«Historia de una baldosa», relato de Ángeles Hernández Cruz

Soy una baldosa de gres color beige, de las baratas, fabricada hace más de 30 años. Me eligieron para la edificación de un enorme bloque de viviendas de alquiler y unos albañiles me fijaron con una pasta pegajosa al suelo de uno de los pequeños apartamentos oscuros que dan al interior. No me quejo, pues mi situación es privilegiada, soy la segunda baldosa según se entra por la puerta de la escalera, en la confluencia entre la entrada, la cocina, el salón-comedor y el pasillo; todo un lujo.

En todo este tiempo han pasado muchas cosas sobre mi superficie, cada vez más desgastada y no siempre limpia. No sé por qué, pero por alguna extraña razón tengo una sensibilidad especial para detectar las emociones de los humanos -y no tan humanos- que me han pisado. Comprendo que es difícil de entender. Puede que haya sido un defecto de fábrica o que yo sea la reencarnación de algún ser mezquino, despreciable y soberbio cuyo destino era ser pisoteado por los demás.

Pero aquí he estado muchos años viendo como pasaban (o pisaban) historias sobre mí, sin poder abrazar a sus protagonistas en los momentos duros o reír con ellos en los de felicidad.

Entre mis primeros recuerdos está el de una pareja muy joven. Entraban apresurados, devorando el tiempo con manos y bocas inexpertas, y en el pequeño espacio que ocupo daban rienda suelta a sus deseos. No esperaban a llegar al dormitorio, a pocos pasos, no; preferían la frialdad del gres para llenarla de una excitación que me llegaba a traspasar. Luego se vestían con las mismas prisas y se marchaban. Ahora que lo pienso, y atando cabos, creo que en realidad no eran inquilinos porque el edificio estaba a medio construir.

Más tarde, un matrimonio de mediana edad se trasladó a la vivienda. Ella andaba como si sus pies estuvieran atados por algún tipo de grilletes que no eran sino su anclaje a la tristeza y a su obsesión por mantener la casa siempre impoluta. Me cepillaba con lejía todas las mañanas, algo que yo odiaba profundamente. Era justo sobre mi rectángulo, donde cada noche esperaba a su marido de pie, inmóvil. Por el pequeño temblor de sus zapatillas de andar por casa, yo notaba una débil señal parecida a la esperanza, que sabía a ilusión desgastada. Entonces él abría sigilosamente la puerta y entraba tambaleándose y soltando improperios. La mujer se quedaba un rato más allí y luego, remolcando sus pasos, se iba a dormir al sofá del salón.

Sobre mis centímetros cuadrados han ocurrido cosas terribles pero también otras de gran ternura. Como aquel adolescente que giraba una y otra vez sobre sí mismo mirándose al espejo de la entrada. Yo percibía su nerviosismo a través de las suelas de sus lustrosos zapatos mientras él seguía atusándose el pelo, la chaqueta y el pantalón. No quería defraudar a aquella muchacha en su primera cita.

Y cómo olvidar aquel perro de raza y color indefinibles que esperaba horas y horas enroscado, calentando mi espacio cerquita de la puerta, hasta que llegaba su dueño: un joven callado y gran amante de la música. Todos los días se repetía el ritual del encuentro entre el perro y su amo. Quizá fueron los momentos más llenos de dulzura que mi corazón de gres haya sentido; mucho más gratificantes que los que he presenciado entre algunos de los humanos que han pisado por aquí.

Sin duda lo más trágico y duro que he vivido ocurrió hace pocos años, cuando la cabeza de una joven y bella inquilina impactó sobre mí después de que su pareja le propinara el último puñetazo. El rostro inerte ya no tenía la belleza de antes. Sus rasgos quedaron desfigurados por los golpes y en sus ojos el miedo pedía ayuda. Unos minutos más tarde, que para mí fueron eternos desde mi impotencia, alguien echó la puerta abajo y sentí las pisadas urgentes de la policía y de los sanitarios que llegaron alertados por los vecinos del apartamento contiguo. Demasiado tarde.

También fue aquí donde se arrodilló la señora que vino a vivir sola al apartamento. Era tan delgada que apenas me dí cuenta de su presencia. Aquella tarde alguien había metido un sobre por debajo de la puerta y ella se agachó para recogerlo y leer su contenido. Allí se quedó de rodillas llorando en silencio, abrazando con fuerza aquel trozo de papel y meciendo su frágil cuerpo hasta quedarse dormida hecha un pequeño y triste ovillo. Al día siguiente recogió todas sus pertenencias y se fue para siempre.

Durante un tiempo, una pareja joven vivió en el piso. Cada vez que se encontraban sobre mi territorio, se paraban muy juntos durante un segundo, probablemente para regalarse un beso o una leve caricia. A los pocos meses, detecté cómo los pies de ella se detuvieron y un líquido tibio cayó sobre mí como una lluvia espesa llena de vida . Percibí gran agitación, idas y venidas de pies temblorosos, hasta que salieron. Los siguientes meses se convirtieron en un peregrinaje, día y noche, pisándome con pasos cada vez más fatigados, para intentar acallar el llanto del bebé.

Han sido muchas las personas que han pasado por este sitio: familias numerosas que apenas tenían espacio para moverse y, como consecuencia, yo siempre tenía algún pie grande o pequeño encima. Familias pequeñas y tranquilas que pasaban casi flotando. Parejas que se pasaban el día discutiendo entre la cocina y el comedor. Estudiantes que organizaban fiestas en las que todo el suelo retumbaba por la reverberación de la música y el baile… Muchos vinieron pero todos se fueron.

Pero ahora, después e todos estos años, llegó el momento del final. Los dueños han decidido colocar parqué de madera sobre una capa aislante. Empezaron a instalarlo desde las habitaciones del fondo y probablemente mañana me cubrirán con esa capa que me desconectará del mundo, como un sudario, y dos o tres tablones a modo de ataúd. Ya no podré sentir los pies de la gente que pase por este lugar oscuro, pero lleno de historias.

Nadie me quitará lo que he vivido pero espero volver a reencarnarme en algo diferente: un piano, por ejemplo, o en un botón de ascensor. Creo que también podré percibir las emociones de la gente a través de sus manos.

«Me tocó una señorita», «Algunos códigos gárgola», «Breve recado a la parca», relatos de Orlando Estrella

Imagen by Dimitris Vetsikas

Me tocó una señorita

En la zona norte de la República Dominicana esta ubicado San Vito. Con sus pocas calles, es un poblado situado a pocos metros de la carretera principal que comunica varias provincias de la zona.

A ese lugar llegó una tarde una mujer ataviada con un vestido que no se correspondía con una persona joven y que le cubría las piernas hasta los tobillos. Llevaba una mochila al frente, además de su bulto de viajera.

Muy lentamente recorrió las pocas calles del sitio viendo los frentes de las casas como si buscara algo de su interés. Se detuvo ante una vivienda en la que un letrero rezaba «Pensión familiar económica, agua constante».

Al ver la puerta abierta entró y entabló una breve conversación con la propietaria para luego dirigirse hacia una de las habitaciones.

Allí se estableció la viajera y de inmediato salió a visitar todo lugar donde hubiera conglomerado de personas: parque, iglesias, eventos públicos y demás.

Una noche, durante una de las visitas que acostumbraba hacer al parque, observó a un hombre que gesticulaba con un vaso en la mano compartiendo con unos amigos. La mujer se acercó para observar de cerca mientras fingía hablar por su teléfono celular.

Luego de un buen rato, ese hombre que había llamado su atención se retiró con pasos tambaleantes y ella lo siguió a una distancia prudente. Cuando él se detuvo frente a una casa y se disponía abrir la puerta, la mujer se le acercó al tiempo que preguntó: «¿es aquí que vive una modista que creo se llama Eufemia?». Él se sorprendió por tan inusual visita y luego de observarla por breves instantes le manifiestó que no y que la única que conocía vivía a la entrada del pueblo -sugiriendo con eso que podía llevarla-. Ella le sonrió de manera provocadora al tiempo que le pedía excusas y agregó que hacía unos años la conoció y quería aprovechar su estadía en el pueblo para saludarla.

