Gavrí Akhenazi

Ars amandi

Con la garra cerrada, el animal explora el tacto de lo cálido. Si abre la garra, habrá un estremecimiento en todo el aire, un rasgo de viento en el paisaje de esa colina húmeda por la que anda lamiendo el calor de la vida, sin tocarlo.

Desliza con deleite la garra predictiva en un ínfimo espacio de tibieza, a tan breve distancia, que percibe como se eriza el tiempo debajo de la piel, en sus pulpejos de predador eterno que ha encontrado una hembra en el desaire de los celos feroces.

Carne de paz que tiembla en el espacio oscuro y entre pliegues de luz que la modelan espesa y terciopelo. Entre las garras, el animal que explora con el tacto, siente la selva, tan mojada y dulce, como una cabellera interminable atrapada por miles de medusas. Tiene sed. Se inclina con el ansia y recoge medusas con la lengua, gotas de sal cautiva y vaporosa le mojan las papilas y los labios.

Hay un rumor apenas, un murmullo en las hojas del silencio, un movimiento de brújulas antiguas que indican a la vez los cien caminos de esa orografía que el animal enfrenta.

Toda orografía es un misterio sobre el que establecer el territorio y avanzar en lo tórrido y lo acuático, en el fuego veloz que irrita las colinas con un aroma intenso a leche y sebo, y allí perder los dientes y los juicios y ese aliento de guerra que resiste el nudo de las lenguas y los ojos.

Ella, una tormenta en blanco y su ceniza, un fuego diluvial que quema y reproduce incendios, temerario, sobre un erial de vientos, amaina la cordura. Como un puente que se remece y vibra mientras vuelve tsunami la ternura, se deconstruye y se construye.

Un viejo mineral y un pez de oro atrapados en la red de un pescador de instintos, se confunden la sombra y los otoños en la necesidad vertiginosa y ya no hay presa ni animal de garra sino un solo y último relámpago, quebrado en el sudor, atado al beso.


Sexo barroco

Pensó que había regresado a ese muladar de terciopelo donde los olores se vuelven un légamo de complejidad y uno chapalea satisfecho y cálido, con la fiebre ausente de estos años que ya no se parecen a aquellos porque en aquellos la fiebre era una manifestación del corazón y ahora es solamente lo que se ha dejado atrás, se ha postergado de manera inepta con la ineptitud de lo que no se tiene ganas de resolver y apenas queda en eso, en algo que no se tiene ganas de resolver porque no se encuentra el cómo hacerlo y mientras piensa eso, una laxitud amarilla, una grasitud sobre la que la vida resbala sin quedarse, le patina la piel ocupada en la fragancia pastosa del sudor que se vuelve una joya caliente, extraída de un mar de sal profunda como todas las lágrimas que no se han llorado en el momento justo y rebalsan desde los rincones humanos atrapadas por glándulas obstinadas en cumplir su función desalinizadora del corazón con mal de pena.

Hunde los dedos y debajo de las yemas está la palpitación sensible de un reloj crudo como un pan que llora y que se ha amasado con la sal antigua y la sangre habitante y un poco con el calor manual de desbrozar la carne de esas cosas que el pudor le junta sobre el ansia de ser apenas un cuero tenso y expresivo, una resonancia de gemido que grita, una violencia de animal que come y su réplica de animal de vuelo en ese movimiento en que toda sonoridad se transforma en cárnica y sabor, en sabor, piensa, como si en la lengua tuviera más papilas que el resto de los amores y esas papilas pudieran crecerle por los labios mientras se los relame con la holgura de un disfrute anunciado por efímero y a su vez, por constante y declarado, porque uno se lleva los sabores y esos olores al olor vencido, pegados en órganos que la ciencia aún no ha descubierto y crecen solamente en los largos momentos en que un cuerpo y el otro se transforman en una expresión madura que se funde, se funde, se congrega y a la vez se disgrega en una descabellada cuestión química que, como los órganos esos que crecen sin haber sido descubiertos aún, se manifiesta en lo que complementa la verdad de estar así, resbalosos y perfumados en una irredención de uñas y lenguas y cabellos y por sobre todo de miradas que rasgan la saliva, la asfixia, el espasmo y el semen.

Así, quedarse así, en un sexo que duele.

(De: Caída de las patrias)

Eva Lucía Armas

En la penumbra

Junto a la ventana, mientras mira la calle al mismo tiempo que destapa el vino con ademán vigoroso, pienso que la poca luz le queda bien. Esa luz tenue, vidriosa, que palpita desde afuera, le queda bien a su cuerpo.

Revuelvo con lentitud la crema que estoy preparando para los fetucchini y pienso, también, que hay una belleza particular en esa madurez muscular que la remera ligeramente ceñida le dibuja. Se le adivinan bajo el color sepia los dorsales anchos y se curvan los bíceps rotundos, a medio emerger por la imprudencia de las mangas cortas frente al movimiento.

“Qué fuerte está este tipo”, pienso para mí, detrás de la sonrisa que no sé cómo evitar mientras lo miro, distraído en la calle con un abandono de esos que muestran los grandes felinos. Un gato esbelto y cazador, que reflexiona desde la oscuridad.

No hablo. Solamente observo que de espaldas hasta podría ser un jovencito de trasero firme, de cadera segura, que practica crossfit o algún deporte de esos de exigencia. Es un cuerpo metódicamente trabajado, entrenado para dar su mejor calidad de rendimiento. Un cuerpo casi griego.

Vuelvo a la idea. “Qué fuerte está este tipo”.

Ahora sirve el vino y pienso también cuánta seguridad tienen algunos hombres. Cómo se nota esa potencia interior que les domina la actitud y que da un placer mórbido mirar.

Andan por la vida como si sembraran pasos.

También sirve el vino como si lo hubiera cosechado, con una rotundidad de manos de vasija y lagarero. En su distracción es imponente, porque le brota ese júbilo tremendo que saben tener los que son íntimamente poderosos.

Se acerca y el aire se impregna del aroma maderoso del perfume. Pienso que ese olor extraño, difícil, le va perfecto, porque el suyo no es de esos perfumes que te encontrás en todas partes, con un toque de pino. Este, de él, es un desafío olfatorio que mi percepción de buena cocinera no termina de dividir en sus mixturas. Quizás té, tal vez algo de almizcle, un toque de amargor, quizás acanto. Huelo como si el perfume me llevara directo a una cocina de hechiceros.

Él sabe que odio que metan los dedos en mis salsas pero ensopa el pan y desafía con el gesto de adolescente rebelde de sus ojos, mis normas más severas. Le pego en la mano. Él no se inmuta, como si no notara mi golpe. Me mira y muerde el pan, casi en cámara lenta. Después sonríe.

La sonrisa hace juego con sus ojos, como en un contraluz. Me pesan los dos sobre los labios: la sonrisa y los ojos. Es como si ese ejercicio de silencio, porque ninguno de nosotros habla, fuera algo emparentado con la fuerza de gravedad.

Cuando me alcanza la copa, me acaricia apenas la mano con sus dedos. Tiene ese tacto áspero de animal caminador.

Mi piel se eriza.

John Madison

Tauromaquia

Hoy la palabra se me presenta en cueros. Se ha liado la manta a la cabeza y en rebeldía, ejerce impúdica su danza exenta de esos adornos torpes que —según ella— nublarían sus dictados.

Así andan las cosas. Y yo no puedo más que contemplar, desde el bloqueo, la sencillez de su estructura estrófica vestida con un tanga como único amuleto para salvar su suerte.

En realidad nunca me impresionaron los desnudos, lo mío es fantasear con lo que hay debajo del vestido, pero a ella ya no le interesa el maquillaje, ni la fastuosidad, prefiere andar en cueros por mi casa como una libertaria que le da un ultimátum a su hombre: y bien, Mady, ¿me tomas o me dejas?, mientras yo entro en la última de las tres fases del fuego y mancillo su honor a grito limpio en inglés, en español castizo y en cubano.

