VERSO BLANCO

Jordana Amorós – España

Cordón umbilical

Ha sido todo siempre
un irse acomodando.

Apurar los minúsculos
resquicios de la vida
por los que se colaban a tus espacios íntimos
esos rayos de Sol
capaces de animarla
y aprovechar las largas tardes de lluvia y tedio
para tejer saudades.

Ahora lo que toca
es adaptarse a la necesidad
de gestionar lo escaso,
a aceptarte viviendo con los ojos escépticos
y la piel agostada
mientras dentro de ti,
a tu pesar,
cultivas la narcótica semilla
del desapego.

Es fácil,
se trata solamente
de entrecerrar los párpados
y borrar los paisajes,
ideas, sensaciones y recuerdos
que anidan en su envés
como quien funde en negro el fotograma
final de una película…

Solo queda esa hilacha,
tenaz,
que constituye
una especie de insólita atadura,
como un cordón umbilical inverso.

Con qué fuerza me une
a la luz…

Cómo cuesta
cortar esta invisible, sedosa y acerada
hebra fundamental de los afectos.



Sombras chinescas

Grotescos
esperpentos de pájaros.
Pluma en pena que escapa rumbo a un sueño de luz.

En la penumbra
agoniza la tórtola cautiva.
Entre las manos
su cuerpo es un dolor torpe y reseco
que en las atormentadas puntas de los dedos
todavía aletea.

Es finito el espacio
de la pared.

Y en el silencio se oye
el crepitar del alma al consumirse.



Isabel Reyes – España

He de marcharme

Rodeada de cosas olvidadas
con tanto agobio encima de mis hombros
recojo libros, fotos, cuadros sin paisaje,
mucho papel en blanco y mis pupilas
sin saber dónde ir, ni cómo el alma
se acostumbró a la luz de atardecer.

Toda mi casa es hoy incertidumbre,
no encuentro lo esencial,
en las carpetas
se perdieron retratos, versos míos
y aquellas primaveras. Quién me aguarda,
me llama desde lejos, nada sirve
de mis maletas, folios, a esta hora
penúltima en que veo
como si ya estuviera sin disfraces
y fuese otra persona la que ocupa
mi corazón, mis huesos, sólo míos
los ojos esta tarde, rodeada
de espejos del crepúsculo y cajas de cerillas
e inútiles postales sin remite
de caminos que nunca hube andado.
Ha llegado la hora de partir.

Ruedan los cláxones
en mi tranquilidad, en este miedo
a ir cerrando ventanas.
Me voy, he de marcharme
de nuevo a ningún sitio, el mar no espera
se mete en los dinteles, abre puertas
empuja, inunda el alma
y lanza mi existencia hacia las rocas.

¿Salvaréis mi equipaje de sus olas?



Indignación

Mientras el sol dispara sus espadas
avanzo como un preso
que huyera en los pantanos del presente:
los perros del cansancio
acechan por el bosque de la gran decepción.
He de seguir, mi sitio está más lejos.
Romperé mis cadenas con un tallo de hierba
y volveré al origen, desnuda y en silencio
alegre y desnortada, sin deudas, sin deberes
oscura y encendida con mi verbo.

Si queréis encontrarme, no me escondo.
Aunque me fugue
estoy aquí, sentada y sola y triste
como una gota dentro de la lluvia
soportando la fiebre primitiva
que me mantiene inmóvil
y digna
y vigilante.
Encerrada en mí misma
y tanta indignación por compañía.



Sergio Oncina – España

Ausencia de vida

No sé por qué ni dónde quiero irme.
Este lugar me aleja de los sueños
y me envuelve en tibieza; arropa y duerme,
apaga los instintos, entierra voluntades
y agota la impaciencia
que incita a pelear contra el fracaso.

Vivo en barro que arrastra,
arenas movedizas
con la velocidad de la quietud
y la satisfacción de mi apatía aceptadora.

Y truena y no me importa la tormenta
aunque ilumine los charcos
y embadurne mi rostro con resina mojada
del árbol deshojado donde quise ampararme.

Es, por fin, lo distinto que acaba por hundirme
en la basura de la que salir,
estímulo asesino que concede
una oportunidad para resucitar
y sentir la alegría
de un nuevo nacimiento en un edén.

No creo en paraísos
ni en volver de la muerte.

Pero tampoco creo
en la ausencia de vida.



En la noche de los vivos

Se dilata la noche de los vivos.
Me entretengo mirando
los árboles sin hojas,
las farolas que lucen mortecinas
y las aceras libres de nosotros.

Ahí, en la esquina próxima
estuvimos los dos,
entre la misma niebla,
bajo el mismo silencio,
en esta misma hora

y, como hoy, nada interrumpía
a la ciudad que duerme
sin saber que te amo,
como si no importase
y mañana la vida continuase impertérrita.

A nadie preocupa
que no vuelvas conmigo;
el furgón de reparto trae pan y pasteles,
los barrenderos sueñan con dormir.

La radio sonará, a las seis y un minuto.
Acabará mi insomnio.
Compraré medialunas para desayunar
con un tazón de leche,
mantequilla, galletas
y olvido.



Ángeles Hernández Cruz – España

Y pude

Enredada entre los hilos del miedo,
me pesaba el recuerdo de aquel día
en que el aire se hizo piedra
para aplastarme el pecho;
me pesaban los “no puedo” y los “quizás”,
losas en el paisaje de mi terco discurso.

Pero usé tu sonrisa de bastón
cuando te ofreciste a llevar mi carga
para un trayecto de ida y vuelta
entre la imprudencia y la victoria.

Con una palmera como único testigo,
conseguimos surcar
la mar escarpada de los barrancos,
y los jadeos de mi corazón
iban desamarrando, uno a uno,
los pesados nudos del acobardamiento.

VERSO LIBRE Y VERSO BLANCO

Ya sé que la alegría es transitoria
como esa ciudad que siempre circunvalas
en el viaje a nunca
y en la que nunca te quedas a dormir.

