Todo continuará cuando cierre los ojos definitivamente. Yo me iré y quedarán tareas inconclusas, no habré aprendido todo, me iré sin más reclamos, sin darles más respuestas. No sabré ni la fecha, ni la hora, ni el valor de mi entierro y no me importará, ya nada importará, ni siquiera que deje de dar explicaciones y nadie, ni yo misma, pueda con un regaño.
Espero que después no surja algún soldado que quiera reemplazarme en esta imaginaria hasta quedar sin resto, alguien que encuentre el norte sin agujas y ofrezca su columna como armario de errores.
Se apagará mi luz y tal vez, sólo así, de sus ojos se caigan las cortinas, entiendan que detrás de las ventanas hay golpes, frustraciones, sufrimientos y sobre todo hay un aire delicioso .
Ana Bella López Biedma – España
Cuadernario de silencio
Un golpe. Un golpe y el silencio.
Hay un hombre talado en mitad de la tierra. Sus raíces me muerden de los pies a la boca. Apenas es de día y, sin embargo, se ha derrumbado el sol sobre mi espalda.
Después solo un tic tac acuoso, inexorable y un pasillo plagado de luciérnagas con su destello triste.
Mi mundo se parece a un ajedrez lleno de damas blancas que cruzan el cansancio de mis ojos con su rictus de pájaro.
Voy tejiendo la espera con hilos de colores que destiñen mis manos, deshaciéndose en lágrimas que gotean también sobre el silencio.
Hay un beso de polvo que se durmió en tu nombre por no llamarte hogar lo suficiente.
Ángeles Hernández Cruz – España
Los de antes, los de ahora
Un pañuelo anudado detrás de la cabeza enfunda mi cabello rubio eslavo con tonos albaneses; los ojos se entrecierran para que no deserten del horror mis párpados semitas; la nariz es de indígena amerindio, pequeño promontorio que equidista los pómulos de un azul bereber; de Birmania y el Tíbet es la sal de mi cuello, y la barbilla siria se me escurre sobre la piel del rostro negra centroafricana.
Mi lengua habla el idioma de todas las mujeres, los niños y los hombres subidos a unos pies que se deshacen por el camino amargo de la huida, al vadear los ríos de esperanza, cuando escalan los muros de vergüenza, y al adherirse al suelo de los botes que llevan rumbo al fondo de los mares o al castigo de una deuda perpetua.
Como una Hipatia torpe que no intuye la órbita donde tu boca artera debajo de mis párpados dirigirá su rumbo en tacto de relámpago, te espero a cielo raso fuera de toda lógica.
Y te espero temblando, desnuda de retórica, cansada de otro lunes, anhelando ese sábado que hay en la comisura de tu decir de escándalo donde solo yo veo tu soledad inhóspita.
Has destrozado en vuelo esa barrera última donde parapetaba mi ternura de acuífero, volviéndome mujer de transparencia impúdica
que te busca en los labios un resquicio de oxígeno. Para sobrevivir en mi mundo caótico he imbricado a mi piel tu corazón indómito.
Serendib
Me resisto a la inercia de romper el espejo, de construir mañanas de polvo y de quimera, de aguardar mientras otros me llenan la cartera de verdades prestadas. Existo en el reflejo
de la mujer hermosa de sol dulce y añejo que corre por las calles sin masticar la espera con los huesos en flor. Boca salina y fiera, no me agrieto jamás por ningún dolor viejo.
Miro en tecnicolor los espacios más grises y habito entre las ruinas con ventanas al mar. Mi suerte está en tu estrella que alumbra mi recuerdo.
Guardo cartas de espuma en el bolsillo izquierdo de mi camisa. Canto sin garantías bises y doy gracias si a ratos conjugo el verbo amar.
Respiro tu animal de boca suave y tus dedos recorren mi tiniebla, despejan, sin temor a los caminos, las roncas sensaciones de mi bestia y nos calan, profundamente vivas, en su inmoralidad, nuestras mareas.
Desarmo el valle fértil de tu espalda, y te siembro los dientes de mi huella si tu voz se reclina en el susurro cortada en el amor como una cuerda que me salpica entero con tu nombre al estallar vocales que se queman.
Hacemos del amor la indisciplina que sacia sus orgasmos con violencia en esta soledad bajo la noche y en este bar de copas de la pena.
Así, juntos y solos, como siempre ceñimos el vaivén de las caderas y el mundo es este mundo interminable en que somos un macho y una hembra.
Después vendrán de nuevo las distancias, la prodigalidad de las ausencias, el tiempo camaleónico del bien donde no cabe el coito de dos fieras.
Cumplamos con nosotros esta noche. Ya se verá después, qué nos espera.
Gavrí Akhenazi
Respiro de tu boca como el beso que nunca ha sido beso. Te desvuelas en la fragilidad que de mi nombre llega a tu nombre. Urdes con tu lengua ese verso puntal que se me clava en el centro voraz de la contienda de medirnos la sangre, siempre al borde de cada oscuridad. En la marea de tu playa me adentro como un barco cansado de su piel, suave madera abocada al naufragio de una noche, vencida por el filo de la ausencia.