Luego mantuvieron una conversación de rutina en la que ella siempre introducía algún elemento para extender el diálogo. A medida que hablaban la mujer se le acercaba más y luego dijo que «si no fuera tan tarde me hubieran gustado unos tragos». el hombre se entusiasmó y la invitó pero la mujer le señaló que no estaría correcto que fuera a una barra a esas horas y que prefería algo más privado.

La conversación se tornó en un intercambio más íntimo y decidieron entrar a la casa. Ya sentados en la sala compartieron unos tragos mientras él se sentía el hombre más dichoso del mundo.

Al poco rato y despues de una conversación muy amena, él la invitó a su habitación y no habían transcurrido unos minutos cuando se escuchó un sonido apagado y la mujer salió guardando en su mochila un revólver calibre 32. Se marchó sigilosamente no sin antes llevarse el vaso donde hacía apenas un rato tomaba un trago.

En su retirada iba evocando aquel momento de hace seis años cuando, en una reunión festiva de delegados políticos de la zona, ella se encontraba algo embriagada y este hombre -que ahora yacía con la cabeza destrozada por una bala explosiva disparada desde su boca- le ofreció llevarla a su casa y en el camino la condujo a un lugar apartado dónde la violó siendo ella virgen.

Ella solo recordaba -en aquel trágico lugar, dentro de su embriagues y dolor-, las palabras que retumbaban en su cabeza cuando él decía con un aire de triunfador:

—Cooño que suerte, me tocó una señorita.


Algunos códigos gárgola

Una gárgola está posada sobre un pico de nieve. No está a gusto, pues los copos la hieren. Ella prefiere las lluvias que además de refrescarla le recuerdan su niñez.
¿Dónde se esconden los bebés gárgola? ¿En las cuevas, en las cornisas o en los recovecos barrocos de las azoteas?
Solo a las adultas se les puede observar en su constante vigilia.

En documentos que han sido encontrados en azoteas abandonadas, hay constancia de la educación y de los entrenamientos que reciben en el lugar oculto al que son llevados los bebés gárgola.

También se han encontrado ejemplares de «Juan Salvador Gaviota» que parece ser uno de sus textos favoritos, además de historias sobre fakires y manuales sobre yoga y de control físico y mental.

En manuscritos de poetas gárgola se percibe entre otras cosas la gran cultura que poseen.

Aquellos que fungen como profesores, llevan consigo unas libretas donde están los manuales y lecciones que han de aplicar a los bebés.

Les dicen los profesores:
«A pesar de compartir el mundo de los humanos, somos diferentes y tenemos otros códigos de vida».
«Nos diferenciamos de un dios en que nunca hemos creado nada, cosa que no debe de importarnos, como tampoco tratar de corregir al humano, pues hay que dejarlos a su libre albedrío» .
«No somos dioses aunque muchos lo piensan».

«De lo que podemos estar orgullosos es de vivir en las alturas, no en el suelo donde recibiriamos escupitajos, golpes y atropellos sin importar nuestra dura piel y nuestra horrenda figura, incluso nos ofrecerían limosnas y eso sería intolerable».

«Por esto y otras razones debemos mantenernos en nuestro hábitat, pues de no ser así nos convertiríamos en grandes guerreros y quizás en los peores asesinos. Entonces no habría diferencia entre un humano y una gárgola y nuestra historia y mística se irían a la mierda».

Por todo esto, se les esta prohibido bajar al suelo, so pena de muerte, y si en algún momento se enamoran de un humano, será este que deberá trepar las paredes o, en su defecto, aprender a volar.

Estos datos referentes a su educación se les dan por escrito a los niños gárgola, y dadas sus condiciones de poseer una inteligencia muy superior a la humana son asimilados en poco tiempo.

No es de extrañar lo poco que se conoce de las gárgolas y de su historia, debido a las estrictas normas de conducta en que se desenvuelven.


Breve recado a la parca

Cuando llegues a mí, certera como siempre, no encontrarás a un hombre ocioso, sino que verás a un ente con energía y no a un muerto-vivo como esos zombis que ya se han entregado a la nada y solo esperan el decreto que los declare oficialmente muertos.

Tendré en las manos un lápiz o pincel o una cortadora de metales o quizás, algún objeto que me permita honrar la soberanía .

Tendrás el orgullo de saber que encontrarás a un hombre de trabajo que no huirá de ti ni de su destino, como lo hace de aquellos vivos que no buscan su carne sino sus ideas, y esas, valen demasiado, para asesinos tan pobres.

«El aljibe», «Sermón de la meseta», relatos de Silvio Rodríguez Carrillo

Imagen by Phuong Nuyeng

El aljibe

Ató un extremo de la soga a su cintura, y el otro al tronco del arbolito de naranjo que estaba a unos dos metros del aljibe. El albino, de unos doce años, siguió la operación sin decir ni una palabra. Comprenderás, le dijo Li al albino, que estas son cosas que hacen los poetas, y que alguna vez harás si te dedicas a escribir. Seguidamente, Li comenzó a deslizarse por dentro del aljibe como una araña, extendiendo brazos y piernas hasta cubrir el reducido diámetro de ese túnel vertical que pareció tragarlo. La soga resultó una precaución algo más que molesta.

Al llegar al fondo, Li confirmó lo que los últimos meses habían predicho, una total y absoluta sequedad. No había llovido desde el último verano y el fondo del aljibe estaba completamente seco. Desanudó de su cintura la soga y se sentó sobre la loza, asumiendo en su respiración la tranquila oscuridad de ese fondo con el que convergía en frialdad y falta de luminosidad, y se entregó al desasosiego. Él había construido el aljibe y la aldea lo relacionaba con él, si en el aljibe no había agua era su culpa, no importaba que hubiese llovido o no. Era simple.

Li comprendía la locura y la culpa, y por eso sabía que su realidad no tenía salida. En la aldea pensaban que el aljibe se tragaba el agua de las lluvias antes de que caigan, y que él era el culpable de la situación, de ahí que le dieron plazo hasta esa noche para que llueva, de lo contrario lo torturarían. En su momento Li pensó en razonar, pero se dio cuenta de que esa gente era irrazonable, lo intuyó cuando celebraron que el aljibe podía contener el agua por semanas, y lo confirmó cuando lo nombraron ciudadano azul sin consultarle.

Ahorcarse le ahorraría la tortura, pensó Li, pero ahorcarse era una de esas cosas para las que no tenía práctica, y que exigía una cuota de valor que entonces puso en duda. Entre el terror a la tortura, y la falta de valor para el suicidio, memoró los infelices poemas que le escribiera a Sue Yang, que le valieron sus favores y cierta fama de poeta que le ganó un adepto incondicional, el albino, que más arriba hacia de custodio y cuya tarea era dar la voz de alerta si acaso decidía escapar. De eso se trataba, ¡del silencio del albino!

Volvió a anudarse la soga a la cintura y comenzó a trepar por las paredes cuesta arriba, convencido de que tendría éxito en lo que se habría propuesto, esto es, darse a la fuga y que el albino no diga nada hasta que se haya perdido en el horizonte. No pensó que toda la aldea estaría esperándolo arriba, ni que el albino había abandonado su puesto de vigilancia ni bien descendió, ni que la misma Sue Yang encabezaría a la muchedumbre, y menos aún, ahora que sentía el frío de las primeras gotas de lluvia, que comprendería lo que es salvarse.


