Cómo no voy a escribir que esta noche placentera, ¡chopo!, a los pies de mi lecho relumbra tu cabellera. Y es tu sombra en la pared como de agua que corriera y me llenara de peces alegres, la alcoba entera.
Hoy no quiero levantarme antes de que la primera luz del día desaliñe tu peinado y mi quimera
de ser un río que fluye hacia el mar por la ladera suave de alguna campiña donde nada interrumpiera este bullir sosegado de su cauce y su ribera.
Cómo no voy a esculpirlo en versos, ¡ luna platera!, si ya presiento que el alba, como una hoz traicionera, viene a segarnos los sueños sin clemencia y sin espera.
En cambio yo
Yo he sido la añoranza contenida. Como una flor cortada precozmente, del lecho primigenio. De mi herida, llevo una cicatriz en plena frente.
De la fugacidad siempre consciente a la fragilidad comprometida, el tiempo es un trayecto transparente como el cristal del vaso de mi vida.
Qué importan los detalles de este viaje, lo que nos desanima o nos alienta, si al final, todo encaja en el paisaje
agreste o cultivado, si sentimos que es la veracidad con que vivimos la auténtica raíz que nos sustenta.
Era mi travesía como un Nilo surcado cada noche por cruceros, viajaba entre palacios ancestrales y amaneceres verdes recién hechos.
Hoy al pensar extraño vuestro ruido, la casa, sin vosotros, es un túnel de espejos bajo la luz desierta de un quirófano donde operan los duendes mi esqueleto.
Ahora que mis huesos son al alba peines destrenzadores de los vientos, para la soledad quiero las alas porque ella se escabulle en el silencio como un pájaro libre que atisbara la fruta inalcanzable que no encuentro.
No te juro
No te juro, si llegas a quererme, fidelidad eterna. Yo no juro, porque a veces nos llueve la nostalgia, a golpes de latido alquitranado, y nos crece en las alas la soledad de puente, de algún éxodo antiguo.
Te prometo el presente de este instante: una esfera candente de mi vida, un incendio voraz contra tu boca, una nave varada en tus adentros, un ciego y loco anhelo, una franquicia, dos estrellas fugaces que se chocan.
Anoche te pensaba: Un cachorrillo dulce y vivaracho, tan tenaz en el juego, tan amigo, tan inventor de historias, tan extremo. Tan de cerca de mí, como yo tuya.
Anoche te lloré porque te fuiste y a menudo tus ojos me interrogan y no sé contestar esa pregunta.
Porque ya no te encuentro ni te encuentras.
Anoche te lloramos, igual que cada noche, tu padre y yo, en silencio.
Mi rayo que no cesa
No me conformo, no: me desespero como si fuera un huracán de lava en el presidio de una almendra esclava o en el penal colgante de un jilguero. (El rayo que no cesa. Miguel Hernández)
Mándame un simple selfie sin mirarte al espejo, sin impostar sonrisas que tus ojos desmienten.
Déjame que te bese, en la distancia al menos, ese rictus amargo que tienes en los labios cuando nadie te mira y cuando miras lejos.
Porque quiero beberme la dulzura que esconde, porque no me conformo, porque me desespero.
No hablaré de mi muerte, no merece la pena, será solo un instante por mucho que te duela, tampoco muy dispar del dolor de una ausencia. Hay ausencias en vida que las entrañas queman, y si me apuras, hijo, será más llevadera porque nunca se extinguen los amores que bregan, mano a mano, en los surcos de pasiones gemelas.
Y aunque a tu juventud, aún salvaje y tierna, le parezca un horror vivir la vida huérfana, es mejor que otras muertes, y vivimos con ellas.
No te hablaré tampoco de mis propias vivencias, mi condición de madre respetará las reglas que entre los dos pactamos y que firmé a sabiendas, para que mis fracasos no te cancelen puertas que la ilusión traspasa con voluntad y fuerza, si el azar nos ayuda con su mano de niebla.
Te hablaré del afán, de las noches en vela, en que brillamos juntos igual que dos luciérnagas, porque allí me hallarás convertida en estrella. Y cuando el tiempo pase seré una dulce ausencia.
La piel
Su ausencia es como un barco a la deriva que se acerca a mi costa sin motivo y me desborda de melancolía cambiando mi razón por espejismos.
Hoy me dejó la playa reducida a un extenso mosaico cristalino, cada tesela muestra una sonrisa en millares de rostros de mis hijos.
Yo contemplo sus gestos en la arena, a la luz de este lento atardecer, hasta que se los lleva la marea.
Y regreso pensando que no sé resetearme y despedir su estela ni detenerme al borde de mi piel.
Como mueren los peces, en las redes, asfixiada, perdida en la estulticia de un canto de cigarras, muere la poesía al tiempo que lo humano languidece.
Es la nueva abducción del influencer cebo de la molicie y la desidia y la daga que empuña la puntilla dejándola a la altura de los memes.
¿Esta es la humanidad de nuevo sello virtual y yoista del futuro? donde el arte reniega de su esencia
en una extraña suerte de pandemia que acercará a los hombres a aquel mundo que dibujó La máquina del tiempo.
La máquina del tiempo (The Time Machine) es una novela de ficción del escritor británico Herbert George Wells, publicada por primera vez en Londres en el año 1895.