Me siento como un memo que no tiene ni idea de como proceder ante el destape de esa perra loca que no lleva siquiera un triste brillo para caerme en gracia; tan confuso que no sé si encajarle un fajo de billetes en la goma del tanga en un intento vil de camelarla, o si darle esquinazo; olvidar que una noche —mientras ahogaba en vodka mi habanidad nostálgica— sentí el impulso ciego de vestirme de luces; echarme al ruedo como hacen los toreros espontáneos, espada al ristre ponerla de rodillas con un par de estocadas y rematar la faena cortándole las orejas y el rabo.

Presiento que no habrá puerta grande en mucho tiempo, ni paseo en volandas, ni trofeos. La Doña se ha emperrado en asestarme su más fiera cornada.

María Quesada

Refracción

Comenzó a llover copiosamente. En otra circunstancia no nos hubiera importado, pero estábamos dando un paseo con nuestros perros por el campo. Aquel aguacero nos pilló en medio de la nada.
Gus me cogió la mano y tiró de mí para que echara a correr con él.
Pero a dónde vamos —le dije entre risas—, no hay ningún refugio a la vista.
Los perros ladraban, se les veía felices.

Hice caso a Gus y ajusté mi paso al suyo. Era un poco absurdo aquello de correr, la verdad, porque lo mismo nos daba mojarnos a menor velocidad, total, el resultado iba a ser el mismo.
Al final no tuvimos más opción que la de aceptar como resguardo el sombrero del único árbol que había.
Le dije que, precisamente, esa era la peor elección en caso de tormenta puesto que los árboles atraen los rayos.
—Entonces —contestó— en ese caso tenemos que desprendernos de todo lo metálico que llevemos encima.

Comenzamos a palparnos los bolsillos: llaves, un encendedor, monedas. Los lanzamos lejos.

Después me fijé en sus muñecas: en una de ellas llevaba una pulsera de cuero con una chapa decorativa de acero. Le abrí el cierre y se la quité. Él se fijó en mis pendientes. Maniobró entre mis cabellos hasta que atrapó el lóbulo de mi oreja, tenía los dedos calientes y escuchaba su respiración acelerada. Instintivamente me fijé en la hebilla de su cinturón y la abordé sin miramientos. Gus me susurró que le acababa de alcanzar un rayo. Lo que no sabía Gus es que a mí los rayos me pierden, y se me empezaba a notar.

Sentí en la espalda cómo su mano escalaba por debajo de mi camiseta empapada. Lo miré y me dijo: busco el metal de esos corchetes. Los soltó. Mis pechos liberados rozaban su tórax. El escaso grosor de nuestra ropa era lo único que mediaba distancias.

Me empujó suavemente hasta apoyarme contra el árbol y con la misma suavidad me hizo sentir la turgente presión de algo que antes no estaba en su pantalón. Mis caderas se adelantaban.
Ronroneábamos como gatos mientras besábamos nuestros torsos desnudos.

Se apagó la lluvia que encendió al fuego.

Ana Bella López Biedma

Cuatro minutos

Han pasado varios años pero el viejo café sigue igual. El piano vertical, castigado contra la pared del minúsculo escenario, con su foco amarillento que magnifica ese aire decadente que tiene todo. Las pequeñas mesas diseminadas por el local en penumbra y ese olor indefinible a polvo y a nostalgia que nunca lo abandona. Ella camina entre las mesitas casi a tientas, hasta llegar a la tarima. Se quita el abrigo después de haber dejado a un lado la guitarra que desenfunda inmediatamente con delicadeza, casi con devoción de amante. Posiciona el pie del micrófono frente a la banqueta alta, hasta el lugar exacto, como si todo formara parte de un ritual mil veces repetido. Y en el fondo así es, aunque haya pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí.

Recuerda aquella otra noche, esa primera vez. Sus manos temblando mientras situaba cada uno de aquellos objetos, el gesto de afinar su guitarra, de sentarse mientras asía inconscientemente el micrófono, cómo se aferraba a la banqueta de bar. Y de respirar, de respirar profundamente como le había dicho su hermana que hiciera: «Nena, cuando salgas al escenario respira, cierra los ojos, respira e imagina que todo va a salir bien. Y así será».

Había elegido aquella canción porque le hacía sentirse cómoda. Rememora aquel instante en que se volvió a colocar en el asiento por enésima vez, inspiró cerrando los ojos, y soltó después el aire mientras los abría. Ese fue el momento exacto. Sus ojos inconscientemente se dirigieron al fondo, a un punto lejano que le diera la seguridad que le faltaba. Aquella mesa esta ocupada por alguien que apenas se adivinaba en las sombras. Su mano movía lentamente un vaso ancho con algo que parecía whisky con hielo. Pero ella se quedó parada ahí, justo en sus ojos. Ojos de lobo, pensó. De lobo o de felino agazapado y hambriento. Un escalofrío subió por su espina dorsal mientras su rostro se acaloraba. Apartó la vista y tomó fuertemente la guitarra. Aquel contacto siempre le hacía sentirse bien. Encendió el micrófono y empezó a cantar.

Lía con tu pelo un edredón de terciopelo…

Tenía que volver a mirarlo. Lo hizo. Fue un error. De pronto desapareció todo ante sus ojos. Las mesas, la gente, todo se difuminó en un entorno extraño e irreal. Solo quedaron aquellos ojos carnívoros de sombra. Sentía cómo palpitaba su garganta.

Lía entre tus labios a los míos, respirando en el vacío…

Eso era. El vacío. Se ahogaba en ese espacio carente de oxígeno y a la vez, se iba convirtiendo en una sustancia cálida, liviana, poderosa. Oía su propia voz como si estuviera fuera de su cuerpo y le parecía mentira que sonara así, tan suave y sosegada cuando ella apenas podía contener aquel temblor que amenazaba con tirarla al suelo.

Lía con tus brazos un nudo de dos lazos…

No sabía en qué momento había ocurrido pero estaba cantándole a él, a aquella silueta sin nombre. Y a esos ojos que parecían atravesar todos los objetos y hacerla vibrar como un diapasón dulce e incontrolable. Si dejaba de mirarlo el mundo se desmoronaría.

Lías tus miradas a mi falda, por debajo de mi espalda…

No podía quitar la vista de aquellos ojos. Apretó los muslos para sentir la frialdad de la madera contra ella, en un vano afán de contrarrestar ese calor ingrávido y absurdo que se iba expandiendo como una onda en el agua sobre su piel.

Líame a la pata de la cama, no te quedes con las ganas de saber…

Rendida. Así se sentía. Se hubiera ido con él a cualquier parte. A un portal en penumbra o a París, a un viejo coche en mitad de una tormenta. Cualquier lugar hubiera sido posible. Aquellos ojos eran como maromas que tiraban de su centro. No existía la distancia, podía sentir su aliento pegado a sus labios y aquellos ojos de luz negra y profunda que parecían conocer sus secretos más íntimos, que resbalaban desde su boca hacia abajo, abriendo su cuerpo en dos.

Lía con tus besos la parte de mis sesos que manda en mi corazón.

Cerró los ojos en aquella última frase y terminó de cantar, incandescente y exhausta. Durante unos instantes ni siquiera oyó los aplausos. Recomponerse era su único objetivo. Estoy bien, repetía. Nadie se ha dado cuenta. Cuando abrió los ojos apenas alcanzó a ver una silueta perdiéndose en la noche.

Vuelve a la realidad. Muchas veces ha recordado aquella primera vez como un sueño, imaginando que fue producto de su imaginación y de los nervios del momento. Después de aquel vinieron muchos otros conciertos y jamás había vuelto a suceder nada parecido. Mueve la cabeza, como intentando quitarse el pensamiento de encima. Ya es hora de empezar el espectáculo.

Se sube a la banqueta y mira al fondo. Y entonces, solo entonces, sabe lo que tiene que cantar.

