—Quesquecé?—Celagom’e. La pregunta un poco, y sobre todo la respuesta, nos sintetizan y compendian esta metafísica lengua. Aquí se junta
la ciencia con el arte, que barrunta el lacanismo zen en unas fiestas de máscaras, de sumas y de restas de gran madeja y de ninguna punta.
Con el telón monumental de Chartres, la crema intelectual de nuestros númenes pergeñará novísimos resúmenes
de los Lyotard, Foucault y Jean-Paul Sartre. Y mientras los sajones son los malos… ¡escriben y declaman nuestros galos!
(De su libro: Flatus vocis)
Vicente Mayoralas – España
Perdido
Hoy llevo tanta prisa, que adelanto el paso para ver si me reencuentro con ese otro yo que fue a mi encuentro y juntos nos perdimos entretanto.
Cuánto paso mortal, cuánto quebranto en ese caminar de fuera adentro, en una regresión al mismo centro donde yacen las huellas del espanto.
Buscar y rebuscar y no encontrarme. Seguir y perseguir tan sólo sombras. Caer y recaer conmigo mismo.
Esta es la cruz de mi tragedia: fiarme de tu voz, compañero, si me nombras, sabiendo que procedes de mi abismo.
Alejandro Salvador Sahoud – Argentina
Luz y maleficio
Una mujer de luz decapitada avanza prodigiosa hecha de alteridad como una cosa prudencialmente efímera si alada es sonoro animal. Crece su rosa de páginas de sal. Despetalada, su boca tormentosa hace nacer un dios por madrugada.
Una mujer de luz cumple el oficio de la sabiduría. Ciñe su amor a mí como un cilicio que la vuelve sangradamente mía. Yo soy el maleficio. Suya la hechicería.
Manuel Martínez Barcia – España
La patria insalvable
Siempre quiso tu vida saberte ingobernable -con vocación de luz sembrada en la utopía- buscándote de frente, por si hubiese algún día turbado por dolor entre lo deseable.
Corazón de mujer por arma incontestable enarbolaste tú la gran melancolía y lo enjuto del ser por toda compañía, igual que la bandera de una patria insalvable.
El viento de la noche gira sus remolinos, desordena los pasos que ahondan los caminos con las huellas del sur tan sólo por herencia.
Eres símbolo ahora, raíz entre los pinos que señalan la ruta de antiguos peregrinos a templos del placer, o acaso coincidencia.
Al caer la madrugada para escribir se despierta, toma una taza de insomnio y en su pasado se acuesta: las manos en el teclado, los ojos en las estrellas, el alma sobre la hoja y los pies sobre la hiedra.
No quiere ser escritor ni sueña con ser poeta.
A sus diecitantos años ya se siente de setenta, de ciento veinte, de miles de años luz, de la pretérita edad de los multiversos, parte de Alfa y Omega, primitivo como el mundo singular que lo rodea, y joven al mismo tiempo, estrenando vida nueva.
No quiere ser escritor ni sueña con ser poeta.
Fantasea con el sitio en que, según argumenta, habitaba mucho antes de reencarnarse en la Tierra, cuando solo era un espíritu sin cuerpo que retuviera su mente de vasto vuelo, las alas que se le enredan probando llaves y medios a fin de cruzar sus verjas y transmitir el mensaje que todavía recuerda.
No quiere ser escritor ni sueña con ser poeta.
Frente a la computadora pasa los versos en vela, en soledad, en la calma de que el vecindario duerma, escribiéndose un espejo donde mirarse las penas y escudriñar lo que ignora, lo que oculta, lo que niega, lo que nadie advertiría si primero no lo muestra.
No quiere ser escritor ni sueña con ser poeta.
Todavía no lo quiere, todavía no lo sueña… solo quiere ser él mismo sin disfraces ni caretas, y sueña con fabricarse un castillito de letras para encontrar en las páginas su lugar de pertenencia.
Gavrí Akhenazi – Israel
Agua y acero
«…aguacérame los ojos hasta que me abra de ideas y con paso resoluto cruza despacio mi lengua que, a los gritos, anda loca por la calle de tu ausencia».
Morgana de Palacios
Si te aguacero los ojos antigua gárgola negra y te crecen siete vientos dentro de la voz desierta, es que en el Templo se enciende la luz de la voz eterna y tiemblan las columnatas su feroz naturaleza.
Si te aguacero los ojos – como a un ídolo que tiembla – verdes de jade y humeantes como el mar bajo la niebla, ¿a quién perderá el Triángulo donde estallan mis tormentas? ¿A tu puente de amatista donde se acoda la tierra en que afincar el sangrado de mis alas turbulentas? ¿Al disgregado crepúsculo en que el vino se despuebla y fallecen los amantes bajo el farol de tu puerta?
No pidas que se deshagan ni tus labios ni tu lengua, que escuchan los malos duendes y con plácida inclemencia concederán tres deseos y trazarán cien fronteras.
Ellos te quieren a salvo de mi mirada perversa, de mi sonrisa disfónica de mi renegada pena. Te quieren lejos de mí, del caos de mi tristeza, de la sangre que me mancha por asesinar quimeras en los tiempos inhumanos con que remonto las guerras.
Mujer, no pidas por mí desde el borde de la ausencia. Mujer, no pidas por mí desde tus fieras almenas, porque si tu boca llama tu palabra me atormenta y una cadena de llanto a tus manos me encadena.
Por aguacerar tus ojos los ojos se me aguaceran.
Gerardo Campani – Argentina
(In memoriam)
Romance del wild, wild west
Por la calle polvorienta de aquel silencioso pueblo avanza Randolph Scott todo vestido de negro. Rock Hudson lo está esperando con un temblor en los dedos, con la pistola prestada y con la estrella en el pecho. Qué destino tan injusto para tan simple vaquero enfrentarse con un killer en duelo tan desparejo.
Siempre es novedad morirse y alguna vez hay que hacerlo. Si hay que ser hombre de veras qué mejor que este momento.
El killer sigue avanzando; el sheriff se siente muerto.
Y cuando están a dos pasos ocurre un raro suceso: Randolph Scott se abalanza sobre Rock, muerto de miedo, lo sujeta con sus brazos y le da en la boca un beso.
Vicente Mayoralas – España
(In memoriam)
Sueños y cardo
Son las púas de mis sueños punzantes como ese cardo que sobrevive en mi tierra, la tierra de mis quebrantos, altanero y amarillo, como la sed del secano, en las espinas su angustia y en las raíces su llanto, y la mirada en el cielo, y en el cielo el desengaño. Así los sueños me hieren tan profundos, como aciagos, tan sublimes en recuerdos y en perspectiva tan parcos. ¡Cómo me duelen los sueños y cómo me hiere el cardo! Ambos habitan en mí, en mi pena, cuesta abajo, por donde corren mis ansias y mis anhelos truncados. En ese amor que me escarba y descuartiza en pedazos tengo al niño que me habita entre los surcos jugando, ajeno a este otro hombre de soledades sembrado y que sueña juventudes con la esperanza en el raso, porque morir nunca muere quien ama, como ama el cardo.
La tengo. Ahora la tengo. Había estado buscándola toda la vida sin darme mucha cuenta de que lo hacía, y al fin ahora la tengo. Mi mente está despoblada de recuerdos, de planes, de pretensiones. Solamente la tengo a ella, recobrada y a la vez novedosa. Es la tía Mery, Juana de Ibarbourou y Chiqui, a la vez. Por lo pronto ellas tres, pero también otras más que no consigo determinar. Su nombre es Rosa Sarmiento, lo sé; no tengo claro si me fue revelada, como un título anunciado a través de un altavoz, o es una convicción íntima que tengo desde siempre y recién ahora se me hace actual. Viene de mis tiempos remotos, totalmente olvidados y de golpe presente. Rosa Sarmiento, santo cielo, nunca la hubiera sospechado, y sin embargo es ella, estoy seguro ahora.