Tu mano seminal traza una ruta que va desde tu hastío hasta mis huellas y muerde con la urgencia de las ganas los muslos de mi soledad. Te acepta la mujer que se esconde entre mis pliegues, lluvia sumisa, tempestad violenta, hecha toda de agua en la palabra que nunca pronunciamos. En tu puerta he dejado la ropa y los despojos, abiertamente sola a cielo abierta.
Ana Bella López Biedma
A mi costado, mansa, frágil, dulce tu orografía es un planeta inmóvil, una curva de luna atravesada por la penumbra de la medianoche. Llena y frutal, igual que un higo intenso tu sabor de abrevar constelaciones me ciñe sus perfumes a la boca y me empapa la piel de tus olores.
Ahora estamos así, serenos, anchos, gozados en el filo de otros soles y pronto yo me iré, de madrugada, gato fugaz que escapa a sus rincones, mientras tú aquí, de pronto alunecida guardarás en tu vientre sin temores las voces de pasión con que no hablo por no quedarme fiel, junto a tu nombre.
Gavrí Akhenazi
Agreste pergamino el de tu tacto que vira en ámbar líquido si posas la lluvia de de tu aliento por mi talle escuálido de sol. Tus manos rotas se acercan tan extrañamente lentas que parecen sembrar piedras preciosas.
Igual te irás, si acaso es que estuvieron cerca de mí tu sangre y tu derrota o quizás era solo el espejismo de la luna en el charco de mis botas. Acaba el onanismo de las letras dibujando humedad bajo mi ropa.
Y es que no me conformo con los dedos de un hombre que me sepa más que sombra o el sueño de una noche de verano que me busca en invierno por la boca.
De espuma son las aves de mi vientre y vuelan con la sed de las deshoras cuando muerde el insomnio mis costuras de mujer desoladamente sola.
He cerrado las puertas de este cielo y vuelvo suavemente a mi pagoda.
Ana Bella López Biedma
Tu pagoda es aquí, junto a mi mano que se extiende a tu mundo de humedales tallando un huerto de árboles frutales a filo de puñal. Lento artesano sobre el sancta santorum de tus males, limpio tu soledad y los retales de otros dioses ausentes. Te profano en tu actitud de ánfora sagrada, con mi voracidad desvergonzada
y es tu estremecimiento un canto vivo que libera la bestia con que escribo esta letra callada.
Gavrí Akhenazi
Ronco bandoneón, llega tu voz a mí pausadamente. Del ombligo a la frente me va desanudando de emoción. Extraña tu canción abre el brocal del alma. Puro viento cuando tu boca brama el sentimiento sin disfraz ni atadura. Tiembla, pausa y premura, la piel, breve el espacio en que te siento.
Me desarma tu canto, negro y luna, calor de cielo rojo en primavera. Vale la espera el tiempo de sin ti, nada y hambruna. Me juego la fortuna sentada en el arcén, pasa la vida. Y mi silencio al beso de tu herida sobre la alfombra de la confidencia. Dame la esencia de tu lágrima honda y más prohibida.
Bebámonos el vino que nuestra soledad nos brinda en el camino.
Criaturas extrañas, las casas sin cristales iluminaban sus ojos con la tristeza de las farolas.
Él era la boca de tragarse noches y las manos del hambre. Y yo carne de pérdida.
Fue más la forma de violar el pensamiento, cuando la lengua taladró un agujero pulcro en mitad del cerebro y puso allí su nido de serpientes.
Eres mala.
Cierro los ojos. Veo el mar y una playa desierta. Canturreo sin mover los labios. No estoy aquí.
Tú eres la culpable.
Él me robó el apellido de todos los hombres. Después odié a mi padre. Lo odié tanto que casi lo perdí.
Cantar me devuelve la parte de mí que no sobrevive.
***
La sonrisa es un ave migratoria.
Con los dedos palpo su vacío en mi rostro. Toco la piel del llanto. Toco la nada.
No existe la primavera. Es una excusa del destino para volver más crudo el invierno. Yo no sentía el frío cuando era cadáver.
Migró también la luz de las pupilas, el tiempo de soñar y el cielo virgen. Ya no me encelo más con la alegría. Es demasiado agudo su filo para mis venas. Y al final lo pongo todo perdido.
***
A veces me siento enferma de ruido, ese ruido que alguna vez será silencio y ahora es un murmullo gris, espeso, desquiciante.
Soñarse en otra boca es ahogarse en un mar escuálido y turbio. Derramarse por la boca en una marea que se mueve siempre de dentro hacia fuera, que anega la otra boca y hace desaparecer el mundo. Lo otro es besarse sólo. Y solo.
Anoche soñé que estaba condenada a muerte. Esperaba en un patio que parecía un desierto. Nadie venía a despedirme. El miedo se agarraba a mi costado como un dios terrible y la muerte no era el dolor, el dolor era la soledad infinita, ese patio infinito, ese mar infinito.
