Para después del miedo / Cuando cese / Virtud de cobardía / Silencios » Por Mercedes Carrión Masip

Para después del miedo

postergado
del edén del diseño y los caprichos
por no llegar a ser
ni suficientemente hermoso ni rentable

llegó hasta mi portal como llegan los viejos
al final de un exilio tumultuoso
sintiendo que la historia los desplaza
perdidas sus raíces
para después del miedo
del dolor del camino
acabar su existencia en un solar sin nombre

presentía la muerte y se entregó a la espera
sin paisaje ni vientos en que reconocerse
con la memoria de su pulso herida

solo ahora
despierta muy despacio sobre el ancla
del gen que lo hace fuerte
sobre la edad incierta de su piel
marcada por el paso de los siglos

sobre la tierra virgen dadivosa
de asilo y alimento que jamás albergó
sino hierba de pasto entre la huella
perenne del ovino

ha vuelto a florecer y está pariendo
pequeñas aceitunas

todavía no quiero preguntarle
de cuántas guerras habrá salido indemne
ni de cuántas sequías pudo salvar la sed
o si ayudó a algún hombre a morir solitario
bajo el amparo mudo de sus ramas

aún no nos hablamos
pero es cuestión de tiempo

Cuando cese

parece que al llegar se desintegre
la voz del cátaro mistral
en la veleta ronca

ha alisado los restos de las nubes
cicateras ayer lagrimeando
sobre la boca seca del plantío
sobre la seca digestión
de los barbechos

desmenuza los cantos de las guerras
va sembrando a voleo la venganza
en la terca memoria de los hombres
y aborta las promesas del almendro
sin que el polen aún
las fertilice

cuando cese en su paso
recupere el romero la fragancia
los tilos la entereza y a los pájaros
regresen su tesón y arboladura

cuando calle de nuevo la veleta
habré de recoserme las heridas
que esta noche despierta

su grito en mi memoria

Virtud de cobardía

hoy hace mucho frío y sin embargo
sobreviviendo erguidas
persisten sin temor algunas rosas
alentando serenas frente al viento
en mi jardín de olvidos

sus rostros ya improbables
escrutan mi mirada
igual que haría un gato
que sabe que estás mal y lo deplora

me muerdo la impotencia

la guerra ha madrugado un día más
dejándome sus muertos a pedazos
con su carga de horror
ante mi puerta

no sé qué hacer con ellos
y llorarlos no basta

cayendo entre las manos ateridas
los versos se me anudan y emborronan
igual que escritos viejos

letrillas cuneiformes
apenas entendibles
sobre el papel deleble
de la escarcha

recurriré al altar de mis propósitos

voy a encender las velas

anémica virtud de cobardía
que siempre sustituye por defecto

a mi inútil plegaria

Silencios

No quiero ser la fuerza encadenada
oculta en el trastero de la vida,
ave desdibujada que, cohibida,
malvive compañera de la nada.

No quiero ser la lágrima callada
doliente en la vereda de subida,
sintiendo haber perdido en la partida
sueños que siempre oculto en la almohada.

Renuncio a ser la voz queda y oscura
que recorre sumisa su destino
doméstico, servil, y a todo asiente.

Tornaré mis silencios en bravura,
tomará mi palabra su camino
cantando contumaz, limpia y valiente.

El brillo en la mirada (segunda entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 3

Historias de cocina

Por Eva Lucía Armas

Alguien dijo de mí que estaba muy salidora últimamente, mientras se preparaba el almuerzo.

Con eso de “salidora” no se referían a que me estaba dedicando a hacer visitas a parientes o amigas ni que una arrasadora fe me había poseído como para llevarme varias veces al día hasta la iglesia.

Pensé que eso no se notaba. Que mis ausencias no eran suficientemente percibidas como para hacer algún comentario sobre su frecuencia. Ser la cuarta de una buena lista te provee de cierto anonimato, pensaba yo y ejercía la exclusión de estar satélite a la mirada general, siempre más obsesiva con las mayores que ya andaban de pretendiente o tenían algunas obligaciones más que yo.

Acerca de eso de las obligaciones, en mi concordaban, no sólo el número en la lista, sino además, mi fama de “propio criterio” que podía tornar “dificultosa” una negociación simple o “muy simple” algo dificultoso. Como nadie podía predecir el resultado al que lo llevaría tenerme por partícipe, preferían encargarme lo no aleatorio, en lo que ya pudieran predecir un resultado sin contarme como factor de riesgo, a saber: tender la mesa, levantar la ropa de cama… y no creo que hubiera más situaciones en las que pudiera intervenir sin complicar.

Preparar una comida era una aventura culinaria, por ende, entre los ingredientes de una carne asada de domingo, podían aparecer castañas, chocolates, picantes, mentas… que los ortodoxos paladares familiares no estaban en condiciones mentales de comprender, lo que transformaba mis manjares en insaboreables.

Además, mi veleidosa cocina ponía en riesgo la cocina rutinaria de mis hermanas mayores, porque sus pretendientes solían ser los primeros en ponderarla.
Mi padre decía entonces a mi madre que hiciese algo conmigo, ya que no iba a casarme nunca si continuaba cocinando y pensando como yo lo hacía. “No hay un hombre en toda la Tierra que acepte casarse con alguien como Luisina, ni aunque la dote con el doble que a sus hermanas. Van a devolvérmela enseguida y me exigirán un resarcimiento por los perjuicios ocasionados”.

Mi hermana Josefina lo decía con otras palabras: Vas a ser una solterona que ni el cura va a querer para que le vista los santos.

A pesar de tanto mal augurio familiar yo tenía buen éxito con el sexo opuesto. Era ocurrente, inquieta, padecía de distracción, testaruda en mis convicciones, impredecible, un elemento francamente dinámico en la estanca sociedad femenina del pueblo.

Eso no escapaba al dominio del entorno, así que Josefina se puso al frente de la curiosidad general y elaboró su propia hipótesis. Según mi hermana, yo tenía algún oculto festejante del que debían preservarme, porque, según daba la cuenta, era imposible que yo fuera considerada seriamente para fines matrimoniales. “Hasta ella lo sabe… por eso mantiene todo en secreto”.

Me sorprendió la agudeza en la observación. Y como de mí podía esperarse todo, hasta eso entraba en la probabilidad.

A pesar de ser una especulación sin asidero, no escapaba a la realidad de lo que estaba ocurriendo.

Nos habíamos encontrado una vez por esas cosas de la casualidad. Luego, la casualidad de los hechos empezó a reproducirse poco casualmente pero ya estábamos convencidos de que no importaba el porqué, sino que lo verdaderamente importante era que sucedía.

De la primer mirada aquella tarde, él pasó sin trámite en el segundo encuentro a echar pie a tierra, acercarse hasta mí sin el menor titubeo y decirme: “Hola… ¿cómo está usted?

Yo dije “bien… gracias… ¿Y usted?», pero mis ojos debían decirle otro cúmulo de cosas como: “me gusta lo atrevido de este señor… que linda sonrisa franca tiene debajo de esos ojos burlones… le queda muy bien la cabellera entrecana… de lejos me lo había imaginado más maduro y resulta que es más joven… será por el cabello casi plateado… no es guapo pero es atrevido y eso me gusta más que si fuera un buen mozo enorme como el pretendiente de Cayetana…”

Pero por sobre todo me preguntaba “¿cómo es posible que quién no conversa probadamente con nadie, me elija tan decididamente como interlocutor?”
—Conociéndola… hasta podría andar de amores con Irala.

El aire en la cocina se detuvo por arte de encantamiento y todas las miradas cayeron sobre Bernardina, como si en vez de una suposición que podría tomarse hasta como jocosa, hubiera lanzado sobre todas nosotras la peor de las maldiciones.

–La boca se le haga a un lado, mi niña Bernardina –musitó persignándose Magnolia, la cocinera– Eso no se ha de decir ni en broma en esta casa… Y menos así… tan livianito… hablar de ese Irala sin persignarse para que la Virgen la libre de todo mal.

Yo ya sabía que Daniel era el séptimo hijo, porque él me lo había contado cuando andábamos por ahí entre los pastizales y los bosquecillos y a la vera del río, con esa libertad despreocupada con la que caminábamos el uno junto al otro, llevando los caballos de la rienda y a los perros detrás en un retozo.

–¿Por qué, Magnolia? –pregunté– ¿Se convertirá en hombre lobo el vecino?

–Yo sé que cuando era niño, un buen día su padre lo llevó a la ciudad de repente. El patrón Irala se lo llevó y lo hizo encerrar… porque decía que era peligroso… –contó la cocinera, mientras nosotras nos reuníamos como cuando éramos niñas y ella nos relataba cuentos fabulosos.

–Y… ¿es porque se convertía en hombre lobo? –insistí.

–Y después… un buen día… toditos se fueron como si huyeran de algo… Tan así que dejaron semejante propiedad sola, abandonada a la buena de Dios. Y si la casa no se derrumbó con el tiempo, fue porque adentro quedó Eleuteria que no se habrán llevado porque se la olvidaron con el apuro. Y de repente… vuelve este… el séptimo… Yo sé que su familia no le quería, que era malo y que se la pasaban de castigo con él. Eso lo sé por Eleuteria.

Cara de malo tiene, pensé yo. Y de su familia no habla.

–Un pretendiente a la medida de Luisina. –se rió Josefina– Los descastados se unen entre sí.

–No digas esas cosas. –se molestó Cayetana– A misa no va. Debería ir. Las buenas gentes necesitan de Dios.
–Es ateo.

Todas me miraron por la convicción con que dije esas palabras.

–Es la explicación de por qué no va a misa… –suavicé tal dicho– Y si es un hombre lobo, pertenece a las fuerzas infernales como dice el cura. Haría hervir el agua bendita.

Todas al unísono reprocharon tan heréticos comentarios, pero, como provenían de mí les restaron importancia.

Daniel no hablaba de su familia, como si tuviera de todos ellos un vago recuerdo que su memoria no alcanzaba a clarificar.

Había heredado “Las Sombras” como se llamaba su inmensa propiedad, a la muerte de su padre y por expresa voluntad testamentaria. La única voluntad testamentaria que de-bía cumplirse a rajatabla. “Para mi séptimo hijo, Daniel, dejo “Las Sombras”, en mi firme decisión de conservar la armonía y unión familiar, sabiendo que si mantengo al díscolo, indisciplinado y conflictivo hermano fuera del patrimonio general, estaré contribuyendo a la felicidad de mis demás herederos.”

Daniel lo recitaba de memoria. Y agregaba, sonriendo burlón: “Le estaré eternamente agradecido por esta bendición”.

Yo pensaba que aquel comentario tan lapidario de su padre, debió causarle dolor. No lo estaba bendiciendo. Lo excluía como a lo indeseable, a lo que no debe ser, a lo maldito. Pero no le dije lo que pensaba. Solamente lo escuché.

Era bastante mayor que yo. Aunque era un hombre joven, ya no era un muchacho, como decía mi abuela. Tenía treinta y cuatro años o sea que me llevaba dieciséis, lo que marcaba entre nosotros una considerable diferencia que saneamos enseguida suprimiendo el riguroso usted, como medida de acercamiento.
En una oportunidad le pregunté si estaba o había estado casado. Me costaba imaginármelo treinta y cuatro años soltero.

Me miró con sus ojos burlones y respondió sin titubear: “Es que soy de genio complejo”. “O sea que ninguna mujer te aguanta…” ironicé yo y él se puso a reír. “Yo soy el que no las aguanta” contestó. “Gracias por lo que me toca… En cualquier momento me vas a echar al demonio…” dije. “¿Por qué?… ¿Está en tus planes mudarte conmigo?” dijo él, fingiendo un asombro pueril que no sentía y una sorpresa que lo desconcertaba. Yo no dudé: “De eso se trata esto, Daniel… ¿recuerdas?”.

Él soltó una carcajada.

Esa faceta de conflictividad, sí se manifestaba en el trato con sus peones. Era excesivamente severo, casi despótico. Demasiado exigente para la masa de poca levadura con la que estaba condenado a hacer el pan. Los peones le tenían miedo, un miedo silencioso y carnívoro, que los enmudecía y corroía.

Había tenido hasta entonces pocas oportunidades de observar el fenómeno, porque tratábamos de vernos sin testigos, pero a veces, quizás por mi poco sentido de lo oportuno o por mi inclinación innata hacia lo trasgresor, había ido yo a buscar el oso a su madriguera.

Con aire casual había pasado a la vera de sus faenas rurales para contemplarlo de lejos en el trabajo rutinario, sin intercambiar saludos ( miradas siempre) y había podido notar yo la tremenda influencia que tenía él sobre sus gentes.

Los dominaba sin hablar, apenas con una mirada, con un gesto, con un ademán, en un ritual de silencio que confirma lo que es inapelable.
“Hazte la fama y échate a la cama” dice el dicho.

–¿Por qué están peleadas nuestras familias? –pregunté a mis hermanas y a Magnolia.

