Gavrí Akhenazi – Israel

Poemas escogidos

Asesinando a mi madre

¿Qué había en el dolor?

¿Cuál era el artilugio que te agotaba el gesto de mujer
y te volvía esa muñeca víbora?

A veces me pregunto si
–como la mía–
tu vida no era otra cosa que un reproche agresivo
al que había sellado el desamparo.

El desamor te vuelve impenitente
ya sea porque vas de eterno huérfano
haciendo de mendigo
o porque como yo te ponés ácido
como una cosa a la que ganó el moho
e intoxica a cualquiera que la acerca su lengua
con el raro placer de lo querible.

Heredé esa toxicidad de tus efluvios
y esa toxicidad de tus ausencias
y esa toxicidad de lo irredento
que mastica su mundo de enemigos.
Esa faceta de lo imperdonable
y esa dureza de lo despreciado.

La casta del veneno
que obliga a no querer
a nadie que nos quiera.



De historias para no dormir

Finjamos un crepúsculo. Un aquelarre horrendo
donde el coro se eleve con un salmo de espanto
y les cuelguen los sayos a las voces antiguas
Hermanas Promesantes del Perpetuo Sollozo.

Abramos a dos manos el monasterio pulcro
que erradique la vida de los malos rincones
y atienda al panegírico del dios de los pequeños
urbanitas sociables, serenos en su inopia.

Que canten sus romanzas de pájaros y estrellas
las suaves voces húmedas de las tranquilas madres
que no ven como en ciernes, la niebla se hace muerte
y la costumbre acalla lo que nadie murmura.

Maníaco blasfemo, sepultador de cisnes,
hirsuto animal viejo de lengua con espinas
no me dejas soñar con príncipes ni elfos
licántropo del alma, vampiro de la fe.


Canta el coro y eleva sus tan conspicuas voces
y sus buenas costumbres y su moral prestada
de espaldas al desagüe donde todas las vidas
se van a la cloaca religiosa y oscura.

Pecados pecadores de la verdad del clima
que no llueven tomates ni café ni promesas.
Con los monstruos de mundo, el coro del sollozo
tiene para cantar hasta el fin de los tiempos.

Pero con la verdad que raja la postura
nadie se desayuna con mascarpone y fresas.
Masca Escherichias coli o uranio empobrecido,
indignidad, masacres, hambruna,violaciones.

El mundo desarrolla su farsa circunspecta.
Este demonio calla.
Haya paz en los hombres
de buena voluntad.



Vocación de silencio

Yo me caigo en el arte de caerme
como un fractal oscuro siempre huérfano
o como una ecuación que no responde
al alto resultado del silencio.
Yo me arrodillo a veces, no me caigo,
con la boca en la piel del desencuero
para que uses tu látigo de seda
en la sangre copiosa de mi cuerpo.

Yo a veces me arrodillo y nunca en vano,
porque me da la gana; nunca es miedo
de que un día me escupas en la tumba
o te escapes del piélago violento
en una barca inútil de promesas
con quién no sepa jota de sus remos.

Yo agacho la cabeza si tu mano
escribe en mi cabello un manifiesto
donde el sol se haga frágil como un niño
que cree en las promesas y en lo eterno,
porque apuesta a saber que hay en tu idioma
un río metalúrgico y sediento
del agua de mi espada y la victoria
de nuestro amor es cosa del destiempo.

Y vos, entre la duda y la promesa,
vas de la fruta al jugo o al pelecho
si mi boca reclama, intempestiva,
que por fin fructifiquen los anhelos.

Vos sos esa raíz avariciosa
que sostiene en la tierra todo el huerto
y yo soy ese viento que deslinda
la gran docilidad de los desiertos

y un mar…un mar hecho con diques
con arrecifes, pulpos y alfabetos
en que el coral -en púrpura- madura
y escribe que me encallo en los «te quiero»
con esta vocación por lo inaudible,

como un profundo voto de silencio.


Apúrate mujer, ponte bonita,
no te tiñas el pelo
y trae vino tinto y dos cebollas…
Yo cacé dos conejos.

Editorial

La educación es un arma de guerra

Por Gavrí Akhenazi

Como estamos todos encerrados, con esa frase que empleo como título para esta editorial, comencé la clínica virtual para mis alumnos de la Universidad. La docencia me vuelve un tanto verborrágico…

«Si hay algo que jamás debe detenerse frente a nada es la educación de un pueblo, porque la educación es creadora de pensamiento y el crear pensamiento es el reaseguro que tiene la libertad.

Un pueblo que piensa es un pueblo que se plantea interrogantes, que tiene búsquedas, que analiza, sopesa, reflexiona. Es un pueblo al que no se puede llevar de la nariz, que siempre hará una pregunta incómoda frente a una duda turbia, que desafiará con su afán por las respuestas, a todas las respuestas.

A esta altura de mi vida –y ya pueden ver el estado en qué he quedado así que mi propio estado da fe de que lo que digo es verdad– he visto toda clase de catástrofes y he presenciado todo tipo de epidemias, desde el Ébola hasta el cólera y algunas que ni nombre tenían. Estoy viejo, así que pocas películas de pandemias me impresionan porque las he conocido en primera persona. Solamente puedo decir que «esto es muy raro», porque todos esos interrogantes de los que les hablaba en un comienzo y que nacen a partir de la educación creadora de pensamiento, no me permiten aceptar lo que los medios masivos de comunicación están imponiendo a nivel planetario. Hay virus de tantísima más letalidad que andan sueltos por el mundo sin que nadie les haga sombra ni los encumbre al podio de «gran virus». Virus comunes, que nos encontramos todos los días, como otro tipo de patógenos comunes de alta contagiosidad que andan haciendo estragos en poblaciones vulnerables (el sarampión en el Congo, sin ir más lejos) y nadie cierra sus fronteras por ellos ni se decretan cuarentenas ni se asaltan los shuks ni te aplican multas. Nadie les aplica el rigor de la ley a los «antivacunas» con el riesgo que conlleva a esta altura de la Humanidad, un tipo de conducta semejante.

La sumisión por el miedo es más antigua que el mundo. Si un pueblo tiene miedo, busca un referente, un pater que lo guíe y le diga qué hacer y cómo comportarse. Elige el mesianismo a la razón. No discute, no opina, no se interroga. Olvida otro tipo de cuestiones importantes, porque nada hay más importante para un ser vivo que seguir vivo. El miedo, entonces, produce una parálisis de las ideas reflexivas y aparece el cerebro primario de los animales de sangre caliente, que obedece al alfa de la manada social casi de manera ciega o responde al instinto de conservación y destruye a lo diferente –o civilizadamente asalta el shuk y termina a puñetazos con otro asaltante de shuks por un rollo de papel higiénico–.

Al miedo caliente se opone la reflexión que otorga la educación. Al miedo infundido y fogoneado por el bombardeo de información catastrófica, se opone el orden en las ideas que otorga la educación. El miedo es el opositor primario de la coherencia y de la razonabilidad y en esta clase de situaciones, juega en contra y no a favor de los hombres.

En estas excepcionales condiciones, este miedo que parece ya inyectado a presión por los profetas de la catástrofe, es el arma de alguna guerra que no es epidemiológica aunque la epidemiológica sea su excusa. Tampoco vamos a restarle importancia, que no va por ahí el discurso, sino tratar de darle la que realmente tiene, comparándola con otra serie de cosas iguales o peores y analizando esa particularidad.

El arma que se opone al miedo y con la que contamos para encontrar o al menos intentar encontrar la verdad es la educación, el conocimiento, el pensamiento lógico y sus interrogantes, sus búsquedas, sus cuestionamientos a la obviedad.

Dos armas para la misma incógnita. El hombre, en el medio».

Ahora, hablemos con Nietzsche y con Chomsky.

El brillo en la mirada (séptima entrega) por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 11

Cuerpo y alma

Por Gavrí Akhenazi


Eleuteria, al principio, se puso muy nerviosa, pero después regresó a las cocinas y lo dejó hacer sus caprichos.
Sabía que era inútil metersele en el medio, tratando de modificarle las conductas, porque Daniel se empecinaba en ellas cuanto más otros intentaban torcérselas.

Como todos se habían ido hacía tanto, Eleuteria acomodó los muebles a su gusto, para sentirse cómoda y no fantasma, habitando entre disposiciones de otros.

A él, la disposición de las cosas lo sacó de quicio y estuvo durante días y días yendo y viniendo con jarrones, estatuas y sillas, que no pudo acomodar.

Sumido en un estado de desquicio, por eso de la salida de quicio gracias al desprolijo y absurdo sistema de los objetos en los planos de sol y sombra de la casa, optó por lo más sanitario que encontró.
Sacó todo al patio y le prendió fuego.

Eleuteria, que lo vio a punto de arder el universo de su mundo con una tea, le dio un grito de alto y ofreció una solución casi ideal.

Vio que en los ojos de su niño se encendía una llama extraña, maravillosa.

Durante varios días, todos los pobres de los alrededores se estuvieron llevando las cosas de la casa, transportando aquel mobiliario costosísimo, mientras formaban sobre el horizonte y el atardecer, con tanta portación de cosas, una fantasmal caravana de emigrantes.

La casa quedó tan vacía, que cualquier cosa que habitara en ella además de sus habitantes de carne y hueso, no encontraba dónde meterse.

Eleuteria ya se había acostumbrado a los demás que pululaban tan fantasmales como ella que había sufrido la gracia de conservar los cueros sobre el ánima, por eso el bochinche que hacían al no encontrar sus cosas, no la perturbaba.

A Daniel, en cambio, las voces de las cosas lo ponían de pésimo humor.

Había conservado para sí el dormitorio cerrado.

Eleuteria tuvo que abrirle aquella habitación, porque no consiguió meterlo en otra ni con buenos oficios ni con amenazas. Luego él se mudó.

La habitación era tan austera como una celda de convento, pero se llenaba por la tarde del dulce sol oeste.

Daniel era muy parecido a ese momento. Él mismo era un crepúsculo que se reclinaba pesadamente sobre el aire encerrado, poblándolo con aromas de pasto y de limón.

Mientras pensaba, Eleuteria mojó otra vez el paño en la jofaina y lo extendió, lavando los restos sangrientos que persistían encima de la piel.
Su niño, enmudecido en brazos de un desmayo que no lo abandonaba, respiraba en un hilo. A los pies del camastro, el peón nuevo, que lo había traído hasta la casa cuando lo halló boqueando sobre el polvo, lejos de su caballo espantadizo y en un barro de sangre, esperaba alguna orden de la nana Eleuteria. Pero ella no hablaba. Se limitaba a lavar aquella herida –seguro que un cornazo– imaginando que Dios le guiaba la mano sobre el vientre tenso de su niño.

—Mucha sangre perdió —le dijo el peón nuevo a la nana, por decirle alguna cosa.
Ella lo miró apenas. Después rezó, porque no sabía hacer nada mejor que eso. Rezó y encendió velas y siguió rezando hasta que todas las velas se apagaron.

Así, durante varios días.

El peón nuevo la acompañó como un perro durante todo el tiempo. Fiel como un perro. Callado. Guardián. Veló de noche y de día ante la puerta, combatiendo fantasmas y atendiendo preguntas de los otros peones que intentaban saber qué hacer, ya que el señor no estaba en persona para ordenar el mundo.

Pero el señor no estaba. Se debatía en una rara atmósfera entre fiebre y quebranto, como un reo condenado a muerte al que todos los días le suspenden sentencia y ya no sabe cuál será su último. Había perdido tanta sangre –seguro que por el cornazo– que no resucitaba. A la vida, lo sujetaba un hilo estertoroso de respiración como de fragua, porque así son las fiebres.

Eleuteria quiso saber que había pasado.
Fue un cornazo, seguro, pero no supo más que lo supuesto.

Por las dudas quemó en el mismo hogar del dormitorio las ropas entintadas con la sangre del niño –porque para ella era y sería el niño Daniel– mientras los dientes del frío masticaban los gruesos postigones.

Para ella fue una larga semana, en que se acosumbró a ver llegar la muerte y pararse ante el umbral de la puerta, donde el peón nuevo le echaba unas palabras. Qué le decía, Eleuteria no alcanzaba a oír, pero la muerte hacía un gesto suave y se iba a otra parte.

Los Irala, por lo menos los de la rara rama de Juan Luis, tenían esas cosas de los aparecidos y las voces. Nunca quiso aceptar la nana que Daniel tuviera aquellas partes, aunque siempre lo supo.

Después de muchos días, Daniel abrió los ojos, mucho más negros y más grandes, porque con la fiebre y la hemorragia, la piel le forraba la calavera como una especie de guante magro que destacaba grotescamente las desproporciones entre rasgos.

Eleuteria se apresuró a ofrecerle leche tibia, pero él estaba desconcertado.

—¿Qué me pasó, nana? —preguntó, atónito frente al estado de calamidad en que se despertaba y reconocía.
La nana le explicó lo poco que sabía, intentando a la vez alimentarlo con la leche con miel.

-—Tu peón sí sabe, pero no quiere contarme nada a mí. Alguna cosa mala habrás hecho y por eso… —dijo la nana, señalando la puerta.
—Quiero darle las gracias —dijo Daniel—. Llámalo, nana.

Eleuteria descubrió que en tantos días de compartir el hilo de la vida, nunca le había preguntado al peón desgarbado su nombre.

Como Daniel insistió en que quería agradecerle el salvataje –fue un cornazo, nana, fue un cornazo– ella llamó.

Eustaquio Ocaña giró suavemente la cabeza y saludó a Irala desde lejos.


Capítulo 12

Los secretos ocultos

Por Eva Lucía Armas

Mi madre había encontrado por la mañana el relicario. Muy descuidada yo, había abandonado el trofeo sobre la mesita de junto a mi cama, cuando debí habérmelo colgado del cuello y mantenerlo así a resguardo de todos los ojos indiscretos. Ahora, ella lo sostenía entre sus dedos, a la luz difusa de los ventanales, absorta, contemplándolo como si fuese a ella a la que se le hubiera extraviado la joya.

Era un relicario muy antiguo, de oro, labrado en filigranas maravillosas. Una miniatura costosísima, que el clandestino quizás había recibido de manos de doña Matricia, como prueba de su amor o que se había robado del cuello de ella. Dentro, no tenía ninguna imagen. Sus dos tapas se hallaban vacías o sea que lo que estaba destinado a guardar, no estaba guardado. Lo que me daba a pensar que era más probable el robo que el recuerdo.

Mi madre, sin embargo, parecía pensar otra cosa.

Sus dedos acariciaban los repujados del oro de la tapa como si estuviera leyendo algún mensaje secreto solamente destinado a ella. Los acariciaba y miraba la distancia de los campos hacia el horizonte de pájaros y vacas. No quise interrumpirla así que pasé de puntillas hacia la puerta de salida pero ella, con el oído de un ciervo, me llamó a su lado. Me acerqué, mientras el relicario pendía de la mano de mi madre, recibiendo la luz del sol de la siesta.

—Lo encontré en la enredadera de los Ibarguren… No vaya usted a pensar que lo tomé de otro sitio —me excusé.
-—¿¡Dónde lo hallaste!? —se asombró ella— Oh… Dios mío…entonces…

No dijo más. Ocultó su dolor en un silencio obligado, llevándose mano y relicario hasta los labios como para sellarlos.

—No sabía que era suyo, mamá —murmuré, sin saber qué decir ni qué pensar.
—Lo extravié hace demasiados años… —me dijo ella— Alguien lo robó. Ahora sé quién fue. Tantos años… y se lo habían quitado…

Con un ademán, lo colgó de mi cuello.

Hablaba consigo misma y no conmigo. Reflexionaba sobre los supuestos de su vida, pero no quería la joya. «Prefiero que lo tengas tú…» me dijo sencillamente «Tú lo recuperaste».

Si con recuperarlo se refería a habérmelo traído de la casa de los Ibarguren, ella también había traído cosas de allí. Se había traído a Lumilla, que con la muerte de su ama había quedado desempleada y le había rogado, llorándole por detrás, que no la abandonara a la indigencia. Mi madre, de corazón vulnerable, se hizo cargo de la tragedia de la pobre.

Lumilla era joven y chispeante. Tenía un carácter más saludable que Magnolia, porque no andaba de rezos y admoniciones todo el día. Además, sabía a detalle el romance de su señora lo que la volvía de contar suculento para los ávidos oídos del resto de la servidumbre. Como yo andaba siempre de mezclada entre ellos, aproveché para aprender las cosas que Lumilla contaba y que yo no alcanzaba a imaginar en mis viajes hacia el infinito.

Fue durante el pelado de las papas, que, acosada por Berenice y Camila, Lumilla se puso a narrar la última noche, mientras yo, desde mi rincón de quitarle la vaina a las habas, conseguía estirar mis oídos hasta sus secretos.

Al cabo le dije: «Habla más fuerte que me interesa…» y ella, seguramente por miedo a ser corrida de su nuevo hogar si me desobedecía, comenzó en voz alta su relato.

Todas queríamos saber cómo era el galán en cuestión. Pero la descripción no variaba. Moreno, fuerte, lo de siempre. La casa siempre estaba muy oscura como para que se viera bien o nadie quería ver demasiado y se contentaban con adivinar. ¡Con la falta que me hacían a mis los detalles para entender como se hacían de verdad las cosas!