Soy un alma diminuta que guarda las distancias para no romperse.
***
Besar una lápida es tan triste… se quedan ahí los besos, afuera del silencio, descolgados y en ruinas. Y tú los miras, tan ajenos, mientras aún te humean los labios y piensas que parecen las guirnaldas de un árbol de navidad en febrero.
Algunas veces me alegro de ser tan diminuta por dentro. No me cabe el dolor y sobrevivo a base de anestesia y prisa.
Reconozco el sabor de los charcos y todos los te quiero que se me quedaron varados en la boca.
***
No hace falta conocer el día exacto. Está ahí, agazapado, buscándote la lluvia y los despojos. Como el olor de un trueno, como el hambre que viene tras el hambre, se acomoda dentro de tus entrañas y espera. Es el final que llega y con él, el silencio.
La primera ventana al mundo emerge de los labios del deseo. Letanía dulce que acalla la razón y vuelve la piel líquida. Es el sueño que vive en otro sueño, del que nunca despiertas. La voz incandescente, la premura de un beso sin esquinas, la estación de un tren desnuda como un páramo y tus pasos, y sus pasos…
Y luego viene el pensamiento en vilo, el tragaluz de los quizás, el vuelo del mañana que no llega, las manos en un cuerpo como interrogantes, querer clonar la vida y converger dos líneas paralelas. Y todo goteándote la boca porque el alma también tiene los muslos de una mujer sin luna. Y así pasan las noches…
El último balcón tiene vistas al vacío. Allí, donde los días no son sino recuerdos de agua que destilan las manos y las lenguas, es donde te emborracha el dolor y desdibuja el sol de tu silueta, volviéndola de sombra y de costumbre. Allí se cierra el círculo y el mundo se vuelve inhóspito y fugaz como las cosas que no importan.
Por qué, dirás, por qué, sabiendo ya el destino de un infierno diminuto y febril donde sólo cabe tu nombre, por qué seguir siendo parte de un presente imposible. Porque estoy viva hoy y ves, es más de lo que dije nunca antes.
***
Estaba sola antes de estar sola. Envuelta en un papel de estraza arrugado y triste.
Estaba sola con mi soledad de orilla sin agua, sin pisadas, tan de arena que ni sed tenía.
Y me inventé un reflejo de luna para las noches largas, luminoso y frío, trazándome una línea en el suelo. Yo era la equilibrista de la sonrisa pintada y la pértiga sin límites.
Yo soy de Madrid y puerto, dividida en mis amores. Salitre y sol, los olores de mi corazón abierto. Solo en la mar me convierto en un barquito de vela que va siguiendo una estela invisible a otra mirada, la de una cometa alada que me juega a la rayuela.
Yo soy de pueblo de mar. En mis primeros abriles de cantos y aguamaniles con sus manos de volar mi madre, clara y almar tejía flores de luna por las barras de mi cuna. Y el hierro soñaba arena, y el rebozo, yerbabuena. Sus ojitos de aceituna
arrebolaban la tarde entre coplas y la brisa competía con su risa. Que su luz la salvaguarde allá donde esté. Cobarde la muerte, que enamorada se la llevo una alborada del brazo, como un amigo. Mi soledad, yo conmigo, siempre dentro mutilada.
Ana Bella López Biedma
Mis muchos pueblos son uno y el uno se encuentra en todos: madres de lengua y de modos, padres del pan y el ayuno. Vívido el niño que acuno sobre un páramo de fuego con la nostalgia del juego y el sabor de la inocencia. Pueblos de niño y creencia, pueblo de lucha y de ruego.
Abuelas de la labranza, carros de vacas y cincha, trazo reseco que pincha y a las vísceras alcanza. Rostros adustos. Semblanza surgida del aire frío y del paraje sombrío. Fuerza de carnes morenas. Atemperadas sus penas a golpe de puro brío.
Bicicletas que en sus hierros guardan sudor y trabajo, bielas arriba y abajo, esfuerzo en días de perros. Tormentas en los entierros con infiernos prometidos para los que, descreídos, no ven a Dios en la mina cuando el grisú extermina hijos, padres y maridos.
Sergio Oncina
La oscuridad, gota a gota, se va filtrando en la tarde mientras el cielo hace alarde de su última derrota. Vibra en el aire la nota de un pájaro estremecido y hasta la boca del ruido se calla por un segundo. En la cornisa del mundo crece la sal. No ha llovido
y el paisaje cristaliza suspendido en el destiempo. No se pasa el pasatiempo de esta no-vida postiza. Quiero dibujar con tiza una ventana en lo oscuro y escapar de cada muro que la realidad impone. Busco la luz que emocione esta piel de sinfuturo.
Invento una costa larga toda tierra y sol, un puerto de barquitos, mar abierto mientras un quizás me embarga. Pasará esta nube amarga y en un banco, frente a frente, nos sorprenderá el relente entre historietas y guiños. Alicia y Pan, siempre niños, libres siempre en nuestra mente.