También le había hecho a Daniel esa pregunta y él me había contestado: “No sé… ¿Te importa acaso?”

Magnolia, legendaria de tan vieja, rememoró alguna oscura historia pasada, con todo tipo de condimentos pueblerinos que la enrare-cían más que clarificarla.

En realidad, el verdadero porqué no lo sabía, pero había escuchado que cierto Irala tuvo amoríos con alguna pariente mía, aunque no podían darse por ciertos como todos los rumores en los pueblos, cuando vienen de lejos.

—Cuídate entonces, Luisina, porque contigo seguro que no se casaría ni siquiera un hombre lobo. –me dijo Josefina.

Capítulo 4

Hechos y costumbres

Por Gavrí Akhenazi

A Daniel Irala no le había costado absolutamente ningún esfuerzo hacerse las composiciones de lugar necesarias como para comprender las anfractuosidades en el paisaje social de Villarrica.

Así, había estudiado en silencio todo, porque estaba acostumbrado a sentarse en el tiempo como en un sillón, mientras el mundo discurría en sus ojos atentos.

De la familia de León tenía sus propios apuntes, ya que le tocaban como de rigurosa vecindad.

Sabía por ello que don Huberto de León te-nía todas hijas mujeres, de las cuales cuatro estaban en edad de merecer.

Sabía además que Luisina, la cuarta y la cercana, nunca había tenido cómplices entre sus hermanas. Sí, se llevaba con unas mejor que con otras y con Josefina, la mayor, no se llevaba.

Cayetana, de la que siempre ponderaba la posición de moderadora como una actitud de vida, había sido la primera en alzarse con pretendiente.

Josefina, para no ser menos que Cayetana, había dado un veloz consentimiento a un galancete cuyo nombre era Faustino, que la rondaba como una mosca y al que ella había hecho blanco de todos sus desprecios hasta que de la noche a la mañana optó por él, como si no quedaran más hombres en la tierra.

Hasta fecha de boda fijaron en un apresuramiento asombroso.

Luego Josefina se encargó de dilatar aquel tiempo tan escaso.

Cayetana, en cambio, ya sea por su temperamento observador, dulce y apacible o por arte de magia, había cosechado la envidia de todas las casaderas del pueblo cuando Félix se presentó formalmente a sus padres, pretendiendo visitarla.

La sorpresa mayor se la llevó la misma Cayetana que le quería en secreto pero no esperaba reciprocidad de tan codiciado soltero.

Bernardina, la tercera, tejía novelas de amores fabulosos y esperaba por algún príncipe azul que, estaba visto, no vivía en el pueblo.

Daniel, desde ya, se había dado a sí mismo por descartado, porque, según Luisina, aquel príncipe azul debía cumplir a rajatabla varios requisitos indispensables para oficiar de tal: alto (Daniel sin ser bajo no era alto), rubio (Daniel era entrecano), de ojos azules ( los de Daniel eran negros) y blanco ( Daniel era bien morenito).

Luego de Luisina, continuaban dos hermanas más, Guillermina y Benjamina que aún no participaban del reparto.

Por el otro lado de Las Sombras, se extendía la propiedad de los Otaisa.

María Rosa Otaisa era la representante primaria de su enjundiosa familia, ya que su padre no estaba ya para cuestiones de ese tenor y prefería delegar en su hija (a falta de un hijo varón) el férreo manejo de la fortuna familiar.

Todos la llamaban «La Dueña». Inclusive en el pueblo, su fama de ser poderoso la ungía de un extravagante halo de poderío, que sumado a la fortuna capaz de adquirir todo lo comprable –conciencias y morales incluidas– la volvían temible y dictatorial.

La de Villarrica era una sociedad convencional y estrecha.

Cuatro o cinco apellidos poderosos, dirigiendo un rebaño de ovejas y obsecuentes, cuando no, temerosos de perder los escasos flacos favores que cualquiera de aquellas familias concedía más próximos a una compra de voluntad que a una limosna.

Por muchas razones Daniel Irala se mante-nía apartado del núcleo y si accedía a negociaciones, las llevaba a cabo directamente con don Fausto Mirándola, que hacía las veces de banquero, prestamista, corredor inmobiliario y facilitador de enjuagues diversos que beneficiaran a los que debían beneficiar.

Como en la mesa del rico Dios tiene siempre un plato caliente, el cura usufructuaba las bondades del confesionario para codirigir los destinos de la comunidad desde un razonable sitio de poder sin que se le notara demasiado a su piedad cristiana.

La atención de Irala, entonces, se había centrado especialmente en la de la «niña Otaisa», porque, en realidad, la atención de ella se había centrado en él, que no participaba de su pequeña sociedad de ganancia y poder y parecía decididamente obstinado en arruinarles gratificaciones que ellos se consideraban con derecho a recibir.

Menos Huberto de León, que parecía el más periférico de los adinerados y al que se le veía en general una cuota de mayor humanidad, los demás estaban tan nerviosos como expectantes frente a la irrupción en la estática escena pueblera, de este Irala venido de la nada, ya que de la familia Irala no quedaba ni el banco de la iglesia que les correspondió en sus épocas de esplendor.

Había llegado con un testamento y unas escrituras que debieron los interesados en repartirse Las Sombras, dar por buenas, ya que se notaba claramente su legitimidad.

Todos habían esperado que jamás aparecieran de nuevo los antiguos dueños, así que lentamente habían comenzado a avanzar sobre las tierras, un poco cada día.
Los Otaisa fueron los más perjudicados con la aparición casi fantasmagórica de aquel personaje tan hosco como misterioso.

Como no se andaba con vueltas de ninguna clase, lo que les había tomado su tiempo paciente invadir, debió ser desalojado a toda velocidad.
María Rosa, sin embargo, pensó que la mejor estrategia era la que ella mejor sabía usar.

Así como era de cruel, era de hermosa.

Tenía una cabellera rubia, voluptuosa como si la envolviera una espesa luz de sol y ojos grandes, azules y rasgados, además de una figura que alborotaba mal a los varones. Se le habían conocido muchos. Se entretenía una temporada y luego los despachaba.

Dos se suicidaron cuando ella los abandonó como a un pelecho de fruta. A otros les sacó el jugo como hacen las arañas, hasta que se quedaron secos.
Con todas sus artes, comenzó la campaña para atraer al díscolo al redil.

La primera vez que lo vio, no pudo creer que ese moreno tan mal entrazado fuera el extraño Irala del que hablaban todas las lenguas.

María Rosa no pudo con su asombro.

Se había imaginado de cualquier modo al Irala, menos como en realidad era.

Se quejó con Nieves “que un hombre de su poder y fortuna no puede andar hecho un estropicio por el mundo, como si fuera el último de sus criados”. “Que un hombre con su poder y su fortuna no puede andar arreglando él mismo sus asuntos a cuchillo, como si no se pudiera pagar un secretario que se los arreglara”.
Nieves, su criada personal, le preguntó si era guapo.

–Ni siquiera me saludó cuando nos encontramos en lo del Licenciado Alamandós –se quejaba ella recordando la escena.

«¿Sabes quién soy?» lo había enfrentado ella.

«No me interesa» le había respondido él.

Esa noche, María Rosa no durmió.

Estaba enfurecida y desconcertada.

No le parecía posible que el Irala, con la animalidad que ella podía intuir que lo habitaba, no se detuviera un instante a considerarla como todo el resto de los mortales masculinos la consideraba.

Mandó a averiguar si era casado, si vivía con alguna mujer, si le interesaba alguna mujer o “si era así de raro, nomás”. Porque ella sabía el estrago que hacía en los machos mejor plantados y éste, no la consideraba ni siquiera para preguntarle el nombre.

“Maldito orgulloso” mascullaba en la intimidad, mientras Nieves le cepillaba su espléndido cabello “¿Juegas, eh? … Ya te veré venir como un perrito a que rasque tu cabecita…”

La respuesta de Bravo, su capataz, que anduvo de averiguaciones hasta que ya no le asistieron dudas fue: “es de raro , nomás”. Y le contó lo que el pueblo decía y que ella ya ha-bía oído. “Una gran cantidad de fábulas inútiles, en las que no cabe la mirada de los ojos del Irala” lo cortó María Rosa, porque la fastidiaban los inventos de las comadres.

Fabricó toda clase de excusas y reuniones. Cursó todo tipo de invitaciones a fiestas y convites. Reunió cien veces a la más rancia sociedad de Villarrica, intentando unir el agua y el aceite.

El nunca llegó.

Apostó vigías que le avisaron si aparecía por el pueblo. Pero cuando ella llegaba, él ya no estaba.

La cacería se volvió una obsesión para Ma-ría Rosa, que no hallaba resignación. Para ella era absolutamente imposible no poseer lo que se le antojaba. Y más imposible aún le resultaba entender que lo que se le antoja no tuviera interés en ser de ella, que era el objeto de deseo de todos los hombres de Villarrica.

Cuando uno de los hombres de Bravo llegó diciéndole “que al caballo del Irala se le aflojó una herradura y está en lo de don Berto, esperando que se la compongan”, María Rosa salió corriendo.

Desde la boca de la calle lo vio.

Estaba sentado en unos maderos, distraído en quién sabe que pensamientos, jugando a arrojarle piedritas a las gallinas que comían granos esparcidos y aburrido de esperar que llegara el herrero.

María Rosa avanzó por la calle, fingiendo una casualidad.

Pasó frente al Irala y dudó si detenerse a saludarlo o jugar su juego de indiferencia.

–¿Andas de apuro , doña?… –escuchó ella que le decía él, mientras iba pasando y sintió de repente el tirón firme en su brazo, que la atrajo violentamente.
Casi la arrastró al interior del galpón, donde se agolpaban piensos y caballos y caía un sol a monedas sobre el aire brillante en el que danzaban partículas de polvo.

–¿Estás detrás de mi … o me parece? –le preguntó el Irala, mirándola con una sonrisa maliciosa.

–¿Cómo se te ocurre? –protestó María Rosa, intentando desasirse de las manos que la sujetaban con fuerza contra el cuerpo moreno, sin permitirle muchos movimientos– Suéltame, bruto… ¿Qué te está sucediendo?

–Lo mismo que a ti –le respondió el Irala y la acorraló contra los fardos de pienso.

Se le apoderó de la boca, de los pechos erguidos que temblaban, de las nalgas bajo las faldas y los calzones, como si ella no tuviera voluntad.

María Rosa lo sentía adherirse a ella, pegarse frotándose. Su olor a animal, a jugo verde, a limón y gramilla, se fundía con sus perfumes caros, mientras se mezclaban sudores y ja-deos calientes encima de las bocas y salivas y lenguas.

–¡Suéltame! –exigió, porque le pareció que le estaba regalando demasiado territorio al invasor y permitiéndole un avance desorbitado sobre ella, que deseaba el privilegio de avanzar sobre él y conquistarlo.

Irala la tomó por el cabello con una mano y por el mentón con la otra. María Rosa sintió los dedos hundiéndosele en las mejillas y los ojos quemándose en los suyos. Peleó.

Nunca la habían maltratado. Nunca la ha-bían sacudido por el cabello como ella remecía a sus sirvientas. Nunca la habían sujetado hasta casi ahogarla por el cuello, como ella había visto que Bravo le hacía a los díscolos. Y nunca la habían sometido por la fuerza.

Se arqueó, con un gemido largo de animal malherido, ya sin forcejear contra el cuerpo violento que se hundía en el suyo.

Le diría luego a Nieves, mientras se quitaba los restos de polvo y pienso de la piel, queriendo arrancarse el olor a hierba y a limón, que “definitivamente ese es el varón que quiero”.

Cuando la soltó, María Rosa todavía temblaba.

El placer le estremecía las entrañas y los labios y le agitaba de gemidos la respiración. Se recompuso, acomodándose las faldas y el cabello y volviendo a ajustar a sus formas el corpiño.

Sentía los labios hinchados y mojados de besos. Le ardían los pezones erguidos y entre las piernas le palpitaba el sexo un estremecimiento que le chorreaba jugo por los muslos.

El ni siquiera se ocupó de ella.

Se fue hasta el barril de agua y metió la cabeza para empaparse los cabellos, levantándolos después con una sacudida, mojados. Se le adhirieron a la nuca y al rostro.

María Rosa no supo que decir.

Salió casi corriendo del galpón, llevándose como una estela el olor a limón y la brujería de los ojos.

–Oye María Rosa…Cuando quieras… –escuchó que le decía él, riéndose, mientras le arrojaba una piedrecilla brillante, como a las gallinas del herrero.
María Rosa se detuvo.

Iba a responderle alguna cosa. A jurarle venganza o a mirarse otra vez en sus ojos.

No pudo hacer ninguna de esas cosas.

La furia se le quedó atragantada cuando el caballo gris pasó al galope a su lado, develando que las reglas del juego eran distintas.

El detuvo el caballo varios metros adelante y la miró subir desde arriba la callecita empinada y terrosa.