Miriam Vílchez

El placer de una pasión

Placer: el tiempo vuela aunque parece detenido. A media luz, las llamas de las velas arden, como arden mis manos al tocarte. Acaricio tus piernas suavemente, de abajo a arriba y de arriba a abajo. Aprieto tu muslo, cosquilleo tu pierna. Recorro todo tu cuerpo, cambiando de ritmo, ahora deprisa, ahora poco a poco. Siento cada centímetro de ti. Observo cada peca de tu espalda. Revoloteo tu pelo enredándolo entre mis manos. Recorro tus brazos, entrelazo mis dedos con los tuyos. Siento el vaivén en mi cuerpo. Adivino lo que te gusta. Descubro tus puntos sensibles. Sensibles al dolor y sensibles al disfrute. Rozo tu cuello y sientes como te recorre un escalofrío. Me fundo contigo como en un medio abrazo.

Un apretón de placer y pasión. Pasión por los masajes que doy, por la felicidad que me dan. Placer por ser algo de mi yo.

John Madison

Historias en la Red: Mayores




Un contador de historias, de esas que merecen la pena ser llevadas a la gran pantalla, me dijo que solo encontraría el verdadero camino hacia el oficio de escritor cuando me quedara completamente solo.

Teniendo en cuenta que los mejores consejos en mi carrera como escritor me los había dado aquel novelista, le hice caso y me quedé todo lo Robinson Crusoe que se necesitaba para encontrarme como hombre literario. Incluso colgué un cartel en la entrada de mi rincón bloguero prohibiendo el paso a los lectores curiosos como medida de apoyo al incremento de mi soledad.

Creánme si les digo que no pretendí ser descortés con esas señoras que dejan constancia de sus emociones en la Red y que a menudo se presentaban en mi blog llamándome a boca llena amigo y hasta hermano sin que nos uniera parentesco alguno.

Esas señoras saben que yo ni soy escritor ni estoy interesado en ese título al que le tengo un respeto inmenso.

Creo que ese viene a ser el punto en común entre ellas y yo.

Más de una vez les he comentado que a mí lo que me pone de escribir es que me vean como un tipo al que le va la movida comunicativa bloggera y punto, porque para llamarme escritor aun me falta mucho. De sobra saben ellas que el anuncio de paso restringido iba en verdad para esos «escritores» de los que estoy hasta el femenino del pollo. O quizás debería decir hasta el pene para no ofenderlos.

Comprendo que esa peña de memos no tiene idea de lo que abarca en realidad el uso kilométrico del castellano y que en la literatura existen tanto el pollo como la polla, cada cual en su contexto, en beneficio y buena virtud de la palabra. Pero cuando un tipo como yo se lía la manta en la cabeza y sale disparado para el monte en plena caja de comentarios de blogger en defensa del estilo, está hasta la polla y en ningún caso hasta el pene.

También podría darse el caso de que quien escribe no sea tan pasional como yo ni esté interesado en defender la riqueza del léxico y por tanto refiera su enojo alegando que ha perdido los papeles, el avión o que: «se me subió la mostaza» —en honor al film del actor francés Louis de Foune de igual nombre— con la delicadeza: «estoy hasta las mismas narices».

Amén de mandar a freír espárragos trigueros a esos judas escritores, mi cartel cumpliría, además, el cometido de alejar de mis tierras a cierta señorita «escritora» a la que había visitado en su casa virtual movido por su popularidad entre los blogueros.

Por esos días la oí mentar tantas veces que una noche junté con las letritas de la sopa que mi asistenta de hogar me había preparado su nombre: Becky G, y provocando con la cuchara un tsunami que arremetió de lleno contra la identidad de sémola de la muchacha, me planteé muy en serio comprobar si en realidad era tan buena narradora.

No tuve paciencia para esperar al dia siguiente y esa misma noche me presenté en su blog. Comencé mi análisis con un cuento sobre una palmera que usaba gafas y que quería mantener un affaire con un camello.

Me pareció una narración mal llevada en el planteamiento, pero no me lancé a decir, ¿por cortesía? lo que en realidad pensé. Sé que fue Ferrand Gómez quien le comentó a Becky que yo era un reputado poeta y textualmente: «Es un Ultraversal y de los grandes», muy rimbombante él —porque a rococó no le gana ni Luis XV—.

Ferrand no pertenecía al proyecto Ultraversal pero le gustaba la idea y leía todo lo que los Ultraversales exponían en Gogle+. Me consta que también añadió que mis versos le iban a encantar a Becky ya que eran muy re chulos.

Estoy seguro que el re chulo de Ferrand se alejaba años estelares de lo que Becky imaginó porque si hay algo para lo que no estoy hecho es para regentear burdeles, aunque pertenezca a esa casta de maromos que se les cae la baba por las currantas de la noche. Ferrand se refería a los huevos que le pongo al arte de escribir.

Quiero pensar que fue esa la interpretación que Becky dio a tales referencias y por las que respondió a mi comentario del cuento de la palmera parlante con un breve: «queda usted en su casa».

Bueno, yo en mi casa hago lo que me sale de las santas pelotas. Meo sin el más mínimo cuidado y además dejo la tapa abierta todo lo que me de el cuerpo y fumo marihuana todo el rato y me paseo, también, en bóxer y algunos días hasta en cueros por todas las estancias. De modo que le tomé la palabra y me adentré en sus textos, en especial en uno donde los protas se daban la del pulpo en un ascensor durante la noche de fin de año.

Que aquella escena del ascensor iba de amor, lo dijo ella. Para mi gusto una mujer que se arranca las bragas a la desesperada y acaballa a un tipo que acaba de conocer en un ascensor es pornografía barata. Un polvo literario mal llevado en Pekín y hasta en Italia. La tierra que vio nacer a mi ídolo del cine porno: Rocco Sifredi.

Ni siquiera Rocco que es un follador excelente —pero un pésimo intérprete— habría llevado tan mal aquella escena, por mucho que los comentaristas aplaudieran y vitorearan a Becky como si ella fuera la nueva Anais Nin.

En eso consiste el estilo, en calibrar qué haría el personaje en determinada situación y qué enfoque le daríamos a esa escena . Cualquier escritor que se respete sabe que existe una diferenciación entre follarse a un tipo como una perra loca y hacerle el amor desaforadamente a un tipo loco en una noche perra, y esa fue la apreciación que dejé en su entrada, entre otras cuestiones.

Sí, fue justo ahí donde comenzó la bronca en vivo y en directo. Le aclaré cómo debería llevarse literariamente un polvo de ese calibre y ella a mí que yo solo era un exhibicionista que lavaba sus trapos sucios en la blogosfera. «Uy, te estás pasando tres pueblos, reina», le dije. «Señorita, John, soy señorita», me respondió.

Pues muy bien, Señorita con «s» mayúscula (así lo escribió ella en su respuesta), sepa que yo he follado en los lugares más inhóspitos e inimaginables. En el interior de un closet, por ejemplo, durante el transcurso de una fiesta que celebré en mi casa. Mi mujer por entonces, Lyn, no tuvo paciencia para esperar que los invitados se marcharan; las fiestas en la Habana son largas.

En otra ocasión también mantuvimos sexo telefónico. Lyn en la Habana y yo en Grecia. Lyn me largó por esa boquita de asiática lo que ningún escritor de tres al cuarto sería capaz de fabular y no paró hasta asegurarse que su marido alcanzaba las arenas rojas de ese planeta que Truman Capote cita en aquel relato en el que se fuma un canuto de marihuana con una asistenta de hogar: «Un día de trabajo».

Incluso tuve un polvo memorable en la parada del bus de 48 y 27 cuando aún no estábamos casados. En dependencia de la franja horaria Lyn me practicaba una felación o yo la masturbaba o ella montada directamente sobre mí en aquel banco súper estrechito. Esa noche tocó apagón. Nos dejamos ir tanto que alguien gritó: ¡aguaaaaaaa!… muy largo. Pero ya era tarde, no solo en los relojes, eran las tres de la madrugada.Ya estábamos en Cabo Cañaveral con los motores prendidos y listos para el despegue.


Sí, Becky, en la literatura el banco de datos del autor cuenta. Aunque la historia narrada sea pura ficción. Así que no me diga que usted tiene una manera de contar muy parecida a la de esa escritora que va de iluminada de los vampiros en la edad del pavo y que no le llega a Bram Stoker ni a la suela de los zapatos. Esa muchacha se hizo famosa gracias a toda esa piara de incultos que le hacía la ola en Internet y a la venta de Merchandising a todas esas adolescentes locas por encontrar a un Edward que les mostrara la posición correcta en una cama para el avistamiento seguro de Cuenca.