El sermón de la meseta

Entrenas por curiosidad, por ver de qué va la cosa, hasta que le sientes el ritmo y algo te impulsa a ir a por más. Entrenas hasta cansarte, hasta el absurdo de llegar al agotamiento y lesionar lo que siempre debiste cuidar, pero que nunca te lo advirtió nadie. Entrenas hasta odiar imponerte cualquier entrenamiento mientras continuas entrenando. Entrenas hasta sentirte dueño de cada uno de tus movimientos, de cada pulsación y cada respiración, siempre a mitad de camino a ese equilibrio que no llegará jamás. Entrenas hasta que el único rival es tu reflejo cuando avanzas de espaldas al sol.

Viajas por oficio, y aprendes a ser el extraño que fue enviado porque sabe lo que ignoran los nativos. Viajas porque confían en que podrás hacerte similar a los lugareños y desde ahí establecer lo que no estaba previsto. Viajas porque en donde estabas no había sitio sino para lo de siempre todos los días, porque hay algo en el ticket que con cariño y desprecio sujetan tus dedos. Viajas porque puedes mirar a los ojos del que te pide el pasaporte y leer su vida entera, aunque te doble en edad, sin que él tenga posibilidades de hacer lo mismo.

Escuchas por impulso, midiendo la emoción alegre o rencorosa de quien cierra la puerta de un auto, la rabia el desgano o la fe en el roce del cuchillo con el tenedor cuando alguien cercena las verduras de su ensalada. Escuchas, veinte años después, el silencio de tu maestra de escuela antes de dormir, el griterío en el patio de recreo, y tu propio llanto desde la alta lejanía del castigado. Escuchas la mudez del que no habla porque se acostumbró a no tener con quién hablar. Escuchas el crepitar de los carbones relajando los modos del asador que nunca finge.

Transcurres la noche por estigma entre maldito y bendito, como si nada te faltara y nada te bastase, como si sin nadie estuviesen todos, o tan sólo los escogidos por tu querencia a prueba de juicios. Transcurres la noche como buscando llegar a la madrugada para decirle con los ojos abiertos cómo se soporta el día con los ojos entrecerrados, en una suerte de batalla que te tensa las espaldas no decirla, y que sabes es el precio de compartirla. Transcurres la noche con las manos abiertas a lo que no llega, por si ocurra la siembra, ese gesto genial, desconocido.

Y persistes, es así que persistes, con la altanería de un faro que ni busca ni se expone, tan sólo estando ahí, recibiendo la bravura del oleaje de silencios por abajo y la luminosa sordidez por arriba. Persistes en tu musculatura emocional, flexible e inquebrantable en su propio código de espiral que escupe como engulle. Persistes en tu condición de incondicional porque cuando ya nada queda levantas un nombre y lo vuelves tu aliento. Persistes porque siempre te queda otra, pero la que quieres es la que tendrás. Porque el vacío como el lleno no te acaban de poblar el pulso.

«Eternidad trasmutada», «Espantando a mis ojos de los otros», «Vendo libros», «Abandonado», relatos de William Vanders

Imagen by Gabe de Jong

Eternidad trasmutada

«Entré a la casa tocando con el dedo índice la pared del zaguán. Desde antaño supe que las paredes son archivos memoriales que rinden honor a los no presentes. También cuentan horrores, sospechas, suspicacias y a veces guardan el secreto de cada secreto susurrado. El dedo índice es especial. Es el dedo creador pero también el asesino. Pocos saben que en su milimetritud semicircular hay decenas de sensores capaces de traducir el significado de todas las humedades, de los salitres, de esas voces encapsuladas que aguardan el instante justo para pronunciarse. Sin dedo índice las paredes son mudas… pero la mudez es habladora, es una especie de excepción a la regla: si te concentras notarás un crepitar invisible de mariposas fantasmas y ahí está el código… cierra los ojos, camina en silencio, acerca tu palma derecha sobre el muro, sin tocarlo, y encuentra el significado de la vida oculta de un pasado insospechado.»

Lo mencionado con anterioridad es una copia exacta de una nota envejecida que hallé dentro una pequeña lata oculta tras un ladrillo falso sobre el dintel de entrada a la cocina. Nunca supe quién la escribió, ni si el autor habría sido el anterior dueño de la hacienda. Lo cierto es que hice la prueba, coloqué mi dedo índice en todas las paredes de la casa. No hubo susurros ni secretos ni voces encapsuladas ni mudeces habladoras ni mariposas fantasmas ni códigos revelados.

Esa noche fui a dormir temprano, cosa rara en mí. Jamás duermo a las 8 de la noche, casi siempre lo hago entre las cero y las dos horas porque tengo la plena facultad de saberme vivo en un día nuevo, de modo que si me sorprende la muerte antes de despertar, tendré acceso a la eternidad transmutada sin la polvareda de un día viejo.

Amaneció. No fue necesario abrir los ojos. Supe que amaneció por el característico frío de las siete de la mañana y por el mismo pájaro carpintero de hace 10 años accionando su eterna inconformidad: encontrar refugio diferente cada día. No sé porqué lo hace ni cómo lo logra, pero entre sol y sol siempre tiene una guarida nueva.

Me senté en la cama, giré mi cuerpo hacia la derecha, puse ambos pies sobre el suelo, respiré profundamente, subí mis brazos, entrelacé las manos, proferí voces ininteligibles y por fin me puse de pie frente a la pequeña ventana de la buhardilla. Caminé los mismos doce pasos hasta el baño pero ya no había baño. Las paredes tornaron su antiguo color marfil a uno cobrizo. Los espacios se habían reducido. La altura del techo se retrotrajo un treinta por ciento y hasta yo me hice más pequeño. Me dije: o estoy soñando o mientras dormía algo me hechizó para castigar mi osadía de evadir a la muerte. En medio de la confusión, recordé que este tipo de experiencias son producto de una alucinación hipnagógica en la que es imposible reconocerse despierto. Es como una cárcel onírica desprovista de cerrojos y la única salida es semiatarse en cada mano -previo al dormirse de brazos abiertos- una esfera metálica hueca, de modo que al soltarse alguna y caer al piso, produciría ruido suficiente para autoliberarse del trance y quedar completamente consciente y con el reconocimiento de la realidad real del entorno.

Lo cierto es que no puse esferas metálicas huecas, semiamarradas en cada mano, que tampoco estaba inmerso en mi sueño y que sí había despertado; que en realidad todo era diferente y más pequeño: me había convertido en un hombre diferente, de menor estatura; un habitante del espejo, un individuo hecho del reflejo de otro reflejo, sin relojes, sin luz ni oscuridad, solo una vida a secas y sin trascendencia.

Dicho lo dicho, este raro existir me pareció adecuado a mi soledad. Confieso que la sensación de extravío es indecifrable, pero se acomodó en mi nueva espacialidad sin desajuste. Lo sé, es extraño. Acaso he muerto en la vida o en la muerte estoy vivo?


Espantando a mis ojos de los otros

Los gallos suelen anunciar el amanecer con tres horas de anticipación, como si se supieran libres del influjo demónico de las cero horas. No importa que el sol se oculte, ellos saben que está ahí y que deben cantarle a las serpientes sus próximas rutinas de caverna. Los gallos no están en el mundo para despertarlo, están para las sierpes, son sus agoreros de luces.

Como preludio de alborada voy al cobertizo por madera para el fuego. Jamás me gustó el mate, siempre preferí el café. El mate cocido sabe a agua de hoja verde de banano y ni por más que lo endulce me agrada. Solo cuando le agrego leche de cabra es que puedo tolerarlo, además, entre mate y café, ni la costumbre hace que el amargo sea de mejor calidad que las semillas tostadas de las rubisáceas. El café es como el cacao, alimento de los dioses. Entre Bistrea y la Teobroma animo mi jornada labriega, sea porque labregue las páginas y junte letras para decir algo, o porque vaya por hilo pabilo para amarrar las ramas de los tomateros. Los indígenas aseguran que el matecito es un regalo divino, pero mi ancestros me enseñaron que no porque algo sea saludable debe provenir del cielo, uno nunca sabe con qué tierra infernal fue cultivada la yerba.