Me mira de una manera que no puedo definir, se me antoja como miraría una madre adoptiva a un hijo reencontrado. ¿Por qué la olvidé todos estos años? No sé, tampoco ahora recuerdo nada más que el hecho de que alguna vez estuvimos juntos. Y ahora ha vuelto.
Piedad
Abro los ojos. La veo a Ana, mirándome con una sonrisa compungida y tomándome suavemente del brazo derecho. Me dice, en broma, algo así como que por fin he engordado. Se refiere al grosor de mis brazos, que se ha duplicado por el edema. También las manos y los dedos. Es bastante terrible verse así. La piel parece querer explotar; los dedos están como chorizos y no puedo cerrar los puños, ni tan sólo un poco. Me miro las palmas de las manos, absolutamente moradas y con las líneas quirománticas muy marcadas. Resalta la eme de la muerte; lo percibo sin alarma porque no creo en esas cosas.
La herida duele, pero, extrañamente, no tanto como la de vesícula de veinte años atrás. Todavía no la vi, así que ignoro si tengo un costurón horizontal o vertical, o quizá en forma de y griega.
Hay dolores constantes: el de espalda el principal, y el de las piernas. Otros dolores van y vienen. Dos sondas a ambos lados del cuello me lastiman apenas muevo la cabeza. También las otras dos, a la altura del estómago, a la izquierda, y a la altura del vientre, a la derecha. Aunque más que dolor producen molestia importante. Como me han quitado la prótesis dental, apenas si me hago entender cuando respondo a alguna pregunta. En cuanto a mis dientes propios del maxilar inferior, los siento como de corcho petrificado, y pasarme la lengua por ellos es una sensación de lo más desagradable. Cuando no duermo me miro las manos sin poder evitar sentir piedad por mí mismo.
Calamidad
Uno no es el que supone ser sino el que los demás ven, y abandonar la suposición y enfrentarse con ese uno mismo objetivo (el que ven los otros) es un chasco. Percibo al mismo tiempo la doble realidad que se me presenta: el ámbito cerrado del padecimiento y el exterior del paciente que debe recuperarse. El registro es íntima y cabalmente una contradicción, paradoja, angustia.
No hubo en la frontera de la existencia la vertiginosa secuencia de mi vida pasada, ni el túnel de luz, ni ninguna experiencia de las que se cuentan. Nada más que despertar y encontrarme en este estado de calamidad.
Si no les gusta mi gente que desfile en este ritmo para probar su algoritmo echen mano al repelente. Me siento una delincuente invadiendo estos terrenos pero sé que son tan buenos que aplaudirán mi coraje aunque seguro es que raje para salvar sus duodenos.
Silvana Pressacco
Te aplaudo por corajuda, Silvana de mis afectos, tus versos son tan perfectos (que no quepa ni una duda) que ni siquiera Neruda pudo haber hecho mejores, ni con rimas, ni con flores. Pero eso del duodeno resuena pelín obsceno: sugiero que lo elabores.
Gerardo Campani
Cuando amanece en mis ojos la mañana ya es adulta pero enero siempre indulta, duermo mucho y sin enojos. ¿De comer? pan con hinojos pues no morirá mi gente por comida insuficiente ni por gula desmedida, eso sí soy precavida a las doce estoy ausente.
Silvana Pressacco
A la gula, sobriedad. Así suele aconsejarse. Y para despabilarse y entrar a la realidad, la receta es Voluntad. En la virtud está el goce del que la vida conoce. Y la recomendación (esto sí vale un millón) es acostarse a las doce.
Gerardo Campani
A este juego me han llamado y aunque sea una novata soy una vieja que acata, creo que ya me han junado. Un compañero callado debe dejarnos sus versos porque no soy de reversos ni tampoco de rencores menos con los escritores que no huelen a perversos.
El machismo es difícil de sustentar argumentalmente, más en estos tiempos. En cuanto a practicarlo, tiene sus contradicciones, que cada uno resuelve como puede. Algunos son engañados; ya por ella, en el secreto de otra alcoba; ya por él mismo, en el arcano de su ignorancia. Otros prefieren ni pensar en una probable “traición”. Otros pesquisan todo el tiempo, porque consideran más que probable que a la mujer de uno le pueda gustar el vecino, así como a uno le gusta la vecina. Otros abdican la corona de macho (antes de que se transforme en cornamenta) y aceptan o proponen la relación abierta, la práctica del swing o cualquier variante en boga. Otros sufren como perros, o se vuelven locos, o el día menos pensado arriban al uxoricidio, al doble homicidio o al mero suicidio. Vaya tela marinera, como dicen en España. Y todo por la semántica.
Veamos.ramera. (De ramo.) f. Mujer que por oficio tiene relación carnal con hombres. || 2. Aplícase también a la mujer lasciva. (DRAE, 21ra. ed.)Así empieza el lío. Hay dos sentidos en esta palabreja: el del oficio y el del amor que se le tiene al oficio. El machista supone que la ramera debería solamente ejercer su oficio, pero sospecha que también lo disfruta a veces, y esa sospecha le produce una contradicción emocional que lo perturba (yo lo sé porque, como todo el mundo, soy machista, y porque he frecuentado rameras).
La perturbación es doble: si esta ramera es solamente profesional, me cabe esperar apenas hacerme la «paja sin manos» (no es muy atractiva esta instancia); si es, además, lasciva, no sé si lograré estar a la altura de su lascivia (y esto, menos que atractivo, es inquietante).
º º º
La palabra prostituta es el participio pasivo del verbo prostituir, esto es: «pervertir, entregar, abandonar una mujer a la deshonra pública». Lo cual da que pensar dos cosas, al menos: a) que la mujer no se prostituye sino la prostituyen; b) que se trata de un oficio. Puta, en cambio, proviene del latín putida: hedionda, pútrida. Más que una definición, una declaración de principios morales, en el que se identifica la lascivia femenina con la putrefacción.
Y no se le eche la culpa de esto a la Iglesia Católica, ni a la tradición judeocristiana, como es moda propagar. Las vestales (doncellas consagradas a la diosa romana Vesta –la Hestia de los griegos–) debían mantener la virginidad, so pena de muerte. ¡Y Vesta era la diosa del hogar! Y los romanos eran muy liberales y fiesteros, sin embargo.
Tenemos entonces en la idea general de ramera dos ideas constitutivas: la profesional (prostituta) y la lasciva (puta).
Mis lectoras feministas se preguntarán, a esta altura, por qué hablo de rameras en una discusión dedicada al machismo. Y bueno, porque de eso se trata el machismo, tanto el machismo masculino como el femenino. La unidad de valoración de una mujer es su relación con la putez.
La puta (lasciva) es apetitosa, pero cuando nos disgustamos con ella la tratamos de prostituta. Porque suponemos que debe ser puta con nosotros, y cuando lo es con otro, pretextamos un móvil fantasioso: que el otro tiene más dinero, o la tiene más grande (en este caso es “muy” puta), o que más prefiere el BMW ajeno al Fiat propio, o lo que fuera.º º ºProstituta: que sea algo puta, y que se descontrole conmigo.
Chica ocasional: idem anterior. Amante: putísima conmigo. Esposa: apenas puta, cosa que no sea un aburrimiento cumplir el débito conyugal. Madre: algo puta, con Papá, pero no me hablen de eso. Hermana: no me meto en su vida; además, le debo dinero. Hija: nada puta, pobrecita, angelito de Papi.
Virgen María: cero absoluto de putez (Dios me libre y me guarde…)
º º º
“A Sergio le rompí la cabeza con el filo de la plancha, porque me llamó puta.” “Ay, Esteban, dime puta, que me pone.”