Aromática como el dulce petricor que exhala la tierra
cuando abre sus fauces al canto de las aguas.

Obscena como la sangre en el pan
y el colmillo en la carne.

Inocente y estúpida como yo
ante cualquier ventana abierta a temporales
que he dejado de prever y me sorprenden
sonriente y encueros.

Llega
te besa
nada contigo un rato
se va
y permanece escondida en la distancia
con aquellas palabras que no quiero escribir.

A veces creo que no la necesito
y me he coagulado de silencio.

Alegría

Morgana de Palacios

(verso blanco)


Con los libros bajo el brazo

Isabel Reyes

(verso blanco)

Llovía en el Retiro.
Recuerdo escalinatas y un poema embrujado.
Daba temor mirarme. También tengo yo ahora
una sed infinita de que surja tu imagen.

Acaricias el frágil relente de mi pelo,
sabe a limón de mármol la añoranza.
No acierto a caminar, me asusto.
Tus muros son muy altos. Quién me abrirá las puertas.

Casi apenas mujer
te soy una exiliada que llega a la ciudad
en esta noche espesa, esta cerrada lluvia.
Me llamas desde hondos corredores sin aire.

Quién soy yo con los libros sujetos bajo el brazo,
estudiante en la “Complu”.
Me tomas de la mano y aquel parque disipa
su maleficio verde. Se han secado mis lágrimas
Nos vamos a encontrar.

Has llegado de lejos.
El sol hace trasbordo por tu boca
y empiezo a renacer.
Reescribo a dos velas mi tesis doctoral,
bebemos la tristeza solemne
de esta ciudad a oscuras que mis ojos permiten.

Quién eres, quién soy yo. Dónde vamos tan tarde
a prender ideales si no queda ni un taxi
por el puerto nevado de los amaneceres.
Hoy
tengo enfrente ese parque de mi inútil tristeza.

Demasiados peldaños ascendiendo a mi frente.


Sangran los horizontes por los cuatro perfiles
mientras en las esquinas de las bocas,
y a plena luz de las pantallas,
se trafica con paz impunemente.

Te ofrecen papelinas con dibujos
de palomas y olivos que tan solo contienen
un cóctel de moral adulterada.

Qué inútil es dormirse en el deseo
de antiguas psicodelias si no existe
terapia que libere
el tóxico del odio que regalan
en las mismas esquinas,
bajo la misma luz,

y tras las mismas bocas.

Caramelo de regalo

Ángeles Hernández Cruz

(verso blanco)


Me convenzo

William Vanders

(verso libre)

Esta noche me convence el insomnio.
Es un instinto primitivo,
un alma con mil ojos
en mi retina tapada.

Soy un Cro-magnon
hibernando despierto,
en alerta y sigiloso,
cauto para no ser cautivo,
con herencias tatuadas en el muslo,
de verbo herido y rumiante,
enfurecido en el temor,
acostumbrado a la amnesia,
de mandíbula pensante,
sobreviviente,
libre,
despabilado dentro del párpado caído:

un homínido

intrascendente,

con auroras a cuestas

para oscurecer el pecho

durante el combate.


Miro el río y, en él,
miro la sombra del crepúsculo
que se hunde en su musculatura acuosa.

Una sombra que no hace pie en espesuras,
y derrumba minaretes de sentido por correntadas
que arrastran olvido y desmemoria,
como si fuese posible
amalgamar sus gotas de mercurio.

Acaso sea eso lo que desteje el pampero
mientras peina las trenzas de los sauces,
lo que repite con su canto el zorzal
zarandeando las voces dormidas,
lo que insinúan los juncos
con sus guitarras de mil cuerdas.

Miro el río y sus luces de atardeceres fugados:
me recuerdan que esa moneda inadvertida
que la tarde dejó caer en su bolsillo
no es la misma que aquella segada
por el filo de cierta memoria implacable.

Re-lecturas

Silvia Heidel

(verso libre)

CLÁSICOS EN BLANCO Y RIMADO

El viento en la enramada

La cordura
es un don que no abunda demasiado
ni conviene ejercerlo,
pues los locos no quieren que nadie les disuada
de que es solo ruido
ese abigarramiento polifónico
que suena en su cabeza.

Sin saber qué decir
que aporte algo de luz a toda la vorágine
de tantas y tan cáusticas babeles,
qué habrá de hacer mi voz, sino asumirse
lágrima en un océano de sal
y quedarse callada.

Hablar de la armonía
en un mundo de sordos
carece de sentido
mejor no exasperarse malgastando palabras.

Porque jamás la música
ni la verdad
necesitaron nada que no fuese
el susurro del viento en la enramada
y un corazón atento y sensitivo
para existir.

Quién quiera
puede llegar a ellas, solo tiene
que dejar al instinto que descubra
los rumores que pueblan los silencios.

Y escuchar con el alma ensimismada.

Jordana Amorós

Verso blanco

Miguel Urbano

Tercetos encadenados

Canto a la esperanza: A Lorca

Te busco amigo mío por doquiera…
mas no puedo arrancarte de mi mente
pues hiciste en mi alma enredadera.

Y a pesar de tan largo tiempo ausente
tu recuerdo me sirve de alimento,
pues, en mí, siempre vives tú presente

ocupándome todo el pensamiento.
Jinete cabalgando te he soñado,
cometa que volabas sobre el viento.

Y, ¿cuánto con tristeza te he llorado?
Que lágrimas de sangre aún me vierte
el corazón, del tuyo enamorado.

Con su guadaña vino a ti la muerte
quedando aquella noche ensangrentada;
¿Qué hados te trajeron mala suerte?

Y, ¿dónde estaba Dios la madrugada?…
Pero los hombres son con sus rencores,
el odio y tanta envidia despiadada.

Yo querría llevarte algunas flores,
donde tu cuerpo pueda reposar
con el trinar de pájaros cantores.

La luna se quería desposar
tú de negro, ella rojo su vestido
y en sus manos un ramo de azahar.

