Ovidio Moré – Cuba

Imagen by Lorri Lang

Azúcar para crecer

Nacer en una isla tiene sus consecuencias. Y nacer en una isla bloqueada, aún más. Nacer en una isla bloqueada que dice que está construyendo el Edén definitivo, es vivir en las proximidades del infierno. Nacer para vivir cerca del infierno en una isla bloqueada que por su situación geográfica es el infierno mismo, no es vivir, es sobrevivir. Nacer en un pueblucho de esa isla y vivir toda tu infancia, adolescencia y juventud en ese “culo del mundo” es ser un zombi. Un zombi siempre hambriento. Agapito Elizondo, nacido en Naranjos, provincia de Guásima, y en la Isla, lo sabía bien. Agapito Elizondo, aún así: famélico y quijotesco, fue un niño casi feliz.  Agapito Elizondo habiendo nacido rodeado de agua, sin contacto ninguno con el exterior; bloqueado y con hambre como un zombi, fue un niño casi feliz.  Y es que “los niños son las esperanza del mundo, los niños nacen para ser felices”, decía aquel gran y sabio hombre, el del anillo de acero,  y Agapito lo sabía, y era casi feliz,  pero tenía hambre. ¿Y qué esperanza hay para un niño casi feliz y con hambre en una isla bloqueada que no llega a construir nunca el paraíso, y siempre, pero siempre, está a las puertas del infierno? Pues, la verdad, poca.

 
Ah, pobre Agapito Elizondo, ahí está, en Naranjos, descalzo, flaco y lleno de parásitos, correteando por el patio de su abuela, jugando a Los Mosqueteros. Pero no sólo le gusta el juego a Agapito, también le gustan los libros y hasta le gusta dibujar monigotes y flores y los bichos del patio. Su abuela dice que tiene talento, y él, Agapito, no sabe qué significa esa palabra, pero debe ser algo bueno si lo dice la abuela. La abuela siempre dices cosas bonitas, y cuenta historias de países perdidos y de seres estrafalarios, que luego él supo, cuando fue un poquito mayor y comenzó la escuela,  se llamaban seres mitológicos… ¡Qué palabra tan linda!  se dijo Agapito. ¡Mitológico! Fíjate tú, rimaba con zoológico y con biológico y con lógico! ¡lógicamente…! jajajaja…. Así se reía Agapito en medio del patio. Luego se quedaba meditabundo e imaginando. Imaginaba que un día viajaría a Grecia y a Roma para conocer a los centauros, los tritones, las arpías, las ninfas, los colosos, los faunos, etc… A Tenochtitlan o Teotihuacán; a Machu Pichu o el Cuzco… Y podría ver de cerca, y quizás  hasta tocar, a la gran serpiente emplumada Quetzalcoatl. Qué inocente era Agapito, aún no sabía que de la Isla no había escapatoria alguna. Sólo siendo un ser mitológico, como un pegaso, por ejemplo, podría salir volando de aquel terruño tan verde, tan lindo, tan largo, tan cálido, pero a la vez tan, pero tan jaula. No obstante a Agapito le gustaban también mucho los mitos de su isla: los de los aborígenes y los de los africanos, y por temporadas olvidaba sus planes de periplos por la antiquísima Europa. Un día se casaba con aquella hermosa taína y bajaba en canoa el Cauto y conocía a Aipirí, la muchacha que se convertía en tatagua, y otro luchaba al lado del fiero Shangó y repartían la justicia por los montes y sabanas. Bueno, esto último lo logró, Agapito estuvo en las arcillosas tierras de donde vinieron los Orishas, y, como Shangó, llegó a ser un guerrero de verdad.