Digo para evadirme de la muerte. Nada de lo anteriormente dicho es lo que quiero contar. Solo es un divague o un espejismo. Algún yo haciéndome sombra y susurrándome tonterías. Lamento haberme perdido en años de lucha estéril. El minutero marca la palmas de mis manos y me cuenta que poco más allá de la línea 700, mi vida hallará una curva final y ya no retornaré más a este cuerpo. La madera carbonizada crepita. Es tiempo para beber nuevamente a los dioses y espantar a mis ojos de los otros.


Vendo libros

Era casi de noche. Los libreros bajando santamarías. El frío, penetrante. Entre las sombras de un ceibo, unas manos abiertas tanteaban nerviosamente el aire al mismo tiempo que una voz vívida, muy potente, resonaba: Soy un ignorante, vendo libros. Y lo repetía incesantemente con variaciones: Soy un ignorante. Vendo libros…no los leo. Señor, señora, vendo libros, soy un ignorante. Ignoro el contenido, vendo portadas. Vengan, vengan, tengo los mejores libros.

Asombrado de tan peculiar personaje y siendo asiduo visitante a la feria de libros de segunda mano, me acerqué poco a poco y pregunté:

—Señor, disculpe. ¿Ya va a cerrar?

Repentinamente, la luz de todos los faroles recién encendidos parecía desplazarse a los ojos del librero, al punto de iluminarlos con una especie de ceguera, como cuando alguien habla contigo y te mira como si no te mirara. Esa mirada del loco que se hace el distinto, el profundo, el especial: el imán que extrae del corazón de la tierra las verdades inquebrantables. Y justo ahí, con los ojos alumbrados, su voz golpea mi caja toráxica.

—Dígame, qué le trae a mi tienda, qué libro busca, qué cosa rara anda palpando en lo intangible.

—Pues, busco un libro que sacuda las risas y hable de cómo poner a caminar las cosas.

— Je, je, je. Si no me dice el nombre, me temo que no podré ayudarle. Al menos el nombre del autor.

—Fíjese, no tengo ni el título ni el autor, solo busco un libro que describa los artefactos que caen luego de sacudir a las risas y que especifique los detalles para armar los componentes capaces de hacer caminar lo inerte sin usar energías o combustibles.

—Mire, soy un ignorante, no leo los libros, sólo los vendo.

—Y cómo es posible que un librero nunca lea lo que vende, ni siquiera el resumen de las solapas.

—Sencillamene no me interesa leer.

—Entonces es un analfabeto.

—No, se equivoca. Sé leer perfectamente.

—Ah, entonces no es un ignorante.

—Llaman ignorante al que no lee, al que quien como yo, vende libros y no los lee o no conoce su contenido. Yo vendo libros, no el contenido de los libros. La gente viene aquí a comprar lo que otros dicen sobre los libros y se los llevan y los leen y hasta escriben sobre ellos o hablan con otros sobre el aprendizaje que les dejó el libro o simplemente leen y se quedan callados.

—La ignorancia tiene nombre pero desconocía que tuviera múltiples significados.

—En realidad no soy ignorante por no haber leído jamás a Foucault, Nietszche, Adorno, Bachelard, Khrishnamurti, Bergson, James, Lacan, Freud, Jung, Montesquieu, Piaget, Dewey, Unamuno, Cervantes, Huidobro, Neruda, García Márquez, Saussure, Pierce, Fromm, Asimov, Bradbury, Séneca, Platón , Aristóteles… solo leí 4 libros en mi vida, aparte de los libros de enseñanza primaria.

—Interesante. Y cuáles fueron esos libros que leyó:

—En orden: La puta respetuosa. La imitacion de Cristo. Un hombre acabado y el Mono vestido.

—Madre mía, usted sí que hizo una selección interesante. Y por qué no siguió leyendo.

—Ya lo ve en mi ojos. O es que acaso se está haciendo el que no sabe para molestarme.

—No le comprendo. No intento incomodarlo.

—Acérquese —el hombre me tomó del brazo con su mano zurda con tal fuerza que me creí hombre muerto—
Escuche mi susurro: La luz me cegó para siempre y desde entonces solo veo murciélagos blancos.

Hubo una pausa infinita y las luces, sin moverse, retornaron a los faroles.


Abandonado

Amanecí con un reloj anudado en la garganta y un tragarruído de adorno en cada oreja. Me sentí extraño todo el día. Los sonidos eran elefantes y mi cara el mutismo de un hambriento lleno de miedo.

Cuando retorné a casa todo goteaba. La vajilla repleta de agua de lluvia. La nevera hecha un bloque de hielo. La cama una piedra transparente y el espejo del baño lleno de cangrejos y despedidas.

«Desamar en tiempo de cólera», prosas breves, Gavrí Akhenazi

Pediluvio


Dentro de este lugar el silencio es un inmensurable eco que se hace maquinalmente pulcro en los rincones y ambiguo y anchuroso mientras flota pegado sobre el aire.

La elección de hacer las cosas sucias me está permitida en el contexto de la desolación, como a la luz se le ha concedido volverse magia refractando en un prisma.

Se ausentaron las moscas y los peces son gotas de alabastro panza arriba, o redondeles de mecurio cósmico, enredado en el moho de un agua podrida por cadáveres.

Me lavo los pies en ese charco quieto, donde la bruma verde se ha adherido a la cárcel del vidrio y el olor a abandono trepa todos sus muertos a mi olfato.

Dejé morir los peces del demiurgo como murió la luz cuando trabé con maderas las ventanas que siempre dan al viento y abandoné las plantas a un desierto cerrado hecho todo de muebles y sin sol.

Profano los recuerdos como un bárbaro.
Dentro de la pecera caen lágrimas.


De(h)errumbre

La luz se ha derrumbado.
Debajo de la luz, soy una sombra que escapa por un hueco.
La luz se ha derrumbado sobre mí, igual que la memoria.
Anaqueles de luz se han derrumbado con sus libros monótonos encima de mis libros y todos confundidos, somos papeles viejos.
Pero no llega el viento a hacer limpieza.

La luz no existe más.
Tampoco el aire.


Apex vacío

Larga piel de agonía. Subluxación del alma que no se amolda al hueco en que le sobra espacio porque es poca y se retuerce, tratando de agrandarse hacia la vastedad de estar sin nadie.

¿Quién entiende de luz en estas sombras en la que el grito es una flecha opaca y mata ciervos de tela y de peluche?

Sólo ambulan dragones de Komodo en la parafernalia de esta boca con más dientes que aquellos de lo humano y una lengua infecciosa como un antro de prostituir ángeles de vidrio.

Igual estoy en paz desde el retorno.
Toda sombra es aquello de lo impune.


Canto de la herida

Que todo sea un apagón de sangre. Un sitio de metales que rodean un latido penúltimo y disparan – fiera violencia rota – destiñendo la boca de la carne hacia un cementerio de cerámicos.

Que todo sea un apagón de sangre. Una boca deshecha que se abre con hondo estremecimiento muscular y tiembla, precipitada como alguien que corre, boqueando como alguien que gotea su último estertor amurallado y acaba, dulcemente, en un sopor de charco que coagula.

La sangre es lo más íntimo de un hombre.
Pinto en rojo tu nombre sobre el karma y luego resucito, ya vacío.


Las frases en la sombra

Es tan dulce que amarga esta boca sin fresas ni melones. Pero es así, preciosamente húmeda como todas las gotas en las que el sol estalla, como un diamante extraño en la más sumergida de las minas.

Es raro lo que pasa pero pasa.

El tiempo es tan escaso entre las bocas, que no voy a gastarlo con preguntas.


*

Luego la luna llueve esos pájaros torpes.
Y ella mientras no escapa, siempre se ingenia para perder el zapatito.

Sutilmente sabia, conoce la ansiedad de todo sapo por convertirse en príncipe en los cuentos.