Y yo pregunto ¿Dónde te han metido?…
Alimentando rosas y jazmines
en un hondo barranco allí perdido.

Te buscaré del mundo sus confines
hasta haber tus reliquias encontrado
y haremos fiesta y fondo de violines.

Tu verso compañero va a mi lado
y, como perro mis entrañas muerde
dejándome el sentido traspasado

soñando…verde que te quiero verde…
Maldita sea siempre toda guerra.
El mismo vencedor también la pierde.

Si no aprendemos del error se yerra:
y esparcimos el odio de semilla
sembramos de cadáveres la tierra.

¡El poeta de alma tan sencilla
sea concordia entre los hermanos,
fanal de amor y paz su luz nos brilla,
y nos haga vencer rencores vanos!


Una fiesta de luz y de colores

Cuando me llamas Juan, Juan de mi signo,
cuando me llamas Juan entro en los cielos
cuando me nombras, Juan, soy tu cautivo.
Cuando me dices, Juan, Juan de los muertos.

Cuando me dices Juan, Juan de mi signo
se desordena el magma de mis versos.
Cuando pronuncias: Juan, no hay más caminos
que elegir en tu nombre de altos vuelos
la majestad de levantar destinos
en órbitas lejanas. Si tu verbo,
si tu cantar de pan, tu son de vino
me invoca: «Juan, mi Juan el marinero»
a mis montes regresan los olivos,
los albatros quebrando mis silencios

Cuando me dices Juan, Juan el marino,
cuando me llamas Juan, regreso al templo
que fundé para ti donde los hilos
del tiempo hacen posible los te quiero.

Cuando me llamas Juan, soy ese tipo
que levanta por ti mareas, reinos.
Cuando me llamas Juan, soy tu marido
en esos tentadores multiversos.

Cuando me dices, Juan, vuelvo a estar vivo,
Dios protege en sus aguas el secreto;
nuestro secreto, amor, donde existimos
en un castillo al borde del desierto,
y solo Dios conoce nuestro exilio
nuestro rito desnudos contra el miedo,
solo Dios reconoce tus vestidos
mis sombreros Fedora, mis misterios.
Solo dios sabe, Octavia, que dedico
al borde de tus labios mientras vierto
mi seminal victoria en tu delirios.

Cuando me llamas Juan, mi Juan el marinero,
mi capitán, mi Juan el de los himnos,
soy tu escritor mercante extra terreno
y en tu fiesta de pájaros y trinos
quiero morir de amor, morir en verso.

John Madison

Rima alterna

Orlando Estrella

Verso blanco
Mi compañera se marchó

Mi compañera se marchó de incógnito.
No me explicó porqué.
No se fue de mi casa, nunca vivimos juntos,
nuestro hogar era el mundo, los caminos, las calles,
los comedores, los hoteles chinos,
-ahí no hacen preguntas-,
les importa un carajo quien eres o quién no.
Y esos pormenores nos definían bien.

Nos gustaba estar solos, apartados de otros.
Amigos de los márgenes, algo así como antítesis,
un gran contraste, pues, éramos militantes
de un partido de masas que procuraba gente
para lograr sus fines.
No fue nada chocante que juntos renunciásemos
maldiciendo los putos dirigentes de mierda
que resultaron ser rateros consumados.

Una mujer brillante, cuyo sueño mayor
era ser contratada como investigadora
como cualquier ratón de biblioteca.
-Aunque esté recluida y que además me paguen-
musitaba con brillo en su verde mirada.

Pero un día se fue, se apartó sin decir,
sin dar explicación. Quizás sea frecuente
en la mujer independiente, libre.
O tal vez cometí un disparate
y no lo supe.

Si no fuese habitual mi mundo solitario,
me hubiese golpeado con una mayor fuerza
ese trance de vida que recuerdo
como el mejor poema que se adapta a mi estilo.


Mea culpa

Resultaría fácil
culpar a los demás de que haya huecos
en las opacas vetas de espejismo
con las que construí mi gazapera.

Afuera luce el sol
y por los agujeros se cuelan alfileres
que inoculan el frío de la luz.

Aunque me convirtiera en diosa de ocho brazos
los dedos no serían suficientes
para tapar las brechas que persisten
en su afán de mostrarme mi ceguera.

Culpo a mi cobardía y su tesón
en hacerme mirar hacia otra parte,
mientras tarde o temprano
los problemas que un día no enterré
revientan para abrir otro boquete.

Ángeles Hernández Cruz

Verso blanco

Eva Lucía Armas

Romance heroico

La playa de la Pena

Érase una vez un hombre antiguo
que amaneció en la playa de La Pena.
Con él había un esplendor de antaño,
su vieja Excalibur, cuatro quimeras,
un paquete con voces que cantaban
mojadas bajo el sol pero despiertas,
algunos abalorios hechiceros
que olían a Patchouly y hierbabuena,
conjuros varios, notas, mapas, pan
y un fuego que alumbraba en cualquier niebla.

Iba a pie por el mundo con sus cosas:
sus viejos dinosaurios de otras eras,
sus aves fabulosas e imposibles,
su voz de encantador de las tormentas,
su flauta de Hamelín, sus distracciones
y su red cazadora de cometas.

Un día, tuvo un barco y fue pirata,
un corsario en busca de una reina
y anduvo por «los mares procelosos»
al timón de su propio Perla Negra
que del norte hasta el sur viajó la aurora
buscando una esperanza aventurera.

Érase un hombre antiguo, un hombre extraño,
con manos de apartar todas las piedras
el que llegó a la playa dando voces
como conquistador de las sirenas
y levantó castillos y almanaques
puso en horario el reloj de arena
y se sentó a esperar tejiendo pájaros
a que se enamorara de él la ausencia.

La Pena lo miraba, alucinada.
Toda la isla olía a madreselvas.