¿Cómo pausar el vuelo?, planear como el ave en el calmado huerto interior de mi sangre asida a los recuerdos.
¿Cómo?, si el mundo arde alrededor sin freno, si encerrada en panales, la miel, sin colmenero, desfallece en el agre olor de los entierros.
Qué paradoja infame que venga el aislamiento a erigirse en remedio, cuando ha sido el culpable ignorante y soberbio, que despreció los males por creerlos ajenos y renegó del hambre para cercarla lejos.
A pleno sol paseo mi balsa de dolor, la arrastro, la doblego, la desoigo. Acepto lo que soy, por fin lo acepto.
Pero a veces me aparto, como si fuera un perro en busca de una esquina donde aliviar el peso de sus aguas.
Porque preciso de la soledad y de un puñal que guardo entre las sienes para rasgar el fondo de mis penas.
Padezco de sufrir, mal que me marca lo mismo que un lunar de nacimiento.
Mas pese a esta dolencia, consustancial a mí, una penuria humana siempre tuvo la fuerza de un imán para atraerme.
Re-sentimiento
Antes de que te vayas, por si te vas primero, limpiaremos la casa de los viejos enseres, tiraremos a un pozo los que fueron deberes de rigor en el aire, – mariposas de cuero-,
de tiempos de mudanza, de lumbre y aguacero, de posponer hogar, caprichos y placeres de entregarle al azar tantos atardeceres en un sobre timbrado con un simple te quiero.
Regaló nuestro patio aquella algarabía de guerras juguetonas y pájaros de tarde a paredes al raso de la obligada ausencia.
Y en horas como esta, cuando en el cielo arde la última luz del día, la frustrada emergencia de abrazaros me duele más que ayer todavía
Tiene mi afán mareo de resaca, miedo de precipicio, mal de altura, un vértigo de cumbre, una blandura de febril transacción endocardiaca.
No sé si es la vejez la que me ataca con su tenaz y fría mordedura, que hunde la mermada arquitectura de mi esperanza, náufraga elegiaca.
Sé que yo no soy yo, la yo que anduvo conmigo o contra mí, mi lucernario, mi terca rebeldía, mi condena.
Y sé que el corazón es un osario y que laten ausencias donde hubo expectación de noche de verbena.
Tarde de otoño
Este café y yo, aquí sentados al pie de un rascacielos de cristal en un atardecer de finales de octubre.
Él se enfría, yo pienso, varada en esta playa de adoquines.
Corazones metálicos braman en oleadas sonidos in crescendo de latidos unísonos que elevan su berrea sobre todo lo humano.
Van y vienen a riadas hombres tristes que se cubren el alma con la prisa, y retornan hastiados a sus lechos escondiendo, quizás, en los bolsillos sus bandadas de pájaros.
Comandan los corales luminosos, en rojo, verde y ámbar, en este bulevar, al aire esclavo, de neutros arrecifes.
¡Y yo otro figurante, jugando a espectador del gran teatro! .
No parece esta tarde ni de otoño ni mía, sin quietud y sin magia en su ausencia de hojas. Grapado a las cornisas, el cielo se oscurece, y es apenas un parche imperceptible, destinado al olvido.
Carta a mi madre.
Empujo con mis manos los fantasmas a otro lado del velo de los sueños y bendigo mi suerte, ¿sabes madre? La de haber atisbado, siendo niña, tantas clases de frío arropada en tu embozo.
La de llorar, la blanda de tus hijas, consolada por ti. Y agradezco el haberos añorado, aunque no comprendiera por entonces las razones de aquel alejamiento, y viviera los días y las noches deseando volver.
La de emprender mi viaje al propio nido apoyada en las palmas de tus cálidas manos entreabiertas, sintiendo tras de mi el soplo de tus labios hacia el cielo.
La de haberos cuidado desvalidos, la de seguir oyéndoos.
Desde que tú te fuiste, después de que papá se despidiera, empezó a cortejarme mi vejez,
no diré que me alegra, ¿pero sabes?, cuanto mayor, más cerca de vosotros, y ya puedo decir que empiezo a conoceros.
Ahora duermo mal, eso aseguran, siempre de madrugada un sonido inaudible acude, puntual, al borde de mi lecho, es una voz sin nombre, más que una voz, una presencia etérea que habita junto a mi en un lugar de tiempo donde la voluntad yace dormida.
Se acerca muy despacio para que no me asuste y me envuelve en la calma antes de despertarme para que encuentre grata la vigilia. Entonces me parece que es una tarde alegre de verano, y que duermo la siesta en una cama grande, de aquella habitación semivacía en casa de la abuela, y que tu voz me llama, retumba en las paredes con un frescor de cántaro. y aroma de alhacena.
Y sé que esa presencia no eres tú, porque nunca osarías desvelarme, aun así, te convoco en un abrazo.
Bajamos sigilosas y escribimos, somos dos compañeras, las dos supervivientes, cada una a un lado de la muerte.
Aunque su inclinación a la literatura estaba en ella desde siempre, nunca la había explorado más allá de salpicar de pensamientos y de sentimientos, encerrados en frases cortas, los márgenes de todos sus cuadernos personales.
Es tiempo para ella de dar rienda suelta a una vocación que ha sobrevivido en “stand by”, como una lucecita roja en la oscuridad, esperando docilmente su turno.