No más cartas amarillas ni más sepia en nuestras fotos. No astillaré besos rotos para unir nuestras orillas. Retrocedo en las casillas de este juego improvisado y dejo atrás el pasado pintando un nuevo paisaje. No traigo más equipaje que un corazón desnortado.
Ana Bella López Biedma
Existen tantos modos de añorar el pasado como hombres que sueñan con futuros mejores, ayeres y mañanas que emborrachan el hoy, utopías sin luces para evadir las sombras. Me confieso culpable, reo de la nostalgia, soldador de recuerdos que debieron morir bajo el manto real de lo que veo y toco, fabulador, infante, mi propio ilusionista y lechera del cántaro que se rompió en añicos. Espero veredicto sin miedo a la condena pues no hay mayor castigo que obviar el presente.
El efímero paso para el grano preciso que entre las estrecheces se abandona y decanta minúsculo y medroso, sin mirar hacia arriba, a un ineludible encuentro con el tiempo. Qué sentir de camino, a merced de la fuerza que me arrastre hacia abajo, gravedad insolente, y no cese en el empeño de buscarme un lugar sobre la alfombra poso donde el resto murió. Cayéndome al vacío, cementerio de granos en el que aglomerarse viendo a otros vivir.
En una tumba oscura seguiré siendo yo, errante en el paisaje de la memoria viva o soñador de encuentros salvajes y furtivos con alguna mujer a la que no conozco. Quizás logre aprender a pedir libertad con los ojos cegados por las ausencias nuevas y el ahora me haga más falta que el ayer, y no importen los luegos porque todos me alivien. Pero «quizás» no es término que asegure verdades y yo soy un cazurro, viejo-niño romántico.
Sergio Oncina
Los días van pasando. Uno tras otro se suceden inevitablemente monótonos y eternos. Y se vierte ese líquido espeso en cada roto de lo que soy, sin un quizás o un pronto que muerda esta mortal alegoría de vida sin vivir. Y en estos días de olvido, a mi lugar llega sereno el eco de tu voz, igual que un péndulo constante en su vital melancolía.
Hoy que me siento absurda, que mi voz se quiebra en viento y sal por las esquinas he vuelto al dulce añil de tu sonrisa por sacudir de nieve al corazón. Y se ha parado el tiempo en el reloj mientras piso tus calles. Voy descalza, con la tristeza a cuestas, que se ensaña como un animal vivo y que me muerde el vientre, el corazón y hasta la mente. Te busco en las costuras de mi espalda.
Me llama el soñador que se despoja de alardes y disfraz, y que en su mano lleva tan solo el niño que ha quedado después del qué dirán o a quién le importa. Me llama cuando agrieta con su boca el verbo soledad que hay en mis noches. Quedan en pie una mujer y un hombre y un mundo de papel en cada sueño. Y queda el ancho mar del pensamiento para inventar un mundo sin razones.
Ana Bella López Biedma
El hombre medía silencios y sílabas rotas sin voz que entonase sus versos de vida vacíos. Llegó la mujer. Desdoblándose parió con sus notas los ecos del viento y un mundo sin días sombríos.
Entonces, el hombre callado miró a la mujer atónito y firme, admirando sus luces y rayos, tan cerca y tan lejos, sin ojos que mientan al ver que brota las flores si duermen abriles y mayos.
Y, juntas sus voces, se agrandan rompiendo cadenas, reúnen las aguas calmadas creando los mares con pizcas de sal agrietada y lunas que llenas agitan las olas y funden comunes glaciares.
Yo sé que no soy pájaro ni vuelo. Apenas polvo suspendido en el aire. O alguna cosa frágil, delicada, un respirar de loza, la sombra en un cristal.
A veces me pregunto que se siente afuera de esta yo que se arrebata siempre cielo adentro. Polvo a contraluz extrañamente quieto. Polvo sin viento. En espera.
Como un lugar donde nunca entra nadie. Como un espacio solo. Solo.
Escribo puentes de cristal, diminutos, invisibles al tedio o a la prisa. Filamentos de luz que con la luz se quiebran. Tejidos con las manos aun niñas, libres de culpa o de razones. Apenas una respiración cercana basta para que se diluyan en el aire y desaparezcan.
Pero yo escribo puentes de espuma sobre la piel del mar, salpicados de sal, como ese primer beso que no llega y se queda en el borde de los labios, vestido de promesa. Puentes que solo esperan pero que nunca esperan. Ajenos a la lluvia en mi ventana, o al monótono gruñir de la lavadora. Ajenos a la vida.
Escribo puentes hechos de palomas mensajeras. Puentes que no dicen nada, y no quieren nada. Miles de puentes que parten de un lugar que es solo mío. Puentes perfectos que a veces, casi sin darme cuenta, alzan el vuelo.
Agitas la distancia como un pañuelo blanco contra el cielo.
Nada te toca afuera de tu llanto o tu risa. Hombre de peces quietos sin escamas que reniega del tacto de oleaje y del mar hecho añicos.