«A la señora le gustaba que la vieran hacerlo… por eso dejaba la puerta abierta o lo hacían por cualquier lado…» nos contaba Lumilla sin distraer su movimiento de pelar las papas «Chillaba como gata encelada la señora…»
La voz de Lumilla me transportaba a mis propias fantasías. Pobre doña Matricia, si tenía un infierno tan caliente como el mío, por supuesto que necesitaba que alguien se lo enfriara con urgencia. Yo sólo pensaba en Daniel. Ningún hombre me producía lo que él me producía de solamente verlo, de solamente pensarlo. Soñaba en las noches sueños indecentes que me agotaban y me levantaba con un humor pésimo a la mañana. Estaba ansiosa, desasosegada y ya viajar al infinito en mi propia fantasía no me resultaba suficiente. Quería su boca. Quería sus manos. Quería su fuerte olor cálido.

La última noche de doña Matricia fue en la capillita que tenía en su casa. La había mandado construir cuando todavía su amor estaba consagrado a los santos y lo único que le importaba era ser santa a pesar de don Ferdinando. Pero esa noche , no se salvó ni el reclinatorio.

Contaba Lumilla con tantos detalles que a mí me resultaba hasta difícil ubicar los sitios, como el amante, un salvaje de aquellos, hacía aullar a su señora mientras se le metía por detrás y la sacudía como un saco vacío a la vista de todos los santos, mientras ella, su señora, se metía por delante un crucifijo chillando como una chancha, de parados, en el reclinatorio y que sé yo qué más, porque la geografía anatómica se me extraviaba con tanto que jadeaban y gemían los amantes y exclamaban las sirvientas.

«Al menos se murió contenta» comenté al fin, mientras Berenice se servía agua y Camila se apantallaba los calores con ambas manos.

Lumilla era la mejor narradora de relatos que yo había escuchado en mi vida. Nos había transportado hasta tal extremo, que todas habíamos llegado a ser parte de la locura amorosa de doña Matricia como si la hubiéramos visto protagonizándola.

Las habas estaban todas por el suelo. Las papas habían ido a la olla a medio pelarse. El maíz hacía olor a requemado sobre el fuego. Y nosotras cuatro nos mirábamos como que debíamos cada una ir corriendo a buscarnos un cubo de agua fría en el que meternos hasta el cuello.

Josefina irrumpió en nuestra complicidad, haciéndonos notar que todos aspiraban a cenar en la casa.

—Además, tenemos visita, Luisi. Estás al comando de la cena. No haga pasar un papelón a la familia con tus extravagancias culinarias esta vez —dijo y se fue.
—Esta doña se parece a mi doña Matricia…—nos comentó Lumilla— Era así de mandona ella. Todo estaba siempre mal, hasta lo que una hacía siempre bien.

Lo de la visita ya lo sabía. Siempre los novios de mis hermanas, (porque ambos estaban de visita ese día y por eso yo había quedado confinada a la cocina), eran gentilmente convidados a compartir la mesa por mi padre, que insistía en apurar los trámites del casamiento de Josefina, como si su insistencia fuera capaz de adelantar la fecha ya fijada para el principio del invierno.

No sé qué temía tanto mi padre. Si hubiese podido, además de adelantar la fecha también hubiera cosido el vestido más rápido que la tía Felicitas, por más que el pobre Faustino fuera un idiota incapaz de meterle una mano a Josefina ni el día de su boda.

Quizás quería sacársela de encima, para tener un mal carácter menos que aguantar. Pero le hacía deferencias especiales a Faustino, para que el tipo no fuera a arrepentirse y soltar a mi hermana antes de subirla al barco.

Félix, en cambio, se veía tan enamorado y tan apurado, que no necesitaba empujón de nadie. Lo que necesitaba era una buena esclusa que le contuviera tanto torrente amoroso como le profesaba a Cayetana.

—Cuéntanos más… —le dije a Lumilla, mientras por el suelo iba recogiendo habas que meter en la fuente y las otras pelaban bien las papas. Luego le dije a Berenice que se fuera hasta el salón de recibir para ver si estaba solamente Faustino o si Félix también se quedaba al convite. Para el imbécil que se peinaba como si lo hubiese lamido una vaca y que nunca decía que no a las invitaciones de mi padre, yo no preparaba manjares extravagantes. Para mi hermana Cayetana, yo preparaba manjares fabulosos, que hubieran agasajado el paladar de un maharajá, solo para que Félix se sintiera bien apreciado en la familia.

Berenice volvió al rato.
—Hay otro más, niña —me dijo con descuido.

Yo odiaba las visitas.
Con mis futuros cuñados ya tenía confianza, pero con los invitados tenía que comportarme como una damita. Vestirme bien, hablar con recato, lucir con modales y sonreír como lela estúpida. Además, tenía que callarme la boca y no opinar de nada. Estar sentada allí en la mesa, haciendo de figurita.

«Maldición… maldición… maldición…» me enfurecí con el papel y mandé a Berenice a averiguar quién era el inoportuno que desguasaba mi tranquilidad. ¡Y yo que pretendía quedarme toda la noche en las cocinas, oyendo los relatos de Lumilla!

Berenice regresó enseguida.

—No sé quién es… No lo conozco —me dijo.

Había ajusticiado un pavo en el interín de sus idas y venidas, así que alguien había elegido por mí el menú. Lo estampó en medio de la mesa. Camila se apresuró a meterlo en el agua caliente y comenzó el festival de las plumas. Mi madre apareció un rato después. No porque dudara de mi papel como jefa de cocina, sino para permitirme acicalarme.

—Ve a ponerte bonita —me ordenó, sonriente.
—Mamá, no estoy de buen ánimo… Si quisiera usted excusarme, prefiero hoy comer en las cocinas —no agregué «y escuchar los relatos de Lumilla», porque mi madre hubiese dicho que no.
Igualmente dijo que no.
—Ve… Luisina —repitió muy seria ahora e insistió—. Ponte bonita.

Le dije a Lumilla que me acompañara para asistirme. Como no tenía aún un lugar fijo en la casa, ella me siguió. Y nos acomodamos en la habitación, intentado encontrar un vestido acorde, un peinado acorde, un perfume acorde. Ella echaba ropa sobre la cama y yo le advertía «No que es de Bernardina… No que es de Cayetana… Esa no me gusta». Al cabo le pregunté si doña Matricia se desnudaba cuando estaba con su amante.

Lumilla me dijo que sí. Me dijo que él le arrancaba toda la ropa porque le gustaba ella desnuda y que ella lo desnudaba a él también.
Le pregunté que era eso de por detrás y por delante y ella me explicó muy sabihonda de esos temas que por detrás es para no tener niños y por delante es para tenerlos porque «salen por el mismo lugar por donde te los meten». Y yo repetí «Ah… ah…» Y ella me explicó que doña Matricia tenía terror a quedarse preñada, aunque se veía bien que le hacía buena falta una cría. Pero que, me imaginara yo, si la doña se quedaba preñada del moreno, como iba a hacer para explicarle a don Ferdinando que no creía en el Espíritu Santo, que la había embarazado un crucifijo. Aunque no fuera a creer yo que el moreno no se la montaba también hasta hacerla gritar.

Acabó explicándome que las mujeres tenemos muchos orificios para que el varón sea nuestro dueño. Así me explicó que doña Matricia se volvía muy promesante, de rodillas delante del moreno. Le pregunté qué cosa era esa de promesante y como mi madre me llamaba a gritos, decidió que me le explicaría en la próxima ocasión y que «mejor se pone bonita… porque de seguro que le han hallado pretendiente allá abajo».

—La boca se te haga a un lado, Lumilla —le grité.

Lo que me faltaba es que mi padre se pusiera a disponer sobre mi vida, como si yo fuese una sobra en la suya.
Lumilla me dijo que a veces las cosas no son tan terribles como parecen y que debía darle una oportunidad al destino.

La cuestión es que llegué al salón, cuando ya todos estaban sentados y Magnolia comenzaba el servicio alrededor de la mesa.

El invitado era Daniel Irala.

Parecía que lo había arrasado un desastre natural. Estaba pálido, demolido, más delgado que la última vez y su colorcito sabroso de aceituna había desteñido hacia un verde amarillento, propio de un tifoso.
Lo único que no desteñía en Daniel era la oscuridad tersa de su mirada negra. Me sorprendió tanto verlo casi deplorable, que sin saludarlo le pregunté: «¿Y el sarcófago?». Me corregí al instante.

—Perdón… es que lo veo a usted tan… desmejorado…

Mi padre se encargó de explicarme sin dejar que Daniel se explicara, que un toro le había dado una cornada «aquí», (mi padre se señaló el vientre, por debajo de las costillas y antes del cinturón), «cuestión que es de mucho sangrar».

—Pero ya estoy mejor… —acotó el Irala, porque si algo no le ha gustado nunca, es que hablen por él.
—Se ve… —murmuré yo y ocupé mi sitio que algún malhadado había situado justo frente al de Daniel. Por supuesto, Josefina me reprendió hablándome sobre mi poca disciplina, mi falta de urbanidad y mi mal aprendizaje de la buena educación que mis padres trataron de inculcarme. Para ser urbana, cortés y disciplinada le pregunté a Daniel cuando había sido el episodio en cuestión.
—El martes —me respondió Irala. Sus ojos negros, ardientes y serenísimos, se me metieron dentro como el día de la misa.
—No fue un día muy afortunado el martes —dije, haciendo referencia a la muerte de don Ferdinando y su mujer, la santa.

La tía Felicitas lo llevó por el lado de la luna. Según su versión de la desgracia, la luna había influido sobre todos los que se desdicharon el martes. Y agregó: Ni te cases ni te embarques. Y pasó a narrarle a Daniel el fin de los Ibarguren.

Todos, incluyéndome, estaban interesadísimos en Irala. Al fin, el hombre lobo había abandonado la madriguera para dejarse ver y tratar y eso no podía desaprovecharse con silencios en la mesa. Entre la tía Felicitas y mis hermanas, lo atiborraban de preguntas a las que mi padre imponía un cierto coto de modo que Daniel pudiera llevarse un bocado a los labios y no tener que estar toda la cena explicándoles a ellas las estupideces que le preguntaban.

La tía Felicitas le salió enseguida conque «si no supiera que está muerto el difunto, diría que usted es Juan Luis Irala».

Mi madre la amonestó con los ojos. Con los mismos ojos que no le quitaba de encima a Daniel, buscándole alguna cosa que solamente ella conociera y que perteneciera en realidad al otro.

Yo, hacía lo propio. Le miraba las manos, huesudas y secas, heridas por el duro trabajo rural. Le miraba los labios, el mentón, el cuello, las orejas. Los ojos los evitaba porque él se apoderaba de mi mirada al instante como un ave de presa.

Durante la conversación, me enteré que Daniel había rescatado la famosa hipoteca de mi padre y que aquella actitud de presentarse a negociarla, como quién le echa una soga a un ahogado, había fascinado la buena disposición natural que mi padre le profesaba a la gente honrada. Por eso, el Irala estaba sentado ahí, como invitado de honor y mi padre no terminaba nunca de agradecerle aquella oportunidad de recobrarse monetariamente sin perder su patrimonio endeudado por culpa de los Mirándola y su tenebroso banco.

Faustino le habló sobre su caballo. Era un padrillo gris, bellísimo, nervioso y salvaje. Nunca había entendido yo cómo Daniel lo dominaba. Cómo conseguía que esa bestia furiosa se amansara en sus manos y le hiciera los gustos. El caballo era un verdadero demonio, al que no hubiera podido resistir ningún jinete. Al parecer, había sido presa codiciada para varios cazadores, pero ninguno había tenido certidumbre en el lazo, según narraba Faustino que agregó a su disquisición, en un tono casi sentencioso como si velara una amenaza «Es un caballo que no pasa desapercibido, señor Irala…»
Daniel lo había bautizado Fantasma.

Mi padre le dijo entonces algo como que a mí me gustaban mucho los caballos y tenía gran manejo de ellos y que lamentaba mucho que yo no fuera varón, porque así podría delegar muchísimos asuntos para que yo los resolviera, dada mi capacidad, pero «lamentablemente era mujer».
Daniel lo escuchaba atentamente , pero estaba pensando en otra cosa. Conocía yo bien su facilidad para distraerse cuando la conversación no le interesaba.

Como ya íbamos hacia el café, le dije a mi padre si me permitía ver el tan ponderado caballo del señor Irala y agregué «Me acompaña usted, por supuesto, Daniel…»

Cayetana y Félix se vinieron con nosotros hasta la cuadra, pero se quedaron a mitad del recorrido, entre los árboles. No le creí a Cayetana que ella y Félix no se dieran los besos del matrimonio como había querido hacerme creer. Para que querrían atrincherarse allí en lo oscuro, si no para hacer cosas que la luz no permitía.

Daniel, como si tal cosa, me pasó su brazo fuerte por encima de los hombros y me pegó a su cuerpo, para que camináramos abrazados. No era cuestión de estar peleándome con él, después de haberlo extrañado a rabiar, así que le aferré la cintura con mis dos brazos, fuertemente.

—Ayyy… me duele… —gimió— Es verdad lo que te dije de la herida.

Me reí, desprendiéndome del abrazo para abrir el gran portón de la cuadra.
El potro estaba allí.

—Si lo quieres, es tuyo —me dijo Irala.

Deslumbrada y avariciosa, acaricié su morro plateado y sus crines de luna. Era un dibujo de mis fantasías hecho realidad.
Daniel, detenido detrás de mí, me observaba. Consideraba cumplida la etapa de las paces y seguramente ya pergeñaba como continuar adelante, por encima del cadáver de todas sus amantes. Ya, con regalarme el caballo, bastaba para halagar mi vanidad femenina y que, resarcida ya de sus faltas, pudiéramos regresar a andar juntos. Luego, si tenía otro desliz, ya vería la forma de arreglarlo también, porque para los hombres, las flores y las joyas zurcen los corazones. Este se la había jugado por algo más que un ramo de flores. Había apelado a algo que sabía que yo no podía resistir.

Lo miré al fin, con los ojos temblando de agradecimiento.

—¿Qué quieres a cambio? —gestioné.
—Una sonrisa… —me respondió— ¿Sigues tan enojada?.. Te ves más bonita, tan enojada.
—Acaba Irala… qué tu y yo nos conocemos bien… Y tu no das puntada que no lleve hilo… Dime que quieres y abreviamos.
—¿Qué cosa te ha hecho enojar tanto? —me preguntó directamente.
Le expliqué brevemente su romance con la hija del banquero.
—¡Qué cabecita más loca tienes! —exclamó riéndose— ¡Estás celosa, Luisina! ¡Estás celosa de ese papagayo chillador! ¿En qué puede aventajarte? .. En las estupideces que habla, solamente…

Me tomó entre sus brazos y me apretó contra él. Sus manos me revolvieron el cabello, corriendo por el contorno de mi rostro hacia mi nuca, hasta alzar mi boca hacia sus labios que se entreabrieron como a mí me gustaba, listos a envolver los míos en esos besos que me quitaban el buen tino.

El «Luisi… Luisi…» de Cayetana nos obligó a soltarnos como repelidos. Me dediqué a estudiar las formas del potro que Daniel me había obsequiado, mientras él se recostaba contra un puntal, muy pendenciero, sosteniendo el candil, mientras mi hermana y Félix hacían su irrupción en la escena, seguidos de Josefina y Faustino.

Nosotros los miramos con fastidio.

El Fantasma, fue el centro de atención del novio de Josefina.

Se dirigió directamente a donde el mozo de cuadra lo había dejado y se puso a observarlo, como si supiera mucho de todo.

Los ojos de Daniel se le fueron detrás, sin que él se moviera un centímetro. No alteró en nada su posición reclinada ni varió el ángulo con que sostenía el candil para que yo estudiara al potro ni bajó la pierna que había recogido para apoyarse en el puntal, pero el relampagueo en lo profundo de sus tormentas negras me alertó de que la actitud de Faustino lo preocupaba.

—No te vaya a patear… —le dije a mi cuñado— Yo que tú ni me le acerco.
—No hay muchos caballos como este… De hecho, es un pelaje poco común en la zona… —murmuró Faustino. Su voz no me sonó bien en los oídos—. Qué casualidad que sea el suyo…

Daniel no cayó en la obviedad de preguntar ¿por qué?

Hizo como que no escuchaba y reclinó sus ojos encima de mí, que había dejado su regalo para acercarme. Entendí que si él no preguntaba, yo tampoco debía hacerlo.

—Nos vamos… antes de que papá venga con la escopeta a buscarnos—sugirió Cayetana.

Salimos los seis. Ellos adelante y Daniel y yo los últimos, para cerrar la cuadra.

Él, por supuesto, me puso su brazo encima, porque ya me consideraba de su propiedad. En realidad, fue para retrasarnos un poco y distanciarnos de mis hermanas.

—No le hagas caso a Faustino… Está celoso porque siempre él fue el consentido de mi padre y esta noche, lo ha sido tú —le dije, reclinándome en su pecho para escuchar su corazón— Le caes bien a mi papá. El no es tan amable con los desconocidos.

—Tu padre es un buen hombre —me respondió Daniel.

El brillo en la mirada (sexta entrega) Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 9

Histeria colectiva

Por Gavrí Akhenazi

Imagen by Stefan Keller


La nombraban «Oculta».

Porque no tenía alma, según se decía, le resultaba fácil comunicarse con los espíritus de todo tipo, buenos y malos, sin correr peligro de fallar en sus trabajos. No cedía a ninguna de las dos tentaciones y por eso sus conjuros eran los más efectivos de la zona.

Hasta el cura había ido a consultarla una vez, tantísimos años antes, para que lo asesorara sobre como combatir al Demonio, porque sus artes sacras no le daban el resultado esperado en la batalla. Y el Demonio aquel se le estaba empezando a transformar en ángel, con la ayuda de la superchería de la gente. Y lo demonizaba a él, quitándole los menesteres de Dios, como eso de la ayuda, el amor al prójimo, el pronto consuelo y algún que otro milagro inoportuno.