EN VERSO BLANCO

Silvana Pressacco – Argentina

Tal vez, solo así

Todo continuará
cuando cierre los ojos definitivamente.
Yo me iré y quedarán tareas inconclusas,
no habré aprendido todo,
me iré sin más reclamos,
sin darles más respuestas.
No sabré ni la fecha, ni la hora,
ni el valor de mi entierro
y no me importará, ya nada importará,
ni siquiera que deje de dar explicaciones
y nadie, ni yo misma,
pueda con un regaño.

Espero que después
no surja algún soldado
que quiera reemplazarme en esta imaginaria
hasta quedar sin resto,
alguien que encuentre el norte sin agujas
y ofrezca su columna como armario de errores.

Se apagará mi luz y tal vez, sólo así,
de sus ojos se caigan las cortinas,
entiendan que detrás de las ventanas
hay golpes, frustraciones, sufrimientos
y sobre todo hay un aire delicioso .



Ana Bella López Biedma – España

Cuadernario de silencio

Un golpe.
Un golpe y el silencio.

Hay un hombre talado en mitad de la tierra.
Sus raíces me muerden de los pies a la boca.
Apenas es de día y, sin embargo,
se ha derrumbado el sol sobre mi espalda.

Después solo un tic tac acuoso, inexorable
y un pasillo plagado de luciérnagas
con su destello triste.

Mi mundo se parece a un ajedrez
lleno de damas blancas
que cruzan el cansancio de mis ojos
con su rictus de pájaro.

Voy tejiendo la espera con hilos de colores
que destiñen mis manos, deshaciéndose en lágrimas
que gotean también sobre el silencio.

Hay un beso de polvo que se durmió en tu nombre
por no llamarte hogar lo suficiente.



Ángeles Hernández Cruz – España

Los de antes, los de ahora


Un pañuelo anudado detrás de la cabeza
enfunda mi cabello rubio eslavo
con tonos albaneses;
los ojos se entrecierran
para que no deserten del horror
mis párpados semitas;
la nariz es de indígena amerindio,
pequeño promontorio
que equidista los pómulos de un azul bereber;
de Birmania y el Tíbet es la sal de mi cuello,
y la barbilla siria se me escurre
sobre la piel del rostro negra centroafricana.

Mi lengua habla el idioma
de todas las mujeres, los niños y los hombres
subidos a unos pies que se deshacen
por el camino amargo de la huida,
al vadear los ríos de esperanza,
cuando escalan los muros de vergüenza,
y al adherirse al suelo de los botes
que llevan rumbo al fondo de los mares
o al castigo
de una deuda perpetua.

Qué corta es la memoria
para tan largo viaje.

MANEJO DE METRO, MANEJO DE RITMO

El verso blanco

Isabel Reyes – España

30 de enero

Envés de la cordura, cuánto llanto
se vierte por mi cara.
Cómo escuece el dolor entre los ojos
cardo ahogado en la luna del silencio,
la vida hecha ceniza destruyéndome.

Se derraman los años como un río
y no tengo en mis dedos la compuerta
contra ningún naufragio imprevisible
y las voces
no taponan la herida del futuro.

Mañana el sol no sale, y yo atónita
mi breve arquitectura ante el asombro
contemplo, dolorida, la oquedad
que debiera rozar con estas manos.

Envés del corazón, el otro número
del signo del zodiaco, el otro rostro
que tiene el día 30 de este invierno
escueto enero helado de la muerte
que me empieza a sufrir frente a la piedra,
sobre el mar nunca visto todavía,
ardiendo la distancia de mis ojos
al tempero salobre, siempre sola
la océana nostalgia con verjas y con nieve.

Y mi cuerpo se queja
de aguantar tanta ausencia en sus espaldas.



Morgana de Palacios – España

El cazador de cazadores

Te sangra el corazón
y los ojos te sangran
espantados.

Te sangra la conciencia
como si fuera tuyo el pecado del mundo.

Toda la imperfección del hombre estalla
con una impunidad paralizante,
mientras se abusan niños,
se torturan
se gasean
como si el que murieran entre espasmos
fuera algo inevitable y hasta convencional
en esta guerra sorda del hombre contra el hombre.

Eres un cazador de cazadores
en un negro safari cazanegros,
cazaesclavos sexuales
cazaórganos,
porque si hay demanda pervertida
lloverán, fraudulentas, las ofertas,
y las arañas tejerán las redes más insólitas.

No seré yo, ya sé, pero alguien tiene
que mantener erguida la piedad
y los ojos abiertos
en la fosa común de la ignominia humana.

No, no seré yo,
pero serán tus ojos repletos de cadáveres sin tumba,
y tu rabia será y tu impotencia,
y tu sordo dolor gritando testimonio
para sacarte el asco de las tripas.

Yo no hago nada, vida, sólo impongo
alguna mano fría sobre la frente ardiente
de tu desolación,
mientras me sobrecojo en tu palabra
que no se calla nunca
suavemente.

Como tiene que ser cuando elegiste
por qué ojos de hombre ver el mundo.


Gavrí Akhenazi – Israel

Negociación del fuego

Hemos dejado la violencia para ratos sin armas.
Negociamos el fuego
y hay narcisos de nuevas floraciones
comiéndose despacio el roquedal.

Abruptos y volcánicos
nuestros huertos parecen construcciones de piedra
con sus plantas metálicas que ascienden
encima de las frutas cristalinas
afanándose en su protección.

Aprendimos la invisibilidad de tanto ser visibles
para feroces mangas del langostón de tierra,
cuando llega famélico y masticador a devorarnos hasta el esqueleto.

El cristal, de verdad que no es lo unánime.
A la sumo, un vidrio esmerilado
que lo traduce todo al idioma de la opacidad.



Mar García Romero – España

Tarifa

Cierro los ojos,
Cohen susurra versos a la música.
Es invierno, camino por la playa,
Tarifa con el agua verde y honda
hiela mis pies, me muestra
su terrible verdad en estos vientos.

Entre las aguas veo
una luna de algas y corales,
menguante, dolorida,
un mundo no visible, donde flotan
almas sin nombres, seres sin esquelas,
que gritan sin cesar en las corrientes.
-Las olas con su furia
redoblan esos gritos en mi sangre.