Hombre de piel de herida, nunca dueles, cara de mimo, toda escarcha y tajo y siempre sangre adentro.
Te observo en el alféizar de mis noches -de sábanas inermes- bámbola apenas luz hecha de llanto, mientras te boicoteas las esquinas con papeles que crujen como grillos pisados, o que cortan la yema de los dedos con su látigo.
A veces me pregunto cuándo tiembla tu arena al contorno de espuma, o se derraman flores incandescentes en tu boca.
Cuando la oscuridad sueña renglones rotos en tu abrazo.
De esperas
Donde pongo mi voz, pongo la espera y pongo mi silencio si es preciso. Guardo en mi boca el sol más insumiso y en la caricia soy blanca bandera.
Donde pongo el amor me ofrezco entera, sin medida, sin precio y sin permiso. Abraza al hierro mudo en compromiso mi vocación tenaz de enredadera.
Donde muere la sal beso la herida, donde brota la sangre más oscura cierro con mis dos manos y en sutura
derramo mi agua clara, canto y vida. De espera el corazón, sin parapeto, hibernará a tu verso, tibio y quieto.
A pura muerte
Acomodo tu verso a mi costado, una estatua de luz, un dios obsceno, tan fieramente dulce que un pecado me graba a sal tu lengua como un trueno.
Me tiembla el agua en tu reflejo armado de níspero procaz, hirsuto y pleno, que empujo a la pared en verbo osado bebiéndome de un trago su veneno.
A plexo descubierto y piel devota la lluvia escribe en piedra los vaivenes que anegan mi garganta gota a gota
y desanuda el sol de mi cordura. Guardo el último canto en que te avienes y abrazo a pura muerte tu ternura.
Me crecen las ortigas en la boca donde antes sólo había un mar de espliego. En tus manos de azogue y voz de fuego lo que fue pedernal se ha vuelto roca. Mi piel no se equivoca. Soy el hambre que existe entre dos despedidas o el olor de estas lágrimas suicidas que siempre se deslizan por mi cara. Mi vocación de beso y almazara no llega a tantas vidas.
La espera se hace líquida y fecunda en todos los espacios de mis noches. Mientras en las aceras, los parques y los coches llueve ausencia de ti, llueve e inunda cada rincón. Como una flor rotunda crece el dolor, un agujero espeso que rompe cada luna, cada hueso entre sus dientes de alimaña impía. Llueve y no hubo nunca mas sequía en este corazón torpe ex profeso.
Tiempo de bruma
Hay días largos y fríos, como una tundra infinita que se extiende ante los ojos y nunca se va. Proscrita del paisaje de la piel huye la vieja alegría, mientras las ausencias clavan su silencio en las costillas.
Me rebelo en soledad a la muerte sin orillas que se lleva los pedazos de la que fue nuestra vida en un hermano, una madre, viejos, jóvenes, chiquillas…
Nadie se escapa al abrazo del adiós. Y aunque no olvida nuestra realidad presente el puntal de tanta herida, hay que honrar al que no está con cada sol que nos brilla. Nada nos cabe en el hueco de un corazón a medida que nos completaba ayer y hoy es sombra en cada esquina.
Pero el tiempo, hecho de bruma, se está yendo de puntillas.
Hay que soltar la tristeza del pasado retenida cuando una mano aparece como un pájaro suicida para ventilar la casa, sacudir las esterillas y llenarnos el jardín de guirnaldas y bombillas.
Dejar que nos vuele adentro, y que pose su caricia en el alero del mundo donde todo va deprisa. Que nos sosiegue las nubes y nos respire de brisa.
Que recuerde quiénes somos, esa espontánea alegría que se anida en nuestra boca cuando se encuentran las risas y chocan en la distancia como dos locos tranvías. Ese tiempo compartido donde no caben mentiras, y las promesas se cumplen y los tiempos se apaciguan.
Soneto de invierno
He bailado en el agua frente a frente con tu ausencia de páramo. Desnuda he rozado tu prisa que se muda dejándome su rastro de aguardiente
en la garganta de soñar. La gente ha pasado por mí sin ver que, aguda, se clava la palabra de tu duda bajo la piel de mi coraza. Miente,
porque no quiero desvivir contigo si me dejas las manos sin abrigo. Por ti el milagro, tú sembraste eterno
la flor exuberante en mis despojos y brotó tierra y agua. Ahora el invierno ha vuelto a la ciudad que hay en mis ojos.
Te miro tan desde lejos pero te miro tan cerca… bajo los húmedos párpados, como una niña traviesa mira en el escaparate un gran helado de menta y se relame en silencio con su boquita entreabierta.
Te miro cuando no miras en el trasluz de las puertas bajo el cristal del asombro, aunque me pongas mil rejas te miro. No hay más lugares donde me lleven mis velas, si tú te mueves, mi norte contigo se mueve. Trepan las ganas sobre mi cuerpo, voraces enredaderas, y me envenenan los labios en arrebato y ausencia.