La Oculta lo había mirado con sus raros ojos de lechuza y le había contestado simplemente : «Porque Juan Luis Irala no es un diablo, Monseñor».

Con este nuevo Irala, la bruja no estaba tan segura . Así que miró a Monseñor, de nuevo ahí con la misma cantinela, con un gesto que develaba su estado de duda.

-—¿O sea que es un demonio? —preguntó el cura.
—No lo aseguraría —replicó La Oculta— Le tiene a Monseñor muy alborotada la grey… —se burló después, acariciando el aire— Y todo lo que vendrá, que Monseñor ni espera.

—¿Algo que me puedas decir?

Ella arrojó sus runas sobre el polvo, dentro del círculo mágico y cantó un canto de esos del Demonio. Mientras lo hacía, observó que el cura no se persignaba ni aferraba el crucifijo, así que pensó que entre demonios todos se entienden y Dios sobra en estas cuestiones tan prácticas.

—Uno por uno…ninguno —murmuró La Oculta, más alegre que tétrica, mientras su boca mostraba la lengua filante, recorriendo los labios como si se saboreara con la agorería.

Por el pueblo, los rumores corrían hacia abajo y hacia arriba como un reguero de pólvora, que iba quemando cosas sin detenerse.
De Irala, entre lo que se inventaba y lo que él mismo impedía que se inventara porque lo hacía explícitamente, cualquier cura en su sano oficio habría dicho que le tocaba el Diablo por vecino. Más aún, con las cosas que tenía que escuchar en el confesionario, de las atribuladas damas a las que «el íncubo» les ponía sus ojos.

Pero eso no lo preocupaba tanto. Con alguna cosa tenía que matizar tanta confesión meliflua. Lo que verdaderamente le preocupaba eran las astucias negociadoras de Irala, cuya influencia sobre Fausto Mirándola se hacía cada vez más perjudicialmente notable.

—Por supuesto que si pone en mi mesa un pago en efectivo que ninguno de ustedes es capaz de epatar, voy a venderle a él hasta mi alma —se había excusado, cuando le reclamaron en el cónclave de los poderosos, la liviandad con que había soltado la hipoteca de Huberto de León.

Enseguida se defendió diciendo que todos le habían dado vueltas para comprarla, y que como Huberto no la pagaba en término y siempre venía con temas de prórroga, él no tuvo más remedio que ejecutarla si quería resarcirse. Entonces, oportunamente, llegó Irala y le acomodó el precio completo, comprándola para sí, porque según le dijo, los campos eran colindantes y él tenía toda la intención de agrandar su propiedad hacia los ojos de agua que Huberto poseía.

Le pareció a don Fausto por demás de razonable la actitud de Irala y ya que, veladamente, le había ofrecido la venta, no rechazó la compra que el otro le esparcía encima de su escritorio.

También veía con buenos ojos el poder acomodar a la mayor de sus hijas a la masculina tentación de Irala, porque se le estaba pasando la edad del compromiso y estaba entrando en la de los santos.

El tipo demostraba aunque no demasiado interés, casi el necesario como para llevarse el premio, porque al fin y al cabo, tendría una mujer para atenderlo y llevarle la casa adelante, que Eleuteria no le iba a durar para siempre con lo vieja que era ya. Entonces, qué mejor que asegurarse una mujer con un apellido y un futuro pecuniario de considerables proporciones. Tanto como el que don Fausto Mirándola se aseguraba, consiguiéndose al Irala como yerno.

—Divide y reinarás —murmuró el cura, mientras La Oculta sonreía.
—No Monseñor. El mensaje no es ese —murmuró la voz húmeda de la bruja, mientras ella se mojaba los labios otra vez con la lengua.
—Tendremos que repetir lo de Juan Luis. Malditos todos estos malditos Iralas. No se cansan nunca. A éste no me lo esperaba. Pensé que Francisco había dado buena cuenta de él, tal como le aconsejé.

La bruja echó de nuevo las runas sobre el suelo dentro del círculo.

—Yo no lo intentaría de ser usted, Monseñor —murmuró, señalando las piedras con los dedos.


Capítulo 10

Historia sobre historias cruzadas

Por Eva Lucía Armas

Otoño by Kushen Rustamov

Cuando llegó la noticia de la muerte de don Ferdinando Ibarguren y de su esposa, la beata Matricia, no pude menos que recordar la muerte de Eustaquio Ocaña. Y me corrió un escalofrío.

En mi casa estaban alarmados por lo sucedido y hablaban en voz baja sobre qué cosa pudo llevar a don Ferdinando a vaciar una pistola en su mujer y luego «volarse la tapa de los sesos» según decía mi padre.

A la tía Felicitas, que seguía cosiendo el vestido de Josefina, la preocupaba el hecho de que el párroco no iba a querer enterrar al muerto en el campo santo, por haberse quitado la vida, cosa que solamente puede hacer Dios y «habrá que cavarle una tumba por ahí».

Una tumba por ahí, como la que le cavó Irala a Eustaquio.

Ahora, don Ferdinando estaba tan muerto como Eustaquio y doña Matricia como la mujer de Eustaquio.

Mi madre dijo enseguida que ella no iba a ir al velorio, porque ni velorio se merecía don Ferdinando. «Era muy mala gente» agregó, pese a la mirada de reconvención de mi padre, antes de irse del salón.

La tía Felicitas, que había dejado el vestido de Josefina, volvió a decir lo de «la tumba por ahí» y agregó, cuando se fue mi padre a vestirse los negros «Y si el cura supiera… tampoco la haría enterrar a ella…»

La exclamación de «¡¿supiera qué?!» , acorraló a la tía contra un sillón, mientras mis hermanas y yo avanzábamos sobre ella que siempre sabía algo más que nadie más sabía.

Habrá sido que doña Matricia se lo contó entre jaculatorias, porque le pareció más confiable confesarse con Felicitas que con el cura mismo o porque mi tía en realidad tenía el don de la adivinación. Se excusó diciendo que no eran cosas que niñas decentes debieran saber. Pero contar chismes era su eterna debilidad, así que con un poco de presión por parte de Bernardina, cuyo único interés fue siempre agregar más capítulos a novelas de amor complicadísimas, soltó la lengua.

Nos acomodamos veloces a su alrededor en los sillones.

—Además… lo sabe todo el pueblo —dijo la tía, como si aquello sirviera de excusa a la infidencia que estaba por cometer y que, al ser voz popular los sucesos, era lo mismo que fueran la voz de Dios— Matricia… tan discreta, tan severa y tan santa como se la veía… tenía un amante… —aseguró, en voz baja, mientras todas arrimábamos la cabeza como confabulando.

Hubo exclamaciones sofocadas. Y la tía se despachó con tantos detalles, que no pareció la tía. Se olvidó, en su afán por relatarnos todos los pormenores que la misma Matricia le había relatado, de que ella era la custodia del recato y nosotras, sus sobrinas.

La relación de la señora Matricia, fue de una fogosidad descomunal y de una desvergüenza inapelable y en el relato de la tía, pareció aún más arrebatada y loca.

Conocía tantos detalles de la intimidad de doña Matricia y su amante, que nos asombró que no supiera el nombre de él. Fue un secreto que la beata no le reveló. El único que estaba ajeno a la cuestión era don Ferdinando, porque la relación era cosa pública para los criados de la casa que no dudaron en desparramarla entre otros criados, de modo que todas las orejas, menos la del marido, escucharon un poco de las cosas que le hacía el amante a la beata y que según mi tía «sólo se les pueden contar a las casadas, aunque ni los casados hacen todas esas porquerías…» ¡Cómo si la tía Felicitas supiera!

Mientras la tía hablaba, yo pensaba en como Daniel separaba los labios para besarme, como inclinaba sus ojos, como sus manos se afirmaban gravitando sobre mis senos, como se pegaba su cadera a la mía y su pecho a mi pecho y su aliento a mi aliento.

No quería buscarlo. No quería andarle detrás ni hacer que no había dicho lo de Genara, aunque la tía Felicitas se había encargado de confirmarme que no era cierto que Irala estuviera pretendiendo a la hija de don Fausto y de dónde había sacado yo semejante cuento. «Todavía dijeras de las demás, pero no con Genara», había agregado, para ponerme contenta.

De cualquier manera, me martillaba en el tímpano eso de «mis hembras» y no me dejaba en paz. Martillaba más eso que lo mucho que yo le importaba. Cuestión de inexperiencia, supongo, para manejar sentimientos tan contundentes.

Bernardina quería saber cómo era el hombre en cuestión. No fuera que se le hubiera pasado el príncipe azul para enredarse con Matricia. O quizás, para comparar como eran los príncipes azules de otras y no ser tan exigente con el suyo.

La tía Felicitas le hizo un buen retrato. Podría haber sido cualquier mozo de cuadra de los tantos que había. La cuestión es que éste tenía dotes particulares que habían arrastrado a la beata a la perdición y ahora estaba bien muerta.

Nos fuimos al velorio, por esa cuestión de los compadres. Mi madre, por obediente o cediendo a la rogativa de mi padre para el que los velorios son un tedio infernal en el que no le gusta estar solo, vino con nosotros.

De Matricia y su amante, era de lo único que se hablaba en el corrillo.

—Ves, Milagros, por qué es mejor vivir lejos del pueblo —dijo mi padre a mi madre. Todos intentaban contarle los mil y un detalles.

Genara estaba también entre el tumulto del último adiós. Era la última persona que yo deseaba ver, pero era una de las que más detalles sabían sobre lo sucedido. No en vano viven jardín por medio y ella se la pasa con la nariz en la ventana, ya que no tiene otra cosa para ocuparse.

Salimos al patio, donde no hubiera ese olor a flores descompuestas y donde no se oyera el coro de las viejas de negro que lloriqueaban junto a los dos ataúdes de lujo y sus mortajas de seda y puntilla.

Ni Eustaquio ni su mujer habían tenido lágrimas por ellos. A Paula, Eustaquio la enterró solo. Para Daniel, enterrar a Eustaquio fue una diligencia. Sí, lo puso mal enterrar al niño.

Estuvo callado mucho tiempo junto a la tumba, con los ojos fijos en la cruz que Eleuteria le había hecho con dos maderitas. Le habían puesto de nombre Nazario pero no alcanzaron ni a nombrarlo. Tampoco tuvo lágrimas. Daniel no llora. Y Eleuteria llora mucho, así que lágrimas particulares para Nazario, no sé si hubo.

En cambio, alrededor de los féretros de los Ibarguren, todos vertían sus lagrimones de cocodrilo y ponderaban su paso por la vida, como si nadie supiera cual era la calaña de don Ferdinando y ahora, hubiera salido a la luz también la de su mujer.

Genara se sentó en el borde de la fuente que estaba en medio de los patios. Yo quedé de pie, con el viento del otoño en el cabello.

Me dijo que don Ferdinando estuvo espiando todo el tiempo lo que hacían doña Matricia y el amante. Que los gritos de placer de ella se escuchaban «hasta mi casa». Que a veces lo hacían «aquí mismo, en los patios, a la vista de todos… aquí, sobre la fuente… desnudos ¡te imaginas!…como si fueran gatos…»

Yo no me lo imaginaba.

-—¿Tú los viste? —pregunté al fin, suponiendo que eso la autorizaba a ella a contarme más cosas y no abandonar todo a que me lo imaginara. Me dijo que por culpa de las tapias no se puede ver, porque están las enredaderas grandes «y si me trepaba, me enganchaba el vestido», pero se podía oír.

«Fue para los fines del verano que empezaron…» Y agregó que el amante no era del pueblo, que debe ser un empleado de alguno «de ustedes« o sea de los campos, porque no era fino de hablar, sino que tenía modismos bruscos, como los cerriles. Luego dijo que estaban todavía juntos cuando entró don Ferdinando y que él se alcanzó a escapar, saltando por los techos hacia lo de don Fausto. “Todavía hay gotas de sangre en el pasto de los jardines de atrás» me dijo Genara, con lo que inferí que había recibido un balazo el amante también y que si no habían hallado al muerto tirado por ahí, no demorarían en hacerlo.
«Luego de los disparos… yo escuché el caballo que salía al galope» terminó de narrar Genara.

Le pregunté como andaba su asunto con Irala.

Evidentemente no quería hablar mucho de eso, porque se levantó de la fuente y se puso a caminar hacia el final del patio, donde estaba el tronco de la enredadera. «¡Mira… Luisi… hay sangre aquí!» me llamó.

Yo me acerqué a donde Genara señalaba. Efectivamente, había sangre seca sobre las lozas, en el tronco y patinando la tapia. La herida del amante era una buena herida también por la cantidad de sangre derramada en la huída.

—Supongo que se lo tiene merecido —dijo Cayetana, por detrás de nosotras, que mirábamos los restos del romance.

—El que se lo tiene merecido es don Ferdinando —dije yo a mi vez.

—A eso me refiero… —corroboró Cayetana y luego hizo un gesto de asco señalando la sangre— Le tocó en carne propia todo lo que le hizo a otros. Lo peor para él debe haber sido la humillación pública de ser el último en enterarse. No lo soportó, por eso se disparó.

—¿Tú crees? —pregunté.

—A él lo ponía poderoso el temor que nos metía a todos. Por una cosa o por otra, todos sabían que no había que enfrentarse a don Ferdinando, si no querías acabar muy mal. Una persona con tanto poder, burlada en su propia cama, en su propio dormitorio, por su propia mujer… con un mozo de cuadra… No hay orgullo que resista —comentó Genara.

—¡Qué arriesgado el amante, también! —exclamé yo— Si lo llegaba a pescar vivo… acabaría hecho carne molida ¿no creen? Yo hubiera esperado para pillarlo y luego sí, cuando los tuviera a los dos, cobrarme la trastada muy bien cobrada. Ya vería si me suicido o sí quedo en la historia como más terrorífico que antes, porque…

—Ya sé… Colgarías las cabezas de los traidores a la entrada de tu casa…—me interrumpió Cayetana.

Genara dijo ¡puajjjjj! Y como su madre la llamaba, regresó a la capilla ardiente con las flores, las velas y las lloronas.

Cayetana la siguió, argumentando que hacía mucho frío en los patios y que le daba impresión ver la sangre manchando todo.

—Estás malherido, muchacho valiente… —murmuré, porque requería de valor elegir a la esposa del ogro, vulnerar sus severos muros morales, (porque doña Matricia digan ahora lo que digan, podría haber sido monja de clausura), meterse en la madriguera y ganar la presa en el territorio del enemigo, considerando quién era el dueño de la presa.

Don Ferdinando no tenía piedad. Era de una perversidad malsana que lo llevaba a destruir a sus enemigos de una forma despiadada y brutal. Y éste, lo había destruido a él con una simplicidad aterradora.

—O eres un verdadero idiota —agregué.

El brillo en la rama baja de la enredadera, destelló un instante. Lo busqué con los ojos. Estuve un rato rondando, hasta que el viento volvió a mover lo que brillaba. Era una cadena cortada, seguramente arrancada en la huída, de la que pendía una especie de relicario.

Me trepé a la planta y alcancé a tomarla estirando los dedos cuanto más pude. La sentí, deslizando sobre mi palma y la encerré en ella, mientras me bajaba.

Josefina, al pie de la enredadera, me miraba con su eterna cara de «siempre serás la vergüenza de la familia».

—¡Puedes comportarte con normalidad!.. Estamos en un velorio y tus andas subiéndote a los árboles para espiar el patio de los vecinos —me retó, enfurecida, mientras yo metía el relicario en uno de los bolsillos del abrigo y bajaba la cabeza para seguirla al interior de la casa.

La escandalosa metáfora

Por Gavrí Akhenazi

«La atención del lector es atraída por estos pequeños escándalos semánticos». (Dubois, 1970)

La metáfora podría definirse como un fenómeno semiótico literario donde el sentido llamado «literal», o sea, el uso habitual de una palabra o el significado de la misma que encontramos en el diccionario, sufre una mutación o un tránsito desde el sentido propio hacia otro no ya «literal», sino profundo.

Cuando la metáfora es simple, se encuentra formando parte de una frase en la que sólo algunas palabras son «metafóricas» o no literales y el resto cumple una función complementaria «no metafórica».

La metáfora en sí es un fenómeno contextual, ya que el movimiento que se da entre el significado literal y el no literal de las palabras establecidas como metafóricas, resulta de la interacción de éstas con el resto que compone el enunciado.

Otras formas para definir la situación metafórica dentro de un contexto, aluden a que deben existir relaciones sintácticas tales que afirmen algo «imposible» siempre y cuando las palabras empleadas signifiquen lo que por uso significan habitualmente o que, entre el pasaje metafórico en cuestión y su contexto o sea, aquello en lo que está incluído, se genere una situación sintáctica o semántica que los defina como incompatibles.

En este caso, el sentido primero del pasaje metafórico parece resultar no pertinente o no concordante con su contexto y por eso, es el segundo, el «no literal» del que hablaba al comienzo, el que devuelve a la construcción su pertenencia o subsana la desviación creada por el abandono del sentido literal.

Toda metáfora se compone al menos de dos elementos básicos: textual y no textual, ya que la metáfora no es otra cosa que un acoplamiento anómalo entre sentidos, que puede verse como un «salto» alterador del patrón predecible dentro del fraseo. O sea que la anomalía semántica que provoca se produce cuando una palabra es empleada contra las normas aceptadas para su uso corriente.

En general, el sintagma metafórico es facilmente identificable, ya que representa una distorsión en la linealidad léxica en la que queda patente la existencia de dos significantes (ya hablamos de lo que es un significante en otro artículo) que no se identifican con sus significados.