¿Cuestiones de contexto? Sí, pero algo más, también. Paradojas de los ámbitos: lo que en público ofende, en privado erotiza. ¿Por qué sucede esto? Bueno, ya se sabe: porque son caras de la misma moneda; porque soñamos tanto lo que deseamos como lo que tememos; porque encontrar el punto medio es tarea imposible, y a lo que más podemos aspirar es a que se nos adivine el amor cuando les decimos “puta” o cuando nos dicen “cabrón”.
º º º
Mis chats con Milena son más o menos así:
—Milena, que puta sos. —Sí, y vos un maricón, que querés ocultar tu condición de invertido haciéndote el galán con esas putas españolas, chilenas y mexicanas. —Me haré el galán, pero no las cojo. En cambio vos, con ese instructor del gimnasio… —Si me hacés cuestiones por eso, andate al carajo, maricón. —¿Y para qué querés entonces a un maricón como yo? —Porque soy tan puta que no le hago asco a nada. —Pues andá a coger con el karateca ese entonces, puta reventada. —Y vos hacete la paja con la mano izquierda, y metete un dedo de la mano derecha en el culo. —Y vos hacétela ahora, mientras yo te digo lo puta que sos. —Ay, Gerardo, me estoy calentando. —Y yo. Me la estoy tocando. —Yo, desde que empezamos a hablar. —Ayyyyy —Ayyyyyyyy —Yegua, ya casi acabo. —Guacho, yo estoy acabando. —Ahhhh —Ahhhh —Te amo. —Te amo.
º º º
¿Qué es el machismo sino una enfermedad? Dicen que los que han dejado el cigarrillo no deben decir que son ex fumadores, sino que de momento no están fumando. Bueno, en el mismo sentido, yo digo que de momento no ejerzo ningún machismo. ¿Creéis, oh feministas, que se puede exigir más que eso? Saludos cordiales (no hipogástricos, que eso son chistes de Milena).
El profesor Adalberto Almeida daba una charla libre y gratuita en el salón de actos del Instituto de Estudios Sociales, que gentilmente cedía sus instalaciones. El tema era «Recursos poemáticos de la Gauchesca», y además de algunos de sus alumnos y alumnas de la Facultad -entre las que se encontraba Sol- había una inesperada concurrencia.
Durante casi una hora el profesor Almeida pasó revista, analizó y alabó autores, estrofas, tradiciones y originalidades. Después recalcó la superioridad de Hernández sobre Ascasubi. Después trató de demostrar que en esa superioridad no estaba ajena la elección de la estrofa.
—Las décimas, acriolladas —dijo en un momento—, se desmerecen; el hablar gauchesco las torna desprolijas. Las sextillas, en cambio, por su sencillez, parecen ir sólo un poco más allá de las coplas corrientes de los payadores. Esa ventaja, a saber: la escasa pretensión de la forma, resalta el contenido y lo jerarquiza.
En este punto, el profesor Almeida se interrumpió y bebió un sorbo de agua. En el silencio producido se oyeron algunos murmullos de la gente, como si ya a esta altura de la charla se hubiesen formado dos bandos de opiniones contrapuestas. ¿En qué bando estaría Sol? Después prosiguió:
—En la célebre primer estrofa del Martín Fierro es notablemente marcada la simplicidad de la rima y de los recursos empleados. ¿Recuerdan? «Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela; / que el hombre que lo desvela / una pena extraordinaria, / como el ave solitaria / con el cantar se consuela.» Estos versos parecen decir más de lo que dicen, como si el verdadero hallazgo fuera una idea universal, de la que sólo se expone una de sus variantes. Fíjense que los versos 4 y 5 tienen una rima bastante pobre: a los adjetivos en femenino extraordinaria y solitaria podrían corresponderle estrafalaria, sectaria, milenaria, plenipotenciaria, etc. etc. Y la rima de los versos 3 y 6 no es más ingeniosa: a los verbos conjugados desvela y consuela le corresponden recela, desmantela, cancela, congela, etc. Como el verso 1 es suelto, sólo nos queda el verso 2, que termina con la palabra clave vigüela, que es la que estructura toda la estrofa y en la cual recae la única precaución del versificador.
En ese instante, las luces del salón de actos parpadearon, como suele suceder antes de un corte de energía. El profesor Almeida miró la luminaria que tenía por encima de su cabeza y los fluorescentes adosados a las paredes. Después paseó la vista sobre la concurrencia, como manejando el tiempo de su charla.
—Veo algunas caras conocidas, algunos alumnos, ¡hola, Federico; hola, Sol! ¡Qué tal, ingeniero Rubulotta! ¡Hola, doctor Saralegui! Mucha gente nueva… y este señor, se vino con la guitarra… ¿no será payador, no?
—Alguito —contestó desde la primera fila de sillas el hombre con cara de entrerriano, que no soltaba el instrumento.
—¡Qué interesante! Me gustaría conocer su punto de vista de todo esto.
—No sé…
—¿Cuál es su gracia?
—Olmo, Juan José.
—¡Ah! Seguramente aprovechará Juan José para ahí lo ve y Olmo para para colmo, ¿no?
—Y…
—¿Se animaría a ilustrar lo que hemos dicho con algunas coplas?
—¿En sextas?
—Bueno, sí, si pudiera ser en sextillas, mejor.
—¿A favor o en contra?
—¿¡!?… como a usted le parezca…
Se hizo un breve e incómodo silencio, y cuando el profesor Almeida comenzaba a arrepentirse de ese convite fuera de programa, el hombre con cara de entrerriano se levantó con su guitarra, pasó al frente, y se sentó en la tarima sobre la que se encontraba la mesita del disertante. Acompañándose con una melodía indefinida dijo:
—Aquí me pongo a cantar al compás de mi guitarra, que el hombre que se desgarra por una pena secreta pruebe esta simple receta: salamín y vino en jarra.
Hubo algunas risitas en un sector del salón, al fondo. Desde la segunda fila de asientos alguien dijo, en voz baja pero no tanto como para que no se oyera:
—Esa se la trajo de su casa. Además, es bastante vulgar.
El payador no se inmutó, y siguió rasgueando. Del mismo sector, otra voz, con sorna, pidió:
—¡Pianoforte!
Sonriendo y enarcando las cejas, mientras asentía con un leve movimiento de cabeza, repitió unos acordes durante algunos segundos.
—Aquí me pongo a cantar al compás del pianoforte; que el hombre que se comporte como un estoico en la vida, no tendrá llaga ni herida ni dolor que no soporte.
—¡Ahí tenés —gritó uno del medio—, lo quisiste correr con el pianoforte y te retrucó con los estoicos!
—Además —agregó el de al lado— te escuchó lo que dijiste y empalmó el epicureísmo vulgar de la primera estrofa con otra digna de Séneca…
—¡Epa, no exageremos! —terció el ingeniero Rubulotta— ¿Por qué no continúa, caballero, con otros instrumentos de la orquesta?
Y el payador, que no había dejado de hacer acordes sin apartar la mirada de su mano izquierda, como si no le importaran las opiniones de los presentes, acometió de inmediato:
—Aquí me pongo a cantar al compás de los violines; que el cerebro no imagine ni el corazón se acelere: eso es cosa de mujeres que andan llorando en los cines.
Otra vez se oyeron risitas en el fondo. El que había pedido pianoforte dijo:
—Bueno, no se dirá que no es consecuente con la anterior… Esta es muy estoica también.
—Y machista —aclaró una flaca de anteojos de la primera fila.
El que había acusado al payador de vulgar pidió más instrumentos de la orquesta. Y un adolescente que estaba sentado cerca de Sol –y no dejaba de mirarla– se atrevió a decir, en voz alta:
—Timbales.
Y al punto el payador espetó:
—Aquí me pongo a cantar al compás de los timbales. No hay dos dolores iguales en la gente dolorida, yo conozco mis heridas y me acostumbro a mis males.
—¡Eso! —gritó uno del fondo.