Entonces fragua un cuento y soy feliz.


*

Ya estoy viejo y bruñido de huracanes.
Remonto mis riberas como un eterno y Caronte canoero, que va de un lado al otro con sus muertos a bordo.

¿La subo? ¿No la subo?

Hace dedo en la orilla y me hago el tonto.

Su dedo que hace dedo indica al sol.

Sobre mi espalda, cada vez más sombra.


Zonda


Ya sonaron las seis y sigo fijo en la espesura dócil de mi espanto, porque aparto una memoria y nace otra, como en la selva cuando vas abriendo y siempre hay hojas y hojas adelante y pienso en la malaria y en estas manos que luchan contra el viento.


Pero regresa el viento desde esta huella honda que es la vida debajo del esternón. Regresa el viento como algo incontenible y me llena los ojos con álgidos demonios de mí mismo.

Nunca me dije ángel, ni me concebi ángel ni busqué parecerme en algo a ser un ángel, pero me vendrian bien menos demonios royéndome los ojos mientras lloran.

Recuerdo demasiado como para estar vivo.

*

Lo malo es vivir para contarlo. O para callarlo.
Pero las manos tienen el tacto de la vida, como toda la piel; pero las manos que son ejecutoras se cuestionan el don de acariciar porque han tocado todo lo que es pólvora y conservan un largo olor de sangre que mi sangre no lava.

Y conservan un largo olor a piel ausente que mi sangre no lava.
No se lava.
Yo me seco una vez más las lágrimas.
Y el olor permanece ahora más húmedo.

*

Vos sos un poco sórdido, medio dark, siempre tan reservado y autosuficiente, tan observador de las conductas y tan oportunista a la hora de las resoluciones.

Oportuno, lo corrige Freak y Viktor asiente y dice, sí, sí oportuno, de dominar la oportunidad, de ser a tiempo.

¿ Un águila? susurra Iñigo desde más atrás.

No, un cuervo, le respondo y Víktor se sonríe mientras dice por primera vez : Bad Raven, Bad Raven…como si fuera la voz de un dibujito.


Amor de mi cólera


Hasta qué norte llegará el reclamo y hasta qué sur tendré que hacer silencio, como si yo jamás fuera importante en tu tablero raro de piecitas en orden decreciente.

Hoy leí tantas cosas que estoy mudo.

Se hicieron emigrantes mis palabras y apenas queda suelo en que poner la piel de mis zapatos. Y en el mar de las dudas pesco perlas de cal, perlas de arena y perlas que palpitan, cazadoras, pero infructuosamente.

En esta rota red, todo es memoria y dádiva y todo es pleitesía al rey de los adioses que no tienen remedio.


¿Y qué hago yo en tu templo, deshonrándote?

Y qué hago yo en tu templo y de rodillas, como un sacerdote que maldice al dios que lo alimenta y se lleva la ofrenda a sus estancias, para comerla a solas.

Tan sin y tan ajeno que me espanto de haber dejado de ser en quien confiabas.
El culto del amor me dejó solo.

Un relato de Ángeles Hernández Cruz

Cenicienta sin baile



«¿Ya son las cuatro?», pregunta Inmaculada por quinta vez. « Date prisa y hoy, ponme la rosa en el pelo, que se vea bien».

El ritual se viene repitiendo cada tarde desde hace un año. Su sobrino Pedro o la cuidadora que está de turno en el Centro de Mayores donde reside la anciana se encargan de acicalarla. Le peinan su abundante pelo blanco, le ponen carmín en los labios, un foulard de colores vivos al cuello, y su rosa, siempre roja, en algún lugar visible. Después, empujan su silla de ruedas y la colocan al lado la ventana que da al pequeño jardín interior del edificio.

Ella sonríe como una adolescente, y en sus ojos se percibe el brillo de una ilusión antigua resucitada. Se asoma a la ventana mirando de reojo a ambos lados del jardín con pretendido disimulo y espera. Espera hasta las cinco, la hora de la merienda.

Cuando la separan de la ventana, sigue con la sonrisa en la cara -de hecho, ya se ha convertido en parte de su rostro- y dice en voz alta: «¿Qué habrá hecho mi Antonio esta vez? No lo dejaron salir del cuartel. Estará arrestado como siempre». Entonces se quita la rosa roja de tela y la guarda bien tapada en una caja de madera sobre la cómoda.

Cuando era muy pequeña, Inmaculada sufrió una caída que le dejó graves secuelas en la espalda. Tuvo que pasar gran parte de su infancia en cama y no pudo asistir a la escuela para aprender a leer o escribir. Recibía los mimos y el cariño de su padre que cada noche se sentaba a su lado a contarle cuentos, y la familia destinó buena parte su escaso presupuesto a la medicación para la pobre niña.

Todas aquellas atenciones tuvieron resultado. A los catorce años Inmaculada logró levantarse y poco a poco empezó a hacer una vida normal. Sin embargo, sus dos hermanas pequeñas no pudieron contener unos celos enfermizos que habían crecido en sus adentros y se afianzaban con raíces profundas. Con el tiempo, la joven pasó de ser cuidada a cuidadora. Al morir su padre, ella se quedó a cargo de su madre y de los hijos y nietos de sus hermanas. También fue cocinera y criada para ellas. Nunca tuvo un día de descanso en muchos, muchos años.

Cuando su madre y sus hermanas fallecieron, Pedro, el único sobrino que realmente la había querido -incluso más que a su propia madre- la ingresó en la mejor Residencia de Ancianos que su sueldo le permitía, y allí es donde Inmaculada por fin encontró la felicidad. Tiene su propia habitación con aire acondicionado, le sirven la comida, acude a una sesión de peluquería y manicura cada viernes, aprende a pintar y hace amistad con otras personas de su edad.

Hace un año, buscando una prenda de ropa dentro del armario de la habitación de su tía, Pedro encontró un hatillo perfumado. Era un fajo de cartas amarillentas. Al verlas, la mirada de Inmaculada se oscureció. Explicó que eran las cartas de un pretendiente, un soldado llamado Antonio, que había conocido cuando ella apenas tenía dieciséis años. Como no sabía leer, eran sus hermanas las encargadas de desvelarle el contenido de la correspondencia que el joven recluta le estuvo enviando durante un mes. Se trataba de un recuerdo muy doloroso, pero también la única vez que un hombre se había interesado por ella y por eso lo guardaba.

Cuando sus hermanas le leían aquellos manuscritos, entre ridículas y exageradas frases de amor, aparecían burlas hacia su físico e insinuaciones de baja moralidad. Estaba claro que aquel chico solo quería aprovecharse de su inocencia. Inmaculada no podía creer la persistencia de Antonio en aquella clase de misivas, pero sus dos hermanas insistían en que tenía que oír lo que contenían.

Pedro se sentó, extrañado por aquella historia que desconocía, desanudó la cinta del paquete y leyó las cartas. Eran unos textos llenos de dulzura en los que el joven Antonio confesaba su amor a una linda muchacha que a veces le sonreía cuando él pasaba cerca del patio de la casa cuando ella se ocupaba de las labores domésticas. Le pedía que si ella sentía lo mismo, se asomara a la ventana trasera a las cuatro de la tarde con una flor en la mano. Esa sería la señal.

Antonio le repetía siempre el mismo ruego, la misma consigna: «una rosa roja, es todo lo que espero, no lo olvides», hasta que en la última carta se despidió diciendo que lo habían destinado a un cuartel en Santander, muy lejos de la isla canaria donde vivían, y que lamentaba mucho que su amor no fuera correspondido.

Pedro se llenó de indignación pensando en lo que su madre y su otra tía habían hecho con el alma pura y buena de aquella mujer. Después de pensarlo un tiempo, una tarde le dijo a Inmaculada que iba a leerle de nuevo las cartas, que no se preocupara porque no contenían nada ofensivo y le mintió diciendo que probablemente su madre no las había interpretado bien.