La relación entre el significado sustituyente y su sustituído, establece la relación de la que hablé al comienzo entre lo literal (concepto superficial del lexema) y lo no literal (concepto profundo que entraña la palabra distorsiva).

La metáfora, entonces, se compone de un «foco», constituido por la palabra que se utiliza metafóricamente y un «marco», representado por los demás componentes de la frase en la que esa palabra o sintagma se integra. Por lo tanto, muchas veces encontramos que la variación semántica aplicada a la palabra foco, debe llevar necesariamente un acompañamiento acorde dentro del fraseo marco.

La estructura predicativa «marco» puede ser explícita o estar implícita en lo que se dice del foco, si este resulta coincidir con el sujeto gramatical.

La predicación metafórica, por tanto, lo que produce es una ruptura de la isotopía en la frase, ya que altera el acoplamiento de los campos semánticos que dan un significado homogéneo al texto.

Existe una amplia gama de modelos metafóricos pero en general, todos se basan en que se sustituya el significado literal de una palabra o palabras para quebrar la isotopía de una frase, situación que es revertida al mismo tiempo por el significado profundo (del cuál ya hablé) atribuído a esas mismas palabras y que es capaz de restituir dicha isotopía como un enunciado coherente. O sea, la frase tiene un sentido literal aparentemente desacomodado y al que el sentido profundo acomoda con una resignificación o significado nuevo y legítimo desde lo inteligible y esto aporta, por tanto, un mayor grado de riqueza expresiva.

Dentro de la metáfora encontramos, pues, los simbolismos y las alegorías como elementos resginficantes de la literalidad.

Cualquier día te olvido, de Morgana de Palacios & Gavrí Akhenazi. (España-Israel)

Venga, despiértame, que aún dormida
me siento atravesada por un rejón de celos
y me mana, insustancial, la sangre
de la mordacidad
cuando aprieto los dientes del poema.

Dale, despiértame de una lúcida vez
que el sueño es un glaciar que se derrite
y va anegando todas las palabras
con que te voy pensando en el vacío.

Mejor despierta cuando cruja el aire
y se abra la tierra bajo el pie de una vida
usurpadora
contra la que no puedo competir
si me volatilizo entre las sábanas.

Mejor puesta de pie que levitando,
y con todas las luces encendidas
como hirvientes luciérnagas
para ver que te alejas tras los párpados
del más perfecto olvido,

y volver otra vez
porque me extrañas.

(MdP)

La vida te da celos como una amante negra
que se pierde en la sombra del camino
arrebujada y álgida
añadida
al edredón de luz que no estrenamos.

Como un manual de las conjugaciones
en tu boca se aupan
congoja y libertad, águila y aire,
y es el pulso del vientre que recita
la lucha desigual de lo lejano

y se acerca sin alas
como un grito.

Ya está despierta tu voluntad firme
y tu lengua que roza
estas pieles cristales en que todo
va en clave de utopía.

Estabas como yo,
huracanada y presa
en la sólida red del desconcierto
y mirabas el mar
y yo miraba el mar
y el abismo era esa cosa única
que nos volvía un espesor de niebla
y un alfabeto para maldecir.

Ahora estás despierta
y así, descomunal como una diosa rústica
que no quiere ser diosa
masticas el quebranto de este batracio roto
que ha ganado la luna
en una zambullida hacia tus ojos.

(G.A.)

Yo hago malabares con la vida
que me tocó vivir, no porque quiera,
sino porque me empuja y pendenciera
disfruta estando a punto de estampida.

Tú te la juegas como si perdida
para cualquier futuro ya estuviera,
y en África la muerte concediera
alguna bula extraña a tu caída.

Y pasa el tiempo y ambos nos hallamos
en una cuerda floja que tensamos
a fuerza de ignorar las realidades.

Si tú bajas las armas, yo me muero,
y si las bajo yo y te libero,
será un día de fiesta para el Hades.

Nunca estoy en los planes de la muerte
aunque hay gente «que muere» o que «se muere»
constantemente todo el puto día
proclamándose muerto o anecdótico
desmedido en sus cuitas.

Anda como el del cuento cierta gente
¡Ay Muerte!
¡ven a mi!
¡Ven a mí, Muerte!
¡Acaba mi desgracia, buena amiga!

Y guardan en botellas sus congojas
para beberlas en las romerías
donde se juntan a llorar, dolientes,
sus hondas y vastísimas heridas.

La muerte de verdad es otra cosa.
Acampa sobre Dios
y lo devora.

A veces pienso en vos como en el este
por donde se alza el sol
sobre mi vida.

Yo no quiero morirme a plazos cómodos
de dentro a fuera, suave y despacito,
sin darme cuenta apenas
de lo que voy dejando en el camino,
ni quiero estar tan ciega que no vea
quien salta mi cadáver sin ruído
y pretende apropiarse de mis sueños,
de mis voces, mis hombres y mis libros,
como si fuera un ente transparente
en mitad del vacío,
o la ingenua vestida de arrogancia
que nunca reconoce al enemigo.

Hay formas de ejercer la violencia
en las que no hace falta pegar gritos
y son las más usadas por las zorras
que buscan rotos en cualquier bolsillo
para colar sus manos de traumadas
y hacerse con la verga del vecino
como si no tuviera voz ni voto
ni nada que oponer el susodicho,
salvo caer rendido y en pelotas
cuando la zorra jale del hilito.

Yo no acoso a los hombres
en las trastiendas de los entredichos,
ni busco comprensión ni voy de víctima
ni murmuro de nadie, ni me afilo
las uñas en la piel de otras mujeres,
ni las tiro por tierra, ni las piso.

Será por eso que me enferma el alma
la oscura suavidad y hasta el sigilo,
con que se mueven las saltacadáveres
buscándole las grietas a mi nicho,
por deslizar su realidad viscosa
como si fuera un venenoso líquido.

Yo no quiero morir a plazos cómodos
como mueren algunas por lo escrito,
gordas polillas grises que sedientas
se pegan a un erótico botijo
que les dé agua por cualquier pitorro
y les aplaque el ansia y el instinto,
ni me voy a morir por lo bajinis
silenciando la voz de mi cuchillo.

De golpe moriré, cuando se caiga
mi último colmillo.
Y mientras tanto que se aten corto.
Ya sabes lo que digo.

¿Qué te pasa, mujer?¿Ay… qué te pasa
que subida en la pila de ladrillos
levantás los cuchillos carniceros
amenazando a tantos corderitos
y degollás a mano y a mansalva
las insaciables bocas del instinto?

¿Que te alzaste la flor de la canela
y no perdona nadie que así ha sido?
¿Que el ganso desplumado se te ha vuelto
un altivo bocón capitolino
y caen en picada las gaviotas
las avutardas y las estorninos?

¿Que le piden en matrimonio al perro
desdentado y sarnoso y malherido
por tus tifones y por tus caricias
que con cadena corta está contigo?

¿Que ese caballo rengo de tu cuadra
pasó a ser pura sangre de prestigio
y se pelean varias amazonas
por ver si le funcionan los testículos
y al fondo de sus ojos de laguna
pretenden ahogarse en sus abismos?

No sería más fiel si se entrenara.
No sería más fiel ni más amigo
ni más ganso, más perro, más caballo
si se entrenara más en tanto vicio.

Porque el ganso que es perro y es caballo
reconoce por sí a los espejismos
y no se cree amores fabulosos
ni calenturas varias ni – promiscuo –
juega un sádico juego de dos puntas
para satisfacer su ego maligno.

No en internet al menos, está claro,
desde que vos estás en su destino.

Puedo elegir
dónde empieza la rabia
a desmayar su grito de distancia,
dejando en la garganta una hendidura,
o escribir un poema para un hombre
que se ha dejado atrás
un lupanar de orquídeas petulantes y bellísimas
que le echan de menos desesperadamente,
y rozar con mi voz su madrugada
porque sienta el temblor de los vocablos,
y deje de pensar que algo en ti falla,
si te observa llorar ante el cristal.

Puedo elegir el odio
y revolverme en él como una bruja
preñada de sarcasmo.

(Razones no me iban a faltar//ya te vas a dar cuenta).

Pero esta noche fría de sábado invernal,
he optado por mirarte ahí sentado,
sereno y penumbroso,
rodeado de puertas muy azules,
sudando por los poros de la letra
todo el calor abrasador del día
y reencarnado en ti, una vez más,
tras la última muerte.

Elijo amar tu mano mutilada
que no ha dejado un día de acariciar mis ojos,
la ceniza y la llama de tu boca,
y hasta el golpe de gracia de tu risa violenta.

Puedo elegir y elijo
porque puedo.

Me estoy haciendo hombre, compañera.
Me estoy humanizando suavemente
conforme el sol se astilla entre mis ojos
y la vida se astilla clavándose en mis manos.

Me estoy haciendo hombre como un niño que crece
y empieza a ver el mundo
y empieza a ver, también, que no está solo
como cuando nacía de él la bestia.

Me estoy haciendo hombre paso a paso.

Recupero la pausa, la sonrisa
de vez en vez las ganas de abrazar se me escapan
y abrazo a mis amigos
y te abrazo.

Siento de vez en cuando una alegría
que se atora en mis dientes
y separa el mordisco para que nazca el canto.

Juego con cosas nimias, cosas simples,
como si recuperara privilegios
con los que no nací.

Me estoy haciendo hombre
porque el agua de la vitalidad y la armonía,
el agua curadora de tus ojos
ha conseguido cincelar la piedra
y darle forma al mundo de los vientos
y moldear mi cansancio en utopía.

Tu enorme mar paciente
ha tornado en guijarros mis murallas
para que llegue el sol a bendecirme.

No intento ser feliz. Ya no lo intento.
Más allá del amor, no existe nada,
y el amor tiene más de sufrimiento
que de felicidad esperanzada.

No dejo que me anule el pensamiento
si me veo en sus ojos reflejada,
o se me instala, suave, en la mirada,
levísimo vilano cara al viento.

Cruzo, entonces, las calles del reproche,
sin exigirle sombras a la noche
que disimulen la verdad desnuda.

Y me sucedes tú, laaaaaaaaaaaaargo y sin prisa,
de tan íntimo, extremo, con la risa
dinamitando el tiempo de la duda.

Y sin embargo, el tipo es insolente,
cínico a veces y otras despiadado
para con el amor, desarraigado
con torpeza tenaz. Incoherente.

El tipo siempre está como alunado
y sus conflictos, espontáneamente,
le brotan desde el sino malhadado
como un miasma de bronca maloliente.

Ya le cuesta vivir. Tanto en los ojos
le depreció la piel con los abrojos
que le pudren la lana al Vellocino.

Siempre va cuesta arriba en la pulseada
y además sabe que no cuesta nada
morirse sobre el borde de un camino.

Quizás si esa mujer no lo quisiera
no existiría su última quimera.

Quizás abre las puertas, lentamente,
para que pase
el quimérico viento que de noche
ulula su canción desesperada
por lo que llaman vida, durante un día o dos.

Cuando se harta al fin de su sonido,
cierra de golpe el alma y se recuesta
en su imaginación para el sarcasmo
y en el poder de tiro del cinismo,
mientras le tiemblan todas las metáforas
que deja de escribir
por miedo a disgregarse con demasiado ahínco.

Es casi inofensivo cuando evoca la muerte
como una costumbre cotidiana,
y aún así me vulnera
porque suele mirarme con sus ojos
y siempre está presente
asomada al balcón del hermetismo.

La mía, sin embargo, no me importa,
se me olvida a diario,
aunque me siga aullando como un perro.

Será que no la llevo de la mano
como a una novia oscura
de la que no se quiere prescindir
porque es mucho el placer que proporciona
cada vez que se fuerza contra el muro
de la resurrección emocional.

En los más asombrosos parecidos
aparece el matiz, la diferencia,
que nos convierte en únicos
con Eros y Thanatos.

Cualquier día me quedo cara al cielo
contándole al vigor de las estrellas
este apagarse calmo
este apagarse nómade del hambre
nómade de la sed y de las aritméticas sin dioses.

Me quedo cara al cielo, imaginando
una albada vital sobre tus hombros
y una oceanada recia en tus pupilas.

Se han hecho las estrellas para eso.

Me quedo cara al cielo en estas noches amplias
como las palmas amplias del ser del universo
y este reposo amplio donde viajan las nubes
que no llueven aquí.

Me quedo en las estrellas, suspendido del arca,
navegando la incógnita de tu cuello ligero
de tu garganta altiva de mascarón de proa
de tus pies en la nieve de tantísimas penas
y cenizas de barcos arrancados
a los puertos del ansia.

Quizás desde tu mundo el cielo es gris, distinto,
o de un azul distinto
pero en la noche puedo rememorar estrellas
en las que cuelgo cartas por alcanzarte algo
con la mano del alma.

Es un jadeo grave, sudoroso, caliente,
tu aliento en el latir pulsante de la noche,
transparencia atigrada que me observa acechante,
esquiva nebulosa malherida de soles.

No me pareces tú con la mirada puesta
en los astros del sur. No veo tu uniforme
ni tu lábaro, rojo de sangre coagulada,
ni el vapor que desprenden tus alados dragones
tras la dura batalla. No me pareces tú
ritualizando el verso como un sacerdote,
con la mística absorta en la altura infinita,
olvidado del ser miserable del hombre.

Yo no sé para qué se hicieron las estrellas
que en este invierno gris escatiman temblores,
pero sé para qué se ondulan tus palabras
y el enigma malévolo de tus ojos ladrones,
y el porqué de tus luces y el porqué de tus sombras
jugando al escondite sobre mis callejones.

A la exacta medida de mi boca alunada
levitas en mi aura sin tomar precauciones.

Rabioso a veces, con la noche informe
haciendo de pantalla a mis películas
la frescura se obstina en reducir el tiempo
a un colchón de cenizas.

Largas cenizas quedan y un mar ronco
del fiasco que es la boca de la vida
y se pierde en el hábito de una luz ojerosa
toda tu vocación de maravilla.

Tengo la dentadura inapetente
siempre el pecado pronto a buscar víctimas
y esta no saciedad y este tumulto
que me corroe aprisa.

Tus ojos para mí son buenos ojos
que con mirada angélica me miran
menos deforme en mis deformidades
en mis calamidades y desdichas.

Tu boca de mujer que siempre me dibuja
mejor de lo que soy, me determina
contornos que no tengo más que a solas
en la desnudez íntima.

Por deberte te debo el mundo entero
y este quererme un poco, todavía.

Yo no te debo nada, no digas que me debes,
porque bastantes deudas mantienes con la vida
que hace tu realidad. Yo no te he dado nada
que no me dieras tú, un día y otro día.
El mal humor, también, la cruda destemplanza,
el hastío de ser un punto de partida
que huye hacia adelante y ansía el desarraigo
como otros la paz de un hogar con caricias.

De ángel tengo poco a la hora de mirarte,
ni me das pena alguna, si es eso lo que opinas,
porque nadie más libre que tú para el olvido
y nadie más dispuesto a morirse deprisa
con tal de sentir tanto que no sientas el tiempo
correrte por las venas como un ladrón caníbal.

Te pinto como eres, elemental y extraño,
sobre una cuerda floja del aire suspendida,
valiente cuando toca el peligro a la puerta,
intuitivo y cruel y verdad y mentira
y duro y disconforme y emotivo y risueño
y astuto y vengativo y noble y altruista
y reservado y triste y profundo y callado
y el cuerdo que trasciende en la locura escrita.

Ni te salvo de ti ni de mí ni del mundo
ni tengo vocación de absurda maravilla.
Me arrastro como tú, con las tripas al aire
sobre una realidad que crece en la embestida,
como un hambriento monstruo que todo lo devora
y deja poco espacio para las alegrías.

Otras y otros son los que hacen tu presente
digno de ser vivido, los que curan tu estigma.
Yo sólo te acompaño con las manos de viento
y el corazón de lluvia de las causas perdidas,
tormentosa en la letra que nos une y separa,
como tú, más o menos, cuando ciego me miras.

No me gusta la American Express
porque no tiene límite de compra
y cualquier día me hago con un oso koala
con un faisán morado
o con un ave lira
y te las llevo a casa para tu colección de Animal Planet.

Entro a la jaula del mundo todo el tiempo
para buscar tu nombre
porque tu nombre está prediseñado
con barrotes que cantan.

Tu nombre amurallado
hecho de resonancia vengativa
es un nombre feroz
intempestivo
que te levanta en armas solidarias
siempre fatal, ausente, oscura, impúdica
como si le exigiera a mis obligaciones
que de una buena vez dejara de mirarte.

Yo no me engaño y si me engaño
estoy feliz así.

No compro absurdos ni leo tus panfletos
de boca incentivada por la espina de tu fatalidad
que pugna por venderse descreída
casi mefistofélica, non sancta.

Yo conozco esa mujer en verdes,
pródiga en amuletos sanadores
equinoccial y honda, incomprable.

No me vendas a ultranza tus negruras
como si fuera un ciego que todo lo ve en negro
y que después de tantos años juntos
yo no te conociera.

Por eso uso la Visa.
Tengo acotado el límite de compra
sólo a las cosas buenas.

De donde no se vuelve, volví cuando era niña,
con las carnes abiertas y el ánimo maltrecho.
De entonces hasta hoy son muchas las tragedias
que me han pintado ojeras en los ojos del sueño.

No digas que te vendo mi fatalismo a ultranza
y que no comprarás mis absurdos panfletos,
porque sabes de sobra que ni como metáfora,
consiento que se dude de lo que llevo dentro.
Jamás manipulé los instintos de nadie
porque soy lo que escribo, más allá de los versos.