—Eso ya más que estoico es masoquista —comentó el que había pedido pianoforte. Y en seguida exclamó, redoblando la sorna:— Pruebe con espineta.
—Sí, a ver con espineta —reforzó la flaca de anteojos, que no conocía de qué instrumento se trataba pero le había gustado la palabra.
—Aquí me pongo a cantar al compás de la espineta, que el hombre que no respeta las normas de convivencia, poco honor hace a su ciencia cada vez que abre la jeta.
—¡Eso es una grosería! —gritó el del pianoforte y la espineta, dándose por aludido.
—¿Y qué querés? —dijo otro del medio, donde se habían ubicado los estudiantes de filosofía— Es el lenguaje de la gauchesca…
—Haya paz, caramba —intervino Rubulotta, ya convertido en mediador—, esto es un acto cultural…
El profesor Almeida escuchaba pasivamente y miraba el espectáculo con fastidio, o con indiferencia, ya seguro de que las cosas se le habían escapado de las manos.
El adolescente de los timbales volvió a intentar una participación que, al menos, atrajera una mirada de Sol.
—Clarinete —balbuceó en una rima tácita que aludía a su emisión en falsete. E inmediatamente se oyó al payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del clarinete; si te molesta el juanete y no aguantás los zapatos, hay un remedio barato: caminar con los zoquetes.
—¡Ah, esto es extraordinario —bramó uno de los del medio de la sala, ya convertidos en una espontánea claque—, ha dejado lo epicúreo y lo estoico y ya anda en lo utilitarista!
—¡En lo pragmático! —aportó el de al lado.
El acusador de vulgaridad volvió a ejercer su desconfianza:
—Así claro que no es difícil versificar, este hombre no tiene discurso propio, va cambiando de voz según le convenga la rima. ¡No está seguro de nada!
—Corno inglés —insistió el del pianoforte y la espineta, que ya había perdido la sorna.
—Justo —murmuró el payador mientras terminaba un rasguido.
—Aquí me pongo a cantar al compás del corno inglés; que si sufrís un revés que te tira por el piso, levantate de improviso que eso es lo mejor. Tal vez.
Hubo unos murmullos de aprobación y otros de incomprensión. Desde atrás, alguien que comenzaba a perder la paciencia, o a entusiasmarse (quién sabe) gritó:
—¡Violonchelo!
Y con un gesto indulgente dijo el payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del violonchelo, que no hay mayor desconsuelo ni cosa más aburrida que vivir en esta vida pensando en ganarse el cielo.
—¡Colosal! —gritó en coro la claque.
—¡Piramidal, insólito! —bramó uno de ellos— ¡Más allá de Mill y de James! ¡Estamos en la declaración de un escepticismo radical y superador que nos abre quién sabe qué caminos de la especulación metafísica y ética!
—Parece mentira —dijo el acusador de vulgaridad—, parece mentira que gente instruida se deje engañar así. ¿No se dan cuenta de que este señor se estudió de memoria los instrumentos de la orquesta? A ver si es tan rápido con el ukelele.
Y sin mediar un instante se oyó la voz del payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del ukelele; si trabajás dele y dele sin poder juntar un mango, practicá chistes guarangos y probá suerte en la tele.
—¡A las pruebas me remito! —dijo uno de los filósofos de la claque— Ahí está la contestación, rozando el campo de la crítica sociológica.
Un joven de barba y amante del jazz, que parecía ajeno a la polémica pero tenía posición tomada, se incorporó de su asiento de la cuarta fila y sentenció con tono solemne y lapidario:
—Banjo.
Por unos segundos, que sintieron triunfales unos y fatales otros, sólo se oyó un lento rasguido apócrifo. Y en seguida la voz, segura y parsimoniosa, que decía:
—Aquí me pongo a cantar al compás del dulce banjo: este problema lo zanjo pronunciándolo con jota. ¡Qué fácil que es dar la nota, si encima me llamo Juanjo!
Entre la explosión de risas de casi todos y los aplausos de la claque se oyó decir al doctor Saralegui:
—No sé qué dirá el profesor Almeida, pero yo creo que la conferencia ha sido suficientemente ilustrada ya, y podríamos…
—Yo propongo… —alcanzó a decir el ingeniero Rubulotta, y en ese mismo instante se cortó la luz.
—¡Ohhhhhhhhhh! —se oyó como un coro entre la concurrencia.
Y todo el mundo supo que ahí se terminaba la cosa, porque no se había previsto una contingencia así, y la sala era una boca de lobo. Algunos encendedores alumbraron intermitentemente la desconcentración, que duró unos pocos minutos. Afuera no se formaron grupos para seguir charlando, como suele suceder a veces, porque hacía frío y corría mucho viento, y la gente ya estaba cansada.
El profesor Almeida, que no fumaba, aprovechó las lucecitas del encendedor del ingeniero Rubulotta y, tomándolo del brazo, caminaron juntos hacia la salida. Al llegar a la calle vieron al payador que se alejaba charlando animadamente con una chica.
—Tengo el coche a la vuelta. ¿Lo alcanzo hasta su casa, Profesor?
—Ahí va, con Sol —dijo el conferencista, como si no hubiese escuchado la propuesta de su alumno.
—Ah, sí, el payador se va con Sol. Y dígame, Profesor: al final, ¿la payada fue a favor o en contra?
—Me parece que en contra, Ingeniero. ¿Vamos?
Desde adentro del Instituto, como ya habían salido todos, el sereno, con una vela en la mano, echó llave a la puerta.
Cada pared de esta casa es una escena vacía; cada sillón que no te abraza, un trasto que desprecio; cada café tomado a solas, un rito cruel que trato de evitar.
Es que nunca estuviste aquí, y ¿por qué esta tarde mis músicas y mis desapegos y mis dulces soledades me han abandonado para dejarme solamente solo?
¿Cuándo tu piel adivinada en sueños empezó a ser pesadilla de mis horas desnudas?
Inicio cada noche en cada ensueño la trama perfecta que dibuja tu figura en nuestra escena, una y otra vez.
La noche y mi tristeza me aseguran que mi única realidad imprescindible es ese sueño incesante que te repite adormeciéndome.
(Ignoro de qué materia tan sutil he tomado esas imágenes que se velan bajo el sol y no me bastan para poblar esta tarde.)
Ahora los rumores de la calle me ensordecen, y una inquietante sospecha de no recordar lo primordial me atenaza contra este sillón absurdo.
La realidad suele ser insoportable. La realidad es la cosidad (res: cosa). ¿Quién quiere meramente una cosa si no es por el valor que pueda tener para sí mismo: económico, afectivo, estético, etc? La realidad lleva el pecado original de toda esencia, y para incorporarla necesitamos diluirla en la existencia. Agregaría a la primera frase de este párrafo: para un escritor, la realidad es siempre insoportable.
El gato es una cosa, es decir, nada que nos importe. Para los antiguos egipcios era un dios; para los inquisidores medievales, un demonio. Para nosotros, nuestros gatos son compañía, y los gatos ajenos, pequeños tigres inofensivos para admirar. Los gatos de internet son los mejores: no tenemos que darles de comer, no nos despiertan de noche, los hacemos aparecer y desaparecer a capricho.
La virtualidad, frecuentemente, aventaja a la realidad.
Por puridad, por comodidad, por estar despojada de las molestias y las miserias que lastran lo cotidiano del día a día. Virtualidad (virtus: virtud).
Muchas veces necesitamos agregar o quitar algo a la realidad para poder asimilarla de mejor manera. Agregamos vestimenta, quitamos malos olores, agregamos escenografías adecuadas, quitamos luz delatora. En la pantalla del PC o del celular todo es más elemental. Nos queda expresarnos con el otro o la otra, escribiendo. El aspecto visual se cumplimenta con una foto que hayamos elegido. Y la comunicación y la comunión almática se desarrolla plenamente. ¿Que se pueden hacer trampas? Claro, exactamente igual que en la realidad. Los victimarios son perversos y las víctimas ingenuas, como en la realidad. Y hay remedio para todo, si queremos remediar algún mal. Clic, eliminar, o correo no deseado.