Cuando la tuvo cerca, empezó a darle vueltas alrededor, en un alarde de rienda, obstaculizándole los pasos y el avance.

–¡Basta , maldito seas!  –le gritó María Rosa, deteniéndose al fin, atrapada en el círculo del caballo que le daba vueltas y vueltas encerrándola.
–Sube…te llevo… –le dijo él y la arrancó del suelo en la curva de su brazo, para acomodarla de través en la montura, como si la raptara. Ella aceptó el brazo fuerte alrededor de su cintura y se acomodó contra el pecho caliente.

–¿Te regresaron los modales, animal? –le preguntó.

Los ojos de negros la miraron.

No le respondió.

El caballo entró al pueblo bajo la resolana del fin del mediodía y se detuvo ante el amplio portal de la casa, que en el centro del parque se veía enorme y magnífica.

Como la había subido a la montura, igualmente la depositó en tierra.

Ella quiso decirle “quédate, no te vayas” pero solamente lo miró, alejándose al galope por el mismo camino.

Jordana Amorós – España

Nihilismo

Aovillarme
es todo lo que hoy me pide el cuerpo.
Sumirme en el placer del nihilismo.

Vivir…
Vivir sin más,
sin molestarme
en buscarle un por qué al hado absurdo
de existir masticando la congoja
de ser burda materia que suspira
por trascender,
por ser iridiscente
aleteo en el aire, que trastoca
universos perdidos y es pálpito que crea
el caos necesario.

Entregarme a la plácida desidia
de respirar,
gozando del instante
lo mismo que la hierba, que se esponja
bajo la carantoña de la lluvia
y agradece cualquier deleite mínimo
que sin querer la vida le regala.

Ser solamente
un ser elemental, emancipado
de sus mil soliloquios, que rumian
soledades y agravan
el silencio con ecos de derrota.

Regresar al estado venturoso
que tenía en el vientre de mi madre
donde un don de quietud era infalible.

Y dejar de pensar…
Y dejar de sentir, si se pudiera.



El día de los lúcidos

Alguna vez
tenía que llegar a reclamarme
el día de los lúcidos.

Hoy sí
voy a mirar de frente,
por fin voy a atreverme a vislumbrar
lo que vale la pena,
a dejarme
tentar por el peligro
de la vida exultante que deflagra
ante mis ojos secos.

A subvertir la historia y a lograr
que campen a sus anchas en tropeles
las mariposas blancas sobre mis prevenciones.

Porque yo sí que sé
qué color tiene el miedo, pues lo he visto
enturbiarme el fulgor de la mirada.

Astillarme en los labios la sonrisa,
asaltarme el latido, hasta volverlo
una insana cadencia que acongoja
y abruma el corazón.

Porque yo sí que sé
cuánto puede pesar sobre los párpados
un tenue velo de desesperanza.

Voy a mirar de frente,
a buscar
la verdad,
esa que dicen todos,
que siempre duele y que nos hace libres.
Valdrá la pena desangrarse a cántaros,
llorar sobre las ruinas que contemplas
y redimirte en tus contradicciones.

Y ver cómo amanece
más luminosa y clara la mañana.



Designio

No se entretiene el viento en la cintura
del sauce, ni se enreda en su ramaje,
los acaricia, en breve travesura,
con sus dedos de brisa y sigue el viaje.

No se ensimisma el río en el celaje
de su orilla bucólica, procura
discurrir, susurrándole al paisaje,
hacia la mar, buscando otra aventura.

Los astros, suspendidos en el cielo,
no saben de quietud, son un revuelo
de azares enfrentándose a su suerte.

¿Y quieres tú, espíritu inaudito,
contrariar el designio de este rito
del cambio universal y detenerte?

Sabido es que lo inerte
lleva sobre la frente un nombre escrito
con escarcha y es muerte, muerte, muerte.

Sobre el buen convivir » Por Gavrí Akhenazi

¿Qué sabemos acerca de Leonardo Da Vinci? Que fue un gran genio, que pintó La Gioconda y La última cena. Pero no sólo fue un pintor, también fue ingeniero, arquitecto y anatomista.

Lo imaginamos un hombre con una personalidad absorta, abstraído, meditando acerca de sus complicados experimentos. Pero no era esa su personalidad, en realidad, Leonardo, era un hombre con los pies sobre la tierra, lleno de sentido común y consciente del entorno que lo rodeaba, como del tiempo en que le tocaba vivir. No por nada fue la “gran” figura del Renacimiento, período que marca el nacimiento del mundo moderno.

Tanto fue así, que mientras trabajaba, como Maestro de Banquetes (una de sus más queridas profesiones), para Ludovico Sforza, Gobernador de Milán, observó el comportamiento del Gobernador y de sus invitados en la mesa. Leonardo redacto uno de los primeros catálogos de “Modales y usos en la mesa”, donde aconsejaba y reflexionaba:

“… me parece indigna de los tiempos presentes la costumbre de Mi Señor de limpiar su cuchillo en la ropa de sus compañeros de mesa. ¿Por qué no lo hace, como el resto de los miembros de la corte… en el mantel?”

Catálogo de “Modales y usos en la mesa” de Leonardo Da Vinci

“…Hay ciertos procederes indecorosos que debe evitar todo invitado, y para esto me baso en las observaciones que realicé a lo largo de los últimos años:…”

  • Ningún invitado ha de sentarse sobre la mesa, ni de espaldas a la mesa, ni sobre el regazo de cualquier otro invitado.
  • Tampoco ha de poner la pierna sobre la mesa.
  • Tampoco ha de sentarse bajo la mesa en ningún momento.
  • No debe poner la cabeza sobre el plato para comer.
  • No ha de poner trozos de su propia comida de aspecto desagradable o a medio masticar sobre el plato de sus vecinos sin antes preguntárselo.
  • No ha de enjugar su cuchillo en las vestiduras de su vecino de mesa.
  • No ha de limpiar su armadura en la mesa.
  • No ha de morder la fruta de la fuente de frutas y después retornar la fruta mordida a esa misma fuente.
  • No ha de escupir sobre la mesa.
  • Ni tampoco de lado.
  • No ha de pellizcar ni golpear a su vecino de mesa.
  • No ha de hacer ruidos de bufidos ni se permitirá dar codazos.
  • No ha de poner los ojos en blanco ni poner caras horribles.
  • No ha de poner el dedo en la nariz o en la oreja mientras está comiendo.
  • No ha de hacer figuras modeladas, ni prender fuegos, ni adiestrarse en hacer nudos en la mesa (a menos que mi señor así se lo pida).
  • No ha de dejar sueltas sus aves en la mesa.
  • Ni tampoco serpientes ni escarabajos.
  • No ha de tocar el laúd o cualquier otro instrumento que pueda ir en perjuicio de su vecino de mesa (a menos que mi señor así se lo requiera).
  • No ha de cantar, ni hacer discursos, ni vociferar improperios ni tampoco proponer acertijos obscenos si está sentado junto a una dama.
  • No ha de hacer insinuaciones impúdicas a los pajes de mi señor ni juguetear con sus cuerpos.
  • Tampoco ha de prender fuego a su compañero mientras permanezca en la mesa.
  • No ha de golpear a los sirvientes (a menos que sea en defensa propia).
  • Y si ha de vomitar, entonces debe abandonar la mesa.

Extracto del Protocolo de Ceremonial redactado para Ludovico Sforza por Leonardo Da Vinci

Afectos virtuales » Por Juliana Mediavilla

En la revista anterior, trataba yo de demostrar, a través del análisis de dos poemas de un contrapunto, las dos  vertientes que se podían ver en ellos: por una parte la fantasía, la evasión a través de la magia de otros mundos y por otra la humanidad, el mundo de los sentimientos y las emociones. Pero ese contrapunto también nos muestra el ejemplo de una relación amorosa.

En ese tema se centra hoy mi análisis, partiendo de un pequeño muestreo de fragmentos de diferentes contrapuntos.

En los foros, concretamente en Ultraversal, se intercambian de forma natural los afectos. Partiendo del amor, palabra polisémica por excelencia, que incluye muchas acepciones, tendríamos también el compañerismo, la amistad, el cariño, la empatía…

La constatación de este hecho me ha ido sorprendiendo porque es algo observable y muy importante dentro de las relaciones humanas no «presenciales». Supongo que ya habrá sido objeto de estudio, de más de una tesis doctoral, de más de un ensayo y, por qué no, materia novelable para cualquier escritor que quiera hurgar en el complejo mundo de este tipo de relaciones.

Tomo el primer ejemplo del Foro de Arte menor, de un contrapunto entre Morgana de Palacios y Gavrí Akhenazi, ambos asesores. Han mantenido contrapuntos «históricos» y son los exponentes más claros de la llamada «Poesía del arrebato». Éste se fraguó debido a una larga ausencia de Gavrí en el foro, a su regreso, y a partir de un poema de Morgana. El título del contrapunto es «Agua y acero»:

Aguacérame los ojos
hasta que me abra de ideas
y con paso resoluto
cruza despacio mi lengua
que, a los gritos, anda loca
por la calle de tu ausencia.

Morgana
Mujer no pidas por mí
desde el borde de la ausencia.
Mujer, no pidas por mí
desde tus fieras almenas,
porque si tu boca llama
tu palabra me atormenta
y una cadena de llanto
a tus manos me encadena.

Por aguacerar tus ojos
mis ojos se me aguaceran.

Sombra que viaja en mi sombra,
conmigo te has vuelto errante
y yo me he sentido dócil
por tu fe de acompañarme
con tu mano en mis heridas
y con tu carne en mi carne.

No me dejes solo, sombra.
No permitas que te espante.

Gavrí

Mi sombra junto a tu sombra
como dos pájaros negros,
avizoran horizontes
de amor que son un misterio.

La fuerza del corazón
nos ha elevado del suelo
y el enigma está servido
hasta lo que aguante el cuerpo

Morgana

Vemos en los versos de ambos ese intercambio de afectos, aunque escrito desde la sencillez del romance, las voces son fuertes y se debaten entre la llamada y la imprecación, creando y recreando palabras:

Aguacérame los ojos 

Morgana

Por aguacerar tus ojos
mis ojos se me aguaceran 

Gavrí

En muchos de sus contrapuntos se utilizan expresiones del campo semántico de la pasión amorosa. Vemos que aquí también aparece explícitamente el amor. Son muy representativos dos versos de Morgana que nos acercan a ese amor:

La fuerza del corazón nos ha elevado del suelo

Que nos hablan de un amor que se ha ido forjando en la distancia a través de la palabra: un darse y contenerse en la palabra. No es una poesía amable que se centre en una relación armónica. Las voces casi siempre son broncas, desgarradas, y los escenarios tortuosos, que nos muestran muchas veces situaciones al límite.

Detrás de ese sentimiento amoroso-pasional, se intuye una entrega espiritual absoluta, retomando las palabras de Morgana, una verdadera elevación, una comunión, un profundo hermanamiento en la distancia.

Un segundo ejemplo está tomado del contrapunto “Papelera de reciclaje” que mantienen hace tiempo Joan Casafont y Silvana Pressacco, océano Atlántico de por medio:

Sé que vendrás cargada de nubes y de soles
pertinaz forjadora de cielos y de versos.
Encontrarás mi calle, mi luna y mi tristeza
y pintarás sonrisas de luz verbeneante
entre la comisura de mis labios,
prisión de esas palabras encerradas
que malhieren el alma.

Joan

Ya lo ves
soy desembocadura y soy embalse
bajo un cielo que es cielo
con todos sus matices.
Podés fluir tranquilo hacia mis aguas.
Cómo no voy a escucharte.
Si me seguís
debés estar dispuesto
a recorrer pasillos de locura,

apostar al desorden

y encerrar el encierro con tus llaves.

Silvana


Aquí en esta ciudad domina la locura,
las calles son relojes que a veces llegan tarde,
las casas son etapas de cemento
que se van repitiendo a lo largo del año,
el mar es un espejo que nunca está aburrido
y el cielo son tus manos cuando escriben poemas.

Joan

Puedo jugar a ser adolescente
porque ya no entretiene ser adulta
entre adultos horribles.

Por vos, puedo olvidarme de lo que nunca olvido
y perdonarme lo que no perdono,

puedo permanecer en una esquina
y esperarte las horas que nunca cedo a nadie
mientras mastico pedacitos de uñas
y una oración para que no demores.

Silvana

Encontramos en este contrapunto dos voces bastante diferentes: por una parte Joan de tendencia más pesimista, con planteamientos existencialistas, a veces hace incursión en el surrealismo pero sin perder de vista lo cotidiano.

Silvana es más positiva y más clara en la exposición del sentimiento, pero con el vuelo necesario para defender poéticamente el intercambio.

