Una historia
Hay una línea roja en el umbral de mi casa. Una línea viscosa que repta sin moverse ni un milímetro, que vigila día y noche todos mis movimientos. Cada mañana despierto y mi primer pensamiento es para ella. Tiemblo. Tiemblo como una niña escondida en el armario, esperando que se hagan realidad aquellas pesadillas de la infancia, queriendo gritar y sin poder articular ningún sonido. Después me levanto y comienza mi rutina diaria, un hilo del que tiro incansablemente cada jornada para mantenerme a salvo, paso tras paso, ocupando las horas de este silencio áspero que no me deja nunca. Sola, siempre sola.
Alguien vive enfrente de mí, detrás de una de las ventanas de esa colmena inmensa. A veces mientras voy con precisión militar del salón a la cocina a prepararme el café de media mañana, o después de cerrar el portátil del trabajo cuando acaba mi turno, me asomo afuera y busco su silueta. Casi siempre su ventana está triste, con la cortina mustia, a oscuras. Pero hay momentos en que se deja ver una luz y se dibuja, igual que una sombra chinesca, el difuso perfil de un hombre solo. No sé si lo imagino, pero en ocasiones creo que lee algún libro muy grueso, o teclea velozmente frente a una pantalla, y en las mañanas cálidas con la ventana abierta me parece escuchar las notas de alguna melodía que casi nunca reconozco. Y salgo a la terraza, intentando averiguar si aquello es cierto, o si es este aislamiento el que me hace imaginar que a ratos, como una bandera que llamara a la tregua, un pañuelito blanco se asoma a aquel alfeizar y me saluda.
Hay días que no creo ser capaz de poder levantarme de la cama. Son esos días en los que tengo que salir, porque faltan comida o medicinas, o porque se me ha acumulado la basura. Cuando llega el momento de abandonar mi casa, el temblor es tan fuerte que apenas puedo asir el picaporte, envuelta en tela y plástico asfixiantes, mientras repito como un mantra que no pasa nada y cruzo aquella espesa línea roja. Si no fuera porque es imposible, diría que no respiro durante esos minutos, que me quedo ahí dentro de ese envoltorio como un puercoespín ya viejo, con las púas gastadas, esperando que nadie se dé cuenta de la fragilidad que encierro, de lo fácil que sería quebrarme. Y sigo temblando todo el tiempo, aguantando el oxígeno, sintiendo que cada superficie que toco con mis manos, con mis pies, es fría y pegajosa, y que se agarran a mí innumerables e invisibles partículas mortales. No puedo respirar, sé que me ahogo. Me alejo cuando me cruzo con alguien mientras martillea en mi cabeza como una pelota de goma rebotando en mi cráneo un único pensamiento, volver a casa. A casa. Y mientras camino por la calle, sintiéndome desfallecer, miro arriba, y tan solo esa minúscula señal en la ventana me ancla ala realidad, me da la fuerza para terminar, para volver sana y salva. Y cuando al fin regreso y cruzo de nuevo la frontera que separa mi hogar del mundo, apenas soy capaz de quitarme el sudoroso caparazón de plástico y ropa. Y tengo que ir corriendo a ducharme para librarme de todas aquellas partículas invisibles que siento adheridas a mi pelo, a mi piel, a mi vida.
Muchas veces me pregunto si voy a ser capaz cuando todo termine de volver a salir a la calle sin miedo. Y no sé contestarme. Entonces me asomo a la ventana.