Las relaciones virtuales no son fantasmagóricas, son verdaderas, ocurren en un tiempo cierto y en una geografía real, sólo que mediatizadas, filtradas.
En nuestro barrio podemos encontrar una o dos personas afines, o ninguna; en la ciudad, con suerte, será factible conocer a no más de media decena; en la red hay miles por descubrir. Pero no hay tiempo. Así que deberíamos cuidar los amigos virtuales para no pasarnos la vida buscando lo que se puede encontrar apenas pulsando una tecla.
Hay quienes consideran al mundo virtual como una fantasía o, en todo caso, como una realidad menos real.
¿Es cierto esto? Depende. Es cierto para (por ejemplo) una señora que busca hacer una amistad cuya finalidad primera es la de ir acompañada al bingo los fines de semana. O para quien busque una pareja, del tipo que fuere. Para un escritor (editado o inédito), el mundo virtual proporciona más ventajas que el material, por la misma naturaleza que determina que alguien sea escritor: el texto, la escritura.
El escritor, digo yo, es un bicho raro. Vive su vida como todo el mundo, pero su enfoque es también estético: ve en los avatares cotidianos, en los eventos, en sus propios pensamientos y emociones –en su subjetividad, en definitiva– algo incompleto, absurdo muchas veces. Y el acto de escribir es una cura o un alivio de esa incompletud, de esa sensación de absurdo.
La comunicación entre escritores es importante. Cada texto que un escritor exhibe, aunque sepa o espere que será leído por miles de consumidores, está también dirigido, íntima o secretamente, a otros escritores. Si a Juan le gusta Alejo Carpentier, es más que probable que alguna vez se haya preguntado “¿qué opinaría Carpentier de esta novela mía?”. Yo, borgeano confeso, siempre me pregunto si Borges aprobaría o toleraría cada cuento que escribo. Es natural. Ya sin Carpentier, sin Borges, Juan y yo nos consultamos sobre nuestros borradores, y nos corregimos o criticamos mutuamente. Y en ese ejercicio, también somos escritores. Somos escritores también en los correos electrónicos, como lo fueron antes otros escritores célebres que, post mortem, volvieron a encontrarse en compilaciones de sus correspondencias.
¿Y el chat? No veo por qué escaparía de la norma. Cierto que el chat es volátil, pero ¿no es una buena instancia para seguir siendo nosotros mismos, es decir, escritores?
El mundo virtual es el más idóneo de los mundos para un escritor.
Lo que no significa que tengamos que acomodarnos artificialmente en una probeta. La escritura (la que fuera) nos permite un conocimiento más profundo de las otras personas. Además, nos enriquece. Y por último, algo de mi casuística personal. El paso de la virtualidad a la realidad respecto de una misma persona nunca me ha producido desengaños o malas experiencias. ¿Cómo me podría suceder una cosa así? Si te he leído tanto, si te conocía tanto.
En tiempos de cuarentena, el erotismo toma una significación un tanto diferente a la de tiempos normales. El ismo de Eros se sobrepone al ismo de Tánatos y este le quita nitidez a aquel.
El sujeto, sin poder ver claramente el campo del erotismo, se acerca a la pantalla y es absorbido por otro campo: el de la pornografía. Pornografía, literalmente: “dibujos o escritos acerca de las actividades de las prostitutas”. Aunque el término es de acuñación bastante reciente (s.XIX), la pornografía, en su sentido de sexualidad explícita, es antiquísima, muy anterior al concepto de erotismo, tal como lo interpretamos hoy.
Creo que el devenir histórico ha revertido la valoración de estos dos campos, poniendo al erotismo por sobre la pornografía en cuanto a posibilidades expresivas en el arte y también en la propia vida de hombres y mujeres. El acto sexual es simple, más allá de algunas posturas y de unas pocas perversiones. El erotismo es infinito, porque la seducción no puede estandarizarse, y cada cual erotiza y es erotizado de manera diferente.
¿Y qué haremos en estos tiempos de aislamiento con nuestro erotismo, si nos negamos a refugiarnos en esas repetidas imágenes de triple equis, que sólo cumplimentan una expeditiva resolución de nuestras pulsiones, sin pena ni gloria?
Créase o no, el erotismo no tiene límites ni fronteras. Menos aún en el arte. Tampoco en la vida.
Erotismo, sensualidad, sugerencia, seducción. Términos que nos llevan a un cierto ejercicio existencial, a la apropiación de un sentido de la vida menos bestial, menos mercantil, más humano, más satisfactorio.
Que el ismo de Tánatos espere, ya tendrá su tiempo. Hoy, aún con las restricciones impuestas por el maldito virus, podemos ejercer el erotismo y disfrutarlo. Ya lo dije: es infinito.
En este número presentamos algunos textos de ultraversales que se niegan a renunciar al erotismo. Recuerdos, reflexiones, sentencias, humoradas, todo vale.
Amores que de tan sutiles son como los de la famosa escena de las miradas a la luz de velas de la película de Kubrick.
Y otros que son disímiles, y tanto, que parecen más teoremas para las manos ágiles y expertas en resolver cubos de Rubik.
Me adaptaré a cada circunstancia siempre y cuando el trabajo esté bien hecho. Si es buena la faena sobre el lecho el ¿cómo así? carece de importancia.
Digo yo, que prefiero Bach a Elvis, y sin embargo en el amor persigo modestamente un resultado. Digo, ese largo estornudo de la pelvis.
Gerardo Campani
Anti erotismo medular
Va a ser que sí, que corren malos tiempos para escribir lujurias y volver a la piel enamorada.
Que ya no queda espacio para enroscar las lenguas y el roce de los cuerpos sudorosos.
Que dudamos de si resucitar de tanta muerte absurda tiene alguna ventaja y merece la pena encarnizarse forzando el boca a boca del instinto.
Probablemente ya, va a ser que sí, que esta extravagante febrícula sexual no tiene consecuencias y, aunque tiemble como una gata arisca y aterida, no va a dejarme huellas en la nuca ni a preñarme de sol extemporáneo.
Que no quedan orgasmos que llorar a borbotones cálidos, porque tu palidez no se pronuncie sobre la doble luna de mis pechos con la voz excitada por la ausencia y el deseo expedito.
Va a ser que sí, y desaparecer empieza a ser la opción que en este ranking va ganando puntos.
Ayer estuve en una sala de chat, llamémosla X. Y no digo equis por haber sido el 33% de una sala -llamémosla- triple equis , sino por lo de la incógnita. Charlé con gente X también. Bueno, aquí hay una diferencia, porque en el diálogo, así sea en el caos del chateo múltiple, mal que mal, te das cuenta de si una persona es medianamente potable o se trata de un caso perdido. ¿Te das cuenta, dije? Pues no, No sé los demás, pero yo no me di cuenta.
Paso a contar. Había una vez, un agente aburrido y cándido y desgraciado que fue a pasear por los senderos señalizados de Zeus. Con la gorra, pero medio ladeada, un poco por el desaliño propio de la ingesta alcohólica desmesurada y otro poco de posta, porque no hay que ser tan botonazo cuando no se está de servicio, específicamente. Hete aquí que, en una encrucijada entre tantas, trabó conocimiento con dos sujetos (un masculino y un femenino) cuyo comportamiento llamó su atención. No poderosamente, como es lo popular, sino apenas un poco más que moderadamente. “¡Ah, no existen las casualidades!” pensó Gerard, que es sumariante de la Sub 4ta, pero estudió dos años filosofía en la UNR y seis meses astrología en la UCh, por correspondencia. “Si estamos los que estamos, es porque somos lo que somos.” (Inferencias así son muy usuales entre los que manejan el abecé de la ontología y de la astrología a la vez.) “Seguramente ella (el femenino) es de géminis, y él (el masculino), de sagitario. Y ambos, mortales.” No se equivocó Gerard (nada hace suponer que pudiera haberse equivocado) en la aplicación del célebre silogismo. Es más, hasta es preferible que la realidad sea así de rigurosa. Ya que algunos han nacido, nos consuela saber al menos que morirán. En cuanto al barrunto natal-babilónico, hay que decir que no tuvo oportunidad de corroborarlo. Lo que falló fue su olfato policial. Paradójico fallo, si tenemos en cuenta su impronta quevediana o su perfil numismático, según la perspectiva del observador. Del observador de la nariz de Gerard, quiero decir.