Sí, Agapito era un niño con mucha imaginación, con muchas sueños, con muchas carencias y con mucha hambre. Hambre de todo: de comida, de conocimientos, de cultura… Pero ya lo hemos dicho, aún así, era casi feliz. Agapito tenía madre, padre, abuelos y hermanos. Agapito tenía libros y libretas y lápices de colores. Agapito tenía un patio grande con árboles frutales. Agapito tenía una niñez. Sólo le faltaba poder viajar hasta el horizonte y sobre los mares y sobre las montañas y por los cielos. Y le faltaba estatura, Agapito era pequeño y raquítico, siempre el más pequeño de entre los amigos de la clase, del barrio o del pueblo. Agapito quería crecer. Agapito quería crecer y tener alas. Agapito quería crecer, tener alas y ser libre. Agapito quería ser alto, grande, enorme, gigante, imponente… Agapito no quería ser pequeño, enano, microscópico, insignificante… Agapito quería ser un niño sapiente y grande, dibujante y grande, lector y grande, cuentero y grande, rimador y grande… Sí, sí, rimador… también rimador, porque Agapito un día descubrió la poesía y Agapito entonces quería crecer y escribir versos, crecer y dibujar lo que decían sus versos (o viseversa) y crecer y crecer y crecer como el aguacatero del patio o la mata de mamoncillos, tal alta, tan frondosa, que daba tantos pero tantos frutos… Agapito quería dar muchos mamoncillos, o sea, muchos frutos. ¡Ah Agapito, pobre e iluso Agapito! Agapito se olvidaba del talento, esa bonita palabra de la que hablaba la abuela.  Y es que Agapito no entendía que el hecho de tener vocación por algo, o por hacer algo con todas tus ganas y con lo que te sentías tan, pero tan bien, algo que era puro gozo, que te producía tanta felicidad, no era sinónimo de tener talento. Su abuela se equivocaba, pero Agapito aún no lo sabía y, para cuando lo supo, ya era demasiado tarde, Agapito ya peinaba canas  (bueno esto es sólo una expresión, porque era alopécico perdido), para cuando lo supo ya era un hombre maduro llegando a lo podrido y había perdido toda la dentadura de tanto comer azúcar o, como decían en la Isla, de tanto “comer mierda”. Aunque la verdad era que sí, Agapito, de verdad, de verdad de la buena, comía mucha azúcar, comía mucha azúcar para crecer.


Cuando Agapito tenía como cuatro o cinco años, en la televisión ponía un spot que rezaba así:

¡AZÚCAR PARA CRECER! 

Y Agapito, que ya comía azúcar para saciar el hambre fisiológica, ya fuera a puñados, disuelta en agua o con gofio, se lo tomó a pies juntillas y aumentó su dosis de azúcar diária; él quería crecer, ya lo saben. Si lo decían en la televisión de la Isla tenía que ser verdad ¿no?. Claro, lo del “azúcar para crecer” era para crecer la economía, pues era el primer renglón económico de la Isla, pero la mente infantil de Agapito no lo lo entendió así, a pesar de que en las imágenes salían plantaciones de caña y macheteros y alzadoras y cosechadoras. No, no lo entendió. Y Agapito no creció, tampoco lo hizo la economía, ambos siguieron iguales, iguales que como estaban, o quizás hasta peores, porque Agapito carió todos su dientes, y la economía… bueno, esa también se carió de mala, de malísima manera.

Y ahí tenemos de nuevo a Agapito, sin crecer, con los dientes cariados, con la piel pegada a los huesos, con la barriga hinchada y con una Tenia más grande que Agapito. Y ahí tenemos a Agapito algo tristón, meditabundo, ojeroso, dibujando sus garabatos, escribiendo sus rimas, sus cuentos de brujas y submarinos y leyendo a Verne y a Salgari. Y, por eso, era casi feliz. Y un día, sin que él mismo se diera cuenta, había crecido un poquito, nada,  había alcanzado una estatura normalita, ni fú ni fá, pero ya no estaba enanoide. Y le salió la pelusilla del bigote y, junto con ella los primeros pendejos, y Agapito se alegró, pero no tanto, porque su miembro viril tampoco es que se hubiera desarrollado mucho, aunque ya podía lucir, sin complejos, aquella rala pendejera y el badajo asomando coqueto entre ella. Y Agapito empezó a sentir cosquilleos y cosas inexplicables allí, en su entrepierna, a excitarse cuando alguna muchacha le enseñaba más de lo permitido, y comenzó a enamorarse de aquellas muchachas voluptuosas. Y mientras más se enamoraba más leía, y mientras más se masturbaba más dibujaba, y mientras más sueños eróticos tenía más escribía. Y descubrió que tanto el amor como el arte eran su fuente de placer. Que en la creación artística había un componente sexual inigualable.