Me vuelvo angustia y sal y carne negra
como otro muerto más junto a los muertos
en esta fosa anónima y azul
de catorce kilómetros sin fin.
A merced del vaivén, que no se acaba,
mi patera se hunde una vez más
frente a las dos orillas, frente a mí.

Soy un cadáver frío, con memoria,
y un gemido por siempre del Estrecho.

¿ Do I have to dance all night?
Se preguntaba Cohen.



Ángeles Hernández Cruz – España

Mis pies desnudos

Por mucho que me pidan que suba a unos zapatos
de incómoda puntera y tacón de estilete,
no quiero ser izada porque no soy bandera
de nada ni de nadie,
ni siquiera de mí.

Me resisto a llevar unos botines
de piel de cocodrilo o costra de serpiente,
con brillos suntuosos que proclamen
la obscenidad del lujo
en sus charcos de mugre.

Tampoco me pondré unas zapatillas
hechas para el deporte de aplastar
los ojos con que muchos
se ven en las estrellas.

Si tengo que elegir,
prefiero andar descalza.

OTRAS ARTES

LA VIDEOTECA

Noches

Sobre un poema de Idella Esteve, un video de Isabel Reyes Elena

Los ecos y los buitres

Video poema de Orlando Estrella

Teoría del cielo

Sobre un poema de Ángeles Hernández Cruz, un video de Isabel Reyes Elena

Poison

Sobre un poema de Morgana de Palacios, un video de Gavrí Akhenazi

Carta sin enviar (para Amadî)

Videopoema de Gavrí Akhenazi

Ángeles Hernández Cruz, poemas

Imagen by Sergiu Jalba

Ladrón Azul

Ladrón de embozo azul con colmillos de espuma,
¿recuerdas una tarde de bochorno lejana
con destellos de siesta y el sol como testigo?
Me apuntaste a la sien con tus armas de olas
y exigiste un peaje para llegar a tierra.

Ladrón de niños fríos en el agua,
te apeteció el aroma de ternura
en las pequeñas manos que se asían
al aire que quedaba entre mis labios.

Ladrón irrespirable con zapatos de algas,
no esperabas un no como respuesta
y aunque heriste, mi carne hecha un ovillo
fue el refugio invencible de mi cría.

Ladrón escurridizo con escamas de plata,
¿No te roba el aire tanto ahogado?


Mi lugar

Ayúdame a encontrar mi sitio, cabuquero.

Tienta el eco de mi vientre, prende unos cartuchos de explosivos
y escóndeme en el canto de advertencia, en la voz acorazada que repites
para que mi miedo tenga tiempo de alejarse del desplome.

Estoy tan cansada de buscar ese espacio
que me agota mucho más la incertidumbre que la huida
la oquedad que el asedio del porqué
y el silencio que el sonido del rumiar de mi mente.

Tras la detonación, cuando se desenrede el aire,
comprueba si hay una fuente, surtidor de vida embravecido:
allí estará mi lugar.


Selección de poemas de Ángeles Hernández Cruz

Cincuenta y tres segundos, dos minutos,
un día y cuatro meses
es la porción de tiempo que resulta
cuando sumo tu nombre a mi memoria
y sin embargo,
la operación resulta equivocada.

Me pregunto por qué me sabes a infinito,
un ocho recostado que sonríe
burlón ante mi asombro.

¿Será que hemos vivido desde siempre
en líneas paralelas que se insubordinaron?

Ante la geometría, formaron una equis
y ahora multiplican.


Mi condena

Me acompaña la culpa a todas partes
enquistada en la espalda y en el vientre
con la incomodidad de un viejo huésped
que gruñe y se lamenta de su hambre.

Tiene la facultad de desdoblarse
y aun sintiendo su peso se aparece
en medio del camino en pequeñeces
que envuelve y se me incrustan como sables.

Aunque hieren los rostros de los niños,
los bosques, los bullicios, las mareas
y el canto mañanero de los mirlos,

solo podré acabar con mi dolencia
cuando me harte de ver como egoísmo
la imagen del final de esta condena.

«Para tu libertad», Ángeles Hernández Cruz

Imagen by Sahil Moosa

Me hiere esta distancia que no se mide en metros
sino en la cantidad de monosílabos
que mengua cada noche en tus respuestas.

A pesar de tu empeño en secuestrar la risa,
en postergar encuentros y en enjaular palabras,
conoces el tesón que me sostiene
y va apretando lazos uno a uno.

Las cuerda que te ató un día aquí en mi vientre
se volverá camino, brisa y agua.

Senda cuando tus pasos
se cansen de esquivar selvas y abismos;
manantial de frescura en los desiertos
de arenas que supuren soledades
y aire que respirar cuando te ahoguen
las esquirlas de sueños reventados.

Para tu libertad busco el abrigo
de la leña que quemo con trozos de mi orgullo
para que arda la escarcha, blasón de tu bandera.


Sin aliento

Las madrugadas sin aliento
se inclinan ante el sol que ya esclarece
las sábanas mojadas de vigilia,
los ojos que enrojecen los cristales
en los que mira ausente mi cansancio.

Las madrugadas sin aliento
llenan de paz la incertidumbre
al expulsar las pesadillas
como el boqueo
de peces rezagados al huir la marea.

Hay otras madrugadas sin aliento,
aire que se ha quemado en nuestros labios
en las noches al borde de tu boca,
y que se troca en súplica extenuada
para que no alboree.

«Historia de unas manos», «Diciembre», Ángeles Hernández Cruz

Imagen by Полина Андреева

Historia de unas manos

Escribe en el reverso de tus manos
“valentía” en mayúsculas,
y al bajar tu mirada en los momentos
en que sientas pisadas de amargor,
recordarás quién eres.

Aunque la vida
no siempre nos enseña su perfil
que viste de hermosura,
me permitió escuchar nobleza en pentagramas
que hilaban tus adentros.

Tus dedos no conocen la arrogancia;
sus durezas sí saben que esculpieron
tiempos y laberintos,
y tus manos guiaron a las mías
a desbrozar malezas para hallarnos.