Y hasta ahí no más llegó la discusión porque la Señorita Becky me invitó, amablemente y sin carácter retroactivo, a abandonar la casa que antes me había ofrecido como mía. Me marché y nunca más volví. Ya había olvidado el incidente cuando, una noche, me entró un mensaje suyo por hangouts:

Becky G: Hola escritor.

J. Madison: Hola.

Becky G
: Creí que no ibas a responder.

J. Madison: ¿por qué no? Soy un gilipollas amable.

Becky G: Te llamo, Juan

J. Madison: No te he dado confianza para que me llames. Y me llamo Madison, no Juan.

Becky G: Ya, ni tú te llamas Madison ni tu exmujer se llama Lyn. ¿Verdad?

J. Madison: Efectivamente, no hay ninguna Lyn. Me lo inventé.

(Mentí, que es lo que hacemos los hombres malos y los escritores muy buenos). Es cierto que estuve casado con Lyn y que follamos como jamás podrán imaginar los protagonistas del ascensor del relato de Becky en los parques, paradas, callejones y portales de la Habana, pero Lyn no va enterarse de que ahora mismo es la “Marquesa del Chanteclair” en todo blogger porque a ella le interesa un rábano la literatura. Lyn no lee ni el periódico.

Becky G: Pues yo daría cualquier cosa por un poema tuyo, aunque la condición fuera aparecer con un nombre de ficción. Seguro que tu mujer está muy orgullosa de las cosas que escribes.

¿Mi mujer? Mi mujer actual tampoco sabe una mierda de literatura, pero conociéndome intuyó que yo pondría la pista caliente en blogger desde el primer día y puso el parche antes que la llaga: «Si va a escribir chorradas al menos póngase un seudónimo, pendejo. No me hace maldita gracia que la gente que me conoce se entere que el comemierda de mi marido (así dijo mi mujer, comemierda) anda escribiendo poemas infames donde yo siempre soy la puta caliente del burdel», remató. «Cierto, cariño», le dije entonces.

Reconozco que hay cierto punto de exhibicionismo en el acto de escribir. Al fin y al cabo es lo que mejor se me da. Encuerarme mientras largo entre lágrimas negras el bodevil. En aquel tiempo me encantaba darle gusto a mi mujer y me inventé un seudónimo que no fue ni comemierda ni pendejo, sino John Madison.

Justo iba a descolgar para explicarle a Becky que la mujer del pendejo estaba haciendo su entrada en la casa cuando Becky me envió aquella foto posando con un trocito de tela, un top idem a los que las hijas de la puta caliente del burdel que ya avanzaba por el corredor diciendo: «cariñoooo, hay alguien en casaaaa», llevan bajo el anorak cuando salen los sábados a perrear por las discotecas de Barcelona y por el que yo pongo el grito inútilmente en Marte, porque al final ellas se hacen las que no hablan marciano y agarran el bolso y desaparecen.

No, yo no era el papá de Becky pero también puse el grito en ese planeta que llevo toda la noche mentando y recordé al mirar la foto que si había una mujer a la que yo le arrancaría a mordiscos la ropa si me la encontrara en una esquina era Anastasia Mayo, la actriz porno. Una piba que tiene los pechos de una niña mal comida, pero un trasero para entregarle a ojos cerrados el pin de la cuenta bancaria.

A mi hermano Yeyo le tocó lo mejor en la tómbola del ADN; metro ochenta, bien parecido y unas manos altamente desarrolladas, contra mi metro sesenta y manos de Meñique. Para nada me estaría quejando si ese Meñique guardara parecido con el Meñique bretero lleva y trae que regenta el único burdel en Poniente, esa Ciudad salida de la serie televisiva «Juego de tronos» porque ese al menos mandaba en su imperio de putas.

Verdad de la buena es que por muy grandes que a mi mujer le resulten mis manos yo iba a necesitar al menos otro par para agarrar con propiedad las domingas de Becky.

—Mami —escribí presuroso.

—Qué, Juan.

—Yo no me llamo Juan. Dejate de abuso que ya estoy muy mayor para estas cosas.

—No importa. Me gustan los tipos mayores. Quiero invitarte a cenar.

—¿A mí?

—Sí. Para disculparme por aquella bronca que tuvimos en blogger?

Becky quería disculparse, pero qué pasaba con la disculpa de todos aquellos comentaristas que aprovecharon la bronca para ponerme públicamente como los trapos, solo porque yo había dado mi punto de vista sobre su narración con sinceridad abierta. En ningún momento fui descortés.

—Oye, olvidalo. Es agua pasada —le dije.

—¿Quieres decir que me perdonas?

—Claro, no dije que eras mala escritora. Dije que la escena del ascensor no era en lo absoluto creíble y que estaba mal enfocada

—Es igual Juan. ¿Cenamos?

—No, no es igual. Y no me llamo Juan, me llamo Madison.

Mirella Santoro

Una leyenda china

Hace un tiempo que estoy cuestionando mi falta de imaginación, es como si se hubiese evaporado de a poco. Cuando me ocurren este tipo de preocupaciones, a la corta o a la larga, algo puntual aparece para sacudirme. En este caso fue un libro: La loca de la casa, de Rosa Montero. “La imaginación es la loca de la casa”, frase de Santa Teresa de Jesús. Les voy a compartir un segmento. Montero dice:


Hay un cuento-emblema, un cuento metáfora que me gusta muchísimo sobre la capacidad salvadora de la imaginación. Trata de la pintura y no de la narrativa, pero en el fondo es lo mismo Es un relato de Marguerite Yourcenar titulado “Cómo se salvó Wang-Fô” y está inspirado en una antigua leyenda china.El pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han. El viejo maestro era un artista excepcional; había enseñado a Ling a ver la auténtica realidad, la belleza del mundo. Porque  todo arte es la búsqueda de esa belleza capaz de agrandar la condición humana.Un día Wang y Ling llegaron a la ciudad imperial y fueron detenidos por los guardias, que los condujeron ante el emperador. El Hijo del Cielo era joven y bello, pero estaba lleno de una cólera fría. Explicó a Wang que había pasado su infancia encerrado dentro del palacio y que, durante diez años, solo había conocido la realidad exterior a través de los cuadros del pintor. “A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo; subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos (…) Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el emperador. El único imperio donde vale la pena reinar es aquel en donde tú penetras”.Por este desengaño, por este amargo descubrimiento de un universo que, sin la ayuda del arte y la belleza, resulta caótico e insensato, el emperador decidió sacarle los ojos y cortar las manos de Wang-Fô. Al escuchar la condena, el fiel Ling intentó defender a su maestro, pero fue interceptado por los guardias y degollado al instante. En cuanto a Wang-Fô, el Hijo del Cielo le ordenó que, antes de ser cegado y mutilado, terminase un cuadro inacabado suyo que había en el palacio. Trajeron la pintura al salón del trono: era un bello paisaje de la época de juventud del artista.El anciano maestro tomó los pinceles y empezó a retocar el lago que aparecía en primer término. Y muy pronto comenzó a humedecerse el pavimento de jade del salón. Ahora el maestro dibujaba una barca, y a lo lejos se escuchó un batir de remos. En la barca venía Ling, perfectamente vivo y con su cabeza bien pegada al cuello. La estancia del trono se había llenado de agua:“Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del emperador flotaba como un loto”Ling llegó al borde de la pintura; dejó los remos, saludó a su maestro y le ayudó a subir a la embarcación. Y ambos se alejaron dulcemente, desapareciendo para siempre “en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar”.


No crean que después de la lectura, mágicamente, volví a imaginar historias, pero me dio qué pensar. Algo más de Montero:


“Dejar de escribir puede ser la locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea. Un mundo sin libros es un mundo sin atmósfera, como Marte”.