Han llegado ambos a un perfecto acoplamiento poético y afectivo. El afecto está presente en todo el poemario, pero clasificarlo es arriesgado, aunque sin duda aparece el amor en cualquiera de sus múltiples ramas: “y el cielo son tus manos cuando escriben poemas”, dice Joan. A lo que contesta Silvana: “y esperarte las horas que nunca cedo a nadie/mientras mastico pedacitos de uñas…”  Juzguen ustedes.

El tercer ejemplo no se encuentra en ningún contrapunto, sino en el poema de Mercedes Carrión “Los pies en el umbral”, colgado en el Foro de Verso libre y verso blanco. Máximo Pérez-Gonzalo tiene por costumbre contestar en verso y Mercedes no deja poema sin respuesta, produciéndose así un notable contrapunto, cuya corriente afectiva fluye clara y natural:

Que alegría saber que aún estas viva
en la algazara de tus versos sólidos,
laurel de centenarios horizontes
donde tu hilván se cruza con mis dedos.
Garza de siemprevivas que apostaron
la gracia de tu sol, sol que deslumbra
mi intimidad sacramental y austera
en los umbrales de mis noches largas.

Max

todo cuanto seremos se contiene
tan solo en la lectura del pretérito
así entiendo los salmos de tu boca
lo sabio de tu aplomo
la bondad que respiras la frescura
la gracia y el valor siempre sereno
que apuestas a la vida

nada podría darte que no tengas
nada de mis castillos en las nubes
del caminar sonámbula en pos de los recuerdos
cuando en la madrugada no soy nadie

Mercedes

Nada importa
tu dádiva altruista y generosa,
tu casa y tu jardín anaranjado,
el precio de tu alcoba o el salitre
de la brisa del mar en tu ventana.
Pero me das tu voz con la frescura
de un sol que me protege, un pentagrama
de fuego y aire en la coral que alivia
mis noches de pasión y de tristeza.

Max

que mi voz llegue a ti donde la esperas
en brazos de mis horas más livianas
ungidas del aroma del jardín
donde se abren promesas cada día
del color del futuro que te atañe
sin duda y compartimos

la lluvia nos abraza y fortalece

Mercedes

Dos voces singulares, dos poetas de altura, cada uno en su estilo. En Máximo destacan esos versos de corte clásico y trazo tan personal, inconfundible en la lectura. Los versos de Mercedes tienen la textura de una voz que se ha ido formando, consolidando y adquiriendo  su propio sello.

Con esta pequeña muestra podemos ver sin duda esa corriente de cariño que se crea entre los dos, unidos ambos por el entorno natural desde el que escriben: el hombre de las montañas palentinas, que decide vivir lejos del mundanal ruido, conocedor del campo y sus secretos, maestro de la vida. Por otra parte, la mujer  que se refugia en las montañas  de l’Empordà para escribir y que tiñe sus versos de ese paisaje que la envuelve, sabia y sencilla, observadora del entorno y de la vida. Tienen ambos una temática interminable en la que se mueven con soltura: la fauna, la flora, las estaciones, los vientos y, sin duda, ese cariño que aflora como puede observarse en la lectura de sus versos.

Los afectos no solamente se manifiestan en los versos, también en los comentarios y en las respuestas, que ofrecen una visión muy clara de esas relaciones virtuales.

Hay muy buenos contrapuntos que se han quedado en el tintero. Aquí intento destacar, a modo de apunte, lo que desde hace tiempo vengo observando. A título personal puedo presumir de numerosos amigos en mi mundo virtual que se reduce al Foro Ultraversal y soy consciente de cómo se han ido consolidando estos afectos. Cada uno es bastante lo que escribe y las imposturas se delatan en los poemas. De ahí que yo presuma de dos familias que comparto de forma paralela: mi familia real con la que convivo a diario y mi familia virtual con la que intercambio versos y afectos y que también es una parte importante de mi vida.

Jorge Ángel Aussel – Argentina

Matrix

«La ley básica del capitalismo es tú o yo, no tú y yo». Karl Liebknecht

En la Matrix macabra del cinismo
somos mitad humanos, mitad clones
fraguados bajo estandarizaciones
que representan al capitalismo.

Como trágicos títeres del mismo
nos debatimos entre las nociones
del ser y del tener más posesiones,
enajenados por el consumismo.

Importa más que ser, el parecer,
aunque esto signifique perecer,
pasando de ser alguien a ser algo.

Como es una película animada,
en Matrix lo que tengo es lo que valgo
y no soy nadie si no tengo nada.



Un poema de ardor

Un poema de amor que me lacere
como un escupi-tajo en la mejilla,
de esos que son hijos del desprecio
y madres meretrices de la angustia.

Un poema de odio que me escueza
como un ají picante en la garganta,
de esos que son ácido sulfúrico
cuando muerden la carne del espíritu.

No un poema de amor indigerible
donde las heces huelan como rosas
y sean siempre suaves los c-olores.

No un poema de odio en que procures
lanzar tu anfibológico venablo
siendo indulgente con Jesús y el diablo.



Una verdad incuestionable

Un toque de locura es razonable
y muy poca razón, una locura,
aunque sea mal vista la cordura
que amplía nuestra sombra deleznable.

A veces la persona más amable
cubre su fealdad con hermosura,
y quien viste el disfraz de la tortura
nos salva de una vida miserable.

La criatura que nace saludable
instaura en su país la dictadura,
se vuelve intransigente e implacable
y aplica una mordaza a la cultura.

Si busca una verdad incuestionable,
no juzgue al bollo por su levadura.

Revista Ultraversal edición número 6 (especial aniversario)

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Editorial » Resilientes (especial aniversario) » Por Jorge Ángel Aussel

Sumario

In memoriam » Vicente Mayoralas » Por autores ultraversales
Artículo » Poesía abrazada o la magia del contrapunto » Por Juliana Mediavilla
Poesía » Contingencia de los seres » Por Galefod Gal
Novela » Introducción al género «culebrón» / El brillo en la mirada (primera entrega)  » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi
Poesía » La lluvia / Los gestos / Casilla  en blanco / Por el margen del río » Por Rosario Alonso
Prosa » El timbalero amigo de mi amigo (De un Anecdotario Carcelario) » Por Orlando Estrella
Humanidades » Agricultura ecológica / Descubren un «planeta de diamantes», dos veces más grande que la Tierra » Por Miguel Ángel Palacios
Poesía » La eternidad de un instante / Monólogo / Leslie J. / Soneto al hijo que no tuve » Por Gonzalo Reyes
Prosa » Arte minimalista » Por John Madison
Poesía » Aperi oculum / Soliloquio / La cárcel I, II & III » Por Mar García Romero
Reseña » La muerte desde el páramo: un libro de Gavrí Akhenazi » Por B.Kvekdze.
Artículo » Recursos literarios (sexta entrega) » Por Enrique Ramos
Entrevista » Mercedes Carrión Masip » Por Rosario Alonso
Poesía » Mi » Por Nésthor Olalla
Prosa » Análisis plausible / Como entonces » Por Mercedes Carrión Masip
Reseña » Ritmo: un libro de Silvio Manuel Rodríguez Carrillo » Por Arantza Gonzalo Mondragón

Staff

EDICIÓN NRO. 6 – MAYO 2016

Dirección general
Gavrí Akhenazi

Subdirección
Silvio Manuel Rodríguez Carrillo

Redacción
Arantza Gonzalo Mondragón
Eva Lucía Armas
Isabel Reyes Elena
Morgana de Palacios
Rosario Alonso

Diseño & diagramación
Jorge Ángel Aussel

Ilustración de tapa
Ovidio Moré

Poética del arrebato

Autores que aparecen en esta edición
Arantza Gonzalo Mondragón
B.Kvekdze.
Enrique Ramos
Eva Lucía Armas
Galefold Gald
Gavrí Akhenazi
Gonzalo Reyes
John Madison
Jorge Ángel Aussel
Juliana Mediavilla
Mar García Romero
Mercedes Carrión
Miguel Palacios
Nesthor Olalla
Orlando Estrella
Rosario Alonso
Silvio Manuel Rodríguez Carrillo

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Editorial de la edición número 6 de la Revista Ultraversal » Por Jorge Ángel Aussel

Resilientes

Especial aniversario

Cuando mis compañeros me cedieron el honor de la palabra para escribir el editorial aniversario de nuestra Revista, lo hicieron creyendo que era la persona más indicada para transmitir a nuestros lectores el proceso de creación y evolución de la misma a lo largo de su primer año de vida. No porque sea más o menos importante que ninguno de ellos, claro está, sino porque me desenvuelvo en un puesto del equipo que estriba de que todos los jugadores de todos los demás puestos hagan su trabajo antes que yo pueda hacer el mío, lo que me proporciona una vista panorámica del juego y sus jugadas, por decirlo de algún modo, privilegiada. Pero como cualquier honor, el que me otorgaron lleva implícita la responsabilidad de estar a la altura de las circunstancias frente al compromiso que asumí y, ante mis múltiples y fracasados intentos de escribir un editorial aniversario a la manera convencional, como pensaba, quería y no pude hacerlo a pesar de haberme empeñado en ello, temo defraudar a las siete personas que dejaron este encargo entre mis dedos. Y es que la tragedia, esa sinvergüenza que no sabe de timbres ni de aldabas ni de puertas, que no pide ni espera el beneplácito de nadie cuando llega dispuesta a entrar en nuestras casas, respira en mi nuca en estos momentos y me recuerda las veces que ha escupido su nombre en nuestras caras en todos estos meses y, testarudo como ella, quiero hacerle saber que no pudo con nosotros; recordarle cómo nos bebimos nuestras propias lágrimas cuando sembró en nuestras almas el desierto, pensando que moriríamos deshidratados.

La tragedia, esa que pasa furiosa con su mirada de ocasos, los labios pintados de negro caótico, la sombra del dalle entre sus falanges de tsunami, envuelta en otoños y calzada en unos borceguíes número cuarenta y siete, punta de duelo y suela de lona para grabar a fuerza de infortunios las huellas de la nada y arrasar con todo lo que se interponga en su paso, desde que iniciáramos esta travesía a fines de dos mil catorce, se ha llevado a varios de nuestros compañeros, amigos y familiares cercanos en complicidad con doña fría, e incluso puso en jaque la vida de más de uno de nosotros, aunque no le permitimos que mate nuestra carne ni mucho menos nuestro espíritu. Eso nunca.

Para el acontecimiento que nos convoca quería escribir en detalle la historia de cuando el foro poético y literario Ultraversal llevaba más de una década de trayectoria en internet formando a escritores y poetas de todas partes del mundo, y la Comunidad Ultraversal en Google Plus acababa de cumplir su primer año de vida, y surgió la idea de crear una revista de escritores para escritores, como la llamaría por primera vez Morgana de Palacios, en la que poder publicar las mejores obras de los autores ultraversales que dieran su consentimiento para dicho fin y, por supuesto, estuvieran comprometidos con el proyecto. Quería escribir de cómo en principio se pretendía que la Revista fuese publicada en un blog como único soporte digital, y Gavrí Akhenazi, conocedor de mi afición por el diseño web, propuso que fuera yo quien me encargara de la realización de la página, a pesar de que por entonces mis estudios me mantenían alejado de Ultraversal. Quería contarles de cómo una vez creado el staff de planta permanente, en el cual me incluyeron como miembro, dicho con toda honestidad, para mi asombro, el primer punto de encuentro del equipo editorial fue el correo electrónico, donde tuvieron lugar diversos debates, acuerdos, desacuerdos y hasta alguna que otra controversia en el apasionamiento generado por alcanzar la excelencia y entregar a quienes serían nuestros lectores un producto digno y de buen gusto, donde la presentación estuviese a la altura del contenido en una mixtura que representara nuestro sello de calidad, puesto que sabíamos que revistas digitales las hay como para forrar una nación sólo con sus portadas, pero también que muy pocas de ellas expresan una imagen profesional o se toman con la seriedad que nosotros nos tomamos cada cosa que hacemos, porque aunque tengamos la capacidad de improvisar sobre la marcha si la situación lo amerita y seamos humanos, tengamos falencias y podamos equivocarnos como cualquiera, no somos unos improvisados. Quería escribir de cuando el dos mil quince asomaba su cabeza como una criatura recién nacida y con mis compañeros nos reunimos en sucesivas ocasiones por Hangouts para repartir democráticamente los cargos en los que se desempeñaría cada uno de nosotros dentro de la Revista y esclarecer el modo en que llevaríamos a cabo nuestro plan. Escribir de cómo si bien el reparto fue sencillo, ya que nos conocemos lo suficiente como para saber cuál es la tarea indicada para las aptitudes de cada cual, organizarnos de tal modo que funcionáramos como una máquina humana con todos sus engranajes perfectamente hermanados, como un auténtico equipo, tal y como trabajamos en la actualidad, fue una labor mucho más compleja que requirió tiempo de adaptación, constancia y firmeza de ánimo en esos momentos en que la meta parecía inalcanzable ante la aparición de nuevos, y cada vez más complejos, obstáculos. Deseaba contarles de cómo teniendo nada más que una vaga noción del modo en que se realiza una revista digital, nos formamos, estudiamos todo lo que teníamos que estudiar, hicimos los deberes que nosotros mismos nos mandamos y desde las ganas mismas, con amor, inteligencia y muchísima voluntad logramos lo que nos propusimos. Quería, como ya dije, contar una historia, y en cierto modo lo hice con estas vagas pinceladas de reminiscencia que acabo de dar, pero no es lo único que tenía ni lo único que tengo para decir.