La anciana escuchó con atención las palabras que su sobrino iba desenterrando de aquellos papeles que había guardado durante tanto tiempo. Cuando Pedro terminó, pudo ver que a Inmaculada se le había iluminado el rostro con una luz que irradiaba esperanza.

Desde entonces, cada tarde, a las cuatro, espera a Antonio asomada a la ventana con su rosa roja.

«Hojas en sombra», algunas prosas breves, Gavrí Akhenazi

Tirria in terra


Me aburrí todo el día.

Es esta puta indiferencia hacia las cosas lo que me tiene inerte como un alga flotando encima de tanto estancamiento.

Me siento estancado también yo, porque la adrenalina se transforma en una droga dura cuando se ha abusado de ella tantos años y pasa su factura cuando llega la calma al músculo en alerta.

Fofo de corazón y de cerebro, voy perdiendo motivos por fuera del combate.

No me estimula casi, casi nada y esta molicie de predador al pedo me trepa por las ganas de portarme mal; entonces obedezco, pongo cara de perro boludo que no quiere disgustar al dueño y digo: כן,כן,כן, mientras por dentro de mí, mis dientes interiores mastican a mis dientes que pujan por morder lo tan estólido.

La chatura ha llegado como un pariente que se quedó sin casa, una vez más.

Sin embargo parece el preferido de toda la familia. Y uno ahí, aguantando su charla de invicta boludez. Y uno ahí, buscando la forma de salir por la ventana o meterle una granada en la garganta, para verlo estallar salpicando todas las paredes con su minúsculo cerebro de maní.

¿Y después qué? Después estalla y ¿qué? ¿Sirve de algo o vamos a quedarnos hasta sin su cerebro de maní?¿Y después qué? ¿Vamos a extrañar sus simpatías de mascota que tiene una para cada ocasión y ya no distinguimos, los demás, a quién quiere o a quién odia, porque a todos les da la misma mano, esa de congraciarse?

Estoy en el momento del desprecio, cuando me siento diferente a todo por aquel tema de la adrenalina que tuvo siempre en jaque a mis sentidos, sin permitirle descansar jamás a esta extinta furia creativa que ahora me bosteza en el estómago y apelmaza mis manos a un almohadón untado con perfume en el que me limpio el semen de la paja.

En el fondo soy, sin duda, un psicópata. Tengo varios niños muertos en mi haber, entre los que también cuento al que yo fui.


Correr por la vida


Me desperté a las cinco, como siempre.

El sueño es una cosa que no ceja su abandono. Un amante irrecuperable que en realidad no tuve, pero que imagino me está destinado, aunque sólo sea en el deseo por él que habita en mí.

Hoy corrí con mis hombres.

Antes de las heridas corría siempre con ellos esa cantidad abundante de anfractuosos kilómetros que los dejaba exhaustos y a mí me ocupaba una parte del día a desvivir.

A mi edad aún me gusta correr y sigo haciéndolo sólo porque me gusta, porque quiero, no para demostrarle al personal –como en mis otras épocas– que si yo puedo resistir hasta el final, ellos también.

Ahora corro por mí y para mí, junto con ellos, como esos perros largos de la estepa africana, que trotan de alegría, inexplicables. Cargo la mochila de combate y corro como un gamo que se siente gamo y se transforma en gamo a cada tranco.

El teniente médico protestó un poco cuando me vio salir dispuesto a la aventura.

Sus heridas, señor…

Pero quedarse preso en las heridas es no saber sanar.


בית קברות


Quise quedarme más.

Seguramente hubiera pasado todo la noche aquí, junto a tu tumba.

Quise quedarme todo el tiempo posible, pero me echaron al final, con malos modos. Cada quien cuida aquí su propio culo. Lo cuidan mientras me entienden y me echan y me dicen que ya sonó esa estúpida queda que tiene toda guerra aunque no exista, pero que vuelva hoy cuando amanezca y me quede si quiero, todo el día.

¿Qué hago conmigo yendo de tumba a tumba, convertido en fantasma que hace preguntas que nadie es capaz de responder?

Del amigo al abuelo voy y vuelvo como esos peregrinos que tienen que llegar a sus santuarios para darle sentido a lo que han hecho.

Voy de una tumba a otra.

Voy de mi tiempo de holganza al de la guerra, antes de las obligaciones de matar y en su intermezzo. Voy desde una tumba a otra.

Y la rodilla que se clava en tierra no hace de antena a nada. No recibo mensajes de mis muertos.

Pero yo sigo aquí. Cumpliendo mi deber yo sigo aquí.

Mis muertos jamás tendrán vergüenza de que yo todavía sobreviva.

«Pagoda, otras prosas breves», Ana Bella López Biedma

Yo sé que no soy pájaro ni vuelo. Apenas polvo suspendido en el aire. O alguna cosa frágil, delicada, un respirar de loza, la sombra en un cristal.

A veces me pregunto que se siente afuera de esta yo que se arrebata siempre cielo adentro. Polvo a contraluz extrañamente quieto. Polvo sin viento. En espera.

Como un lugar donde nunca entra nadie. Como un espacio solo. Solo.


Escribo puentes de cristal, diminutos, invisibles al tedio o a la prisa. Filamentos de luz que con la luz se quiebran. Tejidos con las manos aun niñas, libres de culpa o de razones. Apenas una respiración cercana basta para que se diluyan en el aire y desaparezcan.

Pero yo escribo puentes de espuma sobre la piel del mar, salpicados de sal, como ese primer beso que no llega y se queda en el borde de los labios, vestido de promesa. Puentes que solo esperan pero que nunca esperan. Ajenos a la lluvia en mi ventana, o al monótono gruñir de la lavadora. Ajenos a la vida.

Escribo puentes hechos de palomas mensajeras. Puentes que no dicen nada, y no quieren nada. Miles de puentes que parten de un lugar que es solo mío. Puentes perfectos que a veces, casi sin darme cuenta, alzan el vuelo.

«Espacio abisal», Ronald Harris

Imagen by Matikay

Dios bendijo tus caderas de princesa porno, de cenicienta de prostíbulo. Dios te montó con su espada de tinieblas y te dio el nombre que hoy nos multiplica en los burdeles de tu alma. Y al tocarte entendí la primera proporción del vacío: tu garganta alojando a un ser extraño. Al tocarte me di cuenta que solo somos sombras acudiendo al llamado de la carne, fantasmas que retornan a la realidad cuando los convoca la lujuria, espectros alojados en ese espacio abisal oculto tras el pubis.

Aun así ven y enciende la lámpara genital que arderá por nosotros toda esta cruel y larga noche.

Ven y deja como prenda el estigma de tus senos que brillan como astros desdichados.

Ven y grita lo que nos queda por decir, con las manos, con la lengua, con las uñas, con los dientes, con las venas engrosadas de placer y soledad; las acariciaré suavemente hasta que te duermas sobre mí, hasta que te abandones en mi pecho mientras mi corazón te abraza los oídos, mientras el calor de mi cuerpo de hombre te proclama diosa y ofrenda y mis ojos apenas abiertos, vean como desapareces hecha milagro, justo antes del amanecer.

«Instantáneas», prosas breves de Morgana de Palacios

El fatum o el factum, qué más da.
Ambos se alían para romper el vicio de mirarnos.

Pienso en untarle cocaína por dentro de la boca, mientras él se quita las manos sucias y las tira en el lavabo para no acariciarme.

Aún así, no puede evitar hacerlo con los muñones. La aspereza es la misma.

Me hormiguean los labios mientras sangran de gusto.


Me acusan de abierta indiferencia, pero estoy llena de puertas cerradas a las que nadie llamará.

Soy una especie de regalo envenenado que se mira de lejos con un cierto deseo, pero no se desenvuelve jamás por miedo a que te estalle ante los ojos.

