que sé.

Extiende frente a mí un tablero de cementerios fugaces y rotos, una cierta amalgama de ofrendas amarillas y oscuras, una total muestra tipo feria transuniversal, una tempestad de algoritmos en un cuaderno de agua, pasos lentos en tres dimensiones; intenta ganar su partida, es decir, mi partida…, pero yo tampoco renunciaré, no ahora.

Negociando con la muerte pasaron estos años. Sí. Y tuve hijos, huertos, amantes, amores que no fueron pero que igual fueron y dejaron otros caminos en medio de agujeros negros y enanas blancas.

No toqué sus cartas a pesar de su asombro, me negué a sostener su violín o a caminar sobre sus ojos. Truqué y retruqué cada astilla de su tiempo, enarbolé toda raíz que brotó en mis sienes, no dejé piedra lunar sobre venus y trepé, trapecista sin vértigo, hasta el último cuadrante.

No sé si fue una tregua. Alzó su diestra y me mostró la torre Eiffel.
Orgullo, dijo, solo una vez.

Es lo último que recuerdo en este quirófano en el que me arrancan el corazón.


Acerca del autor

Jorge Alejandro Neira Rozas nació en Chile; es antropólogo de profesión, poeta y cuentista. Escribe desde su juventud apareciendo su primera publicación en 1975, como integrante de un poemario junto a otros dos destacados poetas nacionales: José María Memet y Gustavo Becerra.

Fue luchador social contra la dictadura de Augusto Pinochet y debió exiliarse. Retomando la escritura en 2013, en 2018 ve la luz su primer libro «De nostalgias y caminos».

Al día de hoy, Neira Rozas cuenta ya con seis libros terminados, de los cuales «Mujeres de luz y sombras» está en proceso editorial y «Peldanne» siendo prologado.

El autor es miembro de número de la SECH (Sociedad de Escritores de Chile)

Su página en Facebook: SURPOESÍA.