Si alguien quiso ver ferocidad en mí
o una oscura impudicia en la voz o en el gesto,
no fue por mi interés en ponerme un disfraz
ni por hacer partícipe de mis hondos secretos
a un mundo que jamás me atrajo lo bastante
como para olvidarme de mi yo verdadero,
e intentar seducirlo haciendo el papelón
de perversa sensual galopando misterios.

Tú no eras como todos, no lo seas ahora,
dándole a la leyenda consistencia de credo,
que ni tengo interés en dar gato por liebre
ni pretendo epatar con un golpe de efecto
a quien, por conocerme, a pesar de los golpes,
no se mueve de aquí velando por mi cuello,
no vaya a ser que un día, harta de tanta lucha,
me olvide del peligro de los degollamientos
y alguno me rebane la voz y la palabra,
las ganas de escribir y hasta los sentimientos.

Precisamente tú que inventas las murallas
para poder saltarlas en cuatro movimientos,
te vienes a reír del nombre amurallado,
malsonante a venganza, intempestivo y fiero,
como si lo tuvieras clavado en la garganta
sin poder pronunciarlo cuando lo silba el viento.

Y yo que lo elegí como parte de un rito,
que pude ser Ginebra, yéndome al otro extremo,
considero que en ese «Amor de Ana» oculto,
se condensa mi fuerza, mi memoria y mi fuego.

No digas que malsuena mi nombre de mujer
porque a la mayoría de hombres le dé miedo.
No eras como todos, no lo seas ahora,
que sabes que Morgana no es la bruja del cuento.

Bastante con que dejo que te embarguen mis verdes
mientras me llamas «Negra». ¿No te parece, Negro?

Yo no te veo hecha de rotos lutos viejos,
sino siempre de un fuego que lastima tu prédica vacante
cargando al hombro cuanta cosa pueda
desesperar tu espalda.

Mitad mujer que lucha, mitad galeote amargo
que rema por la vida en barcas carenadas
en navíos sin norte
en botecitos de cáscara de nuez, después de los diluvios.
Y sin embargo rema, contra marea y viento,
detector de los puertos y los puentes
con las manos callosas y el corazón calloso.

Sé cómo sos desde el minuto uno.
Sé cómo sos de enérgica y de diáfana,
de frágil y de sólida,
de cristal y de aire,
de terruño y relámpago.

Sé como sos desde el minuto cero de mi odio
y del minuto n en que resisto
perduro
manifiesto
reniego
cuido
escupo
hago las paces con los dientes rotos
y la lengua poblada.

Pensás que si este hombre no te conociera
podría hacerte bromas de las que no te gustan
sobre tus legendarias:
colección de cabezas y testículos
y tus estanterías y cunetas
y esa fatal vertiente de tu boca de púrpuras.

Si no te conociera en el instante en que todos se arredran
si no te conociera en la vigilia y en la debilidad
si no te conociera en tu invulnerabilidad tan vulnerable
como una flor de arena que embandera un castillo

¿qué cosa estaría haciendo entre tus uñas?
¿qué cosa estaría haciendo entre tus lágrimas?
¿qué cosa estaría haciendo
si no es construir el cada día
a pesar de lo inhóspito y las ferias?

¿Qué cosa haría este animal de músculo
si no es alzarte en brazos
cuando estás muy cansada de caminarte sola?

Abrir un libro suyo, se diría,
es impregnarse el párpado de niebla
a fin de protegerse del calor
que quema las pestañas de la tierra.
Es encontrarle vivo, se diría,
sudoroso de especias,
con la lágrima pétrea del sarcasmo
y la sonrisa entre viril y tierna.

Cerrar un libro suyo, se diría,
es como renunciar a las respuestas
de la vida brutal, cuando la vida,
en su boca de sol se manifiesta
con las tripas al norte del instinto
y el corazón al sur de la inclemencia.

Y abrir, de nuevo abrir, por siempre abrir
un libro suyo, se diría,
es toparse de frente con la ausencia
y el alarido turbador del tiempo
sobre la carne enferma,
muerta de amor, aún, sobrevolando
el amor propio y la pasión ajena,
furioso como un tango de Tom Waits
cuando acalambra el aire de un poema.

Editorial

Digresión contrafáctica

Por Gavrí Akhenazi

Los análisis sobre qué es cultura, cómo se representa, qué objetivos persigue, creo que son el sustrato fundamental de las discusiones que intentan ser, además de intelectuales, primordialmente artísticas, en el caso de que consideremos el arte una expresión de la cultura y le demos a la cultura el sentido completamente abstracto de un bien intangible que solamente alcanza una representación adecuada en el acervo de cada sociedad y por supuesto, si consideramos, además, lo discontinuas que son todas las sociedades que conforman el basamento natural de la especie humana, quizás lo que preconizamos como cultura sea su evolución si esta es cierta o su involución. Todo va de acuerdo a la óptica con que se observe eso llamado «cultura».

Soy muy poco amigo de las abstracciones. No camino por los planos teóricos. Como soy militar, tengo una mentalidad práctica, quizás hasta positivista hacia el sentido de la realidad y de sus expresiones. La cultura, como bien abstracto de las sociedades, no es, para mí, otra cosa que una expresión del desarrollo no conjunto de la especie humana. El desarrollo puede ir en cualquier sentido, ya sea evolutivo o involutivo, porque el fin último de cada cosa no es una verdad revelada sino, más bien, una convención obligatoriamente asumible.

Todo es cultura. Desde la expresión de una tribu urbana hasta la expresión tribal de una aldea en medio de la República Democrática del Congo. Todas y cada una de las expresiones humanas, representan el bien abstracto que las edifica.

Se me formula la pregunta: ¿por qué no escribir como Góngora?

Mi mente simple responde a esa pregunta con un «porque ya hubo un Góngora» e imitarlo no aporta algo nuevo aunque una imitación intente ser algo «diferente» dentro de un contexto de diversas diferencias. Puede ser la expresión con la que alguien concibe un eje diferencial, pero no novedoso, de algo que, en sí, como Góngora, sí fue un desborde de talento. O no lo fue. Quizás habría que escuchar la opinión de Quevedo al respecto.

No está ni bien ni mal escribir como Góngora. Pero como digo, la cultura es una suma de estratos, tal como la Tierra. Imitar en la superficie de la corteza un estrato de su profundidad, creado por sedimentos de eras geológicas ¿qué aporta a la superficie? Imitar algo ¿qué aporta si ya ese algo estuvo representado por un genio de la estatura de Góngora?

Me respondo que quizás es un desafio personalísimo que el autor se propone: superar a Góngora.
En el campo de los supuestos, la suposición de cualquier meta es posible, dado lo intextricable del alma humana.

La cultura, según entiende mi mente de baja complejidad, no es imitación sino movimiento, creacionismo diario, poder de reformulación y búsqueda, pese a que en mi profesión no puedo resolver el intríngulis de por qué, en cuestiones bélicas, con los más de diez mil años que tiene el hombre sobre la tierra, no ha aprendido a manejar ese componente de su naturaleza.

¿Podríamos llamarle «cultura de la guerra» o «instinto destructor»? Probablemente. Recurrencia en el error. Imitación de conductas que habitan en el reptil colectivo como una larva que impide que la contracultura de la sociabilización humana pueda afirmarse en los preceptos que han intentado meterle desde que el hombre es hombre.

¿Cómo definiríamos cultura en una aleya del Corán que invita al marido a castigar a su mujer, literalmente molerla a palos, si le desagrada alguna actitud que ella haya tenido para con él? Lo definiríamos como cultura. Eso es cultura. Una cultura que ha dado, también, un autor como Omar Khayyam o un matemático como Al-Juarismi.

¿Qué opinaríamos sobre lo que planteo?¿Podríamos sugerir que la cultura del Islam no avanzó a pesar de que en Emiratos se haya construido un hotel de siete estrellas y Dubai sea un sitio fabricado por la teconología que otorga el poder dinerario? ¿Están «atrasados» en sus ópticas culturales por seguir golpeando a sus mujeres o por no permitirles salir a la calle sin un varón que las acompañe?

Si llegara tal inciativa al pensamiento de occidente ¿sería qué? Y si se practicara con libertad y sin penas, sino con la anuencia social ¿cómo llamaríamos a eso?¿Un bien cultural, un nuevo paradigma contracultural que apoya el regreso a los estratos básicos de la corteza social o un retroceso a épocas oscuras, en las que las brujas ardian en la hoguera y se sangraba a los enfermos para quitarles del cuerpo los malos humores?

¿Es cultura la homosexualidad, tan practicada y venturosa entre los griegos y tan cuestionada por el ¿antiguo? pensamiento occidental y sucedáneos o lo que es cultura es avanzar en su «tolerancia» (¿qué sería la tolerancia en este caso?) legal en ciertos países, cuando en otros, el mismo acto merece tortura y horca, como en Irán o cárcel, como en Kenya o repudio declarado desde las altas esferas del Estado por un presidente como Putin, que, pese a eso, es un gran estadista?¿Pese a eso, con eso, incluyendo a eso? ¿Y si lo dice Francisco, el Papa, invitando a que los padres envíen al psiquiatra a sus hijos «raros» para regresar a la buena senda de la corrección cultural?¿Sería cultural, contracultural, evolucionismo darwiniano inverso, repoblación de las cavernas?

Como siempre digo, la filosofía no es mi fuerte.

El rol en la narrativa convencional

Por Gavrí Akhenazi

Primera parte

Cuando un escritor enfrenta el desarrollo de la idea narrativa y debe comenzar a plasmar todos los detalles que compondrán el texto, descubre que el trabajo de explayar una idea tiene resortes mucho más complejos que no se contemplan dentro de la idea original, que es lo mismo que una semilla.

Un escritor tiene una idea, o sea, una semilla. Sabe por ejemplo que es una semilla de cerezo y tiene más o menos una idea “normal” de cómo es un árbol de cerezo. Ese será su marco. Pero luego, cuando comienza a germinar la semilla, resulta casi imprevisible la cantidad de brotes que surgen a medida que se enlazan las acciones entre los planos y sus habitantes.

La narración es algo prácticamente imprevisible, incontrolable inclusive hasta para el autor

La narración es algo prácticamente imprevisible, incontrolable inclusive hasta para el autor que de lo único que es dueño, por volver al ejemplo anterior, es de “una semilla de cerezo” que “teóricamente” por ser una semilla de cerezo dará un árbol de cerezas, aunque a veces, ni ese postulado se cumple y aparecen otras frutas colgando de las ramas.

Por ser la narración un trabajo de relativa longitud, es una especie de monstruo autofecundante, que se gema a si mismo en cada oportunidad que tiene de concebir un orgasmo, así que el escritor enfrenta ese imperioso afán copulador que tiene el ente con el que trabaja. Por ejemplo, los roles protagónicos.

El autor normalmente parte de la trilogía: protagonista, agonista, antagonista y seres anexos que pueden ser diferentes o comunes a las tres posiciones de rol protagónico.

De repente y a mitad de trama, advierte asombrado que el planteado como “antagonista” es tan rico en matices, tan complejo psicológicamente y tan especial en sus acciones, que comienza a opacar al protagonista o por lo menos, a resplandecer a su par de tal manera que el autor –mientras termina de darle forma a esa novela– ya se ve exigido por esa otra personalidad naciente a escribir una nueva, en la que ese original antagonista se transforme en protagonista.

También sucede con algunos personajes secundarios que no pertenecen a la trilogía, pero, que, en un punto dado, es tal el clima creado a su alrededor o tan oportuna y fascinante su intervención, que el autor comienza a buscar las causas de ese “desborde” y termina asombrado por las virtudes de un personaje con el que capítulos antes no contaba.

Y también sucede el hecho inverso.

El protagonista resulta ser un anodino intrascendente del que es prácticamente imposible remontar la personalidad y queda allí, tristón y sin rasgos, abúlico y desteñido.

No se trata de imprimir personalidades ponderosas a los protagonistas y obligarles a mantener el tipo, porque con el transcurrir de los capítulos, ellos mismos demuestran sus facetas desconocidas y humanas y van transformándose, mal que nos pese, en lo que realmente son.

El autor bosqueja a sus personajes. No los conoce, realmente.

Abre una caja con varios muñequitos, los bautiza, los pone en un retablo y ellos, extraordinariamente, cobran vida a medida que oyen el tiqui-tiqui-tiqui de las teclas y empiezan a escribirse, prácticamente, solos.

El autor que no permite que sus seres imaginarios (aunque sean reales, dentro de la cabeza del autor son seres imaginarios) se desarrollen y trata de luchar e imponerles personalidades a sus ficciones humanas, rara vez resulta convincente.

Esa es la magia del trabajo literario narrativo: la espontaneidad de lo que el autor no conoce de sí mismo y que se plasma como un acto místico en el papel.

Un autor que pueda conseguir que la novela “se escriba sola”, será ampliamente versátil y podrá explorar y explorarse, en todos los tipos de género y con todo tipo de argumentos.

Los personajes jamás mienten.


Son los autores los que, como quien domestica a un tigre, los obligan a mentir a fuerza de rigor, siguiendo un argumento.

El argumento es solamente la tierra del camino. Todo lo demás es la magia que nace del don y que es inexplicable para quién no la haya experimentado.

Todos los hombres estamos llenos de seres que desconocemos.

El escritor les permite hablar de sus historias. Es el ghost writer de su propia pluralidad.

El título, ganzúa o cerradura

Por Gavrí Akhenazi

Mucho se habla sobre lo dificultoso que resulta titular. Se quejan los poetas, los cuentistas, los novelistas, los ensayistas e incluso los conferencistas, porque el título es aquella pequeña clave, ese impredecible santo y seña que puede abrir o cerrar la puerta de un texto.

Un título atrae o rechaza al lector y por lo tanto, es el primero de los anzuelos que un autor esgrime para despertar interés en la obra.

No hay una sola forma de titular un trabajo literario y cada uno busca aquello con lo que es afín, ya que el título es el avance de la obra, su primera representación en la mente del lector y por ello, cada autor titulará de acuerdo a como él conciba que el título funciona mejor, ya sea como carácter, perfil o imagen de lo escrito.

Nada más odioso que titular con números una obra poética, por ejemplo. Habla de cierto desconcierto o desgana del autor o, también, de que no le reviste interés ofrecer algo más que el corpus y que el corpus hable, cuando no, de una falta notoria de imaginación o de empatía hacia su propio escrito. Pero el lector –en general todos los lectores– necesitan ese breve estímulo, ese pinchazo en la curiosidad que los lleve a indagar que hay detrás de las palabras que lo seducen.

Un buen título amenaza con un buen libro que lo respalde, aunque muchas veces nos llevemos, a partir de eso, unos fiascos que hacen época.

Mucho se puede discutir sobre la elección del título y hacia dónde intentamos apuntar con ella, por eso, la pregunta que el autor debe hacerse frente al título es ¿qué quiero referenciar con el título?¿el contenido de la obra?¿destacar a su protagonista?¿hacer un resumen del argumento?¿simbolizar lo que luego el lector encontrará escrito?

En general, esas son las preguntas básicas que representan la elección de un título, ya que tanto el título como la primera frase de cualquier obra, son decisivos para el éxito del resto de la obra.

Muchos autores titulan cuando surge el título. Es una buena opción, porque mientras se escribe, en el caso de cuentos y novelas, el argumento va sugiriendo alternativas posibles y entre ellas, muchas veces, aparece el título definitivo cuando se ha partido de uno provisorio que no nos convence demasiado.

Otras veces, lo primero que surge es el título y desde el título se desprende la trama, cosa que acota y supedita a cumplir las exigencias que el título prefija, por más que en algún momento el argumento esté pidiendo otra cosa.

Es importante intentar que el título sea sugerente, seductor, que, en cierto modo despierte en el lector el deseo de ver qué hay detrás de las palabras, siempre sin irse por las ramas de la ambigüedad, de modo que el título termine por ser tan abarcativo que represente a esa obra y a cincuenta obras más. Por ejemplo: La alegría.

Ahora bien, si a ese enorme abanico que representa la alegría, le agregamos algún condimento que lo aparte y lo modifique, el título se realza. Por ejemplo: La alegría anónima / La descalza alegría o cosas así, a gusto de cada autor y representando algo más que una generalidad textual. No quiero decir con esto que titular «La alegría» esté mal, sino que siempre el autor puede encontrar algo más en el argumento para que el título no resulte pelado y abstracto y se ajuste más a los contenidos últimos que el lector encontrará una vez ingresado al libro.

A veces, ese poder de seducción aparece de manera secundaria en el subtítulo, porque el autor prefiere, por ejemplo, que su libro lleve el nombre del protagonista y como un nombre –a menos que sea el de alguien histórico que resulte conocido por un amplio espectro de lectores– no dice demasiado, agrega los sabores en el subtítulo. El problema de los subtítulos es que recién figuran en la portadilla y no en lomo y portada, que son los elementos primarios en los que repara el lector.

Con respecto a esto, hay discrepancia entre las opiniones, pero, a grandes rasgos, se puede afirmar que el título reviste tres vertientes fundamentales:

–cuenta el argumento de la historia o refiere fehacientemente a ese argumento

–simboliza el contenido sin hacer referencia expresa a él

–utiliza el nombre del protagonista, del escenario, plano temporal o el suceso desencadenante

También existen combinatorias entre estas tres vertientes y depende del autor su manejo ya que es el autor el que decide la incidencia que el título tendrá con respecto al contenido.

Debe tenerse en cuenta que es necesario no anticipar el final desde el título, aunque en algunos casos dependiendo de la pericia autoral, el gancho es justamente anticipar el final para que el lector se interese en el cómo de los sucesos. Esto es típico del policial y de la novela negra.