La fuerza amansadora de lo pequeño

El monitor me mira con su ojo de cíclope ciego. Mientras aguardo la llegada de una idea prefiero volver al cuaderno, donde puedo hacer garabatos en el margen. Triángulos, espirales, algún asterisco. La memoria fibrila emociones y me estanco en el desasosiego, un acólito habitual de mis horas.
Automáticamente, trazo un símbolo del I Ching: en la base tres líneas paralelas enteras, una cortada y las dos superiores también enteras. Busco el libro. Las hojas tienen el olor polvoriento y la fragilidad seca de lo antiguo.

Permanezco unos instantes en suspenso ¿la consulta servirá igual a partir de un bosquejo distraído, sin la tirada de monedas? Por qué no, cuando dibujé el hexagrama lo que menos pensaba era en oráculos. Dejé de creer en lo que podían decirme hace muchos años.

Hoy, quizás, vuelva a necesitar esos mensajes impenetrables, que probablemente, ya ni sepa descifrar. Soy una mujer atada a la incertidumbre de las palabras. Mi inconsciente me ha arrojado un cuchillo: voy a provecharlo.
Es el hexagrama número 9: La fuerza amansadora de lo pequeño. El trigrama inferior, compuesto por las líneas enteras, representa lo fuerte, lo creativo, el padre. Su imagen es el cielo.

El superior simboliza lo suave, lo penetrante: el viento en el cielo. Es lo inmaterial, son las ideas que viven en la mente y que nos tienden trampas. Según el gran libro oscuro, anuncia que no hay mucho que se pueda hacer, porque lo pequeño es la fuerza que detiene, amansa y refrena. Significa una prueba para el carácter, afrontar la frustración de no obtener lo que deseamos.

Indica que el viento trae nubes, que todavía no están dadas las condiciones y no está en nuestras manos usar el poder que tenemos, no por ahora. Todo llegará, amablemente, en pequeñas dosis.

Es la historia de mi vida, como si fuera un inacabable hexagrama nueve. ¿Cómo terminé aquí? Por un insignificante dibujo que ejecuté mientras el viento barría las palabras.

No quiero ser domesticada, no sé entregarme sin luchar, a mi modo y que la mayoría no entiende. Sin embargo, esta tarde las fuerzas merman y un cansancio indiferente gana la batalla.
Debo permitírmelo.

Gerardo Campani

Atmósfera

Ayer estuve en una sala de chat, llamémosla X. Y no digo equis por haber sido el 33% de una sala -llamémosla- triple equis , sino por lo de la incógnita.
Charlé con gente X también. Bueno, aquí hay una diferencia, porque en el diálogo, así sea en el caos del chateo múltiple, mal que mal, te das cuenta de si una persona es medianamente potable o se trata de un caso perdido.
¿Te das cuenta, dije? Pues no, No sé los demás, pero yo no me di cuenta.

Paso a contar.
Había una vez, un agente aburrido y cándido y desgraciado que fue a pasear por los senderos señalizados de Zeus. Con la gorra, pero medio ladeada, un poco por el desaliño propio de la ingesta alcohólica desmesurada y otro poco de posta, porque no hay que ser tan botonazo cuando no se está de servicio, específicamente.
Hete aquí que, en una encrucijada entre tantas, trabó conocimiento con dos sujetos (un masculino y un femenino) cuyo comportamiento llamó su atención. No poderosamente, como es lo popular, sino apenas un poco más que moderadamente.
“¡Ah, no existen las casualidades!” pensó Gerard, que es sumariante de la Sub 4ta, pero estudió dos años filosofía en la UNR y seis meses astrología en la UCh, por correspondencia. “Si estamos los que estamos, es porque somos lo que somos.” (Inferencias así son muy usuales entre los que manejan el abecé de la ontología y de la astrología a la vez.) “Seguramente ella (el femenino) es de géminis, y él (el masculino), de sagitario. Y ambos, mortales.”
No se equivocó Gerard (nada hace suponer que pudiera haberse equivocado) en la aplicación del célebre silogismo. Es más, hasta es preferible que la realidad sea así de rigurosa. Ya que algunos han nacido, nos consuela saber al menos que morirán. En cuanto al barrunto natal-babilónico, hay que decir que no tuvo oportunidad de corroborarlo. Lo que falló fue su olfato policial. Paradójico fallo, si tenemos en cuenta su impronta quevediana o su perfil numismático, según la perspectiva del observador. Del observador de la nariz de Gerard, quiero decir.

Sigo.
El masculino iba con hándicap a favor, más que nada por ser oriental y por escribir ligero y no muy feo. A pedido mío (y juro que no hubo apremios ilegales) puso el link de su blog, que copié para ver después.
El femenino, directamente, confesó su modus operandi (en un privado): “sí, soy escritora”. Y luego de un hábil interrogatorio de mi parte, se ve que le cupo el chamuyo del policía bueno y también puso el enlace del suyo.

(Ah, bueh, volví a la primera persona sin darme cuenta, pero es que ahora ya estoy relajado y más tranquilo. Estoy en casa.)
Decía que encontré a dos, entre unos doce, más o menos, y justo esos dos escribían y tenían una página. Qué olfato, ¿eh?
Bla, bla, bla, y luego me despedí con la seria intención de irme a dormir. Pero…
¿Qué habrá sido? No sé, no soy psicólogo. Pero no me fui a dormir directamente, sino a curiosear qué mambo curtían. Una sospecha latente, qué sé yo. Cliqueé primero en el link del masculino.

Ay. ¿Cómo expresarme? A esta altura de mi relato ya sabrá mi culto lector y mi intuitiva lectora de cómo me fue en la pesquisa. Pero el punto es ¿cómo decirlo con mis palabras? Se me quiebra la voz. Lágrimas piadosas obnubilan mis ojos y caen sobre mi teclado. Y no es joda: lo juro por la Virgen del Rosario y por el Comisario Sánchez. Lloré, sí. Yo, el sumariante veterano y socarrón, lloré.
Creo que lloré por mí, como las campanas doblan por Hemingway. Claro, el masculino me importaba un carajo, pero yo me importo. Y me vi como despegado de mí mismo (ahora pienso que quizá por eso me bandeé antes a la tercera persona), como una conciencia repentina que observa a un idiota oficial sumariante engañado por el declarante.
Ay. Ay. ¿Dónde está el sagitariano oriental de marras? “Estúpido” dice la conciencia desde el cenit (el altillo de la Sub 4ta). “¿No sabés que la astrología es un cuento y que el Oriente es nada más que el Este?”
Y el pobre infeliz que dilapida su tiempo ya no se consuela con el verso de asumir el absurdo, sino que llora.
Sí, yo (como todos) soy la conciencia facha y la inconciencia populachera.
No soy psicólogo, repito. Soy el sumariante fuera de servicio, con sus vicios profesionales pertinentes.

Me hice un café y me tomé la pastilla para dormir. Volví a la PC y cliqueé el link del femenino.
Volví a llorar. Lo juro por los arriba citados (la virgen y el comisario). Pero ahora no eran solamente lágrimas piadosas sino también azoradas. Ojiplático y temblequeante, comencé a convulsionar. Gemidos, estertores a mitad de camino entre la infinita pena y la carcajada. Tal cual (supongo) como quien se encontrara frente a frente con la Nada. (Bueno, un poco me dejo llevar en la narración de los hechos por mis rápidas lecturas juveniles de Sartre, perdóneseme el culteranismo.) A ver. ¿Qué es la literatura? No sé, solamente soy el sumariante, que de entrecasa se desahoga escribiendo. Pero en la pregunta está la clave de la respuesta. ¿Qué es tal cosa, por lo pronto? Digamos, sin saber qué pueda ser, que será algo. Y aquí (ríanse las ninfas constantes y los faunos perseverantes) es cuando no quiero que me hablen de Wolff ni de Hartmann ni de Sarmiento inmortal.
Porque yo sí que la tengo clara. Materialismo o idealismo, ¿no? Pues no. Nada de materia en el blog de la escritora: un cundiente agujero que se detendrá solamente con la extinción física de la escritora. Y nada de idealismo, ni de ismo ni de idea: nada de nada. Cero al as. Pito catalán al boludo del sumariante que teclea en una Olivetti del año del pedo. Fuiste, alpiste. Ganó el delito. El eje del mal. La puta madre que me reparió.