Sigo. El masculino iba con hándicap a favor, más que nada por ser oriental y por escribir ligero y no muy feo. A pedido mío (y juro que no hubo apremios ilegales) puso el link de su blog, que copié para ver después. El femenino, directamente, confesó su modus operandi (en un privado): “sí, soy escritora”. Y luego de un hábil interrogatorio de mi parte, se ve que le cupo el chamuyo del policía bueno y también puso el enlace del suyo.
(Ah, bueh, volví a la primera persona sin darme cuenta, pero es que ahora ya estoy relajado y más tranquilo. Estoy en casa.) Decía que encontré a dos, entre unos doce, más o menos, y justo esos dos escribían y tenían una página. Qué olfato, ¿eh? Bla, bla, bla, y luego me despedí con la seria intención de irme a dormir. Pero… ¿Qué habrá sido? No sé, no soy psicólogo. Pero no me fui a dormir directamente, sino a curiosear qué mambo curtían. Una sospecha latente, qué sé yo. Cliqueé primero en el link del masculino.
Ay. ¿Cómo expresarme? A esta altura de mi relato ya sabrá mi culto lector y mi intuitiva lectora de cómo me fue en la pesquisa. Pero el punto es ¿cómo decirlo con mis palabras? Se me quiebra la voz. Lágrimas piadosas obnubilan mis ojos y caen sobre mi teclado. Y no es joda: lo juro por la Virgen del Rosario y por el Comisario Sánchez. Lloré, sí. Yo, el sumariante veterano y socarrón, lloré. Creo que lloré por mí, como las campanas doblan por Hemingway. Claro, el masculino me importaba un carajo, pero yo me importo. Y me vi como despegado de mí mismo (ahora pienso que quizá por eso me bandeé antes a la tercera persona), como una conciencia repentina que observa a un idiota oficial sumariante engañado por el declarante. Ay. Ay. ¿Dónde está el sagitariano oriental de marras? “Estúpido” dice la conciencia desde el cenit (el altillo de la Sub 4ta). “¿No sabés que la astrología es un cuento y que el Oriente es nada más que el Este?” Y el pobre infeliz que dilapida su tiempo ya no se consuela con el verso de asumir el absurdo, sino que llora. Sí, yo (como todos) soy la conciencia facha y la inconciencia populachera. No soy psicólogo, repito. Soy el sumariante fuera de servicio, con sus vicios profesionales pertinentes.
Me hice un café y me tomé la pastilla para dormir. Volví a la PC y cliqueé el link del femenino. Volví a llorar. Lo juro por los arriba citados (la virgen y el comisario). Pero ahora no eran solamente lágrimas piadosas sino también azoradas. Ojiplático y temblequeante, comencé a convulsionar. Gemidos, estertores a mitad de camino entre la infinita pena y la carcajada. Tal cual (supongo) como quien se encontrara frente a frente con la Nada. (Bueno, un poco me dejo llevar en la narración de los hechos por mis rápidas lecturas juveniles de Sartre, perdóneseme el culteranismo.) A ver. ¿Qué es la literatura? No sé, solamente soy el sumariante, que de entrecasa se desahoga escribiendo. Pero en la pregunta está la clave de la respuesta. ¿Qué es tal cosa, por lo pronto? Digamos, sin saber qué pueda ser, que será algo. Y aquí (ríanse las ninfas constantes y los faunos perseverantes) es cuando no quiero que me hablen de Wolff ni de Hartmann ni de Sarmiento inmortal. Porque yo sí que la tengo clara. Materialismo o idealismo, ¿no? Pues no. Nada de materia en el blog de la escritora: un cundiente agujero que se detendrá solamente con la extinción física de la escritora. Y nada de idealismo, ni de ismo ni de idea: nada de nada. Cero al as. Pito catalán al boludo del sumariante que teclea en una Olivetti del año del pedo. Fuiste, alpiste. Ganó el delito. El eje del mal. La puta madre que me reparió.
Y sin embargo soy un buen tipo. Es decir, un blandengue. ¿Cómo vuelvo a esa sala y me enfrento (es un decir) al masculino y al femenino? Me van a preguntar qué me pareció. ¿Y qué les digo? Misión imposible, porque mentir no es negocio. Mentir al pedo, digo. Si me parecen una cagada atómica, para eso, no voy. Porque tampoco es cuestión de decirle “perro” al perro, que no sabe ni que él mismo es un perro. El perro sagitariano y la perra geminiana. Un diámetro en una esfera infinita… ni diámetro es.
Floto. Me está haciendo efecto el zolpidem. Después de tanto llorar, floto por encima del altillo de la Sub 4ta. Flotan también las viejas Olivetti y las viejas Ballester Molina. Flotan las tiras de los uniformes. Y los uniformes. Todo flota, y veo el barrio desde muy arriba, arriba de los manchones verdes de los plátanos. Ya no soy el llorón ni la conciencia, Ni el cana. Ni Gerard. Más bien soy, como el finado, un pedazo de atmósfera.
No tuve un hijo (pero sí una hija). No planté ningún árbol (pero en la escuela germiné judías).
Escribí varios libros aceptables aunque muy pocos los leyeron. Y no se culpe a nadie.
Creo que conquisté el promedio de la mediocridad de esta vida tan rara. Así que en paz, igual que Amado Nervo.
Candidatura
Ella me dijo: —No me gustan los hombres con pelos en la espalda. —¡Bien! ¿Por qué? —pregunté. —Cuestión de gustos. Y tampoco la barba tipo Valle Inclán. Y debe ser más alto que yo misma. —Tiene su lógica… —Que no le falte un brazo, o una pierna. —También es razonable. —Ni tatuajes ni piercings. —Ajá, voy bien, correcto. —Que sus besos no sepan a cebolla cruda, ni a ajo. —Claro, es muy atendible. ¿Y qué del cigarrillo? —Eso no me molesta, yo soy fan de Marlboro. —Pues entonces pongámonos de novios —dije, muy confiadamente. —Hum, gracias, pero no. Cuestión de gustos. Justo pasaba un taxi, y lo tomó.
Anas
Tantos poemas, tantos, tan diversos de todos los poetas que acertaron tocar mi alma y luego se quedaron también entre mis versos.
El viejo madrigal de De Cetina, de mis amores representativo; el nocturno de Silva, amor prohibido a un paso de mi esquina.
El soneto a Jesús crucificado, que es el amor a Dios tal cual lo siento y el amor cómplice del pensamiento de un Borges inspirado.
¿Por qué las elegías y las odas y todos esos cánticos inútiles siguen poblando mis recuerdos fútiles si las detesto a todas?
Quizá debiera huir de tanta cáscara y concentrarme en el carozo mismo de mi alma, y buscar el paroxismo oculto tras la máscara.
Ah, la mujer incógnita se oculta detrás de tantas cosas cotidianas: la Virgen del rosario y tantas Anas que ya son turbamulta.
Sólo un poema de un amor cualquiera me distrae del miedo de la muerte. Tal vez un día yo también acierte y escriba mi quimera.