Cumplir nuestro primer aniversario es un motivo de celebración, no caben dudas de ello, pero ante todo, la oportunidad de reflexionar sobre aquello que celebramos que, desde mi óptica, es mucho más que el simple hecho fortuito e inevitable de que transcurrieron trescientos sesenta y seis días desde el lanzamiento de nuestra Revista hasta la fecha. Detenernos en ese continente cuyo único artífice es el tiempo, sería negarnos la posibilidad de bucear en el contenido con el que nosotros llenamos dicho continente, dándole un sentido más profundo. Porque lo que celebramos este primero de mayo, lo que yo particularmente celebro, no es que llegamos hasta aquí impelidos por la inercia del movimiento de rotación y traslación de la Tierra, sino que lo hicimos de pie, erguidos incluso cuando el agua empetrolada nos mordía las narices y lidiando en simultáneo con circunstancias personales de lo más adversas, pérfidos y un séquito de opositores a los que ya les dediqué suficientes palabras en el primer editorial que escribí para esta Revista como para darles más cámara de la que de por sí roban cada vez que, salvo nobles excepciones, hacen su bufonesca aparición.

Hoy celebro y agradezco la posibilidad de formar parte de un proyecto cultural que es la prueba viviente de que el que quiere, si se esfuerza y sirve para lo que quiere, puede. Celebro pertenecer a un grupo de personas talentosísimas con un nivel literario a la altura de cualquier gran escritor, cuya cualidad preponderante no es el talento, a pesar de tenerlo de sobra, sino su formidable capacidad de resiliencia. Y celebro, además, en un mundo gobernado por el individualismo, que nuestra Revista simbolice una victoria del altruismo frente al egoísmo, que aunque resulte de las dimensiones de una partícula subatómica comparada con las innumerables batallas que gana a diario su antagonista, sumada a un montón de otros pequeños triunfos, nos proporciona el oxígeno necesario para seguir viviendo.

Hoy celebro y agradezco más que nunca ser ultraversal.

Acerca de Jorge Ángel Aussel

Homenaje a Vicente Mayoralas

Este nudo que tengo, que quiebra mi garganta
tan solo con tus voces de vida en el olvido.
Este nudo que aprieta tan fuerte y tan perdido,
este nudo de lágrima que en tu piel se levanta.

Este nudo que rompe lastimando a quien canta
porque no quiso herirme con todo su latido.
Este nudo que grita, y que a mi lado ha sido,
la pausa de tu pena sobre mi pena tanta.

Este nudo que tengo y que sólo nos deja
el cuerpo sin aliento y la mirada ausente.
Nudo de compañero, bordando la guadaña.

Este nudo que incide, y que en ti se refleja,
que muerde y desbarata tus ganas de presente.
Este nudo lo llevo metido en mis entrañas.

Vicente Vives

Poemas de la agonía

La vida en ti dispara sus sagitas
compañero del alma y te descubre
mamando silencioso de la ubre
de la desolación en que palpitas.

La vida en tí aguza los sonidos
del más allá que escribes inclemente
como si recrearas en la mente
la exacta dimensión de sus aullidos.

Si sólo somos carne en las cunetas
más negras de la muerte o marionetas
que bailan en el filo del espanto,

la vida en ti renace cada día
en que le pones voz a la utopía
y eres un hombre transmutado en canto.

Mientras mire la vida por tus ojos
no los cierres al sol de lo inmediato
porque la muerte, por pasar el rato,
se disfrace de musa con antojos.

Ya conoces sus mañas, sus enojos,
y cómo tergiversa tu arrebato
para que trastabille el alegato
de la hombría que elude sus cerrojos.

Mientras una ventana sin cortinas
de claridad seduzca tus retinas
no emprendas ningún vuelo sin escalas

ni siquiera al País de la Belleza.
No tiene Carta de Naturaleza
la muerte en el reinado de tus alas.

Morgana de Palacios

El decaer jamás, no es permitido
en esta gran contienda, en esta lucha
en la que el alienígena que achucha
ha de ser reducido, ser barrido.

El decaer es darle a ese transido
el arma que precisa y que serrucha
truncando la moral, su saña es mucha,
no es por lo tanto opción ni cometido.

Me he puesto en tu lugar, si bien es duro,
tampoco es imposible, y si maduro,
aprenderé a afrontar lo que nos mata.

No me es ajeno el Mal que bien conozco
por haberlo enfrentado, y reconozco,
si bien no fuera en mí do dio la lata.

Y así, como una rata,
hace unos treinta años lo he vivido,
de experimentación a ser hundido.

Enrique Gutierrez Ísoba

¿Dónde iremos, amigo, cuando la vida cese?
¿Dónde estábamos antes de venir a este mundo?
Tengo una teoría que me ayuda bastante:
Iremos, justamente, allí donde estuvimos.

La memoria del hombre solo abarca esta vida
por lo tanto es inútil querer adivinar
el antes y el después de lo que ahora somos.
No le compete al hombre interpretar a Dios.

¿Fuimos olvido antes del latido uterino?
¿Es ciencia o es misterio la quiniela vital?
Son preguntas al viento, sin respuesta certera.

Pero todos tenemos la necesidad íntima
de querer seguir siendo. No queremos perder
en el silencio eterno la aventura del alma.

Arantza Gonzalo Mondragón

Si pasto del olvido ha de ser nuestro paso
por el breve paréntesis al que llamamos vida,
si está ya de antemano la suerte repartida,
¿por qué llamar a Dios, si no nos hace caso?

Si cargamos a cuestas con la cruz del fracaso
y en los cuatro costados se nos abre la herida,
si lo que fue mañana hoy es tarde aterida
y nos despierta el alba esperando el ocaso.

De la nada venimos y a la nada volvemos,
aunque el hombre no quiera perderse con su huella,
porque nació con sueños y le crecieron alas,

y terca la esperanza, la que nunca perdemos,
buscando va en el cielo el brillo de su estrella,
mientras la tierra espera con sus mejores galas.

Juliana Mediavilla

Mi querido Vicente, mil perdones
por decirte en soneto lo que siento,
no existen ni creencias ni argumento,
ni males que se curen con razones.

Te habla quien conoce el sufrimiento,
mi gran invalidez fueron los dones
que hicieron destrozar los corazones
de mis pobres papás cada momento.

Yo sé que sigo vivo en este instante,
dicen que moriré y no me importa.
pues si llego a morir mi mal se acorta.

He sabido sufrir pero no obstante
aprendí a sonreír estando enfermo
para soñar despierto y cuando duermo.

Antonio Cárdenas

Poesía abrazada o la magia del contrapunto » Por Juliana Mediavilla

El contrapunto A instigación del viento  entre Eva Lucía Armas y John Madison se inicia a partir de un poema de John cuyo título es El bello arte de la marinería, colgado también actualmente en el Foro de verso libre y verso blanco de Ultraversal, en el que ya ambos intercambian poemas. A instigación del viento aparece por iniciativa de Eva Lucía y con una dedicatoria a John.

Los poemas se cruzan en una especie de viaje misterioso y legendario en el que se crea una atmósfera envolvente que no descuida nunca lo poético. Hay referencias épicas, mitológicas y procedentes del atractivo mundo de los corsarios. Pero la fuerza del contrapunto radica en que en esa epopeya, donde la poesía se nos muestra con todo su poderío y en la que las alas de la fantasía no tienen límites, se desciende también a lo humano, al sentimiento desnudo y es esa cercanía, esa humanidad, la que potencia la aventura y la hace “creíble” desde el vuelo poético de los autores.

He escogido dos poemas que estarían den-tro de esta vertiente humana, en los que el viaje parece detenerse para dar paso a la confesión, al acercamiento en una especie de descenso a lo cotidiano, manteniendo siempre la tensión poética.

(El manzano de Eva)

Ella me dice: usted.

Ella me dice usted, que no es lo mismo
que: «mister o Don Juan».

Ella me habla de usted con la magnificencia
y el noble poderío
que alberga su palabra sanadora.

Ella me reza: usted,
y por supuesto, no es un alejamiento, una raya
que parte en cien mitades
nuestros mundos.

Ella me nombra: usted
como yo llamo «usted» a lo que es mío.
Y entiéndase por mío lo sagrado
lo auténtico,
algo que sobrepasa
lo efímero y carnal
entre un macho y su hembra
en estado animal
y primitivo.

Usted: ese barril
de ron
que emerge de la nada
en medio del desastre
del naufragio que todo
náufrago- hombre
soporta alguna vez
cuando Neptuno baila.

John Madison

¿Qué voy a hacer con la mujer que lleva
sahumado el cabello con hollín de cebolla
y las manos atadas al ajo y al romero?

¿Qué voy a hacer con la mujer de a pie
que no usa zapatos de princesa de tacón elegante
ni se pinta las uñas ni se pinta los labios
y no se saca el jean ni bajo el agua?

¿Habrá alguna mujer en esta forma andrógina
de muchacho prepúber,
con la que me confunden por el pelo rapado a lo skinhead?

Ya no tengo un cabello majestuoso
desangrando sus ondas por mi espalda,
ni esa franqueza húmeda en los ojos con que habla el corazón.

Mis ojos están mudos de certezas.

Guardé las alas en un baúl de trastos
en el que nunca guardé muñecas rubias

(yo no quise muñecas ni jueguitos de té
porque jugaba al fútbol y a la guerra).


¿Mis amigos? Varones.

Manejo una katana Ojo de Tigre
y aprendí a usar el Klaukol y pegar azulejos,
poner pisos, encolar los muebles,
revocar la pared, pintarla luego, arreglar los enchufes,
resolver los problemas de pérdida de agua.

No me asusta una rata ni un murciélago
ni me asusta una víbora ni un sapo.
Llevo de maravillas la falta de comida y la falta de luz.

No me gusta pescar. Hay que tener paciencia.
Me gusta amasar pan. Requiere brío.

Y usted,
me llega hasta la isla amurallada
con su mundo de remos ancestrales,
capitán de la voz que no conozco
y llama por su nombre a la mujer oculta,
prohibida,
a aquella que se fue o que no está.
Me regala la caja de Pandora
una vez ya vaciada sobre el mundo.

¿Ves lo que hay en el fondo? me pregunta.
Yo veo la esperanza.

Eva Lucía Armas

El poema de John tiene 27 versos: está encabezado por un heptasílabo suelto y dividido después en 6 estrofas con versos de 2, 3, 4, 2, 7 y 8 versos. Queda bastante espaciado, concentrándose en las dos últimas estrofas. Es un poema polimétrico con versos que van de las 2 a las 17 sílabas, con un predominio claro de heptasílabos. Está escrito en verso blanco, aunque podemos encontrar varias asonancias. El ritmo es endecasilábico.

El tema sería el sentimiento que despierta en el poeta la manera que “Ella” tiene de nombrarlo: “usted”. Es muy curioso porque para el español nuestro sería un tratamiento de cortesía, sin embargo, ese usted argentino, dicho por Ella tiene para el poeta todas las connotaciones del cariño y de la exclusividad.

En la estructura interna vemos cómo ese apelativo va ganando en intensidad, para convertirse en algo en propiedad, en algo suyo, una llamada solo para él:

  • Ella me dice usted
  • Ella me habla de usted
  • Ella me reza: usted
  • Ella me nombra: usted

El poema está basado en los recursos por repetición como la anáfora Ella, que ya aparece en el primer verso y encabezando las cuatro estrofas que le siguen. La sustitución del nombre por el pronombre tiene un poder enfático y  singulariza al personaje. Dentro de las repeticiones estaría también la palabra “usted” que aparece en siete ocasiones y que viene a ser el eje temático del poema, pues ese apelativo y el significado que tiene para el poeta lo consolidan.
Encontramos también la repetición de estructuras morfosintácticas en forma de paralelismos, muchos presididos por la anáfora como hemos visto en los ejemplos anteriores.

Hay también una sustantivación de adjetivos:

  • entiéndase por mío  lo sagrado / lo auténtico
  • algo que sobrepasa lo efímero y carnal

Puede observarse la antítesis entre las dos primeras adjetivaciones que hablan del valor espiritual, frente al valor material de las segundas.

La última estrofa encabezada por el “usted” incluye una metáfora compleja:

Usted: ese barril
de ron
que emerge de la nada…

Estrofa que se resuelve muy bien poéticamente y que cierra el poema a modo de conclusión, incluyendo otras metáforas y una personificación:

…en medio del desatre
del naufragio que todo
náufrago-hombre
soporta alguna vez
cuando Neptuno baila.