Y sin embargo soy un buen tipo. Es decir, un blandengue. ¿Cómo vuelvo a esa sala y me enfrento (es un decir) al masculino y al femenino? Me van a preguntar qué me pareció. ¿Y qué les digo? Misión imposible, porque mentir no es negocio. Mentir al pedo, digo. Si me parecen una cagada atómica, para eso, no voy. Porque tampoco es cuestión de decirle “perro” al perro, que no sabe ni que él mismo es un perro.
El perro sagitariano y la perra geminiana. Un diámetro en una esfera infinita… ni diámetro es.

Floto. Me está haciendo efecto el zolpidem. Después de tanto llorar, floto por encima del altillo de la Sub 4ta. Flotan también las viejas Olivetti y las viejas Ballester Molina. Flotan las tiras de los uniformes. Y los uniformes. Todo flota, y veo el barrio desde muy arriba, arriba de los manchones verdes de los plátanos. Ya no soy el llorón ni la conciencia, Ni el cana. Ni Gerard. Más bien soy, como el finado, un pedazo de atmósfera.

Silvana Pressacco – Argentina

Background by Gellinger

Una reflexión

Un ejército sin bandera desafía nuestras vidas, nos mantiene estacados en la tierra para obligarnos a ser testigos de cómo sus minúsculos soldados babean sobre el paisaje de nuestras rutinas mientras deambulan buscando más y más víctimas. No sabemos liberarnos de esta guerra que no escuchamos declarar pero imaginamos en miles de películas; una guerra que está cambiando nuestro todo, nuestro mañana y la manera con la que miramos el ayer.

Quienes son alcanzados por las manos de este extraño enemigo permanecen en silencio para no sentir más intensamente cómo se rompe el aire a su alrededor mientras entregan su sangre al destino. Un destino que pudo ser menos hambriento y solo dependía del nosotros.

Ahora el planeta sigue el movimiento a merced de un piloto automático mientras la gente cae de él porque ha soltado las manos de las manos de otros y espera con miedo que nadie toque en la puerta de su vacío. Cae mientras extraña el sabor dulce de un beso, el color celeste del cielo, la fuerza de un abrazo. Cae después de comprender que nunca agitó las alas mientras sobraba el aire y se podían proyectar vuelos. Cae mientras los invasores que huelen lo vulnerable y se relamen, giran a su alrededor como gira un perro cuando decide acomodarse en un lugar del mundo.

Ana Bella López Biedma – España

Imagen by Julio Vicente

Una historia

Hay una línea roja en el umbral de mi casa. Una línea viscosa que repta sin moverse ni un milímetro, que vigila día y noche todos mis movimientos. Cada mañana despierto y mi primer pensamiento es para ella. Tiemblo. Tiemblo como una niña escondida en el armario, esperando que se hagan realidad aquellas pesadillas de la infancia, queriendo gritar y sin poder articular ningún sonido. Después me levanto y comienza mi rutina diaria, un hilo del que tiro incansablemente cada jornada para mantenerme a salvo, paso tras paso, ocupando las horas de este silencio áspero que no me deja nunca. Sola, siempre sola.

Alguien vive enfrente de mí, detrás de una de las ventanas de esa colmena inmensa. A veces mientras voy con precisión militar del salón a la cocina a prepararme el café de media mañana, o después de cerrar el portátil del trabajo cuando acaba mi turno, me asomo afuera y busco su silueta. Casi siempre su ventana está triste, con la cortina mustia, a oscuras. Pero hay momentos en que se deja ver una luz y se dibuja, igual que una sombra chinesca, el difuso perfil de un hombre solo. No sé si lo imagino, pero en ocasiones creo que lee algún libro muy grueso, o teclea velozmente frente a una pantalla, y en las mañanas cálidas con la ventana abierta me parece escuchar las notas de alguna melodía que casi nunca reconozco. Y salgo a la terraza, intentando averiguar si aquello es cierto, o si es este aislamiento el que me hace imaginar que a ratos, como una bandera que llamara a la tregua, un pañuelito blanco se asoma a aquel alfeizar y me saluda.

Hay días que no creo ser capaz de poder levantarme de la cama. Son esos días en los que tengo que salir, porque faltan comida o medicinas, o porque se me ha acumulado la basura. Cuando llega el momento de abandonar mi casa, el temblor es tan fuerte que apenas puedo asir el picaporte, envuelta en tela y plástico asfixiantes, mientras repito como un mantra que no pasa nada y cruzo aquella espesa línea roja. Si no fuera porque es imposible, diría que no respiro durante esos minutos, que me quedo ahí dentro de ese envoltorio como un puercoespín ya viejo, con las púas gastadas, esperando que nadie se dé cuenta de la fragilidad que encierro, de lo fácil que sería quebrarme. Y sigo temblando todo el tiempo, aguantando el oxígeno, sintiendo que cada superficie que toco con mis manos, con mis pies, es fría y pegajosa, y que se agarran a mí innumerables e invisibles partículas mortales. No puedo respirar, sé que me ahogo. Me alejo cuando me cruzo con alguien mientras martillea en mi cabeza como una pelota de goma rebotando en mi cráneo un único pensamiento, volver a casa. A casa. Y mientras camino por la calle, sintiéndome desfallecer, miro arriba, y tan solo esa minúscula señal en la ventana me ancla ala realidad, me da la fuerza para terminar, para volver sana y salva. Y cuando al fin regreso y cruzo de nuevo la frontera que separa mi hogar del mundo, apenas soy capaz de quitarme el sudoroso caparazón de plástico y ropa. Y tengo que ir corriendo a ducharme para librarme de todas aquellas partículas invisibles que siento adheridas a mi pelo, a mi piel, a mi vida.

Muchas veces me pregunto si voy a ser capaz cuando todo termine de volver a salir a la calle sin miedo. Y no sé contestarme. Entonces me asomo a la ventana.

John Madison – Cuba

Flowers by Matthias Böckel

Una historia

¿Pronto?

—Nathy, soy Juan. Han decretado el confinamiento. Es oficial.

—Pues ni me enteré. Llevo días sin ver las noticias. ¡Luca, deja esa silla. Lucaaaa!, mierda. Perdona un momento, Juan.

Tengo que esperar que ella atienda al crío y regrese a coger el teléfono.

—Ya sé que la semana pasada te dije que no era mi mejor momento para empezar algo, pero me sentiría más tranquilo si vinieras a casa —le digo.

—Si estás buscando peña para pasar la cuarentena ya puedes olvidarte, Juan.

—No, no ando buscando nada, Natalia. Lo que estoy es acojonado, así que no me cabrees. Recoge tus cosas y las de Luca. Voy para allá a buscarte.

—Vete a la puta mierda, Juan. ¡Luca, suelta esa cortina inmediatamente! Si te asustaste de mí o te faltó coraje para quererme como un hombre es tu problema. Yo no le temo al virus.

—Puedo transferir dinero a tu cuenta para que no les falte nada a Luca y ti, pero no podré hacer más si esto empeora. Por dios vives en cuarenta metros cuadrados y estas en paro.

—¿Y eso a ti qué te importa?

—Déjate ya de bronca, Nathy. El confinamiento va a ser duro para el crío.

—Espera un segundo, Juan. ¡Luca Salvatore! Mira, Juan, ya lo hablamos mañana.

—Te cedo el estudio —digo apresuradamente—. Si no espabilo ella colgará el teléfono y tendrá toda la noche para reafirmarse en esa postura de la que no saldrá.

—¿El estudio?

(El estudio es independiente y reúne las condiciones de habitabilidad: calefacción, cocina, dormitorio, TV…)

—¿Tu estudio de grabación dices? —vuelve a preguntarme. Ella quiere asegurarse de mi propuesta.

—Sí. Tiene entrada independiente. Piénsalo. Luca tendrá un jardín enorme para correr, un patio, podrá jugar con Drako. Los perros no transmiten el coronavirus.