Y me encontré con una foto de la casa, con la calle de tierra; el árbol en la vereda gris, con sus raíces que levantaban las baldosas; el porche con reja alta. Y me distraje de eso que estaba escribiendo y me vinieron recuerdos de más atrás, del veredón del boulevard y los tranvías, de Mamá delgada y de Papá con anteojos de metal y de Chiqui dibujando escenas egipcias. Y me entraron ganas de seguir recordando, porque esos años no fueron tan malos como los que les siguieron.
No creo que la memoria sea muy tramposa como dicen algunos. Más bien creo que es desordenada, y algunos hechos dolorosos sí que se olvidan, pero otros no; y se pierden para siempre momentos felices, pero otros están allí. Y no hay reglas que gobiernen esa antología que el tiempo ordena en su transcurrir.
No sé si es más sensato usar los recuerdos usufructuándolos para decir hoy lo que juzgamos, o recurrir a ellos para pergeñar párrafos más o menos interesantes; o simplemente acudir a la llana relación, con el riesgo también de incurrir en falsos recuerdos o distorsiones. Tampoco sé qué es lo que he hecho, aunque mi preferencia se inclina hacia este último procedimiento.
Hay niñeces repletas de fantasías y magias; otras abarrotadas de anécdotas, de juegos, de estudios, de geografías; otras, terribles y desdichadas. La mía fue lenta, introspectiva, melancólica y llevadera.
La casa
Los primeros años de la vida son los más importantes, también porque no los recordamos sino a través de lo que nos han contado. Algunas escenas, sin embargo –aisladas o confusas, como de un sueño–, nos pertenecen completamente, y nos empeñamos en hacerlas coincidir con las constancias de nuestros mayores, y se nos va la vida en esa inutilidad.
Papá, Mamá y mi hermana Chiqui ya estaban en la casa cuando nací, veinte días antes del invierno de 1951. Describir esa casa me parece más apropiado que describirlos a ellos, porque ellos se fueron transformando conmigo, y la casa, antes de las reformas, se eternizó definitivamente en mí en esos años.
La casa es anterior al barrio, a la ciudad, a la patria, al planeta, al universo; anterior a todos los mundos que vinieron después y que tardé en entender; la casa nunca me tuvo que ser explicada. La casa es anterior inclusive a las personas, con sus parentescos y vecindades simples o complejos.
Estoy seguro de haberla visto antes de las primeras reformas, tal cual la había dejado Glenda, la anterior propietaria, antes de morirse y de que la compraran mis padres, en 1948. Glenda sería una mujer moderna: vivía sola, pintaba, seguramente tomaría whisky y tal vez fumara. Yo oí nombrarla algunas veces en mis primeros años, pero solamente mucho más tarde advertí la relación entre una casa y sus habitantes. “Tenía la casa hermosa, un chiche –decía Mamá, años después–, pero nosotros éramos cuatro, y no cabíamos.” A lo mejor algunas modificaciones fueron anteriores a mis primeros recuerdos, pero si es así, no habrán sido relevantes: yo viví, empecé a vivir, en esa casa de espíritu distinto y que ya no existe más.
Ahora quiero recorrer esa casa perdida para siempre, como un fantasma inverso flotando en el mismo espacio pero en otro tiempo, entre aquellos tabiques y mamposterías y azulejos y pisos que se superponen con estos, como en un trabajoso truco de película de fantasías.
Entro desde la calle de tierra, pasando entre los dos árboles de la vereda y atravesando la puerta de reja alta. Me detengo un instante en el porche de la entrada. El piso olvidado, los umbrales rojos. ¿Aquí es? Dudo. Retrocedo, flotando, y atravieso la reja y vuelvo a la vereda de baldosas grises. Total, esto es lo más fácil de hacer para un fantasma. En la columna que separa la reja fija de la puerta de reja está la placa azul con números blancos y el escudo de la ciudad. Sí, 152, es aquí. Vuelvo a atravesar la reja y me enfrento a la puerta. La cerradura Yale, el picaporte de bronce, la mirilla cerrada. Con el mismo fantástico procedimiento ingreso al living. El piso de parquet oscuro, brillante. Al fondo se ve la cocina y el patio, pero no avanzo; me distraen las antiguas novedades más cercanas. A mi izquierda, el pequeño perchero de pared y enseguida el arco que comunica ampliamente a la otra habitación a la calle. Seguidamente, la otra puerta que lleva a la segunda habitación. Está cerrada. Al lado de la puerta, ya llegando a la pared del fondo del living, el barcito americano. Tiene dos puertas arriba, como un botiquín, y están un poco abiertas. Se ven los estantes de vidrio. Las puertas de abajo ocultan una pequeña pileta. En la pared de la derecha, el hogar a leña de siempre. Después, la escalera de madera que lleva a la planta alta. Subo, suspendido siempre, como cualquier fantasma, alejado por igual de los escalones que del techo y de cada pared. Es la única manera que la escalera no cruja, y eso le conviene a este silencioso viaje de inspección, parecido a una película muda. La escalera gira hacia la izquierda, en U. En el tramo final, a la derecha, un amplio ventanal recibe el sol de una terracita y lo arroja a través de la escalera hacia la habitación de la izquierda, abierta de ese lado en una pared petisa que tapa la subida de la escalera, hasta una altura de menos de medio metro por encima del último escalón. Allí pintaba Glenda, con esa luz arterial del nordeste y también con la venosa del sudoeste, que entra por la ventana a la calle, asomada al techo del porche. El atelier de Glenda era privilegiado: no podría haber atribuido una falla en alguna tela suya a la falta de luz.
Al trasponer el último peldaño, a la derecha, el baño, y a la izquierda, el acceso al atelier. Bajo ahora; después volveré a curiosear otras cosas.
Vuelvo al living, flotando y bajando ahora hacia la derecha. Quedo ante el barcito. Qué mueble tan simpático y tan útil ¡Ay, esas maderas laqueadas y esos espejos interiores! ¿Había que sacarlo, necesariamente?
A mi derecha está el cuadrado de un metro por un metro (en el piso está la tapa de la cámara de la cloaca) que conecta el living con el interior de la casa. A un lado está el hueco que forma la escalera; al otro, el baño; al fondo, la cocina. Pero no avanzo en esa dirección, sino que desando un poco el camino y me planto frente al arco. Después lo cruzo y entro a la primera habitación, con las dos ventanas en ele, una al porche y la otra a la calle. A la derecha, la habitación termina en una pared, con una puerta en el medio. Entre esta puerta y el arco, una pequeña repisa, junto al extremo de un cable que asoma de la pared y que es la bajada embutida de la antena de radio, en la terraza. La puerta está cerrada. Este detalle parece a propósito de explotar mi condición fantasmal: la atravieso y ya estoy en la segunda habitación. Aquí, como en la anterior, los pisos son de pinotea, y los techos, altos, con paneles de yeso blanco. La pared del fondo tiene tres aberturas: una puerta, a la izquierda, que siempre está semiabierta y que es la entrada de un vestidor estrecho y largo, como un pasillo; una ventana grande que da al patio; una puerta exterior. En la pared de la derecha, la puerta que da al baño.
Ser un fantasma no me impide sentir como cualquiera que no lo sea. Recorrer una casa vacía de muebles y de cosas y de gente es un acto excepcional, mágico. Tanto para un fantasma como para una persona. Lo comprobé en cada relevamiento de propiedades, cuando trabajaba de corredor inmobiliario, y ahora mismo, en esta casa. Se ven en los muros vestigios de la gente que ya no está; se intuyen en los picaportes las manos de aquella gente; se cree ver figuras desplazándose a través de puertas y arcos; se imaginan corpúsculos de vida impregnados en los marcos de las aberturas, en algunas molduras, en cualquier resquicio. Como imaginamos que se han movido esos dedos de aquella momia egipcia que observamos con solemne recogimiento.
Cada habitación tiene su sorda música y su hueco perfume; cada una me trae un distinto recuerdo atascado. Sin embargo, todas participan de una clave común y de rumores y aromas parecidos.