Ante los míos, se curan en salud.



No admite que el peligro es una droga y siempre da otras razones para justificar su búsqueda.

Voy a tirar de él hasta vaciarle todos los cargadores en la adicción del alma.

Ya veremos con qué dispara la próxima sobredosis.


No soy yo quien le maquilla la cara a la muerte y le pinta de seducción los ojos, ni quien perfila los labios de la desolación para que luzca una sonrisa lenitiva.

Tampoco soy la inyectora del bótox que tensa el músculo flácido del corazón.

Siempre fue cosa de otra la estética de la alegría.

Yo sólo me detuve, entre la guerra de las galaxias y los puentes de Madison, a escuchar la tormenta.

Ni siquiera me importa que me quiten la lluvia.

Por no tener, no tengo ni sed
.



Yo veo lo invisible, tengo un arte especial para ver lo oculto en la lejanía. Pocos secretos y menos emociones están a salvo de la delicada virtud de mi ojo fanático.

En las distancias cortas, sin embargo, no soy tan eficiente y más de una vez me falla estrepitosamente la intuición.

Por algo dicen que el amor es ciego.



Tiene hambre de mí.

Soy carne cruda y congelada, expuesta en la vitrina del desarraigo, pero él tiene hambre.

Se ha comido mis brazos, mis muslos, la parte superior de mi cabeza y hasta mis alas desplumadas, pero sigue mirándome con ojitos caníbales cuando las tripas le hacen borborigmos.

Tiene un hambre ancestral que sólo saciará si se come mi boca. Esta boca mía de urraca tísica devorancianos, y más si son cubanos e insaciables.


Todas las democracias esconden una dictadura que imponen a sangre y fuego llenándose la boca de justicia, cuando no hay un gobierno que no tenga las sentinas repletas de crímenes impunes.
Ni equilibrio ni honestidad ni cuernos en vinagre.

El paraíso de los sádicos es este puto mundo sin conciencia.

Anoche soñé que uno me borraba la cara a besos.


Yo no soy como tú.
Casi estoy segura de que a los hombres no hay que darles tiempo para que te abandonen con cualquier excusa.
A los que amas, menos aún.
Mal puedo darte mi versión sobre qué es lo que se siente al ser abandonada.

A mí los hombres se me desmemorian, se me enloquecen, se me mueren sin pedirme opinión o directamente me asesinan mientras me besan a oscuras contra cualquier pared que les pille de paso. Eso sí, por no dañarme de más y que pueda guardar un bonito recuerdo.

No sé cómo se me olvida darles las gracias. Será porque me disperso muriéndome hacia adentro.



Hace acto de presencia en los momentos más inoportunos.
Llega y me punza, me traspasa, me descoloca.
Eres el olor de mi vida.
Nada huele como tú.

Y yo voy, y me lo creo.



La oscuridad ha empezado a gustarse desde que la acaricio.
Me ha dicho que hasta se perfuma con Armani Code para salir al mundo.
Mis manos son las ariscas de siempre.

El milagro es del aire que las suaviza.



Antes de abrir la puerta lo sabía.
Siempre tuve que mirar hacia arriba para verme en sus ojos.
Y ahí estaba, un oscuro ciprés rodeado de rosas amarillas, con la boca más sensual que pueda tener un hombre.

Genio y figura hasta la sepultura, dijo tras la carcajada que soltó cuando le pregunté si se había muerto alguien.
No sé de qué te ríes, contesté, al fin y al cabo las flores sólo sirven para paliar el olor a muerto. Donde esté un buen piedrolo inmarchitable….

Mientras nos besábamos, toqué el rostro del olvido que me observaba inmóvil.
Era más alto que él y, mira que es difícil, mucho más atractivo.



Es posible que esté disparatada.
O loca.
O enamorada.
Cada día me acuerdo menos de mí.

«Salvador», relato de William Vanders

Imagen by Reimund Bertrans

Conocí a Salvador cuatro años antes de su muerte. Murió de cáncer en la garganta.

Salvador fue un hombre de barba más cenicienta que blanquecina. Fue un servidor de las letras, más por su acendrada imaginación, que por rigurosidad académica.

Autodidacta de la palabra, describió el proceso de desnudez de las piedras. Dijo que las piedras se desnudaron para copular aleatoriamente con la lluvia, el aire, el frío, el calor, la humedad, el líquen, la luz, la oscuridad y el tiempo. Que su desnudez es signo fijo y secular de una memoria múltiple: la memoria de los secretos. Que su desnudez solidificada fue arena, es arena y será arena. Que duerme despierta estando dormida y queda vestida estando desnuda. Que habla sin ojos y mira sin boca. Que camina estando quieta y estando quieta respira. Que desnuda está siempre pero, a veces, se enamora del líquen y se transmuta en agua para viajar al río, ser meandro y beber el mar.

Salvador murió de cáncer en la garganta. Acaso una piedra en la voz de la palabra, acaso una palabra en la voz de la piedra.

Salvador.

Murió.

«Coitus continuus», relato de Gavrí Akhenazi

Por la tierra resbalo como el gris resbala por el cielo en las tormentas. Una tormenta en gris, que se resbala.

O un pájaro caído, pienso después, mientras giro el cuerpo con el caño del fusil adherido a los labios.

Tengo esa costumbre.

Lo aprieto contra mí y soporto el caño con los labios en un beso de olor picante, frío, contaminado de lubricante y pólvora.

El olor del arma empapa el olfato y tiembla entre las manos como el olor de una mujer que también tiembla entre mis manos, tantas veces feroces, cuando intento acariciar la piel desnuda. Todo lo desnudo está indefenso.

Estoy un rato así, tendido, con el arma-mujer sobre mi cuerpo y su boca en mi boca, sostenida casi sobre el filo de los dientes y la rigidez mordiente de los labios, apretando sus partes que disparar enciende de calor, igual que a un cuerpo encienden los orgasmos.

Respiramos. Jadeamos. Esperamos. Corremos. Resbalamos. Jadeamos. Respiramos.

El olor del arma me intoxica, me droga, me despierta las voces del rugido, igual que una mujer me las despierta con sus olores íntimos y sus sabores bruscos a pelo y a sal, grasa y almizcle, carne cruda y metal, pescado y hambre.

Cierro los ojos y me abandono a la seducción suave, a la succión del juicio por lo que todo mi cuerpo se estimula, mientras ahora giro, suavemente y apoyo el vientre en el olor a tierra que se pega a la sudoración.

Disparo.

El francotirador hace silencio y el silencio es un hábito que rueda por el morbo.

Le hago un gesto a la tropa y continuamos el camino por ese territorio interrumpido por la vida y la muerte de las cosas.

A veces tengo erecciones al matar.

«Alto psicópata» diría alguna gente que no entiende los secretos del ramo.

«No disparo», «El abuelo», dos relatos de Sergio Oncina

No disparo

Nunca tuve en mis manos un arma de fuego.
A los críos traviesos, desobedientes y caprichosos los justifican: «Es muy inquieto». Extrapolando, yo era un niño quieto, incluso demasiado quieto. Pero también, impulsivo e iracundo.

Mis amigos del pueblo disparaban con escopetas de perdigones y apuntaban igualmente a botes de conservas que a pardales. Esa caza infantil me aburría. Yo observaba a los demás sin hacer ni un solo ademán para unirme a la ronda de tiro.

Recuerdo el ruido metálico del perdigón contra el bote, el aleteo de los pájaros asustados y el sonido seco del impacto en algún tordo o pardal que distraído descansaba sobre el tendido eléctrico.

Después el pajarillo caía al suelo, el infante cazador lo recogía y comprobaba su puntería buscando el orificio de entrada del perdigón.

El primer día que presencié el juego se me ocurrió proponer que disparasen a los pájaros escondidos entre los árboles porque sobre los cables se exponían demasiado.