El título requiere brevedad, síntesis y significado. Es un «gancho», una tarjeta de presentación y como tal, la información que aporte debe motivar la búsqueda del contenido que habita detrás.

No olvidar que el título define la obra.

Gavrí Akhenazi – Israel

Sitio web: https://gavriakhenazi.wordpress.com/

Silvio Manuel Rodríguez Carrillo dice lo siguiente acerca de la narrativa de Gavriel Akhenazi (pseudónimo):


«Desde el primer reglón de sus novelas se comienza a exponer la dramática situación del autor, el difícil protagonista de toda historia, o mejor dicho, del conjunto de historias que componen esta gráfica emocional que es su escritura, lacónica en detalles y abundante en profundidades. Una situación marcada por rojos intensos que parecieran buscar dominar el destino, o por lo menos, probar hasta qué punto podrá llegar la resistencia de su inasible humanidad. Y es que va de una naturaleza íntima contrapuesta a la manifestación de un entorno sobradamente hostil, en donde ningún disparo queda sin ser respondido, en donde nada nunca se olvida porque es un autor al que le sucede casi una entera descreencia, porque casi le gana el picaporte de la puerta la sombra del cansancio, porque las tantas muertes que ejecutó o presenció casi le pesan más que las vidas que salvó, porque no le suman como quisiera.


Lo terrible, sin embargo, se da a causa de un cóctel en donde se mezclan experiencia, actitud e inteligencia. Sus calles han sido mucho tiempo cementerios (experiencia), salir de ellos para volver a la otra calle y seguir empujando a su modo implica una beligerancia vital (actitud) en la que debe recurrir a su capacidad de resolución de conflictos (inteligencia) para poder sostener su mundo, mientras una y otra vez acepta misiones que a los de a pie dejaría sin posibilidad de alivio alguno siquiera imaginarlas. Porque ahí se mueve él, donde la moral la dicta el vivir en los límites.


Lo complicado surge con la belleza. Gavrí Akhenazi mismo se proyecta, se amalgama en Jekyll y Hyde, porque así como destruye también construye. Escribe igual poemas que novelas, dispara un proyectil o una metáfora. Surge así quizás el punto más notable -para mí el mejor- de sus novelas: la dialéctica con la que el protagonista se bate a duelo contra sí mismo desde lo intelectivo hasta lo emocional. Se razona, se ataca, se desprecia, se explica y se muestra así mismo la salida, aunque esta no sea otra que la puerta que da con un nuevo laberinto.


En lo formal, es del tipo de escritura que no se rige por lo lineal, por lo estructurado de “un peldaño lleva al otro”, sino que sigue su propio impulso generando así su aliento único.
Es una lectura durísima que demuele concepciones aprendidas de memoria y que muestra la cicatriz por dentro y que habrán de disfrutar los que gustan de examinarse sin el hábito de perdonarse.»

Consideraciones sobre análisis del relato

Por Gavrí Akhenazi

El relato está presente en todos los tiempos y en todas las sociedades. No existen los pueblos sin relatos y podemos hablar de él como una «repetición» de acontecimientos o «la representación» de dichos acontecimientos (imitación a través del lenguaje –la mimesis–) amparados en el arte o talento del autor (narrador) que refiere a la capacidad de crear mensajes diferentes a partir de un mismo código.

No creo que sea posible definir la literatura fuera del marco de la situación comunicativa.

El carácter «literario» de un texto tiene, no solamente relación con el esquema discursivo, sino que la referencia insoslayable se halla en el «metatexto» que codifica al discurso en base a un determinado «código estético».

Este «código estético» debe analizarse desde el punto de vista tanto emotivo como cognoscitivo y no puede pensarse la literatura como un arte que se desinterese de su estrecha relación con el lenguaje, puesto que es este el instrumento mediante el que las ideas se expresan.

Para el análisis de un relato podrían proponerse dos instancias o niveles básicos:

–la «historia» o sea, el argumento que emana de las acciones y su lógica

–el «discurso», casado en los aspectos nodales del relato.

Por ende, el análisis o comprensión de los relatos, no se basa solamente en comprender la historia, sino determinar y visualizar los distintos encadenamientos del hilo narrativo que se desprenden de ese hilo direccionado por la anécdota de base.

No debemos olvidar que el verdadero sentido de un relato no es algo que se devele al final, sino que subyace en toda la extensión del mismo.

Todos los detalles de un relato tienen un sentido.

Todo tiene alguna significación o función, aun cuando resultara insignificante y ésto no es una referencia al mayor o menor arte del narrador sino que obedecería a una cuestión estructural.

Sin embargo, dentro de lo estructural, existen diferentes jerarquías para diferentes aspectos contenidos en la generalidad del relato, por lo cual varía la importancia de acuerdo a cómo juegue cada unidad narrativa que compone el corpus.

Básicamente podemos determinar dos grupos de unidades narrativas que funcionan integradas en la constitución del relato:

–los nudos o núcleos, que forman las claves para que el relato avance y continúe hasta acabar (secuencias elementales)

–los complementos, que abarcan el «relleno» entre dos núcleos y que no tienen la función de modificarlos sino que obran como aportes subsidiarios correlacionados con el núcleo al que se enlazan pero sin el poder de alterarlo como tal, sino que, más bien, aportan una necesaria tensión semántica entre los polos nucleares que dicho complemento relaciona en determinada secuencia narrativa.

Tenemos, entonces, que combinando las «secuencias elementales» obtenemos su complejización o sea que de su combinatoria surgen las «secuencias complejas» que son las verdaderas conformadoras del relato.

El enlace entre las elementales crea el «planteo narrativo».

Una vez establecidas las secuencias y sus complementos, el relato avanza como el narrador decida, siempre que se dirija hacia un proceso de mejoramientos del planteo desde el que parte, hasta alcanzar un punto en que la secuencia elemental inicial alcanza el equilibrio resolutivo en la secuencia elemental final.

Si el narrador, a pesar de conseguir que ambos pesos nodales entren en equilibrio resolutivo, decide continuar agregando secuencias, el relato suele entrar en un proceso de degradación conceptual por exceso de factores yuxtapuestos que requieren de aportes descontextualizados, obtenidos desde anteriores secuencias complejas ya resueltas. Esta «prolongación» por adición de factores anteriormente resueltos que aparezcan nuevamente irresueltos da idea de agregados no vinculados realmente al planteo original del corpus y da como resultado un forzamiento o una aparición de «segundo relato» con dependencias no resueltas en la resolución original que se obtuvo primariamente.

En un caso así, lo mejor es escribir otro relato «referencial» y no intentar prolongar digresionalmente el original hasta conseguir su degradación definitiva.

Editorial de la edición número 8 de la Revista Ultraversal » Por Gavrí Akhenazi

Ni los escritores ni los poetas tienen que encerrarse en una torre de marfil, argumentando como clave exculpatoria, que una inmensa masa no los comprende ni interpreta, cuando, lo que deberían hacer, en realidad, es analizar el porqué de que no se los entienda. Es mi prédica constante, saturante, hartante y siempre a contracorriente de los mundillos que terminan trenzando intelectualidades de salón, apasionadas exclusivamente por robustecer su distancia del resto de los mortales.

Sostengo que las élites son tapones de basura en la boca de un caño público. Están ahí, entorpeciendo todo y sobre todo, impidiendo el acceso a su núcleo cerrado, a todo un público que termina clavándose con obras que son una verdadera porquería, escritas exclusivamente para satisfacción del ego personal y sus cuatro cultores que manejan la opinión crítica con el más absoluto descriterio.

Cuánto más se aleja el escritor del núcleo social, cuánto más complejiza el diálogo con su lector, más recalcitrante se vuelve, apoyado por una corte que hace de lo que ellos entienden por cultura, un Olimpo de cuatro iluminados que miran a los otros desde lejos, no sea que alguno tenga un talismán místico o algún conjuro cabalístico, que les quite sus prerrogativas de élite.

Se recocinan en su propio jugo y engordan con él esa idea difusa y casi mítica que se tiene de que los escritores reciben su poder emanado de Dios, como otrora los reyes.

Luego, está el marketing, que deviene de la misma circunstancia, porque en la actualidad todo es un comercio y sacando las revistas independientes que apuestan por las culturas de resistencia o dan espacio a los que lo necesitan, todo lo demás pertenece al circuito comercial y se maneja con dinero y no con talento.

Así, los bodrios que alcanzan el mercado y son publicitados hasta la insensatez por la opinión comprada de tres críticos de merchandaising.

Yo creo que hay movimientos literarios que se gestan en una convicción de transmitir determinadas vertientes sociales e históricas.

No se puede desvincular el arte de los cambios que la sociedad experimenta, como si fuera un objeto no representativo del hombre, sino de algún abstractismo ignoto al que se accede sólo por voluntad divina.

El artista debe ser un testigo de su siglo, de su núcleo, de su historia de raza, de su historia de humanidad.

En esa clase de movimientos creo yo. Los que marchan con el hombre y llevan sus banderas.

También es cierto que no todo el que ponga letra en un papel puede llamarse escritor. Ese es un fenómeno obsceno que sucede en internet, mediante el cual, gente que no tiene puta idea de lo que es un oficio real y concreto, llama «poeta excelso» a cualquiera que pegue (porque pegar no es rimar) mañana con campana, sin la mínima noción de lo que es un desarrollo artístico en cualquiera sea el texto literario que encare ni tenga la más elemental base gramática (ya no pido talento) como para una redacción —por lo menos— coherente.

Lo más trágico es que, en la compulsa, todos entran en el mismo saco internetero y es muy difícil establecer parámetros con aquellos que tienen el convencimiento de que son grandes escritores, porque otros, que no entienden nada de literatura (no me pongo elitista sino que hablo en base a los años de oficio que tengo encima) los convencieron de eso, alabando engendros que no resisten siquiera el más elemental análisis sintáctico.

Como novelista, observo este fenómeno (el de internet) mucho más frecuentemente en poesía que en prosa, aunque ésta ya también vaya siguiendo el mal camino de otras circunstancias literarias, hasta que la literatura termine por convertirse en un subvertido arte menor (y no me estoy refiriendo precisamente a versos de «hasta ocho sílabas»). ◣

El brillo en la mirada (tercera entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 5

Anecdotario

Por Eva Lucía Armas

Cayetana puso la tetera sobre el mantel bordado en encaje de la bandeja y sonrió.

Solamente a ella le había contado que estaba frecuentando al «señor Irala» por ese cúmulo de casualidades que terminaron transformándose en un hábito y después, para mí, en una necesidad.

Muchas cosas de mi propia naturaleza me identificaban con él y como a él parecía sucederle algo más o menos similar, encontrarnos para conversar o para no conversar y caminar en silencio —aunque yo demasiado silencio nunca pude hacer— era parte de nuestra rutina diaria.

Si algo sucedía que nos impedía encontrarnos, entraba yo en una especie de necesidad difícil de explicar que no se calmaba hasta que conseguía dar con Irala en alguna parte.
—De cualquier modo, cuídate, Luisi… No está bien visto en esta casa el señor Irala y no faltarán lenguas que traigan el rumor a los oídos de papá. Evítate un disgusto … —me recomendó suavemente Cayetana, mientras regresábamos al saloncito llevando el té.
Yo le había contado lo que me sucedía, porque mis hermanas estaban conversando sobre Genara, quien, como Irala iba seguido a cenar a su casa por asuntos de negocios con su padre, se consideraba candidata probable a ser su futura esposa, porque, todo según mis hermanas que contaba Genara, el tipo le establecía encima su negrísima mirada y no se la quitaba en toda la noche.

Hasta que ellas no me contaron eso, yo no había advertido cuanto me importaba Daniel Irala ni por qué me importaba tanto.

Me había engañado a mí misma con una amistad sin implicancia, entre dos almas gemelares que comparten su visión peculiar del mundo y sus habitantes.
De pronto, sus ojos me importaban, su voz me importaba, su vida me importaba. Lo extrañaba si no podía verlo todos los días y atribuía ésto a que él interpretaba mis sentimientos y pensamientos como nadie. Era el mejor de los amigos hasta que se transformó en la más urgente de mis necesidades. Todo gracias a Genara. Como si ella hubiese tenido la sola misión de descorrerle un velo a mis ojos.

Sin duda, a la misa del domingo concurría todo el mundo y no se podía faltar a ella a menos que la enfermedad la diera a una por tierra y estuviera transformada en un ánima cercana al sepulcro.

Yo no me sentía en tal extremo de quebranto, pero la abstinencia obligada que me impuse para que el mal no acabara derribándome con peores consecuencias que las hasta ahora experimentadas, volvía el remedio de la misma calaña que la enfermedad.
“Purga de Irala” me dije cuando Genara regresó a contarnos que había ejecutado en el piano (para el buen partido que su padre peleaba por predestinarle) todo el repertorio que una señorita que se precie debe conocer.

Ella misma había puesto sus manos de “no hacer nada” en la cocina, sólo para decírselo a él, entre melosas sonrisas y gorjeos de calandria atragantada y él había festejado su gusto culinario y musical, mientras conversaba de negocios con don Fausto y ofrecía sus ojos      “de almíbar negro” según el decir de Genara, a los ojos que lo contemplaban fascinados.

—No te vayas a quemar con ese almíbar —le dije—. Son fosos de brea más que almíbar quemado —rompí al cabo la imagen poética de la pobre Genara y mi mal humor empezó a ser más malo y más negro.

—Nuestras familias están enemistadas —terció Bernardina, mientras yo me levantaba de la mecedora del jardín, donde escuchábamos el relato de Genara y hería el pedregullo del camino de acceso.

Fue en el momento del beso, cuando decidí purga y abstinencia “y si me quieres venir a buscar, vas a tener que entrar por la puerta de mi casa, Daniel Irala, arriesgándote a que mi padre te corra a escopetazos”.

El beso en cuestión fue en la mano.

Yo no había sido merecedora de tal privilegio ninguna de las veces en que estuvimos por allí conversando y riéndonos de nuestras propias similitudes y diferencias.

Tampoco vino a buscarme a la puerta de mi casa ni en los siete días que transcurrieron desde aquel hasta el domingo en que debía enfrentar la misa, porque no había concurrido a ninguna durante la semana larga de recogimiento.

Intenté una excusa para no ir al pueblo y encontrarme con Genara del brazo de Irala, porque con la velocidad que él llevaba, ya debían andar del brazo. Por supuesto, la misa estaba por encima de cualquier cosa, como una condición para no ser acusada de hereje, plenamente. Ya tenía yo demasiadas diferencias con el señor cura que mi madre, sabiamente, intuía que se mitigaban si me arrastraba a la comunión y así hacía valer su buen juicio sobre el mío.

Misa al fin.

Genara estaba en el banco de su familia, saludándome con alegría. Irala no estaba con ella.

En realidad, Daniel Irala no asistía a misa y según me había dicho, “porque explicaciones solamente le debo a mi Señor”.

Tenía sus convicciones el hombre. Habíamos protagonizado algunos diálogos teológicos muy interesantes, en los que demostró un vasto conocimiento de La Biblia y la doctrina de la iglesia. Literalmente no comulgaba ni de hecho ni de derecho. Y no escatimaba epítetos para hablar del cura.

Esa breve sabiduría sobre Daniel Irala me permitió considerarme a salvo.

De cualquier manera, con fingida gentileza, le pregunté a Genara por qué Daniel no la acompañaba.

Ella me dijo que desde la “segunda visita” no había vuelto a verlo porque el negocio que tenía con su padre ya estaba arreglado pero que, probablemente, en el transcurso de la semana volvería a cenar a su casa, según la invitación oportunamente cursada.

—Y me cuentas… —le reclamé. Después de todo, éramos amigas antes de Irala.

Me acomodé la mantilla sobre la cabellera y dispuse mi ánimo aliviado a soportar estoicamente el sermón del cura.

Cuando salimos de soportar la ímproba retahila de monseñor para quién nunca era suficiente la limosna ni podía servir de absolución a la lujuria y desenfreno que —según él y sus sueños— acontecía en el pueblo, el sol estaba enorme sobre la plaza, pero para mí se hizo de noche.

Irala se había detenido justo frente a la puerta de la iglesia y a sus cuatro escalones.

Apenas lucía la ropa de faena, aún sucia del barro y del sudor del día, como si su presencia fuese algo casual allí y le diera lo mismo haber detenido el caballo frente a la iglesia que frente a lo del turco. Su actitud era la de quién está esperando alguna cosa que bien no sabe desde dónde debe aparecer.

Reclinado contra el palenque donde se hileraban los caballos más allá de los coches, esperaba.

Sus ojos recorrían parsimoniosamente al pueblo convocado por las campanas, sin hacer el menor caso de la conmoción que provocaba su presencia allí, porque se mostraba tan poco, poquísimo en público, que aquella actitud tan expuesta a los ojos de todos provocaba una ola de murmullos entre toda la masa que salía de la iglesia al mediodía.

Me encontró enseguida.

Sentí sus ojos adentro de los míos. Me empujaron sus ojos.

Él, por un instante me quitó de encima la mirada y la fijó en el cura, que estaba despidiendo a la feligresía y haciendo las recomendaciones necesarias para un buen convivir cristiano en el infiernillo del pueblo. Del rictus contrariado, sus labios pasaron a esa sonrisita sarcástica que bien yo le conocía.

El cura sintió los ojos que se le prendían y quedó también mirando al Irala, como si el tiempo se detuviera momentáneamente entre ellos y todos los demás que estábamos ahí, quedáramos excluídos de alguna ceremonia privada entre sus ojos.