Diciembre

Me sorprendió diciembre
como una primavera anticipada.

Con tus manos hiciste rebrotar
torrentes en mi cuerpo,
arenal epicentro de una estepa
queriendo ser laguna.

Y me inundaste
con un perfume a sueños,
a soledad difusa adivinada
en la piel de tus labios.

Lucharé por atar a la memoria,
entre mi boca y tu extrañeza,
las huellas de este invierno
que llegó con llovizna hecha de risas
que juegan a encontrarse.

«Ruleta rusa», «Coloreando», «Juguete del miedo», poemas de Ángeles Hernández Cruz

Imagen by Victoria Borodinova

Ruleta rusa


Eres cabalgata inagotable de segundos
que a veces galopa
y otras ralentiza el paso
para cincelarnos el alma,
a golpe de recuerdos.

Hoy te tengo, tiempo,
atrapado en una lata de galletas
donde mi madre encerró
un caótico muestrario de tu rostro
en distintos contornos y colores
desgastados por viajes de ida y vuelta
entre ojos y manos.

De vez en cuando juego
a arrancarte al azar un trozo
que coloco como un naipe,
boca abajo sobre la mesa.

¿Será de risa o llanto la bala que dispares
al voltear la foto?



Coloreando


Hace tiempo descubrí
la realidad de mis adentros mortecinos
con olor a pétalos y polen que se pudren
en búcaros de melancolía
que ahora redecoro.

Pinto en esta casa las paredes
con la esmerada tarea
de cubrir el miedo y el hastío,
o el pasado que aparece insidioso
entre las grietas.

Las pinto de verde:
verde árbol, verde alga.
Las pinto de rojo:
rojo sangre, rojo vida .
Las pinto de azul:
azul sueño, azul mañana.
Las pinto de confianza y de sonrisas
porque el pincel es mío.



Juguete del miedo


Como siempre te arrastras en silencio,
serpiente trepadora de mis piernas
que entorpece el andar.

Encorsetas mi pecho y lo aprisionas,
envuelves mi cabeza en un turbante
pegajoso y caliente
que me quema los ojos y la lengua.
El aire se enrarece y ya no quiero
bocanadas de brisa que me presten
solo un fugaz alivio en la tortura.

Y es que me sé objeto de tus juegos:
me ahogas y me sueltas,
me sueltas y me ahogo en alegría,
me alegro y apareces de repente
para impregnarme, miedo, de tu esencia.

«Historia de una baldosa», relato de Ángeles Hernández Cruz

Soy una baldosa de gres color beige, de las baratas, fabricada hace más de 30 años. Me eligieron para la edificación de un enorme bloque de viviendas de alquiler y unos albañiles me fijaron con una pasta pegajosa al suelo de uno de los pequeños apartamentos oscuros que dan al interior. No me quejo, pues mi situación es privilegiada, soy la segunda baldosa según se entra por la puerta de la escalera, en la confluencia entre la entrada, la cocina, el salón-comedor y el pasillo; todo un lujo.

En todo este tiempo han pasado muchas cosas sobre mi superficie, cada vez más desgastada y no siempre limpia. No sé por qué, pero por alguna extraña razón tengo una sensibilidad especial para detectar las emociones de los humanos -y no tan humanos- que me han pisado. Comprendo que es difícil de entender. Puede que haya sido un defecto de fábrica o que yo sea la reencarnación de algún ser mezquino, despreciable y soberbio cuyo destino era ser pisoteado por los demás.

Pero aquí he estado muchos años viendo como pasaban (o pisaban) historias sobre mí, sin poder abrazar a sus protagonistas en los momentos duros o reír con ellos en los de felicidad.

Entre mis primeros recuerdos está el de una pareja muy joven. Entraban apresurados, devorando el tiempo con manos y bocas inexpertas, y en el pequeño espacio que ocupo daban rienda suelta a sus deseos. No esperaban a llegar al dormitorio, a pocos pasos, no; preferían la frialdad del gres para llenarla de una excitación que me llegaba a traspasar. Luego se vestían con las mismas prisas y se marchaban. Ahora que lo pienso, y atando cabos, creo que en realidad no eran inquilinos porque el edificio estaba a medio construir.

Más tarde, un matrimonio de mediana edad se trasladó a la vivienda. Ella andaba como si sus pies estuvieran atados por algún tipo de grilletes que no eran sino su anclaje a la tristeza y a su obsesión por mantener la casa siempre impoluta. Me cepillaba con lejía todas las mañanas, algo que yo odiaba profundamente. Era justo sobre mi rectángulo, donde cada noche esperaba a su marido de pie, inmóvil. Por el pequeño temblor de sus zapatillas de andar por casa, yo notaba una débil señal parecida a la esperanza, que sabía a ilusión desgastada. Entonces él abría sigilosamente la puerta y entraba tambaleándose y soltando improperios. La mujer se quedaba un rato más allí y luego, remolcando sus pasos, se iba a dormir al sofá del salón.

Sobre mis centímetros cuadrados han ocurrido cosas terribles pero también otras de gran ternura. Como aquel adolescente que giraba una y otra vez sobre sí mismo mirándose al espejo de la entrada. Yo percibía su nerviosismo a través de las suelas de sus lustrosos zapatos mientras él seguía atusándose el pelo, la chaqueta y el pantalón. No quería defraudar a aquella muchacha en su primera cita.

Y cómo olvidar aquel perro de raza y color indefinibles que esperaba horas y horas enroscado, calentando mi espacio cerquita de la puerta, hasta que llegaba su dueño: un joven callado y gran amante de la música. Todos los días se repetía el ritual del encuentro entre el perro y su amo. Quizá fueron los momentos más llenos de dulzura que mi corazón de gres haya sentido; mucho más gratificantes que los que he presenciado entre algunos de los humanos que han pisado por aquí.

