En el color del té yace el silencio como yace la voz en la memoria.
Observo el té con un romanticismo infantil y casi desapegado, de la misma forma en que observo el mar cuando navego y me abstraigo en él hasta que siento cómo renacen las cambiadas alas de mi espalda. Porque un demonio no es otra cosa que un ángel con las alas cambiadas, dije o dijiste o dijeron para ahí y cada uno hizo de esa frase algo para reflejar su imagen/semejanza.
Miro fotografías como quien sigue un mapa. Han viajado conmigo en la caja de esconder polizones y cosas que ya no he de mirar.
El humo frágil ni siquiera consigue transformarse en fantasma sobre el pequeño vaso marroquí. Es un hilo tenaz que asciende un blend sin alas a mi nariz fanática del té.
¿Por qué te gusta el té? me repetías, como una incógnita insoluble. Pero yo nunca supe responder, así que respondía: «solo porque me gusta».
Solo porque me gusta, como todo aquello con lo que me comunico en un idioma que ni yo conozco pero en el que me es muy fácil habitar. Habitar, sí, como a salvo.
Las fotografías de aquel tiempo en que los dioses eran seres próximos y la esperanza un hábito, tienen en mi particular cartografía el mismo espacio extraño que este espejo de té. Son un espejo amarronado y lento, que devuelve, desde su quietud, otras imágenes. No las que se reflejan, sino otras.
No rozo su intensidad. Fue otra intensidad y ahora, solo es un espejo que devuelve una vaga sensación de haber vivido, hasta casi demás.
Hay tantos muertos hoy en este espacio, en este espejo. Hay tantos muertos hoy en este té que bebo a solas en un cuarto lleno de penumbras de mí.
Porque yo también me he vuelto una penumbra.
Después de tu silencio, una penumbra.