Me contestó Miche ofreciéndome la escopeta:
—Toma, dispara tú donde quieras.
Lo rechacé diplomáticamente.
—Yo no quiero, no me gusta.
Pero José insistió:
—¿Te dan pena los pájaros? No jodas, seguro que comes pollo.
—No me interesan, ni muertos ni vivos.
—Se nota que eres un pijo de ciudad.

A los diez segundos la escopeta descansaba sobre la hojarasca y un urbanita estampaba repetidamente sus puños contra las mejillas de Miche.

Otra vez perdí el control.


El abuelo



Mi abuelo tampoco era partidario del uso de la escopeta. No me lo dijo, pero en su casa no había armas y nunca lo vi salir de caza.

A los ojos de su nieto se veía como un hombre tranquilo y lleno de las contradicciones que los ancianos no necesitan disimular.


Su medio de transporte habitual era la bicicleta, aunque las carreras de motos televisadas ocupaban todas sus mañanas de domingo.

Le gustaba jugar a la baraja, pero sin contrincantes. Las tardes de domingo escuchaba la radio y jugaba a las cartas en solitario, partidas que no finalizaban hasta que se completasen sin hacer trampas.

En muchas ocasiones sus nietos nos quedábamos a su lado en silencio aprendiendo las reglas de esos juegos contra el azar.

Entre semana cuidaba de su huerta y de un par de canarios y un jilguero. Los trinos nos despertaban cada mañana de verano. A veces él limpiaba sus jaulas mientras los niños desayunábamos.

Una de sus comidas favoritas era el arroz con pichón, un plato típico de los pueblos interiores españoles y muy recurrido en la cocina de la posguerra.

Nuestro vecino, el padre de Miche, intercambiaba palomas por ciruelas o manzanas de nuestra huerta.

El primer recuerdo que tengo de un pájaro muerto por un perdigonazo es que lo desplumaba el abuelo. Él me explicó la causa de la muerte cuando extrajo el balín de la paloma.

La carcasa del ave, una vez limpia, daba sabor al caldo en el que se cocía el arroz. Sobre el otro fuego de la cocina de leña mi abuela sofreía un poco de ajo y pimentón, y en la misma sartén añadía la escasa carne del pichón. Los olores perduran en mi recuerdo.

El plato final era una especie de arroz caldoso con trozos de paloma. En mi infancia se me antojaba desagradable. Hoy pagaría por probarlo.

«Transformación» por María José Quesada – España

Imagen by Enrique López Garre

Mi cama estaba situada junto a la ventana que da a la calle. Desde allí podía escuchar a los niños que jugaban al salir de la escuela, sus risas, gritos y voces, incluso podía ver cómo volaban sus cometas.


Debido a mi frágil salud nunca tuve la oportunidad de hacer esas cosas y por eso no las echaba de menos, pero los envidiaba.


Las armas que yo tenía para correr, saltar, y vivir un sinfín de aventuras eran los libros.


A través de ellos fui mosquetero; estuve en el centro de la tierra; dentro de la tripa de una ballena; en la prisión del castillo de If, …


Pero un día todo cambió. Entré en un profundo sueño y cuando desperté me invadió una gran sensación de libertad y ya no hay cama ni ventana ni he vuelto a escuchar a los niños de la calle.

Ahora vuelo entre montañas, profundos valles y planeo en las corrientes de aire.
Mis armas, ahora, son alas.


Soy Halcón, Rey, Centinela del cielo.

«Pan quemado», por Gavrí Akhenazi – Israel

Dentro del sueño, el pan tostado se deshace en su boca y el aroma de ese mordisco llega como en la infancia, esculpido con crujidos tibios y untuosos que impregnan la conciencia de una dulce gratitud.  

Trata de encontrar una palabra que defina la consistencia de ese pan que sueña, pero no la consigue. El sueño se la niega y le aproxima, en cambio, palabras que nada tienen que ver con lo que él sueña, mutilado al fin por el cansancio. El sueño insiste con aportaciones caprichosas como: “mordisco fluo, pan volátil, miga desesperada, espuma despanada”.  

El hombre busca angustiosamente la palabra que defina a ese pan de sus sueños como el pan de su infancia, hasta que pierde la palabra y el pan.  

Duerme en un rincón que comparte con la oscuridad y la vigilia. Todo lo sobresalta en los momentos en que no busca el pan.   Allí los hombres reposan como pueden, bajo un constante murmullo de quejumbre que levita insistente, lo mismo que un fantasma usa la noche para alimentarse. Es un mismo tono sostenido en una grave perpetuidad.   A veces, un niño se despierta gritando. Llora y llora, con voces angustiosas. Provoca un remezón del aire, un sobresalto que avasalla al fantasma y sus gemidos, como avasalla al sueño. Entonces, otros niños lloran de igual forma, como una rabiosa reacción en cadena, inconsolable.  

Pero cuando sólo existe la quejumbre sobre todos y el resto está en silencio por afuera, existe, también, un mal presagio. La calma se transforma en un presentimiento que se solaza en la vigilia y nadie duerme, porque el afuera, ese afuera desconocido, oscuro y silente, es una garra pronta que está eligiendo, en soledad, el momento para cerrarse sobre los hombres desprevenidos en sus sueños. Por eso, nadie duerme, realmente. Ni los que están de guardia ni los que aguardan su turno para hacer la guardia.  

El hombre se recoge en una posición aún más fetal. Se enrolla sobre sí, como un ciempiés, para aferrarse al pan con el que sueña o con el que quiere soñar todavía un rato. Evoca desesperadamente al pan. Lo edifica cien veces en su mente vigil, para soñarlo. No pide más que eso. Un sueño en que haya pan.  

Luego ocurren el fuego y el estruendo. Ocurren los gritos y las armas, sobre ese brusco campamento insomne en que los hombres se levantan y buscan posiciones de defensa, atrapados repentinamente por la garra que ha saltado desde la oscuridad y corre libre, incendiando las pocas chozas precarias que persisten en pie, luego de su último asalto hace seis noches, cuando aún no habían llegado los que ahora, con armas, le hacen frente.  

El hombre que soñaba relega el pan, aparta el pan, olvida el pan y se transforma en uno de esos feroces animales del miedo, que dispara sobre otros animales. Los fogonazos van llevándose la noche con incendios.   

—Perdimos un camión —susurra alguien en la oscuridad. Una voz conocida, que jadea detrás de algunos tiestos que la ocultan.  

La corresponsal de la BBC, cámara en mano, intenta rescatar esas secuencias en que los hombres corren y combaten. Toma fotografías compulsivas, apresuradamente instintivas.  

El camión incendiado es una luminaria majestuosa, intrépida, que se eleva en la noche como un fuego sagrado e invencible.  

—Son niños… son niños… —grita alguien, pero el fuego no cesa, aunque los que atacan desde la furia de la garra, sean niños soldado.  

Uno de esos niños se detiene.   

Queda frente al lente de la cámara y a la mujer que lo ha enfocado mientras avanzaba disparando contra el hospital. El niño soldado se detiene allí, mirando a la fotógrafa y de espaldas al fuego del camión. Sonríe. Se acomoda en una pose marcial frente al objetivo, como un niño que se toma una foto. Baja el fusil y simplemente sonríe para su retrato, con una sonrisa ancha y orgullosa.  

Suena el disparo. El niño cae hacia adelante y su cuerpo se desarma sobre el suelo. La fotoperiodista observa al hombre que ha disparado y se acerca hacia ella.  

—¿Está usted bien? —pregunta él— ¡No haga estupideces, mujer! ¡Póngase a cubierto!   

Ella escucha la orden y mira al hombre que le obliga con gestos apremiantes a que busque reparo.  

—Él sólo quería una fotografía —musita la mujer—. Sólo quería un retrato.  

Sabe que el hombre ya no la escucha porque se ha alejado a cubrir otro flanco.  

La periodista permanece allí, junto al cadáver del niño soldado, que aún le sonríe.