Sin duda lo más trágico y duro que he vivido ocurrió hace pocos años, cuando la cabeza de una joven y bella inquilina impactó sobre mí después de que su pareja le propinara el último puñetazo. El rostro inerte ya no tenía la belleza de antes. Sus rasgos quedaron desfigurados por los golpes y en sus ojos el miedo pedía ayuda. Unos minutos más tarde, que para mí fueron eternos desde mi impotencia, alguien echó la puerta abajo y sentí las pisadas urgentes de la policía y de los sanitarios que llegaron alertados por los vecinos del apartamento contiguo. Demasiado tarde.

También fue aquí donde se arrodilló la señora que vino a vivir sola al apartamento. Era tan delgada que apenas me dí cuenta de su presencia. Aquella tarde alguien había metido un sobre por debajo de la puerta y ella se agachó para recogerlo y leer su contenido. Allí se quedó de rodillas llorando en silencio, abrazando con fuerza aquel trozo de papel y meciendo su frágil cuerpo hasta quedarse dormida hecha un pequeño y triste ovillo. Al día siguiente recogió todas sus pertenencias y se fue para siempre.

Durante un tiempo, una pareja joven vivió en el piso. Cada vez que se encontraban sobre mi territorio, se paraban muy juntos durante un segundo, probablemente para regalarse un beso o una leve caricia. A los pocos meses, detecté cómo los pies de ella se detuvieron y un líquido tibio cayó sobre mí como una lluvia espesa llena de vida . Percibí gran agitación, idas y venidas de pies temblorosos, hasta que salieron. Los siguientes meses se convirtieron en un peregrinaje, día y noche, pisándome con pasos cada vez más fatigados, para intentar acallar el llanto del bebé.

Han sido muchas las personas que han pasado por este sitio: familias numerosas que apenas tenían espacio para moverse y, como consecuencia, yo siempre tenía algún pie grande o pequeño encima. Familias pequeñas y tranquilas que pasaban casi flotando. Parejas que se pasaban el día discutiendo entre la cocina y el comedor. Estudiantes que organizaban fiestas en las que todo el suelo retumbaba por la reverberación de la música y el baile… Muchos vinieron pero todos se fueron.

Pero ahora, después e todos estos años, llegó el momento del final. Los dueños han decidido colocar parqué de madera sobre una capa aislante. Empezaron a instalarlo desde las habitaciones del fondo y probablemente mañana me cubrirán con esa capa que me desconectará del mundo, como un sudario, y dos o tres tablones a modo de ataúd. Ya no podré sentir los pies de la gente que pase por este lugar oscuro, pero lleno de historias.

Nadie me quitará lo que he vivido pero espero volver a reencarnarme en algo diferente: un piano, por ejemplo, o en un botón de ascensor. Creo que también podré percibir las emociones de la gente a través de sus manos.

Un relato de Ángeles Hernández Cruz

Cenicienta sin baile



«¿Ya son las cuatro?», pregunta Inmaculada por quinta vez. « Date prisa y hoy, ponme la rosa en el pelo, que se vea bien».

El ritual se viene repitiendo cada tarde desde hace un año. Su sobrino Pedro o la cuidadora que está de turno en el Centro de Mayores donde reside la anciana se encargan de acicalarla. Le peinan su abundante pelo blanco, le ponen carmín en los labios, un foulard de colores vivos al cuello, y su rosa, siempre roja, en algún lugar visible. Después, empujan su silla de ruedas y la colocan al lado la ventana que da al pequeño jardín interior del edificio.

Ella sonríe como una adolescente, y en sus ojos se percibe el brillo de una ilusión antigua resucitada. Se asoma a la ventana mirando de reojo a ambos lados del jardín con pretendido disimulo y espera. Espera hasta las cinco, la hora de la merienda.

Cuando la separan de la ventana, sigue con la sonrisa en la cara -de hecho, ya se ha convertido en parte de su rostro- y dice en voz alta: «¿Qué habrá hecho mi Antonio esta vez? No lo dejaron salir del cuartel. Estará arrestado como siempre». Entonces se quita la rosa roja de tela y la guarda bien tapada en una caja de madera sobre la cómoda.

Cuando era muy pequeña, Inmaculada sufrió una caída que le dejó graves secuelas en la espalda. Tuvo que pasar gran parte de su infancia en cama y no pudo asistir a la escuela para aprender a leer o escribir. Recibía los mimos y el cariño de su padre que cada noche se sentaba a su lado a contarle cuentos, y la familia destinó buena parte su escaso presupuesto a la medicación para la pobre niña.

Todas aquellas atenciones tuvieron resultado. A los catorce años Inmaculada logró levantarse y poco a poco empezó a hacer una vida normal. Sin embargo, sus dos hermanas pequeñas no pudieron contener unos celos enfermizos que habían crecido en sus adentros y se afianzaban con raíces profundas. Con el tiempo, la joven pasó de ser cuidada a cuidadora. Al morir su padre, ella se quedó a cargo de su madre y de los hijos y nietos de sus hermanas. También fue cocinera y criada para ellas. Nunca tuvo un día de descanso en muchos, muchos años.

Cuando su madre y sus hermanas fallecieron, Pedro, el único sobrino que realmente la había querido -incluso más que a su propia madre- la ingresó en la mejor Residencia de Ancianos que su sueldo le permitía, y allí es donde Inmaculada por fin encontró la felicidad. Tiene su propia habitación con aire acondicionado, le sirven la comida, acude a una sesión de peluquería y manicura cada viernes, aprende a pintar y hace amistad con otras personas de su edad.

Hace un año, buscando una prenda de ropa dentro del armario de la habitación de su tía, Pedro encontró un hatillo perfumado. Era un fajo de cartas amarillentas. Al verlas, la mirada de Inmaculada se oscureció. Explicó que eran las cartas de un pretendiente, un soldado llamado Antonio, que había conocido cuando ella apenas tenía dieciséis años. Como no sabía leer, eran sus hermanas las encargadas de desvelarle el contenido de la correspondencia que el joven recluta le estuvo enviando durante un mes. Se trataba de un recuerdo muy doloroso, pero también la única vez que un hombre se había interesado por ella y por eso lo guardaba.