El silencio entre los dos me descoloca. ¿Qué se puede esperar de una mujer que es exactamente igual a Covi19? Imprevisible, silenciosa y letal.

…..


No todos los que me importan duermen ahora bajo mi techo, pero sí los que mi radio de cercanía pudo abarcar. Son las 9:00 de la mañana de nuestro primer día en confinamiento. Soy el primero de la familia en llegar a la cocina, además de mi asistenta, Ivana, quien ya tiene preparado el café y parte del condumio.

—Ivana, voy a acercarme al kiosko a por la prensa. Regreso enseguida — le comunico.

—Señor Juan.

No, no me da tiempo a decirle ¿qué pasa? ni nada porque Ivana, una mujer más Rusa que la ensaladilla y que la estepa siberiana misma me abraza con un ruego:

—Por favor, señor, no salga.

Sí. Covid ha logrado que Ivana me abrace y eso es un logro del carajo teniendo en cuenta que lleva veinticinco años aguantando mis malcriadeces sin salir del marco sobrio que imponen las sociedades laborales.

Me quedo congelado. Ni la abrazo ni le digo que ningún virus es lo suficiente imbécil para exterminar a toda una raza y quedarse sin huéspedes solo para mostrar su poderío. Ese es un riesgo que Covid19 no va a correr. Tampoco le recuerdo que las bajas irán en aumento porque Ivana sabe tan bien como yo que en toda guerra solo sobreviven los más fuertes e inteligentes y que en España tenemos, por desgracia, un alto índice de ancianidad. Esto es una batalla destinada a zarandear la consciencia colectiva y llamarnos a leer el capítulo que toca: dejar de mirarnos el puto ombligo. Eso tampoco se lo digo, sólo lo pienso.

¿Sobrevivirán los más fuertes y listos?

El problema es que no estoy en ninguno de esos grupos. Emocionalmente estoy hecho una basura y de salud… Ni toquen esa tecla que se nos jode el piano. Soy asmático. Vivo con el permiso del ventolín y el Spiolto y esa verdad es lo que ha hecho que esa mujer que todavía me llama señor como si yo fuera el amo de un cortijo andaluz me impida salir a comprar la prensa con su efusiva muestra de amor breve.

No, no salgo a ninguna parte y espero a que el personal baje de los cuartos. Ya está toda la peña en la cocina, menos mi invitada. Ella llega la última y trae a su hijo Luca de la mano. Me adelanto a saludarla.

—¿Qué tal has dormido? ¿Todo bien? —le pregunto.

Como si un OVNI me hubiera dejado hace un par de minutos en el jardín. Claro que sé cómo durmió porque durmió conmigo. En el estudio, como «habíamos quedado». Pero, no la dejo hablar y la conduzco hasta su lugar en la mesa.

—Familia, esta es Nathy —anuncio.

La verdad, creo que mis hijos no saben si aplaudir o si correr, o si escupirme en la cara el café, que es peor que el zumo de manzana que Ivana ha puesto en la mesa, porque mancha de cojones la camisa blanca que llevo puesta.

(Pensamiento errado. De inmediato me doy cuenta que no es ni lo uno ni lo otro al ver la rapidez con que mi hija mayor, Vivíana, ataja la situación).

—Bienvenida, Nathy. Siéntete como en tu casa.

Diez comensales entre hijas, yernos, invitados e Ivana. Todos actúan con normalidad aparente pese a la presencia de la invitada y el nerviosismo acojonante que los medios se han encargado de contagiarnos con su inyección letal entre pecho y espalda compuesta por su ranking de cifras de muertos y contagiados en Madrid, Barcelona, Italia y… Pero Natalia no parece asustada pese a tener a sus hermanos y a su madre en el ojo del huracán, Milán. Y si lo está no me ha participado nada ya que ambos andábamos en otros menesteres.

Mi hija mediana, Marie, bendice la mesa con su voz de soprano. Sé que no está todo lo calmada que su voz muestra. Nada me salvará del interrogatorio al que me someterá.

Mi yerno, Ché, mira al crío y a Nathy como si fueran dos criaturas que han escapado de Jurasic Park con la intención de defendernos del ataque de Covid. Claro, cómo diablos iba a saber él que iba a compartir mesa con un crío de dos años. Era de madrugada cuando los traje a casa.

A mi hija pequeña Rossi le da igual que su papá traiga a E.T a cenar, pero a Marie no. A esa le va a dar un soponcio cuando se entere que Nathy solo lleva dos meses saliendo conmigo y que su edad es igual a esa cifra que apellida a Covid: 19.

Nada me va a salvar de los reproches de Marie por no tener en cuenta que quizá Natalia o Luca podrían estar infectados o que cualquiera de nosotros puede estar ahora incubando ese bicho al que no sabemos cómo derribar de su bestia y podríamos, perfectamente, perjudicar la salud del niño.

Ese es el verdadero virus, el miedo irracional que a todos nos ocupa hoy: quién es el infectado o quien tocó qué cosa en el super o quién usó el cajero antes que uno y dejó a Covid preparado para para darnos por el culo.

Pero la vida sigue y nadie me va a disuadir de comenzar una relación con Nathalia en medio de este apocalipsis. Ni siquiera ese virus al que pretendemos mantener alejado de la cancela y los muros de esta casa mientras jugamos a Modern Family.


…….

La Habana es una ciudad detenida en su tiempo. Creo que esa atemporalidad es la que nos une a ella. Las ciudades mutan, la Habana permanece. En la Habana todo se mueve en Slow Motion: las guaguas, las colas en los comercios, la puntualidad, el sudor, las charlas… Soy un hombre acostumbrado a la elasticidad horaria y me tomo mi lapsus para todo. Aunque este tiempo de acuartelamiento obligado que cruza el mundo es diferente a las horas en cámara lenta con las que juega el trópico a pervivir por siempre en las costumbres de los antillanos.

Cuando vivía en Cuba, nunca fui consciente de las ventajas que ofrece la lentitud del día para hacer todas esas cosas que hasta hace poco iba moviendo de una fecha a otra en mi apretada agenda.

Una hora tumbado en mi cuarto de la casa familiar en la Habana era una eternidad exasperante que yo siempre acababa quebrantando.

Es la primera vez que tengo todo el día para mí y la primera que permanezco tantas horas viajando instrospectivamente por mí mismo y a merced del silencio junto a una mujer.

No hablamos de trabajo. No hablamos de mi divorcio ni del padre de su hijo ni de su familia en Milán. No hablamos de mi madre. No nos preguntamos qué será de nosotros cuando llegue el mañana o si cabe la posibilidad de un mañana ni si voy a cumplir el rito del anillo ni de los muertos que Covid va anotando en su libro de débiles.

No hablamos, vivimos el ahora de este cuarto, desnudos y serenos.

Deseo que no acabe jamás este confinamiento. Llevo tanto tiempo sin detenerme a contemplar la vida minuto a minuto. Tantos años pendiente de las horas, de mi ex mujer, de los aviones, de engordar la cuenta bancaria, de no dejar un hueco libre en mi agenda de trabajo, de mis hijas… que ni siquiera pienso en que pedirle a Dios que no nos regrese a la vida de antes es un pecado aún mayor que pernoctar en una sala plena de infectados sin traje protector ni protocolo.

No hablamos el lenguaje evolutivo de los hombres. Ese regalo que hemos ido adiestrando con el paso del tiempo sobre el mundo; la herramienta con que los escritores novelan las catástrofes, las guerras, sino la lengua madre de las almas: la lengua de mis ojos en sus ojos cerrados. La de mis labios en su frente. La de su olor a juventud en mí. La lengua de mi lengua en un encuentro mojado con su sexo. La lengua de mis manos gozando del viaje por el arco de su espalda. Ella le habla a mi historia de hombre naufragado con suspiros.

Son las 3:00 de la tarde de nuestro séptimo día de confinamiento. Luca duerme.

Orlando Estrella – República Dominicana

Doble exposición by Pedro Beja

Una reflexión

Esta pandemia es una de esas cosas que colocan al humano frente a realidades que existen por siglos pero solo cada cierto largo tiempo nos recuerda que si no cambiamos de rumbo, un día nos sorprenderá algo que ni siquiera el aislamiento o cualquier otra medida nos será suficiente para sobrevivir.