Es un poema ágil, con mucho ritmo, apoyado como hemos visto en los recursos de tipo fónico, pero también en la utilización del verso corto y en la musicalidad que le agregan las rimas, en algún caso palabras-rima, como la repetición de “usted” a final de verso.

Tiene un gran lirismo porque todo él está presidido por el sentimiento del yo poético y lo que supone para él esa “llamada” de “Ella”.

Es también un poema de fácil lectura, que huye del retoricismo y adopta una forma natural en la transmisión de los sentimientos.

El poema de Eva Lucía tiene 40 versos, distribuidos en 12 estrofas, 5 de ellas formadas por solo 2 versos, incluye también dos versos aislados: uno entre la cuarta y la quinta estrofa y otro entre la sexta y la séptima. Está escrito en verso blanco. A pesar de que el poema es polimétrico, tiene bastante regularidad en la extensión de los versos, generalmente endecasílabos, alejandrinos o bien versos más extensos que se componen de unidades afines: 11+7, 7+11, respetando el ritmo endecasilábico. Aunque encontramos también heptasílabos, incluso un verso de tres y otro de cuatro sílabas, la gran mayoría son endecasílabos propios.

El poema no tiene título y se trata de un autorretrato, puesto que en él la autora describe rasgos físicos y rasgos psíquicos, en un ejercicio de desnudez total. Nos encontramos ante una «Eva al desnudo», desde una óptica bastante realista porque en ningún momento se omite la dureza de las circunstancias que conforman la vida de la poeta. No hay paliativos, aunque sí hay una mirada poética y en algunos casos, un distanciamiento a través de la ironía. En el retrato encontramos también cierta valentía y una autorreafirmación. Después de la descripción, las últimas estrofas las dirige la autora a ese «usted», en unos versos de agradecimiento por esa conexión espiritual, por llegar a «la mujer oculta». El poema termina con unos versos preciosos en los que se asoma la esperanza:

¿Ves lo que hay en el fondo? Me pregunta.
Yo veo la esperanaza.

En la utilización de recursos destacamos esas tres interrogaciones retóricas que introducen las tres primeras estrofas y que dan pie al desarrollo de la descripción:

  • ¿Qué voy a hacer con la mujer que lleva…
  • ¿Qué voy a hacer con la mujer de a pie…
  • ¿Habrá alguna mujer en esta forma andrógina…

Las dos primeras repiten anáfora y paralelismo.

Como elemento descriptivo se utiliza el recurso de la enumeración, a veces en asíndeton:

poner pisos, encolar muebles,
revocar la pared, pintarla luego…

Otras veces la enumeración se hace a través de puntos, lo que le da una mayor rotundidad:

No me gusta pescar. Hay que tener paciencia.
Me gusta amasar pan. Requiere brío.

(aquí podríamos señalar también las relaciones de causa-consecuencia que se establecen entre las oraciones, incluso separadas por los puntos).

Otro tipo de enumeraciones aparecen en polisíndeton, unidas por la conjunción «ni»:

No me asusta una rata ni un murciélago
ni me asusta una víbora ni un sapo…

Son abundantes los recursos dentro del campo de la metáfora:

  • …mujer que lleva
    sahumado el cabello con hollín de cebolla
    y las manos atadas al ajo y al romero…
  • mujer de a pie… que sería una metáfora estereotipada y hace hincapié en la mujer sencilla. La imagen de esa mujer que deja de lado toda ornamentación femenina se refuerza con expresiones como las siguientes:
  • …no usa zapatos de princesa de tacón elegante
    ni se pinta las uñas ni se pinta los labios
    y no se saca el jean ni bajo el agua…
  • El retrato se perfila muy bien cuando describe «la forma andrógina / de muchacho prepúber / con la que me confunden por el pelo rapado…».

    Dentro de ese realismo, hay versos intensos en los que se da paso a la añoranza:

    Ya no tengo un cabello majestuoso
    desangrando sus ondas por mi espalda
    ni esa franqueza húmeda en los ojos
    con que habla el corazón.

    Las metáforas y los sentidos figurados adquieren ahora la fuerza de la renuncia:

    Mis ojos están llenos de certezas.
    Guardé las alas en un baúl de trastos
    en el que nunca guardé muñecas rubias…

    La valentía va apareciendo a medida que la protagonista avanza en los rasgos de su carácter y la descripción vuelve otra vez al realismo:

  • (yo no quise muñecas ni jueguecitos de té
    porque jugaba al fútbol y a la guerra)
  • y aprendí a usar el Klaukol y pegar azulejos,
    poner pisos, encolar los muebles,
    revocar la pared, pintarla luego, arreglar los enchufes,
    resolver los problemas de pérdida de agua.
  • Con lo que esa mujer de a pie del inicio se nos muestra con el coraje y la fuerza de una mujer excepcional, que contrasta con la fragilidad de la mujer «de forma andrógina de muchacho prepúber», una mujer que toma las riendas y asume todo tipo de trabajos, incluso aquellos que tradicionalmente se adjudicaban a los hombres.

    En las últimas estrofas reaparece con fuerza el lenguaje poético para agradecer esa llamada a «la mujer oculta». Las metáforas enlazan aquí con ese mundo mágico que se crea en el contrapunto en el que los personajes adquieren una nueva dimensión:

    Y usted,
    me llega hasta la isla amurallada
    con su mundo de remos ancestrales,
    capitán de la voz que no conozco
    y llama por su nombre a la mujer oculta,
    prohibida,

    Es un poema bellísimo, porque más allá del retrato que refleja a esa mujer tan fuerte den-tro de su aparente fragilidad, está ese agradecimiento final al hombre que ha sabido llegar «a aquella que se fue o que no está» y establecer esa conexión poético-espiritual en la que todo es posible.

    Mujer singular y polifacética: poeta fina y aguda crítica literaria, Eva Luz es también una mujer mágica, una especie de heroína como se nos muestra en este contrapunto que comparte con John Madison.

    Acerca de Juliana Mediavilla

    Contingencia de los seres » Por Galefod Gal

    El horizonte, nítida línea entre azules,
    muestra la certeza del día que en silencio avanza
    indiferente a las constelaciones y las puertas del destino.
    El Sol resplandece sobre pueblos que sestean en la orilla del mar inmenso
    donde las olas mueren desplomadas sobre sí mismas
    bajo el esfuerzo inútil contra la gravedad omnipresente.

    La vida bulle dentro y fuera de ese océano impasible.
    Nada importa al mundo ni mi vida, ni la tuya,
    pues nada somos
    y el mundo real, tangible,
    no el que inventamos con la razón equívoca y desnortada,
    es ajeno a todo.
    Sé que me ignora como instrumento superfluo
    destinado al vertedero donde el fuego lo purificará.

    ¿Te das cuenta cómo influyen simples colores en el ánimo?

    Afectado por el azul que fascina,
    la deslumbrante luz abrasadora,
    el rumor indefinido que burla los sentidos y el cerebro controlador,
    me siento nada en este universo que se autofagocita.

    ¿Qué sentido poseen las ciclopeas montañas
    formadas por innumerables microcaparazones de seres marinos?
    En ellas se lee la historia fugaz de los eones.
    Mármoles de sólida blancura precedieron las estatuas
    que halló el artista ocultas en su futuro contorno.

    Todo es contingente y caduco,
    hasta la obra más bella y la más triste,
    como gota de lluvia
    creadora de círculos evanescentes
    en el lago calmo mientras se ahoga.

    Al fin desaparecerán las cosas,
    todas las cosas,
    evaporadas por la expansión de estrellas rojas,
    la explosión de supernovas diluyéndose en el espacio ilimitado
    o engullidas por esos insaciables y oscuros agujeros puertas de otros mundos.

    ¡Qué absurda la belleza si no se ve!
    ¡Qué absurda la vida si carece de sentido!
    Y, sin embargo, así se muestra
    en la aleatoria evolución de las especies
    transformándose, para permanecer,
    en la amoralidad perfecta de la Naturaleza.

    Si pudiera gritar…,
    gritaría con una voz que resonara en los confines del orbe
    llamando a maitines en la aurora de un nuevo día;
    cantaría un canto de alabanza con la nota,
    la única nota que vibra ubicua en el cosmos,
    la palabra que ordenó la creación y aún recorre su reino violeta;
    «fiat»,
    un silbido de la serpiente uróbora,
    un dragón electromagnético que contiene el misterio en el que nos encontramos
    absortos de luz y fuego entrelazados en el espaciotiempo.

    Lo diré:

    no soy nada más que un suspiro congelado en el instante de nacer,
    un puñado de células armonizadas por la emoción en noches de perplejidad y asombro,
    una fugaz emoción capaz de vibrar en resonancia con el universo,
    la información acumulada en el alfabeto de la vida,
    un recuerdo avanzando hacia el olvido.

    Estoy hecho del polvo de la aurora cenital, sonrosado vacío,
    sonoridad silenciosa y apagada,
    nada al fin,
    nada.

    No me preguntes.

    Sé que no soy sino por la dignidad del que siendo Señor de los ejércitos,
    de las miríadas de ángeles que titilan en la bóveda celeste,
    de las fluctuaciones cuánticas y de las almas enamoradas,
    se abajó hasta ser de mi estatura y me elevó al cielo revelando su señorío.

    Sé de mí en cuanto soy en Él, abandonado a su providencia y misericordia,
    pues siendo nada
    hallaré el sentido último
    en la soledad de la profunda umbría de la noche.

    Galefod Gal

    Introducción al género «culebrón» / El brillo en la mirada (primera entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

    Introducción al género «culebrón»

    El género «culebrón» es también un tipo de novela muy interesante. Como ejemplo de «escritor de culebrones» tenemos el del brasilero Jorge Amado quien lo utilizó (cuando ya no pudo escribir como su idea política le hacía escribir) para plasmar las realidades más crudas del Brasil.

    Denostado por los que se la dan de no sé qué culturosa reserva, el culebrón permite contar una realidad como si fuera un cuento de piratas, plasmar costumbres sin acomodarlas a la rigurosa norma de la crítica social y permitirle al autor que los buenos sean extraordinariamente buenos y los villanos denodadamente villanos, sin que por ello se tilde al que escribe de parcialidad.

    El culebrón, en general, siempre es una epopeya, una gran epopeya de las pasiones humanas bajas y altas, en las que el bien y el mal pueden combatir a gusto sin que se asombre nadie, relatando como cuestión pintoresca hechos y costumbres sin necesidad de moderarlos.
    En un culebrón, todo es simpático, porque el género así lo permite, ya que todo en él es grande: el amor, el odio, la nobleza, la furia, el egoísmo.

    Así que he aquí el culebrón. El que yo quise escribir alguna vez y que Gavrí Akhenazi gentilmente se ofreció a compartir.


    Capítulo 1

    De mi abuela

    Por Eva Lucía Armas

    Mi abuela tenía un don.

    Mi abuela predecía la tristeza. La adivinaba. La averiguaba detrás de las sonrisas, de la buena disposición y de las bromas. La desenmascaraba tras la carcajada y le decía a mi madre, como un sutil consejo y si se trataba de alguna de sus amigas “hazle una visita a…” Y me decía a mí: Es que está triste de esa tristeza que ya no se va.

    A veces transcurría mucho tiempo antes de que aquella aseveración se confirmara pero siempre era cierta. Nosotras nos preguntábamos como había hecho mi abuela para descubrirla en el mismo momento de su origen. “Es bruja” decía mi padre.

    En vano oteaba yo resquicios e intersticios en risas y palabras, en bromas y silencios. No conseguía la misma exactitud de mi abuela, que condescendía accediendo a que sí, del que le hablaba yo estaba triste “pero es un mal pasajero”. Ella era experta en la otra tristeza. La que se lleva con uno para siempre.

    En Villarrica, las cosas no pueden ocultarse mucho tiempo, así que siempre se confirmaba lo que ya sabíamos como presunción.
    La pregunta de ¿cómo hace la abuela?  recibía una respuesta más o menos uniforme por parte de mi madre: El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo.

    No fue sino hasta que conocí a Daniel Irala, que tuve la explicación.

    Él reunía todas las características de un triste. Y además, era el primer triste desconocido que se cruzaba en mi camino. Alguien que yo no había visto antes. Alguien que no pertenecía a mi pueblo, que no estaba asociado a ningún recuerdo de la infancia ni a ninguna vivencia posterior. Alguien nuevo, sin historias compartidas, sin parientes ni amigos compartidos, sin nada compartido más que aquella primer mirada, una tarde, en el camino polvoriento, al paso de las vacas y que sostuvimos ambos, alambrado por medio, descubriéndonos.

    Él, apenas se rozó el borde del sombrero que lo protegía del sol de la intemperie.

    Yo, incliné la cabeza.

    Ambos decidimos un saludo, a pesar de que no habíamos sido presentados formalmente y en un acto sin premeditación, nos fijamos los ojos en una mezcla de curiosidad y falta de recato.