Cuando sus hermanas le leían aquellos manuscritos, entre ridículas y exageradas frases de amor, aparecían burlas hacia su físico e insinuaciones de baja moralidad. Estaba claro que aquel chico solo quería aprovecharse de su inocencia. Inmaculada no podía creer la persistencia de Antonio en aquella clase de misivas, pero sus dos hermanas insistían en que tenía que oír lo que contenían.

Pedro se sentó, extrañado por aquella historia que desconocía, desanudó la cinta del paquete y leyó las cartas. Eran unos textos llenos de dulzura en los que el joven Antonio confesaba su amor a una linda muchacha que a veces le sonreía cuando él pasaba cerca del patio de la casa cuando ella se ocupaba de las labores domésticas. Le pedía que si ella sentía lo mismo, se asomara a la ventana trasera a las cuatro de la tarde con una flor en la mano. Esa sería la señal.

Antonio le repetía siempre el mismo ruego, la misma consigna: «una rosa roja, es todo lo que espero, no lo olvides», hasta que en la última carta se despidió diciendo que lo habían destinado a un cuartel en Santander, muy lejos de la isla canaria donde vivían, y que lamentaba mucho que su amor no fuera correspondido.

Pedro se llenó de indignación pensando en lo que su madre y su otra tía habían hecho con el alma pura y buena de aquella mujer. Después de pensarlo un tiempo, una tarde le dijo a Inmaculada que iba a leerle de nuevo las cartas, que no se preocupara porque no contenían nada ofensivo y le mintió diciendo que probablemente su madre no las había interpretado bien.

La anciana escuchó con atención las palabras que su sobrino iba desenterrando de aquellos papeles que había guardado durante tanto tiempo. Cuando Pedro terminó, pudo ver que a Inmaculada se le había iluminado el rostro con una luz que irradiaba esperanza.

Desde entonces, cada tarde, a las cuatro, espera a Antonio asomada a la ventana con su rosa roja.

«Regalo de espliego», «Encuentros», «Grietas reconfortantes», poemas de Ángeles Hernández Cruz

Imagen by Phuc Nguyen

Regalo de espliego



Tu mirada en penumbras, envuelta en el hastío,
me pedía en silencio descoser las amarras
para llevarse lejos la carga de los años
que tú ya no podías llevar a tus espaldas.

Yo quería hechizar a la bestia sombría.
A modo de sirena mi voz desafinaba
en un arrullo astuto que la guiara lejos
y nos dejara, madre, a salvo de sus zarpas.

Comencé por un tango, tus ojos se agrandaron
escuchando a Gardel perderse en mi garganta.
¡Qué idea tan absurda! En vez de una sonrisa
asomó la tristeza en tu frente argentada.

Seguí con los boleros, con angelitos negros,
con gardenias a pares al son de las maracas
y tus dedos marcaron el compás de mis notas
reviviendo el calor de unas tierras lejanas.

Bailé junto a Adelita rancheras de Jalisco
comiéndonos las tunas hasta Guadalajara
y allí es donde encontré lo que andaba buscando:
tu risa, mi regalo, con lazos de lavanda.



Encuentros



A veces se me olvida, solamente unas horas,
que a la felicidad le gusta disfrazarse.
Se maquilla de rojo en las vendas sangrantes
y en las baladas tristes se camufla de nota.

Aprendí la lección una lúcida tarde:
lo supe al revisar el perfil de una roca
que al herirme explotó y se hizo redonda
sin aristas ni agujas; como la arena, suave.

Puedo ver la alegría como espuma de olas
en los charcos en calma de enfurecidos mares;
refugiada en mis ojos para ver los paisajes
cuando el cielo sonríe tras las ventanas rotas.

Aunque busque escondrijo, sé que está en todas partes.
Encontrarla es mi lucha y una ilusión asoma
después de cada golpe, lastimada la sombra,
cuando afianzo mis pasos para seguir el viaje.



Grietas reconfortantes



«Hay una grieta en todo.
Así es como entra la luz…»

Himno, Leonard Cohen


Hay una grieta en todo por la que asoma la luz que gana
a las sombras rotundas, como en su himno cantó el poeta
desgarrando la noche triste del hombre con su saeta
que atrajo al resplandor con la candencia de una campana.

También por las rendijas de cicatrices que todavía
duelen al roce leve de una caricia con sinfonía
de reproches antiguos, entran las llamas luminiscentes
para rellenar huecos con dulces hilos de luz dorados.

Ya siento el entusiasmo de bellos surcos desagraviados
como por el kintsugi, pero son firmes por resilientes.

«Disparos de palabras», «Alas de papel», poemas de Ángeles Hernández Cruz

Disparos de palabras


Te visten de asesina
en las balas que expulsan los vocablos
de gritos colectivos, aquelarres
que lapidan al débil.

O cuando te convierten en violencia
que perfora la puerta con llaves encrespadas,
se cuela en el futuro de los niños,
y escupe en el orgullo
de quien está esperando junto al miedo.

Yo te prefiero hermosa y atrevida,
palabra agitadora o tierna y afectuosa,
descarada y vulgar o delicada,
pero no con tu máscara de muerte.


Alas de papel



Un día de septiembre,
sentada en el pupitre de la escuela,
sentí cómo mis dedos perseguían
a un grupo de plumones renegridos.

Huían de mis manos afanadas
en engarzarlos uno a uno
a la epidermis blanca del papel.

Descubrí que esas plumas,
pegadas en las alas de los libros,
me llevaban a un mundo inabarcable
en una sola vida.

Disfrutaba volando entre las páginas.
Era protagonista de aventuras
en lugares remotos que jamás pisaría,
y acribilló el presente sus postigos
para que yo asomara mis ojos impactados.

Cuántos vuelos a ras del alma,
contorsionando angustias y consuelos
para que me cupiesen
en el pequeño hueco de un poema
cuando empecé a inventar mis propios viajes.