Te observo, pez taciturno sin agua y sin sed. Me apremia el deseo de estrujarte hasta que sangren las piedras.
Te miro cuando sonríes con ese rictus de niebla, y cuando cierras los ojos al borde de las estrellas. Con ese gesto tan tuyo de levantar una ceja en ese segundo mágico que se rompe la tristeza. Te miro tan en silencio como una estatua muy vieja y espero, como tan solo el mármol forja la espera.
Te codicia mi saliva sobre el pensamiento, mientras la carne se vuelve roca, la roca se vuelve arena y se la lleva la brisa devolviéndola a la tierra.
De bermellón y de luna sobre tu espalda de absenta he pintado con mis ojos veinte pinturas de guerra y con la lengua he borrado toda la sed de la tregua. He cincelado de espuma la verde sal de tus huellas, y se ha varado en tu orilla hasta mi última madera.
Te miro hasta lo profundo de esta profunda quimera.
Somnium ex machina
Hay un lugar azul, como de lirios y de temblor, una pequeña isla de naranjal en flor donde la luna se asoma al tragaluz de los deseos.
El tiempo allí transcurre en una espera larga hecha de azogue y puentes levadizos. Un silencio que apenas hace ruido llena todo.
Extiendo el brazo. En él se prolonga mi mano hasta los dedos y más aún hasta la arena tibia. No soy yo quien la toca, es esa luz que sale de estos dedos que casi no son míos, dejando un aleteo de ternura.
Un perro escuálido me mira desde lejos. Adivina mi corazón con vistas al presente, mis trenzas a estrenar. Sé que sonríe.
Una cabaña cierra el horizonte. Allí entre sus paredes hay un aguardentero de piel extinta y seca, de junco y piedra clara que licua las palabras en frascos transparentes y los regala siempre al por menor. Allí bebo feliz hasta el derrumbe.
Luego cruje la calle y frena el autobús con su sonido triste. Amanece Madrid por las esquinas con su beso de Judas fluorescente.
A paso lento, sin ganas, se va acercando el verano y yo sigo en este invierno sin el vuelo de tus manos.
No pienso en ti, no te añora este cuerpo tan huraño mientras mis dedos escriben tu nombre, seco y amargo en las ruinas de mi ombligo.
La oscuridad de mi cuarto te dibuja entre las sombras y en mi sombra reflejado.
Toca tu ausencia mi pecho caído, desangelado, y se eriza el pensamiento con el roce de tus labios sobre el arrecife dulce de mis caderas, y el barro que amasaban tus gemidos en la arena de mis años.
Quiero el peso de tu furia sobre mi cuerpo, naufragio con que le arrancas las velas a este corazón exhausto. Golpea, aprieta, diluye, expande y licua mis labios sobre la cruz de tu boca lo mismo que un relicario. Quiero mi lengua en tu ruina y en tus lágrimas mi llanto.
Por la nieve de mi sueño tu saliva ha cincelado espinas y rosas rojas. Aráñame los espacios donde no me existe nada salvo tu ausencia. Reclamo todo el peso de tu cuerpo abriéndome en dos, espasmo en que se quiebra la noche con el eco de un orgasmo.
Han pasado varios años pero el viejo café sigue igual. El piano vertical, castigado contra la pared del minúsculo escenario, con su foco amarillento que magnifica ese aire decadente que tiene todo. Las pequeñas mesas diseminadas por el local en penumbra y ese olor indefinible a polvo y a nostalgia que nunca lo abandona. Ella camina entre las mesitas casi a tientas, hasta llegar a la tarima. Se quita el abrigo después de haber dejado a un lado la guitarra que desenfunda inmediatamente con delicadeza, casi con devoción de amante. Posiciona el pie del micrófono frente a la banqueta alta, hasta el lugar exacto, como si todo formara parte de un ritual mil veces repetido. Y en el fondo así es, aunque haya pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí.
Recuerda aquella otra noche, esa primera vez. Sus manos temblando mientras situaba cada uno de aquellos objetos, el gesto de afinar su guitarra, de sentarse mientras asía inconscientemente el micrófono, cómo se aferraba a la banqueta de bar. Y de respirar, de respirar profundamente como le había dicho su hermana que hiciera: «Nena, cuando salgas al escenario respira, cierra los ojos, respira e imagina que todo va a salir bien. Y así será».
Había elegido aquella canción porque le hacía sentirse cómoda. Rememora aquel instante en que se volvió a colocar en el asiento por enésima vez, inspiró cerrando los ojos, y soltó después el aire mientras los abría. Ese fue el momento exacto. Sus ojos inconscientemente se dirigieron al fondo, a un punto lejano que le diera la seguridad que le faltaba. Aquella mesa esta ocupada por alguien que apenas se adivinaba en las sombras. Su mano movía lentamente un vaso ancho con algo que parecía whisky con hielo. Pero ella se quedó parada ahí, justo en sus ojos. Ojos de lobo, pensó. De lobo o de felino agazapado y hambriento. Un escalofrío subió por su espina dorsal mientras su rostro se acaloraba. Apartó la vista y tomó fuertemente la guitarra. Aquel contacto siempre le hacía sentirse bien. Encendió el micrófono y empezó a cantar.