    “Mirar así a un hombre no es de señorita decente” dirían las viejas de mi pueblo.

    “Mirar así a una señorita encierra intenciones inconfesables” agregarían después, antes de enviarme al confesionario.

    Una opinión similar tuvo mi hermana Josefina cuando le comenté el encuentro, ya que Daniel Irala rozaba en mi pueblo, casi la imaginería.

    Había llegado una tarde.

    No era un ser social.

    Vivía encerrado en la gran casa de sus campos, que se extendían desde donde acaba Villarrica, a donde acaba la mirada.
    Lo que se sabía de él, era lo que se inventaba.

    Pocos lo habían visto personalmente así que podía yo contarme como afortunada. Se había expuesto a mi mirada más de lo necesario y quizás más de lo que se había expuesto  desde su llegada a la mirada de los pocos que lo habían visto: el Jefe de Estación del Ferrocarril, el turquito Abú de la proveeduría y don Fausto Mirándola, dueño del Banco, por cuyas hijas había trascendido la comidilla de su fortuna.
    De cualquier modo, un hombre rico no se comporta como un anacoreta. “Los hombres ricos tienen comportamientos liberales”, decía mi tía Felicitas y agregaba, “les gustan las fiestas, las mujeres, las reuniones donde puedan exponer el poder que les otorga el dinero y de seguro no estarán encerrados en un retiro conventual donde su única compañía sean un perro y una momia”.

    Tal la descripción de Daniel Irala.

    Un monje recluido en compañía de un perro y una sirvienta vieja que solita había mantenido la casa en pie durante medio siglo, hasta que apareció el heredero de tanta vastedad, de modo que podía considerársela parte del mobiliario.

    De ahí en más, el misterio.

    —Veo que más allá de lo mítico… causó en ti otra impresión…

    Fueron las palabras de mi abuela, cuando le comenté el encuentro. Muchas veces, se habla mejor con mi abuela que con cualquiera de mis hermanas.

    —Creo que sí… Es un hombre triste. —aseveré con una convicción que me asombró a mí misma. Me descubrí, estupefacta, ese extraño poder que se le atribuía a mi abuela.

    Ella sonrió.

    —¿Ah… sí?¿Es triste? Y.. ¿Cómo sabes eso?

    —Tiene… un gesto en los ojos… diferente…

    —¿Un gesto en los ojos?¿Qué clase de gesto?

    No supe explicarle. Siquiera estaba segura de que fuera un gesto, porque no solamente se había rozado el sombrero, también me ha-bía sonreído con una sonrisa espléndida y gentil, que, extraída del contexto de su rostro, no podría catalogarse de “sonrisa de hombre triste”. Siquiera su rostro era el de alguien triste, con la boca hacia abajo y esa actitud de cordero a degollar que caracteriza a esas personas.
    Era un rostro sereno, de rasgos firmes, enérgico, huesudo, más cercano a la crueldad que a la tristeza. Agradable sin belleza. Un rostro personal.

    —No es un gesto en los ojos, Luisina —me dijo entonces mi abuela, concediéndome ser partícipe de su sabiduría fabulosa.

    —¿Pero, usted lo conoce, abuela? —pregunté, ya que no sabía que alguna vez ella hubiese sido de los pocos que alcanzaron a verlo.

    —Sí… por supuesto. Su abuela y yo fuimos grandes amigas, aunque nuestras familias se enemistaran hace mucho… El muchacho vino a saludarme… Su abuela le había hablado de mí… Fue una gran alegría que Oriana me recordara con tanto afecto. Yo también la recuerdo en forma sumamente afectuosa y así se lo dije a Daniel. Y le agradecí que hubiera logrado independizarse del odio familiar para transmitirme un cariño tan caro a mi corazón… ¿Sabes… me preguntaba cuando ibas a descubrir el secreto?.. —y repitió— No es un gesto…

    —¿Y qué es, abuela?

    Entonces, ella levantó sus dos manos y acarició mi cabello entre sus dedos.

    —Es un brillo en la mirada, Luisina. Es “el brillo en la mirada”. Las personas tenemos luz en los ojos, una luz que viene desde el alma. Y no es que los ojos están tristes… sino que se apagó el brillo en la mirada.

    Fue como si descubriera algo que íntimamente ya sabía. Aún así le dije a mi abuela que Daniel Irala no era ningún muchacho.
    —A mi edad ya todos lo son. —respondió ella, sonriendo.


    Capítulo 2

    Cosas pendientes

    Por Gavrí Akhenazi

    Alfonsina, que durante un buen rato estuvo mirando por la ventana el atardecer sobre el pueblo y el camino que llevaba desde su lugar al horizonte, comenzó a encender los candiles.

    La luminosidad impregnó el ámbito de un amarillento tembloroso en el que el humo de las frituras de cocina tomó el aspecto de un velo impalpable suelto por el aire sobre todas las cosas.

    Algunos parroquianos bebían tragos de bebidas fuertes en la penumbra de candiles y humo. Había olor a tabacos, sudores y perfumes. Había algunas voces.

    Alfonsina había envejecido muchos más años en el alma que en el cuerpo.

    Ya casi no recordaba la risa explosiva de su juventud y su andar cadencioso sobre el que caían todas las miradas.

    No era el mismo su cabello negrísimo resbalando como una cascada por su espalda, ni el retintín de sus pulseras que había ido empeñando de a una en una, frente a la codicia infinita de don Fausto hasta que sus brazos perdieron la musicalidad característica.

    Pero no se quejaba.

    Su padre le había enseñado a no quejarse, mientras iban empobreciendo.

    Quizás, había sido tan rápido el proceso que no dio tiempo a la queja y ya consumado, solamente quedó la resignación, porque vuelta atrás no existiría.

    Se limitaron a salvar las ruinas que por ruinas no le interesaron a nadie en la rapiña.

    Así le había dicho ella alguna vez a Juan Luis Irala y él, que estaba tan golpeado o más que ella le había respondido “La dignidad, niña, no te la puede quitar ningún verdugo así que si te vas a morir, muere de pie sin pedir clemencia y con los ojos bien fijos en los ojos de tu asesino”.

    Esas palabras, las únicas de alguien que se acercó cuando todos se alejaron, le signaron la vida.

    Recordaba a Juan Luis el día de su muerte.

    Lloró junto al féretro como si se tratara de alguno de su propia familia.

    Ella, Eleuteria la criada y algún que otro peón que se había quedado junto a él, fueron los únicos.

    De los del pueblo, solamente la señora Clarisa y su hija María de los Milagros que se había puesto de luto. Ni su hermanastro Francisco se presentó a acompañar el cortejo al campo santo.

    Mejor, porque a ella en especial no le hubiera gustado encontrarse a Francisco.

    Le hubiera dicho unas cuantas cosas sobre traiciones y falacias.

    La señora Clarisa se ocupó de todos los menesteres del entierro sin cansarse de protestar: “Muchacho… muchacho… tan valiente y tan frágil…” María de los Milagros lloró todo el tiempo y anduvo de negro durante varios meses hasta que se casó.

    A los pocos días del entierro de Juan Luis, Francisco enterró también a su mujer.

    Alfonsina recordaba como ensoñaciones las fiestas del pueblo en su juventud. Recordaba a todos los actores de su vida.

    Aún a veces se soñaba bailando en el gran salón de su casa, cuando cumplió los quince años y sus padres la presentaron en sociedad.

    Luego, cuando llegó el desastre, todos se olvidaron de ellos y les dieron la espalda. La echaron a un lado sus antiguas amigas. Sólo María de los Milagros y Felicitas De León continuaron visitándola, viéndola empobrecerse y envejecer día por día. La sostuvieron y apoyaron hasta donde les fue permitido hacerlo.

    Juan Luis Irala compró la casa donde ahora vivía porque ni casa les habían dejado. Llegó un día y le puso el acta del notario en las manos a su padre. Pero el padre de Alfonsina había quedado enfermo de tristeza y se moría un poquito todas las mañanas. Ella, que tenía diecisiete años, miró al hombre moreno allí frente al viejo extendiéndole los papeles.

    Aquella actitud le valió a él la vindicta pública. Fue un acto de osadía oponerse al despojo consumado.

    Ella nunca había comprendido con claridad que cosa había pasado. Nadie se lo había explicado tampoco. Sólo sabía de escuchar conversaciones entre su madre y su padre, en voz baja, de algunos negocios que habían salido mal.

    Francisco y Juan Luis no se parecían en nada el uno al otro.

    El menor había cargado toda la vida con el mote de “arrimado” porque a pesar de ostentar el apellido y vivir en la casa de los Irala, nadie le perdonaba su origen clandestino. Quizás por eso tenía tanta vocación por arreglar las injusticias de los poderosos.

    La voz de Margarita, su ayudante, diciéndole “Doña Alfonsina, un señor pregunta por usted” interrumpió los recuerdos.

    Se acercó al salón en el que la luz amarilla y el humo formaban una niebla fantasmal ahora.

    Y el Jesús se le murió en los labios, porque se le subió el corazón a la garganta.

    “Jesús, María y José” se persignó unas cuantas veces, detenida detrás del mostrador y con los ojos fijos en la figura de pie casi a la entrada.

    “Ahí está mi patrona” le indicaba Margarita al hombre de camisa blanca, que avanzó por fin.

    —¿Juan Luis? —preguntó Alfonsina entrecortadamente, sin detener la mano que la persignaba una y otra vez automáticamente y agregó como si sollozara— Dios mío… no puede ser usted…

    Daniel Irala se apoyó en el mostrador.

    —¿Perdón? —preguntó, viendo el efecto que causaba en la mujer.

    —No puede ser usted… —le repitió Alfonsina, alargando sus manos para rozar el rostro frente a ella.

    Daniel Irala se echó hacia atrás, sorprendido.

    —¿Señora Alfonsina Reguera? —insistió.

    —Juan Luis Irala… usted está muerto… ¿qué está haciendo aquí, en la tierra de los vivos? —musitaba Alfonsina, luchando por rozar la figura del hombre frente a ella que la miraba azorado.

    —Yo soy Daniel… Daniel Irala —replicó él y por si faltara algún dato el dueño de “Las Sombras”.

    Alfonsina salió del trance por un instante.

    Miró bien al hombre frente a ella y aún se cubrió la boca con ambas manos.

    Demoró un largo rato en reponerse y en poder hablar con normalidad.

    El corazón era un tumulto asfixiante en su garganta y las lágrimas le caían por las mejillas, incontenibles. Aún así, tomó a Daniel por una mano y lo condujo a la más apartada de las mesas. Pidió para ellos un buen vino “Brindaremos… ¿tiene usted hambre? Hay buena comida hoy, una buena caldereta. Debe hacer frío allí donde está. Siempre me imaginé que hacía frío allí…”

    Daniel la acompañó pensando que la pobre no estaba muy en su juicio. Le dijo que sí te-nía un poco de frío porque había caído el rocío de la tarde mientras venía a visitarla.

    —Milagros no le ha visto aún ¿verdad? — preguntó Alfonsina de repente, con sobresalto.

    — No vaya a darle el susto que me ha dado a mí… Esas cosas no se hacen… de aparecerse así… Y sabe usted, la casaron con Huberto De León así que no le vaya a dar esa serenata que le daba. Aún la recuerdo… Dios mío ¡¿por qué cantaba usted cosas tan tristes?! Allí donde está no se envejece… Mírese, tiene todavía treinta y cuatro años.

    —Creo que me está confundiendo con otro Irala, señora. —acabó Daniel con la disquisición de Alfonsina— Yo soy Daniel Irala. Daniel, el último hijo de Francisco.

    Se hizo un silencio profundo.

    —Beba —murmuró Alfonsina al fin y le ordenó a Margarita un buen plato de la caldereta de cerdo “y trae pan, bastante pan ¿No decía que no había buena caldereta sin bastante pan?.. Le extrañé durante treinta y cuatro años… Y si se ha cambiado el nombre, pues da igual. Este le sienta mejor para lo que le gusta hacer.”

    Daniel se echó hacia atrás en la silla.

    Miró alrededor. Algunos indiscretos los observaban de soslayo.

    Había pensado explicarle a la mujer el motivo de su visita, pero bien se veía que la pobre estaba más anciana de lo que en realidad aparentaba y venirle con esos asuntos que hasta a él le habían resultado siempre confusos de explicar, hubiera empeorado la situación.

    En una de esas, la doña se le moría por recibir otra emoción encima de la primera, que aún no se le pasaba del todo, ya que continuaba persignándose de vez en cuando.

    —Milagros también ha envejecido. No se la vaya a confundir a usted con Luisina, su cuarta hija. —le dijo de repente Alfonsina, llevándose la copa de vino a los labios— Es muy parecida a ella, así que… yo sólo le digo… porque a veces el tiempo hace que no recordemos con claridad y han pasado treinta y cuatro años. Así que bien puede habérsele desdibujado a usted Milagros y cuando vea a Luisina… pensará…

    —Conozco a Luisina —la interrumpió Daniel mientras Margarita situaba frente a su nariz el plato de guisado humeante.
    Alfonsina lo miró devorar la caldereta.