Mi madre, que me llevaba del brazo y notó que yo me distraía en contemplar a aquel moreno mugroso que no le sacaba los ojos de encima al cura, tembló a mi costado.

Fue tan notorio su temblor, que empezó a sacudirme también a mí, que la llevaba del bracete.

—Mamá… ¿qué le pasa? —acabé por preguntarle a tanto estremecimiento.

—Es igual que Juan Luis… —balbuceó ella, como si yo debiera entender.

—Juan Luis… ¿ quién es Juan Luis? —insistí en preguntar, si aquello era lo que mantenía tan en vilo el ansia de mi madre.
Ella no respondió.

Cuando regresé mis ojos a Irala, él ya no estaba más. ◣

Capítulo 6

Afectos utilitarios

Por Gavrí Akhenazi

Venían por el camino, al galope, midiendo la energía de un caballo nuevo que él le había obsequiado, porque según decía, el de Luisina era pesado como un odre de vino. Como el suyo era veloz por encima del viento, siempre la dejaba atrás y tenía que detenerse a esperarla, cuestión que lo malhumoraba porque interrumpía sus conversaciones (cuando todavía conversaban). Entonces, un buen día, le dio la montura de recambio.

—Pruébate este… —le dijo, como si fuera un vestido y le dio las riendas.

Igualmente, también la dejó atrás. O sea que el problema era él y no los caballos de la niña.

Se había acostumbrado a ella, como quien se acostumbra a un perro noble, de esos que nos acompañan por la vida como una mudez presente y dulce a la que recurrir en los momentos de intensa soledad.

Aunque la chiquilla no llegaba ni a los veinte, era especialmente ubicada en ese mundo particular que le exigía ser de un montón al que ella parecía desesperada por no pertenecer.

Era radicalmente diferente, desde sus vestidos hasta sus pensamientos y, quizás ese y no otro, era el motivo íntimo por el cual él le permitía aquella cercanía cotidiana.

Ni siquiera podría decirse que era hermosa. Apenas alcanzaba a raspar lo bonita, cosa que suplía grandemente con la chispa de su simpatía y su predisposición a la aventura y la discusión.

Pero él se sentía proclive a la muchacha y le consentía la sencillez de una relación sin pretensiones como la que se ofrecían mutuamente.

Además, se confesaba Daniel consigo mismo, ella lo mantenía al tanto de todo lo que se cocinaba en la estrecha sociedad de Villarrica y como informadora oficial de los acontecimientos puebleros —como era tan dada a la conversación— le venía a él como anillo al dedo.

No le costaba nada cultivar raptos de paciencia, para ganar ese beneficio de saber siempre los chismes sin tener que ir a buscarlos él.

Cuando regresó sobre el camino, porque Luisina no llegaba nunca a alcanzar su caballo, la encontró detenida con la vista fija en un punto distante que oscilaba como un péndulo pesado, colgando de la rama de un árbol.

Ella estaba inmóvil, con la vista absolutamente fija, negándose a admitir que lo que estaba viendo fuera lo que estaba viendo, sino que su gesto parecía querer imaginar alguna otra cosa que se pareciera a lo que sus ojos no podían dejar de mirar.

—Daniel… —balbuceó al fin, aferrando su brazo cuando él se puso a su par, regañándola porque no le alcanzaba— Mira.

Él miró.

—Virgen Santa… —alcanzó a decir y se lanzó al galope a través del campo hacia los árboles.

Al muerto llegaron juntos.

Luisina se quedó allí, mirándolo desde abajo, colgado de la rama con una gruesa soga de enlazar, con la cara hinchada como un sapo, los ojos hacia fuera que se le saltaban de ella y la lengua morada. Si no hubiese sido un hombre, bien podría haber sido un muñeco grotesco para espantar los pájaros del sembrado.
Pero era un ahorcado.

En las ramas, se acomodaban los carroñeros, graznando.

—Vete para atrás… —le ordenó Daniel y él, desde su montura, tomó al cuerpo por las caderas y con un certero golpe del machete que llevaba siempre colgando de la silla, cortó la soga.

Eustaquio Ocaña se desarmó como una cosa, de través entre el pescuezo del caballo y Daniel, quien desmontó de un salto y le quitó la soga del cuello lacerado.

—¿ Está muerto? —preguntó Luisina, entre el espanto y la náusea.

—¿Tú que crees? —le respondió él, como su siempre tan autosuficiente acompañante, acabando de acomodar el cuerpo para que no se cayera— Habrá que avisarle a su gente… ¿Sabes quién es?

—No tiene familia. Es Eustaquio Ocaña. — respondió la muchacha— Era peón de los Ibarguren… pero ya no trabaja para ellos.

—Bueno… pero alguien tendrá para avisarle.— insistió Irala, que había atado el cadáver sobre su montura— Lo llevaremos a la policía y que ellos se encarguen.

Antes de que se complicara más la vida con el muerto, Luisina le contó la historia en dos palabras. Le dijo que su mujer se había tirado al río en la olla unos días antes y que los peones de don Huberto la habían sacado muerta. Como parecían demasiados suicidios juntos sin una explicación que los justificara, Luisina también  la dio. Le contó la costumbre de don Ferdinando Ibarguren de quedarse con las mujeres bonitas de sus peones para hacer cosas con ellas que la beata de doña Matricia no le permite hacer y “que se dice por ahí que si la mujer se le resiste, pues que es mucho peor y que seguramente eso fue lo que pasó con Eustaquio… que cuando Ibarguren se la devolvió, la pobre mujer…”

—Ya… ya… —la interrumpió Irala y de un salto se acomodó en la grupa del caballo de ella. Manoteó las riendas, quitándoselas de las manos y se fueron de ahí con el muerto a la rastra.

Daniel le cavó una fosa en sus propios campos y lo metió en ella. Luisina lo miraba cavándole una fosa al muerto sin creer casi lo que veía. Tardó buen tiempo en hacer un hoyo en el que Eustaquio cupiera cómodo mientras ella, que se había quedado con la historia en la mitad, se la completaba para entretenerle el trabajo que se estaba tomando.

Lo único que le interesó realmente es cómo era la doña Matricia esa que se la pasaba de jaculatorias con la tía de Luisina.

Las paladas de tierra caían sobre Eustaquio.

—¿Es vieja? —insistió Daniel en sus preguntas, porque Luisina se abstraía en ver el cuerpo desapareciendo. Ella dijo que sí. “Debe tener tu edad” agregó.

Él protestó porque lo consideraba viejo ya que no se consideraba así.

—Bueno… tampoco eres joven —le respondió Luisina consiguiendo fastidiarle el orgullo pero como el muerto no se enterraba nunca, Daniel dejó de discutir con ella para terminar la poco grata tarea.

—¿Es gorda? —preguntó al rato.

—Pues no. Además… ustedes los hombres, por más que tengan una mujer bonita en la casa, siempre andan poniéndole los ojos a otras —protestó la niña, según la sabiduría general.

—No es cuestión de que sea bonita. Es cuestión de que te entienda, de que se lleve contigo… —le explicó él, limpiándose las manos en la ropa, para quitarse la tierra y los restos de muerto— Alguien que sea como tú, que te comprenda como eres. Lo de bonita, bueno… si es bonita mejor… pero no es lo más importante.

Igual pasaron por el rancho donde Eustaquio vivía porque Daniel Irala no tenía mucha confianza en los dichos de Luisina sobre que no hubiera nada de familia del finado.

—Nos llevamos el perro —dijo, como excusa— porque seguro que si no estaba con su dueño, está atado.

Se llevaron el perro y él se llevó un niño lleno de mocos que lloraba de hambre, frío y mugre en un cajón.

No opinó sobre las aseveraciones de Luisina sobre que no hubiera nadie, más que con el gesto de ponerle el niño en los brazos, que olía apestosamente y como no encontró más trapos con que envolverlo, lo lió dentro de sus propios abrigos.

El niño murió a los días, a pesar de los cuidados que la nana Eleuteria le dio. Daniel anduvo de diablos una buena semana en la que ni hablarle se podía.

Luisina optó por seguir el consejo de la vieja mujer, ya que ella era quien había criado a Irala desde que nació y permanecía fiel allí, ancianamente fiel, envejeciendo con sus secretos dentro de la enorme casa de Las Sombras.

Y además, porque seguramente, la niña nunca había visto tantas tormentas juntas en los ojos de él, que se quemaban y quemaban de fogatas negras. ◣

Asesinando a mi madre (y otros poemas violentos): un libro de Gavrí Akhenazi

Por Silvio Rodríguez Carrillo

FICHA DEL LIBRO

Título: Asesinando a mi madre
(y otros poemas violentos)
Autor: Gavrí Akhenazi
Publicado: 20 de mayo de 2013
Género: Novela
Editorial: Lulu editores
Idioma: Español
Páginas: 70
ISBN: 9781304043719
Encuadernado: Libro en rústica con encuadernación americana
Tinta interior: Blanco y negro
Peso: 0,15 kg
Dimensiones en centímetros: 14,81 de ancho x 20,98 de alto

Asesinando a mi madre. Yo tenía alguna referencia respecto del fondo de este poemario, como solemos tener referencias respecto del entorno de nuestros autores favoritos. Lo que entonces sabía lo supe de primera mano, leyendo al autor primero, chateando con él después. Creo que no me equivoco —y mi memoria suele ser muy buena— al decir que jamás le he preguntado nada sobre este tema, primero porque vengo de un lugar en donde hacer preguntas personales es una impertinencia, y segundo porque cuando te cuentan sin que preguntes es cuando realmente te dejan ver las aristas que tocan al que habla.

De manera que cuando vi surgir estos poemas, uno tras otro, casi como un tornado a primera impresión, y como un sólido edificio ya bien mirado, reviví de golpe —cuánta razón tiene Morgana de Palacios en la diferencia de impacto entre prosa y poesía— aquellas referencias que tenía. Dura y cruelmente, sin asomo de maldad alguna, la realidad fue estallando, detonando en cada verso los ojos de un lector que debía y no quería seguir, que quería y dudaba de seguir. Porque, justamente, Akhenazi es de los que te obligan a ver, desde la convicción del que nunca apartó los ojos.

Sin embargo, de ningún modo quiero decir que el que no conozca las obras anteriores del autor habrá de perderse en esta trama. Sí habré, si no recordar, al menos avisar que aunque se trata de poesía, y con ella se hace presente toda la capacidad metafórica de Akhenazi, nada es ficticio, ni dimensionado, no. Y esto es lo que duele, espanta y asombra hasta la admiración en este escritor, su capacidad de valerse de las palabras tratándolas con precisión cirujana para transmitir tanto la realidad de los hechos, como la de las emociones y sentimientos resultantes de acciones y omisiones.

Los diarios del asco. Abstracto, no; cifrado, sí, pero esto tan sólo respecto del entorno en el que suceden estos textos que al autor prefiere llamar «no poemas». Mucha de la vitalidad y el inconformismo de Akhenazi está volcado aquí, a través de varias secuencias en las que razona cuál es la distancia entre él y ciertos entes, por qué esa distancia es necesaria, como también insalvable y a conciencia. Una distancia de auto ostracismo, propia de los que necesitan «no estar —solamente— en un papel secundario», de los que son dueños únicos de a quién o a qué le escriben.

La temblorosa opacidad. En este último poemario, hay un dolor extraño, y casi inasible, un posible receptor recurrente —más allá de los nombres propios—. Racional y dramático, también en parte sabe a recuento, a sopesar lo andado y los cambios que fueron parte del viaje. Los dos versos de cierre del último poema del libro (Troncal), son de los que una vez leídos no se pueden olvidar.

La publicación de Asesinando a mi madre (y otros poemas violentos), ver a Gavrí como poeta, constituye un triunfo para los que disfrutamos de intentar comprender al hombre, y por extensión, de la literatura. ◣

El brillo en la mirada (segunda entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 3

Historias de cocina

Por Eva Lucía Armas

Alguien dijo de mí que estaba muy salidora últimamente, mientras se preparaba el almuerzo.

Con eso de “salidora” no se referían a que me estaba dedicando a hacer visitas a parientes o amigas ni que una arrasadora fe me había poseído como para llevarme varias veces al día hasta la iglesia.

Pensé que eso no se notaba. Que mis ausencias no eran suficientemente percibidas como para hacer algún comentario sobre su frecuencia. Ser la cuarta de una buena lista te provee de cierto anonimato, pensaba yo y ejercía la exclusión de estar satélite a la mirada general, siempre más obsesiva con las mayores que ya andaban de pretendiente o tenían algunas obligaciones más que yo.

Acerca de eso de las obligaciones, en mi concordaban, no sólo el número en la lista, sino además, mi fama de “propio criterio” que podía tornar “dificultosa” una negociación simple o “muy simple” algo dificultoso. Como nadie podía predecir el resultado al que lo llevaría tenerme por partícipe, preferían encargarme lo no aleatorio, en lo que ya pudieran predecir un resultado sin contarme como factor de riesgo, a saber: tender la mesa, levantar la ropa de cama… y no creo que hubiera más situaciones en las que pudiera intervenir sin complicar.

Preparar una comida era una aventura culinaria, por ende, entre los ingredientes de una carne asada de domingo, podían aparecer castañas, chocolates, picantes, mentas… que los ortodoxos paladares familiares no estaban en condiciones mentales de comprender, lo que transformaba mis manjares en insaboreables.

Además, mi veleidosa cocina ponía en riesgo la cocina rutinaria de mis hermanas mayores, porque sus pretendientes solían ser los primeros en ponderarla.
Mi padre decía entonces a mi madre que hiciese algo conmigo, ya que no iba a casarme nunca si continuaba cocinando y pensando como yo lo hacía. “No hay un hombre en toda la Tierra que acepte casarse con alguien como Luisina, ni aunque la dote con el doble que a sus hermanas. Van a devolvérmela enseguida y me exigirán un resarcimiento por los perjuicios ocasionados”.

Mi hermana Josefina lo decía con otras palabras: Vas a ser una solterona que ni el cura va a querer para que le vista los santos.

A pesar de tanto mal augurio familiar yo tenía buen éxito con el sexo opuesto. Era ocurrente, inquieta, padecía de distracción, testaruda en mis convicciones, impredecible, un elemento francamente dinámico en la estanca sociedad femenina del pueblo.

Eso no escapaba al dominio del entorno, así que Josefina se puso al frente de la curiosidad general y elaboró su propia hipótesis. Según mi hermana, yo tenía algún oculto festejante del que debían preservarme, porque, según daba la cuenta, era imposible que yo fuera considerada seriamente para fines matrimoniales. “Hasta ella lo sabe… por eso mantiene todo en secreto”.

Me sorprendió la agudeza en la observación. Y como de mí podía esperarse todo, hasta eso entraba en la probabilidad.

A pesar de ser una especulación sin asidero, no escapaba a la realidad de lo que estaba ocurriendo.

Nos habíamos encontrado una vez por esas cosas de la casualidad. Luego, la casualidad de los hechos empezó a reproducirse poco casualmente pero ya estábamos convencidos de que no importaba el porqué, sino que lo verdaderamente importante era que sucedía.

De la primer mirada aquella tarde, él pasó sin trámite en el segundo encuentro a echar pie a tierra, acercarse hasta mí sin el menor titubeo y decirme: “Hola… ¿cómo está usted?

Yo dije “bien… gracias… ¿Y usted?», pero mis ojos debían decirle otro cúmulo de cosas como: “me gusta lo atrevido de este señor… que linda sonrisa franca tiene debajo de esos ojos burlones… le queda muy bien la cabellera entrecana… de lejos me lo había imaginado más maduro y resulta que es más joven… será por el cabello casi plateado… no es guapo pero es atrevido y eso me gusta más que si fuera un buen mozo enorme como el pretendiente de Cayetana…”

Pero por sobre todo me preguntaba “¿cómo es posible que quién no conversa probadamente con nadie, me elija tan decididamente como interlocutor?”
—Conociéndola… hasta podría andar de amores con Irala.

El aire en la cocina se detuvo por arte de encantamiento y todas las miradas cayeron sobre Bernardina, como si en vez de una suposición que podría tomarse hasta como jocosa, hubiera lanzado sobre todas nosotras la peor de las maldiciones.

–La boca se le haga a un lado, mi niña Bernardina –musitó persignándose Magnolia, la cocinera– Eso no se ha de decir ni en broma en esta casa… Y menos así… tan livianito… hablar de ese Irala sin persignarse para que la Virgen la libre de todo mal.

Yo ya sabía que Daniel era el séptimo hijo, porque él me lo había contado cuando andábamos por ahí entre los pastizales y los bosquecillos y a la vera del río, con esa libertad despreocupada con la que caminábamos el uno junto al otro, llevando los caballos de la rienda y a los perros detrás en un retozo.

–¿Por qué, Magnolia? –pregunté– ¿Se convertirá en hombre lobo el vecino?

–Yo sé que cuando era niño, un buen día su padre lo llevó a la ciudad de repente. El patrón Irala se lo llevó y lo hizo encerrar… porque decía que era peligroso… –contó la cocinera, mientras nosotras nos reuníamos como cuando éramos niñas y ella nos relataba cuentos fabulosos.

–Y… ¿es porque se convertía en hombre lobo? –insistí.

–Y después… un buen día… toditos se fueron como si huyeran de algo… Tan así que dejaron semejante propiedad sola, abandonada a la buena de Dios. Y si la casa no se derrumbó con el tiempo, fue porque adentro quedó Eleuteria que no se habrán llevado porque se la olvidaron con el apuro. Y de repente… vuelve este… el séptimo… Yo sé que su familia no le quería, que era malo y que se la pasaban de castigo con él. Eso lo sé por Eleuteria.