Lía con tu pelo un edredón de terciopelo…
Tenía que volver a mirarlo. Lo hizo. Fue un error. De pronto desapareció todo ante sus ojos. Las mesas, la gente, todo se difuminó en un entorno extraño e irreal. Solo quedaron aquellos ojos carnívoros de sombra. Sentía cómo palpitaba su garganta.
Lía entre tus labios a los míos, respirando en el vacío…
Eso era. El vacío. Se ahogaba en ese espacio carente de oxígeno y a la vez, se iba convirtiendo en una sustancia cálida, liviana, poderosa. Oía su propia voz como si estuviera fuera de su cuerpo y le parecía mentira que sonara así, tan suave y sosegada cuando ella apenas podía contener aquel temblor que amenazaba con tirarla al suelo.
Lía con tus brazos un nudo de dos lazos…
No sabía en qué momento había ocurrido pero estaba cantándole a él, a aquella silueta sin nombre. Y a esos ojos que parecían atravesar todos los objetos y hacerla vibrar como un diapasón dulce e incontrolable. Si dejaba de mirarlo el mundo se desmoronaría.
Lías tus miradas a mi falda, por debajo de mi espalda…
No podía quitar la vista de aquellos ojos. Apretó los muslos para sentir la frialdad de la madera contra ella, en un vano afán de contrarrestar ese calor ingrávido y absurdo que se iba expandiendo como una onda en el agua sobre su piel.
Líame a la pata de la cama, no te quedes con las ganas de saber…
Rendida. Así se sentía. Se hubiera ido con él a cualquier parte. A un portal en penumbra o a París, a un viejo coche en mitad de una tormenta. Cualquier lugar hubiera sido posible. Aquellos ojos eran como maromas que tiraban de su centro. No existía la distancia, podía sentir su aliento pegado a sus labios y aquellos ojos de luz negra y profunda que parecían conocer sus secretos más íntimos, que resbalaban desde su boca hacia abajo, abriendo su cuerpo en dos.
Lía con tus besos la parte de mis sesos que manda en mi corazón.
Cerró los ojos en aquella última frase y terminó de cantar, incandescente y exhausta. Durante unos instantes ni siquiera oyó los aplausos. Recomponerse era su único objetivo. Estoy bien, repetía. Nadie se ha dado cuenta. Cuando abrió los ojos apenas alcanzó a ver una silueta perdiéndose en la noche.
Vuelve a la realidad. Muchas veces ha recordado aquella primera vez como un sueño, imaginando que fue producto de su imaginación y de los nervios del momento. Después de aquel vinieron muchos otros conciertos y jamás había vuelto a suceder nada parecido. Mueve la cabeza, como intentando quitarse el pensamiento de encima. Ya es hora de empezar el espectáculo.
Se sube a la banqueta y mira al fondo. Y entonces, solo entonces, sabe lo que tiene que cantar.
En el lugar donde nadie nos toca escribimos al aire algún paisaje extremo y esperamos el rayo, la mordida fugaz que nos afirme sobre el cristal acuoso de la vida esa dulce destreza de los dedos.
Se inclina el contador en su balanza inútil de opulencia, y nos invade ese calor insano de sabernos hermosos, importantes, cultos, buenos, malditos, diferentes del mundo.
Que absurda la ilusión de medir la estatura en función de ese gas con el que el ego sube como un globo y estalla en mil pedazos, si solo tierra adentro donde nos sobreviven las palabras más tristes y nos habitan simas como antiguas compañeras de guerra, se encuentra algún nidal pequeño y tibio en que morir ternura o abrazarnos.
Nada nos mide sino ese temblor de estar solos, de pie y ser dueños de nuestro propio invierno.
Hay una línea roja en el umbral de mi casa. Una línea viscosa que repta sin moverse ni un milímetro, que vigila día y noche todos mis movimientos. Cada mañana despierto y mi primer pensamiento es para ella. Tiemblo. Tiemblo como una niña escondida en el armario, esperando que se hagan realidad aquellas pesadillas de la infancia, queriendo gritar y sin poder articular ningún sonido. Después me levanto y comienza mi rutina diaria, un hilo del que tiro incansablemente cada jornada para mantenerme a salvo, paso tras paso, ocupando las horas de este silencio áspero que no me deja nunca. Sola, siempre sola.
Alguien vive enfrente de mí, detrás de una de las ventanas de esa colmena inmensa. A veces mientras voy con precisión militar del salón a la cocina a prepararme el café de media mañana, o después de cerrar el portátil del trabajo cuando acaba mi turno, me asomo afuera y busco su silueta. Casi siempre su ventana está triste, con la cortina mustia, a oscuras. Pero hay momentos en que se deja ver una luz y se dibuja, igual que una sombra chinesca, el difuso perfil de un hombre solo. No sé si lo imagino, pero en ocasiones creo que lee algún libro muy grueso, o teclea velozmente frente a una pantalla, y en las mañanas cálidas con la ventana abierta me parece escuchar las notas de alguna melodía que casi nunca reconozco. Y salgo a la terraza, intentando averiguar si aquello es cierto, o si es este aislamiento el que me hace imaginar que a ratos, como una bandera que llamara a la tregua, un pañuelito blanco se asoma a aquel alfeizar y me saluda.