El hecho de que hayan existido varias civilizaciones a través de millones de años nos demuestra que algo ha pasado en cada una de ellas. No podemos decir mucho ,pues sabemos muy poco de que sucesos han ocurrido. Poco nos han enseñado en escuelas y en la historia. Tendrán sus razones.
Un virus como este no creo que naciera del aire, pero eso no es el tema ni el saber de donde provino nos va a salvar. Lo importante es darse cuenta de lo extraña que es la vida y como tu actitud es modificada como una tragicomedia.

Anoche, a unos 50 metros de mi casa y en pleno toque de queda, unos gritos desesperados despertaron a todo el barrio, un joven falleció y los familiares perdieron el control y fueron horas de quejidos mientras los policías no sabían que hacer pues el drama se trasladó a las calles circundantes con personas llorando y corriendo como locos. Una escena dantesca

En una guerra puedes salvar personas con solo darle albergue o esconderlos de persecuciones y también matar para salvar a otros, pero este virus trastorna toda la psiquis humana y las secuelas son peores que la propia guerra.



Un poema

Cobarde

Si miro a ese prójimo aturdido
tambaleándose sin fuerzas
rogando por su vida que se escapa,
tendré que huir lo más lejos posible
del escenario.

Nunca pensé mi cobardía ayer
me creí solidario para siempre
pero me han convertido en un cobarde,
¿será obra del destino
o de maestros de la perdición?

Sicarios sin caretas y sin nombre
y otros que dan la cara exponiendo su vida
que no saben de tramas, escondiendo sus lágrimas
y su impotencia.

No puedo solo huir, he de esconderme
como aquel criminal sin cuerpo del delito,
tapando mi ruindad
aquí en lo oscuro.

No es un consuelo que en la lista estén
millones de cobardes a la fuerza
queriendo ir al entierro de sus padres
y solo despedirlos por el móvil.

Nos han asesinado lo poco que quedaba
de humanidad en nuestro recorrer,
diseñando el estadio para el juego final.

Eva Lucía Armas – Argentina

Crepúsculo by Mabel Amber

Una historia

Todos somos un producto de algo y ese algo es lo que nos proveyeron las circunstancias para ser lo que somos. Qué hacemos con nuestras experiencias, con nuestros errores y nuestros aciertos y cómo vemos y procesamos hacia nosotros los de los demás.

Somos lo que vivimos (además de lo que comemos y de lo que escribimos, en nuestro caso particular de escritores). Somos lo que vivimos pero fundamentalmente, creo yo, somos la forma en la que vivimos lo que vivimos. Qué hacemos con eso.

Sinceramente, no tengo miedo, porque ya pasé varias veces por el cuello de la botella y sé que pasás o te atascás. No hay muchas variables.

La vida, en eso, es inexorable. No pasás a medias ni te atascás a medias. Las leyes son iguales para todos, porque la vida no hace distingos entre unos y otros cuando le cede el paso a la muerte.

El enemigo no se ve porque los verdaderos enemigos no se ven. Solamente se ven las consecuencias que producen. En general, son sustantivos que no tienen forma, solamente consecuencia.

¿Qué forma tiene el hambre como tal? Ninguna. Vemos sus resultados, sus manifestaciones.
¿Qué forma tiene la muerte? Ese cuerpo que queda ahí y al que velamos.
¿Qué forma tiene la guerra? La de los hombres que la hacen posible.
¿Y la peste? Hoy por hoy, la fibrosis pulmonar. Antes las variolas, las cavernas tuberculosas, las bubas que explotaban dentro de los pulmones en la Edad Media. La peste tiene todas las formas y por eso, no tiene ninguna.

Digo esto por Los cuatro jinetes. Desde qué tiempo se nombra a esas cuatro entidades como lo aterrador.

Y aquí estamos, con los cuatro presentes, galopando cada uno por donde el hombre le ha permitido hacerlo, pero presentes, como en todas las épocas en que el hombre se ha negado a escuchar lo único que debe escuchar: «ama a tu prójimo como a ti mismo».

Dice mi nuera más joven, la que ve gente muerta (porque nosotros pertenecemos a una familia tan extraterrestre que le daríamos envidia a Alf), que somos demasiado antiguos, que somos «los antiguos», almas que ya han aprendido la mayoría de las cosas que la Humanidad se niega a aprender y eso que ha probado por las buenas y por las malas para hacerlo y que por eso, ninguno tiene miedo. No es porque vivimos en Argentina, porque hay pocos casos, porque cumplimos la cuarentena. Es porque ya sabemos que lo que deba ser, será, haga el hombre lo que haga, porque las leyes que no son las del hombre, funcionan de esa manera.

(No se rían que el tumor temporal ya me lo sacaron, pero yo sigo igual que antes, o sea que no era el tumor. Soy yo así).

Nos reunimos sobre el final o sobre algún final de los tantos que jalonan las historias del hombre.

Siempre me pregunté por qué, después de varias experiencias fallidas, ahora tengo estas tres nueras tan pero tan afines a mí que parecemos cuatro hermanas (prometo foto) que tenemos discursos comunes, ideas comunes, cosas tan en común que algo así no puede jamás ser azaroso sino una reunión de causalidades.

También me pregunté muchas veces por qué estamos en Ultra personas tan afines más allá de la mera escritura. Por qué personas tan pero tan afines que hasta podrían ser la misma, son los administradores de este lugar. Morgana, Aira, Ángel, es como si fueran yo.

No existen las casualidades en el universo. Existe la causalidad. Todo sucede «por algo» y siempre está en el hombre entender el porqué. Pero el hombre no se esmera. Prefiere inventar patrañas conspiranoicas, echarle la culpa a oscuros laboratorios bajo tierra, a los Iluminati o al pangolín. No se hace cargo de su inquebrantable torpeza.

Pude morir muchas veces hasta hoy y de muchas maneras diferentes, así que esta es una más. Nunca tuve miedo.

Vi morir todo lo que amaba y acá estoy. Lo acepté porque a la muerte no se le opone resistencia. Se asimila al aprendizaje de la soledad y del tener que resolver ese «de ahora en más» que se une de pronto a nuestra vida. Y hacer algo con ese «de ahora en más». Compensación: mi nieto. La vida es equilibrio.

¿Estoy en riesgo? No más que los demás que también lo están. Soy una del montón. Una más del montón.

En resumen, no me gustaría morirme en esta época porque quisiera saber que el hombre, al final de esta pandemia aprendió alguna cosa, pero estoy segura de que eso no lo verán mis ojos tampoco esta vez y que la vida, como siempre, sigue y se renueva todas las veces que sea necesario porque es algo que no se detiene.

Los hombres se detienen. La vida, no.

Leonardo Zambrano – Ecuador

Fantasia by Enrique López Garre

Un poema

Rebelde

Esta cárcel desencadena locuras
la duda de palpar cualquier objeto
al remover los llantos de otros ojos
y gemir junto al yermo del cuerpo.

Quiero gritar mi atraso con cultura
a la potestad de rodear la zozobra
a poder indagar mis otros silencios
entre las cantos que llevan mis dedos.

Tengo duda del aire en todo orbe
que me falta y espanta en reflejos
no hay máscaras en las oscuridades
ni soles quemando sus destierros.



Una reflexión

No sé qué responder, salir da miedo y estar encerrado me vuelve loco. Si en el aire dura un poco de horas, hasta dejar pasar los fantasmas cuando tocan las ventanas, te llena la boca de más silencios. Ya no somos los mismos. Cuando me afeito veo a un hombre que desconozco, más triste que un payaso en un nido.

Hoy las cucarachas salen y se sirven agua de almuerzo; ya no se puede ni desperdiciar migajas con tanto control para comer los próximos días, si no son meses; a veces llorar no es suficiente sin entierros y sin fosas. Sigo aquí mirando los idiotas que no respetan el estado de sitio, mañana las nuevas sombras de los hospitales.

Creo que las desgracias nos hacen temblar con una escasez especial.