Cara de malo tiene, pensé yo. Y de su familia no habla.

–Un pretendiente a la medida de Luisina. –se rió Josefina– Los descastados se unen entre sí.

–No digas esas cosas. –se molestó Cayetana– A misa no va. Debería ir. Las buenas gentes necesitan de Dios.
–Es ateo.

Todas me miraron por la convicción con que dije esas palabras.

–Es la explicación de por qué no va a misa… –suavicé tal dicho– Y si es un hombre lobo, pertenece a las fuerzas infernales como dice el cura. Haría hervir el agua bendita.

Todas al unísono reprocharon tan heréticos comentarios, pero, como provenían de mí les restaron importancia.

Daniel no hablaba de su familia, como si tuviera de todos ellos un vago recuerdo que su memoria no alcanzaba a clarificar.

Había heredado “Las Sombras” como se llamaba su inmensa propiedad, a la muerte de su padre y por expresa voluntad testamentaria. La única voluntad testamentaria que de-bía cumplirse a rajatabla. “Para mi séptimo hijo, Daniel, dejo “Las Sombras”, en mi firme decisión de conservar la armonía y unión familiar, sabiendo que si mantengo al díscolo, indisciplinado y conflictivo hermano fuera del patrimonio general, estaré contribuyendo a la felicidad de mis demás herederos.”

Daniel lo recitaba de memoria. Y agregaba, sonriendo burlón: “Le estaré eternamente agradecido por esta bendición”.

Yo pensaba que aquel comentario tan lapidario de su padre, debió causarle dolor. No lo estaba bendiciendo. Lo excluía como a lo indeseable, a lo que no debe ser, a lo maldito. Pero no le dije lo que pensaba. Solamente lo escuché.

Era bastante mayor que yo. Aunque era un hombre joven, ya no era un muchacho, como decía mi abuela. Tenía treinta y cuatro años o sea que me llevaba dieciséis, lo que marcaba entre nosotros una considerable diferencia que saneamos enseguida suprimiendo el riguroso usted, como medida de acercamiento.
En una oportunidad le pregunté si estaba o había estado casado. Me costaba imaginármelo treinta y cuatro años soltero.

Me miró con sus ojos burlones y respondió sin titubear: “Es que soy de genio complejo”. “O sea que ninguna mujer te aguanta…” ironicé yo y él se puso a reír. “Yo soy el que no las aguanta” contestó. “Gracias por lo que me toca… En cualquier momento me vas a echar al demonio…” dije. “¿Por qué?… ¿Está en tus planes mudarte conmigo?” dijo él, fingiendo un asombro pueril que no sentía y una sorpresa que lo desconcertaba. Yo no dudé: “De eso se trata esto, Daniel… ¿recuerdas?”.

Él soltó una carcajada.

Esa faceta de conflictividad, sí se manifestaba en el trato con sus peones. Era excesivamente severo, casi despótico. Demasiado exigente para la masa de poca levadura con la que estaba condenado a hacer el pan. Los peones le tenían miedo, un miedo silencioso y carnívoro, que los enmudecía y corroía.

Había tenido hasta entonces pocas oportunidades de observar el fenómeno, porque tratábamos de vernos sin testigos, pero a veces, quizás por mi poco sentido de lo oportuno o por mi inclinación innata hacia lo trasgresor, había ido yo a buscar el oso a su madriguera.

Con aire casual había pasado a la vera de sus faenas rurales para contemplarlo de lejos en el trabajo rutinario, sin intercambiar saludos ( miradas siempre) y había podido notar yo la tremenda influencia que tenía él sobre sus gentes.

Los dominaba sin hablar, apenas con una mirada, con un gesto, con un ademán, en un ritual de silencio que confirma lo que es inapelable.
“Hazte la fama y échate a la cama” dice el dicho.

–¿Por qué están peleadas nuestras familias? –pregunté a mis hermanas y a Magnolia.

También le había hecho a Daniel esa pregunta y él me había contestado: “No sé… ¿Te importa acaso?”

Magnolia, legendaria de tan vieja, rememoró alguna oscura historia pasada, con todo tipo de condimentos pueblerinos que la enrare-cían más que clarificarla.

En realidad, el verdadero porqué no lo sabía, pero había escuchado que cierto Irala tuvo amoríos con alguna pariente mía, aunque no podían darse por ciertos como todos los rumores en los pueblos, cuando vienen de lejos.

—Cuídate entonces, Luisina, porque contigo seguro que no se casaría ni siquiera un hombre lobo. –me dijo Josefina.

Capítulo 4

Hechos y costumbres

Por Gavrí Akhenazi

A Daniel Irala no le había costado absolutamente ningún esfuerzo hacerse las composiciones de lugar necesarias como para comprender las anfractuosidades en el paisaje social de Villarrica.

Así, había estudiado en silencio todo, porque estaba acostumbrado a sentarse en el tiempo como en un sillón, mientras el mundo discurría en sus ojos atentos.

De la familia de León tenía sus propios apuntes, ya que le tocaban como de rigurosa vecindad.

Sabía por ello que don Huberto de León te-nía todas hijas mujeres, de las cuales cuatro estaban en edad de merecer.

Sabía además que Luisina, la cuarta y la cercana, nunca había tenido cómplices entre sus hermanas. Sí, se llevaba con unas mejor que con otras y con Josefina, la mayor, no se llevaba.

Cayetana, de la que siempre ponderaba la posición de moderadora como una actitud de vida, había sido la primera en alzarse con pretendiente.

Josefina, para no ser menos que Cayetana, había dado un veloz consentimiento a un galancete cuyo nombre era Faustino, que la rondaba como una mosca y al que ella había hecho blanco de todos sus desprecios hasta que de la noche a la mañana optó por él, como si no quedaran más hombres en la tierra.

Hasta fecha de boda fijaron en un apresuramiento asombroso.

Luego Josefina se encargó de dilatar aquel tiempo tan escaso.

Cayetana, en cambio, ya sea por su temperamento observador, dulce y apacible o por arte de magia, había cosechado la envidia de todas las casaderas del pueblo cuando Félix se presentó formalmente a sus padres, pretendiendo visitarla.

La sorpresa mayor se la llevó la misma Cayetana que le quería en secreto pero no esperaba reciprocidad de tan codiciado soltero.

Bernardina, la tercera, tejía novelas de amores fabulosos y esperaba por algún príncipe azul que, estaba visto, no vivía en el pueblo.

Daniel, desde ya, se había dado a sí mismo por descartado, porque, según Luisina, aquel príncipe azul debía cumplir a rajatabla varios requisitos indispensables para oficiar de tal: alto (Daniel sin ser bajo no era alto), rubio (Daniel era entrecano), de ojos azules ( los de Daniel eran negros) y blanco ( Daniel era bien morenito).

Luego de Luisina, continuaban dos hermanas más, Guillermina y Benjamina que aún no participaban del reparto.

Por el otro lado de Las Sombras, se extendía la propiedad de los Otaisa.

María Rosa Otaisa era la representante primaria de su enjundiosa familia, ya que su padre no estaba ya para cuestiones de ese tenor y prefería delegar en su hija (a falta de un hijo varón) el férreo manejo de la fortuna familiar.

Todos la llamaban «La Dueña». Inclusive en el pueblo, su fama de ser poderoso la ungía de un extravagante halo de poderío, que sumado a la fortuna capaz de adquirir todo lo comprable –conciencias y morales incluidas– la volvían temible y dictatorial.

La de Villarrica era una sociedad convencional y estrecha.

Cuatro o cinco apellidos poderosos, dirigiendo un rebaño de ovejas y obsecuentes, cuando no, temerosos de perder los escasos flacos favores que cualquiera de aquellas familias concedía más próximos a una compra de voluntad que a una limosna.

Por muchas razones Daniel Irala se mante-nía apartado del núcleo y si accedía a negociaciones, las llevaba a cabo directamente con don Fausto Mirándola, que hacía las veces de banquero, prestamista, corredor inmobiliario y facilitador de enjuagues diversos que beneficiaran a los que debían beneficiar.

Como en la mesa del rico Dios tiene siempre un plato caliente, el cura usufructuaba las bondades del confesionario para codirigir los destinos de la comunidad desde un razonable sitio de poder sin que se le notara demasiado a su piedad cristiana.

La atención de Irala, entonces, se había centrado especialmente en la de la «niña Otaisa», porque, en realidad, la atención de ella se había centrado en él, que no participaba de su pequeña sociedad de ganancia y poder y parecía decididamente obstinado en arruinarles gratificaciones que ellos se consideraban con derecho a recibir.

Menos Huberto de León, que parecía el más periférico de los adinerados y al que se le veía en general una cuota de mayor humanidad, los demás estaban tan nerviosos como expectantes frente a la irrupción en la estática escena pueblera, de este Irala venido de la nada, ya que de la familia Irala no quedaba ni el banco de la iglesia que les correspondió en sus épocas de esplendor.

Había llegado con un testamento y unas escrituras que debieron los interesados en repartirse Las Sombras, dar por buenas, ya que se notaba claramente su legitimidad.

Todos habían esperado que jamás aparecieran de nuevo los antiguos dueños, así que lentamente habían comenzado a avanzar sobre las tierras, un poco cada día.
Los Otaisa fueron los más perjudicados con la aparición casi fantasmagórica de aquel personaje tan hosco como misterioso.

Como no se andaba con vueltas de ninguna clase, lo que les había tomado su tiempo paciente invadir, debió ser desalojado a toda velocidad.
María Rosa, sin embargo, pensó que la mejor estrategia era la que ella mejor sabía usar.

Así como era de cruel, era de hermosa.

Tenía una cabellera rubia, voluptuosa como si la envolviera una espesa luz de sol y ojos grandes, azules y rasgados, además de una figura que alborotaba mal a los varones. Se le habían conocido muchos. Se entretenía una temporada y luego los despachaba.

Dos se suicidaron cuando ella los abandonó como a un pelecho de fruta. A otros les sacó el jugo como hacen las arañas, hasta que se quedaron secos.
Con todas sus artes, comenzó la campaña para atraer al díscolo al redil.

La primera vez que lo vio, no pudo creer que ese moreno tan mal entrazado fuera el extraño Irala del que hablaban todas las lenguas.

María Rosa no pudo con su asombro.

Se había imaginado de cualquier modo al Irala, menos como en realidad era.

Se quejó con Nieves “que un hombre de su poder y fortuna no puede andar hecho un estropicio por el mundo, como si fuera el último de sus criados”. “Que un hombre con su poder y su fortuna no puede andar arreglando él mismo sus asuntos a cuchillo, como si no se pudiera pagar un secretario que se los arreglara”.
Nieves, su criada personal, le preguntó si era guapo.

–Ni siquiera me saludó cuando nos encontramos en lo del Licenciado Alamandós –se quejaba ella recordando la escena.

«¿Sabes quién soy?» lo había enfrentado ella.

«No me interesa» le había respondido él.

Esa noche, María Rosa no durmió.

Estaba enfurecida y desconcertada.

No le parecía posible que el Irala, con la animalidad que ella podía intuir que lo habitaba, no se detuviera un instante a considerarla como todo el resto de los mortales masculinos la consideraba.

Mandó a averiguar si era casado, si vivía con alguna mujer, si le interesaba alguna mujer o “si era así de raro, nomás”. Porque ella sabía el estrago que hacía en los machos mejor plantados y éste, no la consideraba ni siquiera para preguntarle el nombre.

“Maldito orgulloso” mascullaba en la intimidad, mientras Nieves le cepillaba su espléndido cabello “¿Juegas, eh? … Ya te veré venir como un perrito a que rasque tu cabecita…”

La respuesta de Bravo, su capataz, que anduvo de averiguaciones hasta que ya no le asistieron dudas fue: “es de raro , nomás”. Y le contó lo que el pueblo decía y que ella ya ha-bía oído. “Una gran cantidad de fábulas inútiles, en las que no cabe la mirada de los ojos del Irala” lo cortó María Rosa, porque la fastidiaban los inventos de las comadres.

Fabricó toda clase de excusas y reuniones. Cursó todo tipo de invitaciones a fiestas y convites. Reunió cien veces a la más rancia sociedad de Villarrica, intentando unir el agua y el aceite.

El nunca llegó.

Apostó vigías que le avisaron si aparecía por el pueblo. Pero cuando ella llegaba, él ya no estaba.

La cacería se volvió una obsesión para Ma-ría Rosa, que no hallaba resignación. Para ella era absolutamente imposible no poseer lo que se le antojaba. Y más imposible aún le resultaba entender que lo que se le antoja no tuviera interés en ser de ella, que era el objeto de deseo de todos los hombres de Villarrica.

Cuando uno de los hombres de Bravo llegó diciéndole “que al caballo del Irala se le aflojó una herradura y está en lo de don Berto, esperando que se la compongan”, María Rosa salió corriendo.

Desde la boca de la calle lo vio.

Estaba sentado en unos maderos, distraído en quién sabe que pensamientos, jugando a arrojarle piedritas a las gallinas que comían granos esparcidos y aburrido de esperar que llegara el herrero.

María Rosa avanzó por la calle, fingiendo una casualidad.

Pasó frente al Irala y dudó si detenerse a saludarlo o jugar su juego de indiferencia.

–¿Andas de apuro , doña?… –escuchó ella que le decía él, mientras iba pasando y sintió de repente el tirón firme en su brazo, que la atrajo violentamente.
Casi la arrastró al interior del galpón, donde se agolpaban piensos y caballos y caía un sol a monedas sobre el aire brillante en el que danzaban partículas de polvo.

–¿Estás detrás de mi … o me parece? –le preguntó el Irala, mirándola con una sonrisa maliciosa.

–¿Cómo se te ocurre? –protestó María Rosa, intentando desasirse de las manos que la sujetaban con fuerza contra el cuerpo moreno, sin permitirle muchos movimientos– Suéltame, bruto… ¿Qué te está sucediendo?

–Lo mismo que a ti –le respondió el Irala y la acorraló contra los fardos de pienso.

Se le apoderó de la boca, de los pechos erguidos que temblaban, de las nalgas bajo las faldas y los calzones, como si ella no tuviera voluntad.

María Rosa lo sentía adherirse a ella, pegarse frotándose. Su olor a animal, a jugo verde, a limón y gramilla, se fundía con sus perfumes caros, mientras se mezclaban sudores y ja-deos calientes encima de las bocas y salivas y lenguas.

–¡Suéltame! –exigió, porque le pareció que le estaba regalando demasiado territorio al invasor y permitiéndole un avance desorbitado sobre ella, que deseaba el privilegio de avanzar sobre él y conquistarlo.

Irala la tomó por el cabello con una mano y por el mentón con la otra. María Rosa sintió los dedos hundiéndosele en las mejillas y los ojos quemándose en los suyos. Peleó.

Nunca la habían maltratado. Nunca la ha-bían sacudido por el cabello como ella remecía a sus sirvientas. Nunca la habían sujetado hasta casi ahogarla por el cuello, como ella había visto que Bravo le hacía a los díscolos. Y nunca la habían sometido por la fuerza.

Se arqueó, con un gemido largo de animal malherido, ya sin forcejear contra el cuerpo violento que se hundía en el suyo.

Le diría luego a Nieves, mientras se quitaba los restos de polvo y pienso de la piel, queriendo arrancarse el olor a hierba y a limón, que “definitivamente ese es el varón que quiero”.

Cuando la soltó, María Rosa todavía temblaba.

El placer le estremecía las entrañas y los labios y le agitaba de gemidos la respiración. Se recompuso, acomodándose las faldas y el cabello y volviendo a ajustar a sus formas el corpiño.

Sentía los labios hinchados y mojados de besos. Le ardían los pezones erguidos y entre las piernas le palpitaba el sexo un estremecimiento que le chorreaba jugo por los muslos.

El ni siquiera se ocupó de ella.

Se fue hasta el barril de agua y metió la cabeza para empaparse los cabellos, levantándolos después con una sacudida, mojados. Se le adhirieron a la nuca y al rostro.

María Rosa no supo que decir.

Salió casi corriendo del galpón, llevándose como una estela el olor a limón y la brujería de los ojos.

–Oye María Rosa…Cuando quieras… –escuchó que le decía él, riéndose, mientras le arrojaba una piedrecilla brillante, como a las gallinas del herrero.
María Rosa se detuvo.

Iba a responderle alguna cosa. A jurarle venganza o a mirarse otra vez en sus ojos.

No pudo hacer ninguna de esas cosas.

La furia se le quedó atragantada cuando el caballo gris pasó al galope a su lado, develando que las reglas del juego eran distintas.

El detuvo el caballo varios metros adelante y la miró subir desde arriba la callecita empinada y terrosa.

Cuando la tuvo cerca, empezó a darle vueltas alrededor, en un alarde de rienda, obstaculizándole los pasos y el avance.

–¡Basta , maldito seas!  –le gritó María Rosa, deteniéndose al fin, atrapada en el círculo del caballo que le daba vueltas y vueltas encerrándola.
–Sube…te llevo… –le dijo él y la arrancó del suelo en la curva de su brazo, para acomodarla de través en la montura, como si la raptara. Ella aceptó el brazo fuerte alrededor de su cintura y se acomodó contra el pecho caliente.

–¿Te regresaron los modales, animal? –le preguntó.

Los ojos de negros la miraron.

No le respondió.

El caballo entró al pueblo bajo la resolana del fin del mediodía y se detuvo ante el amplio portal de la casa, que en el centro del parque se veía enorme y magnífica.

Como la había subido a la montura, igualmente la depositó en tierra.

Ella quiso decirle “quédate, no te vayas” pero solamente lo miró, alejándose al galope por el mismo camino.