Entro al baño. De repente los recuerdos se desatascan y mi mano se va sola hacia los grifos del lavamanos. Claro, admito que solamente me es dado observar y sentir, y que no puedo actuar. El baño está más patente que el resto de la casa, con ese mundo de agua retenido en cañerías empotradas y esos sistemas para activarlo y que podría hacerlo si se me permitiese. Los azulejos verde claro (color predominante en toda la casa), con textura más de estuco que de azulejo; los sanitarios blancos: el lavamanos; el inodoro Pescadas; el bidet; la bañera enlozada. Toalleros y percheritos y portavasos y portacepillos de metal reluciente; espejos impecables. Enfrentada a la puerta por la que acabo de entrar, otra, que da al cuadrado en cuyo piso está la tapa de la cámara, y que obra como el centro estructurador del movimiento de la casa. Salgo del baño por esa puerta y giro a mi izquierda, hacia la cocina.
Aquí los azulejos son de un ocre pálido. No hay muebles ni artefactos, excepto un termotanque eléctrico, amurado, con los controles a la altura de los ojos de un adulto. Una ventana amplia y una puerta de hierro dan al patio. Están cerradas, y las atravieso con una impunidad que vuelve a causarme gracia.
El patio es grande; no tanto como lo era para aquel niño al que todo le parecía inconmensurable, pero sí más grande que como quedó tras las reformas. Al fondo, a la derecha, el limonero. A la izquierda, tal vez un pino. El suelo es de tierra, tapizado completamente con una grava roja y –recuerdo– ruidosa. Algunos parterres circulares pueblan la superficie con rosales y malvones. Cubriendo la mitad del cielo, la parra.
Ahora quiero volver a la planta alta, y en lugar de hacerlo por la escalera interior, me elevo desde el patio unos pocos metros y entro desde la terracita en donde está el lavadero. Atravieso una puerta cerrada y entro en el baño. Es un poco más chico que el de abajo, y no tiene bañera. El lavamanos es demasiado pequeño, incómodo, porque la grifería está muy pegada a la bacha y no deja lugar para maniobrar. Los azulejos son los mismos que los de la cocina; las baldosas del piso, al tono; el inodoro, Traful.
Vuelvo a la terracita. Me quedo un rato mirando la pileta de lavar, no sé por qué. A lo mejor porque me cuesta reconocerla, o acaso porque me la esté inventando ahora. El ventanal está cerrado, también, y lo traspaso, cubriendo enseguida el espacio de la escalera y entrando en el atelier. Baldosas blancas, como nunca volví a ver en ningún otro lado. La ventana que da al sudoeste, con su panorámica de techos bajos y pequeñas terrazas y árboles y más árboles a la distancia, como un mar verde interminable.
Me desvanezco en mi realidad fantasmal. Abro los ojos y me encuentro frente al monitor en blanco. Luego veré de reconstruir esta visita, este raro viaje en el tiempo. Ahora estoy casi llorando. Misterios de la melancolía, que me trae emociones de un tiempo que no viví y de gente que no conocí a través de una arquitectura que apenas vislumbré y que me resulta entrañable.
En las coplas de pie quebrado no debe considerarse el concepto de pie como unidad de escansión (como en la poesía griega y latina) ni como en la actual castellana, que supone también una unidad menor (como, por ejemplo, cuando se habla de «pie de rima»). En la época de Jorge Manrique, el concepto de pie era asimilable al de verso, en su sentido métrico.
Así lo registra el DRAE:
27. m. desus. Cada uno de los metros que se usan para versificar en la poesía castellana.
Entonces cabe preguntarse qué es lo que se quiebra cuando se habla de pie quebrado. Porque el ya quebrado es el verso corto, pero se ha quebrado del anterior largo.
~ quebrado.
1. m. Verso corto, de cinco sílabas a lo más, y de cuatro generalmente, que alterna con otros más largos en ciertas combinaciones métricas.
¿Y por qué cuatro o cinco? ¿Aun tratándose de estrofas octosilábicas? ¿A capricho del poeta? Propongo una explicación.
Cuando el verso largo anterior (octosílabo) es grave, el quebrado es de cuatro sílabas. Si los sumamos a ambos, tenemos un dodeca acentuado en séptima. Ejemplifico con el más célebre poema de esta forma, poniendo en la misma línea el verso quebrado:
Recuerde el alma dormida, [8] avive el seso y despierte contemplando [12] cómo se pasa la vida, [8] cómo se viene la muerte tan callando [12]
Aquí, el verso quebrado mide exactamente la mitad del largo (cuatro sílabas), pero no pasa igual cuando el largo es verso oxítono (agudo), pues al contar realmente de siete sílabas, requiere de una más (cinco) en el quebrado. Ver:
¿Qué se fizo el rey Don Juan? [7+1=8] Los infantes de Aragón [7+1=8] ¿qué se ficieron? [5]
Que vendría a ser:
¿Qué se fizo el rey Don Juan? [8] Los infantes de Aragón ¿qué se ficieron? [12]
Cierto es que el mismo Manrique no es siempre consecuente con esta norma, pero creo que deben considerarse algunas cuestiones:
+ que las estrofas en las que no se atiene a lo señalado no suenan tan bien como las otras;
+ que desconocemos la exacta entonación de la época (casos de distintos recursos o licencias usuales, por ejemplo);
+ que en 1476 (probable año de su composición) la normativa era incipiente.
Supongo que el asunto de cuándo el quebrado es de cuatro sílabas o de cinco estará estudiado, pero no encontré nada al respecto, y por eso me he animado a proponer esta interpretación.
Si algún paciente y generoso ultraversal encuentra algo más (y mejor, preferentemente), agradeceré el dato.
La inteligencia se marca a la hora de resolver un conflicto y, cuando el conflicto radica en lograr un equilibrio estético y emocional en un texto, es cuando la inteligencia de Gerardo Campani se destaca. En sus textos siempre alguien percibe una parte de la realidad y la desmenuza desde su propia e íntima sensibilidad, para luego echarle una pizca de racionalidad, de manera que el color del sentimiento queda delineado por un atisbo de explicación del mismo. Explicación esta que suele adquirir el ropaje de cuestionamientos sin respuesta.
En su poética, hace gala de un profundo conocimiento de las reglas que norman este arte, lo que le permite no sólo desarrollar cualquier metro, sino también cambiar de fondo, forma, como también de tono. Bien puede escribir un poema blanco de carácter existencial, como decantarse por unos octosílabos si se lanza a un contrapunto divertido. Es también para remarcar que, en poética, no le cuesta trabajo distinguir o confundir al yo poético de cualquier sujeto que elija recrear. Cosa que a pesar de que dificulta llegar al fondo del escritor, permite el disfrute de cualquiera de sus poemas.
En cuanto a su prosa, la misma se caracteriza por un aliento tranquilo y ameno, con el cual logra proponer, partiendo de situaciones sencillas – o mejor dicho, comunes -, un montón de variables que deja a cargo del lector extrapolar. En su novela «Conrado está muerto», por ejemplo, sin mencionarlo jamás, realiza un juego extenso sin líneas divisorias precisas y enérgicas entre crueldad y maldad, nociones nada pequeñas.
A la hora de dar la mano a un compañero de letras, es de él tener la precisa, la frase que empatiza con el que busca aprender. Con el tono humilde del que sabe y busca transmitir lo que sabe, y no con la altanería del que conoce lo que no sabrá enseñar a nadie. En este aspecto, uno de esos profes que se sientan a tu lado y te muestran el cómo sin impaciencias.
Gerardo Campani es un escritor que pisa firme en territorios difíciles, como lo son la densidad del absurdo o la milimétrica consistencia de la ironía. Un tipo capaz de decir «el mejor resultado es el empate», y ya el que tenga capacidad para sopesar, que lo haga.