Y cuando con dieciséis años Agapito hizo el amor por primera vez con Mirna, aquella muchacha achocolatada salida de un lienzo de Rembrandt, Agapito sintió que había pintado un cuadro, Agapito sintió que había escrito una novela, Agapito sintió que había escrito el mejor verso de todos los que había escrito hasta el momento. Por eso, Agapito, hoy, alopécico, gordo y sin dientes, cuando dibuja, escribe o lee es como si estuviera singando con su mujer y tuviera un orgasmo superlativo, y viceversa, cuando está haciéndole el amor a su mujer es como si estuviera pintando un cuadro o escribiendo una novela. Sí, porque Agapito, a pesar de todos los pesares, se casó, a pesar de todos los pesares engendró hijos,  a pesar de todos los pesares un día, aunque no creció, se metamorfoseó en un pegaso y surcó el cielo y recorrió la antiquísima Europa, y lloró en la tumba de Rafael, y el corazón se le salió por la boca en el Coliseo Romano y en la Capilla Sixtina, y conoció a los centauros y a lo faunos y a las ninfas y y y y y y y …. y hasta conoció, de tú a tú, a la Gioconda, a la Maja desnuda y a las Tres Gracias de Rubens, estas últimas tan sensuales y voluptuosas; mayestáticas y ampulosas como la mulata Mirna.

Y Agapito fue padre varias veces, y Agapito sintió que no había dicha como aquella, y Agapito era el hombre más afortunado de la galaxia, y Agapito era padre y escribía, y Agapito era padre y dibujaba, y Agapito era padre y leía, leía, leía y leía mucho, tanto, pero tanto, que llenó su casa de libros. Y Agapito era esposo y amaba, y Agapito era esposo y lloraba, y Agapito era esposo y sentía en su interior algo que las palabras seguro, pero seguro que pueden explicar, pero él no las hallaba para explicarlo. Pero, aún así, Agapito, también, en su interior, tenía un agujero negro de añoranza y morriña. Y Agapito se dio cuenta que volvía a ser casi feliz. Se percató que la felicidad es una quimera que nunca se puede alcanzar del todo. Por más azúcar que comiera para crecer, la vida, tiene su punto de amargor y no hay quien se lo quite.


Y Agapito aunque no creció ni crece físicamente (sigue con su mediana estatura), creció de otra manera mágica, de otra manera que no hace falta explicar. Agapito creció de la única manera en la que puede crecer un hombre Odiseo, un hombre Ícaro, un hombre Juan Candela, un hombre Odilon, un hombre Martí, un hombre. Y, no obstante, sigue comiendo azúcar, pero ahora de remolacha. Es otra azúcar para crecer, otra azúcar con la que escribe, con la que dibuja, con la que ama, y no es una azúcar mejor ni peor, es otra azúcar, y Agapito sigue siendo casi feliz, porque ahora las carencias son otras, son del alma. Ahora Agapito tiene allá, en la Isla, una parte de su corazón zozobrando. Allí quedaron sus padres, sus abuelos, sus hermanos, sus sobrinos, sus amigos, sus colores, sus palabras autóctonas; quedaron la mata de mamoncillos, el aguacatero, lo bichos del patio y su niñez. Y ahora Agapito tiene síndrome de Estocolmo, ahora Agapito añora la Jaula, esa jaula tan verde, tan cálida, tan linda, tan larga, y con tanto sabor al azúcar de caña, al azúcar para crecer con la que no creció, pero con la que Agapito era casi feliz como lo es ahora. Y es que del azúcar y de la Isla, no hay quien escape.

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