    —¡No ha perdido usted ese buen apetito! —exclamó, satisfecha, reconociendo los detalles de su memoria uno por uno— Mírese qué bonito está… aunque el pelito un poquitín más largo le sentaba a usted mejor… pero bueno… si allá le piden de pelito corto, tendrán sus reglas…

    Daniel sonrió entre los bocados.

    “Le hubiera mandado los papeles en vez de traerlos yo” pensó entre dientes aunque en el fondo, la situación lo divertía.

    Sin duda que se lo había confundido con el otro.

    Ya le había pasado antes con el banquero, que se quedó pasmado allí mirándolo como si hubiese visto alguna aparición poco afortunada, hasta que Daniel consiguió presentarse y estrecharle la mano.

    El pobre hombre tenía las palmas empapadas de sudor frío y le temblaba tanto el cuerpo que le contagió a él el movimiento por todo el brazo.

    Pero como don Fausto Mirándola era hombre práctico, superada la primera emoción, aceptó que Daniel fuera quién era y no el que él se había imaginado.

    Tiempo después, terminaron haciendo negocio.

    Don Fausto le dijo en confianza que “la primera vez que lo vi a usted, pensé que era el difunto que me venía con reclamos».

    Daniel Irala no opinó sobre los decires de don Fausto. Tampoco opinó sobre “el difunto” que acabó muerto de varias puñaladas “aunque realmente se estaba transformando en un problema, porque le había entrado vocación por defender cosas indefendibles y enfrentarse a nosotros…” le había aclarado don Fausto.

    Durante días Eleuteria lo miró revolverse como si se hubiera quedado enjaulado.

    Daniel conocía bien los síntomas. Sabía cómo empezaban a aparecer despacio pero inexorablemente y se iban acomodando uno por uno encima de sus días hasta que la fuerza se le soltaba adentro y empezaba la lucha de quién gobernaba a quién.

    En el colegio religioso, donde su padre lo internó, seguramente con el afán oculto de salvarlo de aquel mal pernicioso y devorador, enseguida empezaron las curas, porque había llegado con el mote de “endemoniado”, así que cada cual podía probar en él el exorcismo que le viniera en ganas, además de los que ya había probado todo el mundo.

    Pero ni todas las fórmulas de la Inquisición pudieron contra la fuerza poderosa de su naturaleza.

    Sí, en cambio, lo obligaron, para poder sobrevivir, a manejarla. A que no se estuviera saliendo a cada rato. A controlarla segundo por segundo. A saber sus secretos. A conocerla detallada e íntimamente.

    Aún así, pese al esmero furioso que ponía en ocultarla, los curas la descubrían.

    Hasta que un día, el padre Benedicto, harto de tanta penitencia y exorcismo y convencido de que tanta agresión era más perjudicial que beneficiosa, lo llamó al Refectorio.

    Daniel ya esperaba alguna nueva forma de quitarle el demonio, más sofisticada quizás que las burdas torturas y los interminables rezos. No dijo, en consecuencia, ninguna palabra, porque cada vez que hablaba, lo que decía se le venía en contra.

    “Quedan muy pocos de tu especie… Pero el Señor sabe que a cada cual su afán y por eso, todas las criaturas de su Creación tienen un propósito. Si me prometes manejar tus fuerzas yo prometo educarte sin castigos. Y te aseguro que puedo hacer que te parezcas a los demás hasta que el Señor disponga lo contrario.”

    El padre Benedicto había cumplido y por eso él había podido regresar a Villarrica.

    Mirando a Alfonsina, Daniel acabó la comida y luego de beber un largo sorbo de vino, se puso de pie.

    Sobre la mesa le dejó algunos papeles con un apenas murmurado: “Para usted, señora…”

    Y esa noche, luego de varias sin hacerlo, durmió como un bendito.

    La lluvia / Los gestos / Casilla en blanco / Por el margen del río » Por Rosario Alonso

    La lluvia

    Olor a tierra seca levantaba la lluvia.

    No existía otro aroma
    que tirara a mis pies, un cuerpo a tierra,
    los signos de tensión acumulados.
    Ni siquiera tus ojos.

    Mi mente era un imán
    que atrapaba trocitos de descanso
    y llenaba mi piel con otra piel distinta,
    con el agua tapando la impotencia.

    Porque yo era una herida en un grito callado
    y solamente tú percibías los sismos
    de todas las ventanas de  mis miedos,

    hoy sabes que la lluvia me persigue
    para cobrar su deuda.

    Los gestos

    Cuando murió
    me quedé con las manos tan llenas de mis gestos
    que le contaba al aire el tacto de su cara,
    porque hubo un lenguaje que fui perfeccionando
    tan sólo para el rastro de su olvido.

    Y toda esa inventiva se quedó entre mi lengua
    sin nadie a quién pasarle aquellos códigos.

    Cualquiera no era apto.

    Tal vez por eso
    hoy me cansan los gestos, los estándares
    que esconden cortesías a granel
    y no van más allá de la mera palabra.

    Pero aquí sí consigo
    sepultar cada norma.

    Casilla en blanco

    Te vi a lo lejos
    sin sospechar la causa que me abría el instinto
    y mi piel se estiró como una duda
    haciéndose, sin más, casilla en blanco.

    Presentía tu dulce persistencia,
    tan firme y tan cercana
    que iba resolviendo las incógnitas
    clavadas, a la vez, sobre mi cuerpo.

    Todo se convirtió en sutura
    casando tu verdad como en un puzle
    a esa forma tan tuya de vivirme.

    Y me quedé mirándote a lo lejos
    convertida en sudoku.

    Por el margen del río

    Salgo de noche al raso y con la brisa
    que va peinando el río.
    Me cubro con el tacto de tu cuerpo
    porque tengo presente el calor de hace un rato.

    La senda es un misterio que me acoge
    y yo acojo su vida
    porque hay pulso de árboles y pájaros
    hablando junto a mí
    y así descubren
    que soy herida dentro de otra herida
    cuando echo de menos las manos de mi madre.

    Aparece la calma entre los márgenes
    que parten la ciudad con su vena de agua
    y mojo los pies y empapo los recuerdos
    con las sombras cubriendo cada paso.

    Sólo espero la luz
    que empieza en las farolas cuando pierden su auge.

    Sólo quiero que crezca junto a mí la mañana
    y me integre en su pecho

    como tú haces conmigo.

    Acerca de Rosario Alonso

    El timbalero amigo de mi amigo (De un Anecdotario Carcelario) » Por Orlando Estrella

    Los primeros días de estancia de los reclusos en los penales siempre son complicados, nunca faltan conflictos, cuando no es con los rateros, lo es con los manipuladores en busca de ventajas atento a ser presos viejos.

    Si en tu expediente figuras solo, la cosa es más compleja todavía. Eso es un signo de debilidad como lo fue en el mío. Tuve algunos conflictos menores y siempre hay que estar alerta, pues te quedas incluso sin cama, si es que has comprado una.

    Una mañana mientras compraba algo en el colmado de Adolfito, un ex preboste de varios años y hablábamos de algunos reclusos que conocíamos, mencioné a un compañero del ala sindical y él reaccionó sorprendido:

    — ¿Tú conoces a Nolasco? —me preguntó.

     Le contesté que sí, que era mi amigo. Entonces él brincó desde su mostrador (pensé que me iba agredir), se dirigió a mi sitio al otro extremo del pabellón, tomó la cama y la arrastró con violencia al medio del local. Luego la empujó hacia su frente, movió otras camas y la colocó, mientras me decía: «Este es tu sitio. Al que se meta contigo pártelo, no hay problema».

    Me explicó que aquel compa que yo le mencioné era su amigo de la infancia, y que se habían criado como hermanos. Luego agregó: «El que es amigo de Nolasco es mi amigo».

     Luego señaló la parte de abajo de su cama.

    —Ahí dormía él, una vez estuvo preso en el hospital y logré traerlo aquí, tuve que dar algún dinero. Me señaló que en lo único que no estaba de acuerdo con él es en la «maldita política, eso lo va a hundir a todos ustedes más tarde o más temprano».

    A partir de ahí mi situación cambió de manera notable.

    A la hora de cerrarse las puertas del pabellón, Adolfito colocaba unas latas y otros objetos y comenzaba a tocar y cantar, él era uno de los dos mejores timbaleros del país y había tocado con varias orquestas hasta el día de su problema.

    En una ocasión, un director musical visitó el penal a tratar de que las autoridades le facilitaran el músico por dos noches, pero la negociación no fue posible, eso demostró el nivel profesional de este hombre.

    Mientras tocaba parecía como poseído por el don musical y había que llamarle la atención para que los reclusos pudiéramos dormir.
    Tenía en sus espaldas unas cicatrices de heridas no bien atendidas y, más que cicatrices, parecían cordones de gran grosor, quizás de cortes de cuchillo o machete, lo que le daba una imagen grotesca.

    Como buen preso viejo siempre tenía guardadas bebidas, y me preguntaba: «romo o whisky», en son de broma le decía » hasta trementina que sea». Después de dos tragos dentro de un penal comienzas a ver los barrotes como de cartón y a los policías chiquiticos, pero cuidado con eso.

    No me imaginé que con la mención de un amigo común mi situación iba a cambiar para bien, lo que demostró que la amistad es un fenómeno que se puede transmitir más allá de lo personal.

    Acerca de Orlando Estrella

    La eternidad de un instante / Monólogo / Leslie J. / Soneto al hijo que no tuve » Por Gonzalo Reyes

    La eternidad de un instante

    A Mary J Varher

    Estaba en la mitad de mi plegaria
    cuando llegó desde un balcón
    —balcón de la certeza y el ensueño—
    la imagen de tu rostro en mi delirio.

    Llegaron como potros
    a la pradera de la fiebre,
    a mi desierto de tu carne,
    los sueños que produce la heroína
    lanzándome a buscar, a perseguir
    “La rosa púrpura del Cairo”.

    Y saltaste a mis ojos:

    surrealismo del lenguaje corporal,
    paciencia de segundos en el río,
    rayo celeste que descarga
    en los dominios del asceta
    su anuncio de tormenta y de caricia.

    llegó tu luz
    palabra que se extingue y se reencarna,
    principio y fin, eternidad de un solo instante,
    susurro del asombro que a mi asombro
    insufla vida, con algunos signos,
    la realidad de tu mirada.

    Estaba en la mitad de una oración
    cuando de pronto recordé
    que soy agnóstico.

    Monólogo

    Sin proponérmelo hice de mí
    el gran actor de una triste comedia;
    caricatura con alto perfil
    que se reencuentra en un verso, un poema.

    Mi vocación de payaso es reír
    y hacer reír, una cruz que me pesa.
    Mas un empeño retoca lo gris:
    todo el trabajo que pongo en las letras.

    La identidad de anormal y su credo,
    del trovador sin canción ni guitarra,
    del caballero que halaga a las damas

    son solo máscaras, trajes, relleno…
    y del conjunto de rostros que atisbas
    éste que escribe en tu piel, no es mentira.

    Leslie J.

    Ella es quien guía a su mamá, ella es sus ojos.
    Los pocos años no la frenan en su andar
    para salir y aventurarse —sin cerrojos—
    a una ciudad con mil enredos por salvar.

    Leslie dirige con la mano en el timón,
    y el mar se rinde a su niñez, un mar in-gente.
    Camina cándida y confiada en su intuición
    camina atenta a los obstáculos, valiente.

    Sus cinco años son la luz de una mirada,
    la madurez y la esperanza, la fortuna
    de aquellas luces en lo oscuro de la luna.

    Siendo una niña es la paloma no entrenada
    que vuela lejos con tres alas en el vuelo.
    Hoy su estatura no se mide desde el suelo

    sino a partir de dos mujeres y un anhelo:
    sumar su crónica, una más, a la memoria
    de sol y sombras que se tiñen de victoria.

    Soneto al hijo que no tuve

    No puedo imaginar cuánto es que dueles, crío
    porque me comporté como el mayor cobarde.
    Huí de nuestro pacto, sabiendo aquella tarde
    que decidí vivir sin ti, con un vacío,

    que con el tiempo yo me lo reprocharía.
    El día de la siembra se fue durante agosto
    y las lunas de octubre decretaron el costo.
    En mi río no hay peces, solo piedras y umbría.

    Acepto que mi ciclo se agotó y las horas
    corrieron sin el gozo de festejar tu santo
    y me perdí las noches de consolar tu llanto.

    He sido un hombre gris que se privó de auroras;
    errante solitario en su egoísmo preso
    que no movió montañas por un amor y un beso.

    Hoy me hace compañía un fiel sabueso
    y añoro de unos labios, su calor, su legado…
    un cachito de vientre sonriendo a mi costado.

    Acerca de Gonzalo Reyes