Hay días que no creo ser capaz de poder levantarme de la cama. Son esos días en los que tengo que salir, porque faltan comida o medicinas, o porque se me ha acumulado la basura. Cuando llega el momento de abandonar mi casa, el temblor es tan fuerte que apenas puedo asir el picaporte, envuelta en tela y plástico asfixiantes, mientras repito como un mantra que no pasa nada y cruzo aquella espesa línea roja. Si no fuera porque es imposible, diría que no respiro durante esos minutos, que me quedo ahí dentro de ese envoltorio como un puercoespín ya viejo, con las púas gastadas, esperando que nadie se dé cuenta de la fragilidad que encierro, de lo fácil que sería quebrarme. Y sigo temblando todo el tiempo, aguantando el oxígeno, sintiendo que cada superficie que toco con mis manos, con mis pies, es fría y pegajosa, y que se agarran a mí innumerables e invisibles partículas mortales. No puedo respirar, sé que me ahogo. Me alejo cuando me cruzo con alguien mientras martillea en mi cabeza como una pelota de goma rebotando en mi cráneo un único pensamiento, volver a casa. A casa. Y mientras camino por la calle, sintiéndome desfallecer, miro arriba, y tan solo esa minúscula señal en la ventana me ancla ala realidad, me da la fuerza para terminar, para volver sana y salva. Y cuando al fin regreso y cruzo de nuevo la frontera que separa mi hogar del mundo, apenas soy capaz de quitarme el sudoroso caparazón de plástico y ropa. Y tengo que ir corriendo a ducharme para librarme de todas aquellas partículas invisibles que siento adheridas a mi pelo, a mi piel, a mi vida.
Muchas veces me pregunto si voy a ser capaz cuando todo termine de volver a salir a la calle sin miedo. Y no sé contestarme. Entonces me asomo a la ventana.
Un pájaro de sal se posa a veces en el tibio brocal de la mañana y me revuelve el pelo y la tristeza con sus alas de luz y de metralla.
Lleva la muerte escrita entre las plumas y entre las plumas lleva una guadaña, y sin embargo con su picofuego hace añicos las sombras cuando canta. Sortea los balcones y las ruinas, doblega con su trino las murallas, retuerce el mismo aire, y luego deja una piedra de ausencia a sus espaldas.
Es un pájaro oscuro como el hambre, con hambre de verdad y de palabra, que clava uñas y dientes en los cuerpos de los que domestican su garganta. Puede volverse aliento diminuto y abandonarse apenas en las palmas de mis manos. Después, apenas siempre desvuelará de nuevo la esperanza.
¿Cómo no ser feliz cuando en su vuelo dibuja verde y viento con sus alas y llueve inexorable los tejados derramando su trueno-voz de aljaba?
El pájaro no viene hace unos días y las paredes crujen en mi casa. Quizás esté dormido, quizás sueña con otro cielo de banderas blancas. Y duelen los jardines con esquirlas, los árboles no quieren tener ramas, tiritan los aleros con el frío del roto que ha dejado en la mañana.
Qué solos van los días por la cuesta, qué sola se ha quedado mi ventana.
Amor de bruma
En viaje circular a mi memoria tu boca de paisaje costalar horada el agua triste y los silencios, y nos vuelve vaivén. De arena y sal, no nos tocamos nunca, y sin embargo somos caricia en esta realidad, desnuda y tibia como flor de otoño que sahuma su ocaso a leña y pan.
Y rozo suavemente con mis manos la bruma que te aleja en su cristal. Aquellos que no somos sino en sueños se acercan por los labios. La verdad es solo ese momento, una cometa que tiembla con sus ganas de volar, una niña sin sombras en los ojos vestida de sonrisa y tafetán.
Me acojo a la ternura de tu nombre que me muerde por dentro, ese fugaz destello de locura que tu aliento siembra al reverso de mi piel. Frutal, tu sol restalla entre mis noches rotas luminoso y feliz. Quietud lunar, me duermo entre tus brazos de quimera como si el mundo no existiera más.
Despedida a las 12
Toco tu boca, rozo con mi dedo ese perfil amargo que derramas con tu saliva tibia, mientras cedo a la fragilidad con que me llamas
de astillas y de sal, prendido el miedo de tu perfil escuálido y sin llamas hecho madera húmeda. Trasgredo mi propio yo, y aunque jamás reclamas
acuno tu silencio entre mis brazos y te anudo a mi pecho, ronco grito de tuétano y temblor. Te haces pedazos,
te disgregas de azul, te recompones desde el adentro de tus emociones de lágrimas y sol en sangre escrito.