ARTÍCULO

El estilo y la voz

Gavrí Akhenazi

Mucho se ha hablado y se habla acerca de «la voz» del escritor. Ha sido una de las cosas en las que más hincapié he hecho a los largo de los años: el descubrimiento de la voz personal, ya que es ella y solo ella la que define al escritor y para eso, para definir a un escritor, debemos sumar el adjetivo «propia».

Un escritor que se precie de tal debe, necesariamente, tener voz propia y que se lo pueda identificar a su través.

Una voz particular, que le sea natural, en la que hable desde la hondura y que marque su estilo de manera inequívoca.

En general, la voz es un autodescubrimiento, porque todo escritor novel se forja la idea de que escribir es un patrón a seguir de determinada manera. Algo convencional a lo que ajustarse como un molde de éxito. Ve el éxito en el otro y se refleja, intenta la similitud, porque eso le otorga confianza en lo efectivo de la forma. Entonces, pierde identidad de cuna, imita o acepta que esa es la forma correcta, la forma en la que se debe escribir. No explora. A su modo, copia –muchas veces en un penoso calco al carbón–  y así es como se ven libros que repiten y repiten la misma anécdota, escrita cada vez de peor manera.

La voz es algo que un escritor descubre asombrado. Enfrenta su texto en la relectura y se pregunta ¿esto lo escribí yo?, porque no se reconoce en lo que lee; se emociona con lo que lee como frente a un texto ajeno; se carea con sus cientos de monstruos y los descubre como seres independientes que en las páginas que va escribiendo habitan como les da la gana y no como ese escritor se ha propuesto para tal o cual personaje. Ya hemos hablado en otras ocasiones de los personajes y su manía de escribirse solos, prescindiendo totalmente de quien los escribe, más allá de utilizarlo como un médium para poder manifestarse.

La voz propia surge, nace, eclosiona, habla en el cerebro sin callarse. Dicta, obliga, se vuelca con violenta espontaneidad hasta el punto de rebosamiento.

La voz propia está viva en algún lugar, pero es necesario despertarla, rescatarla del bosque encantado de la Bella Durmiente que constituyen las barreras del convencionalismo literario.

Uno de los factores para ese despertar es la búsqueda. El inconformismo con los cánones lleva a nuevas exploraciones, a viajes íntimos no necesariamente conscientes.

El escritor no se propone una voz; encuentra una voz. La suya. La que no conoce, porque se ha pasado el tiempo practicando las voces ajenas.

¿Y qué define a una voz propia? El estilo para utilizarla. Cómo cada escritor maneja lo que lo hace libre en un texto, ya esté escribiendo un poema, una narración o una receta de cocina.

El estilo nunca es reproducible. Es infranqueable para la copia. Se puede imitar, pero no conseguir completamente, porque en el estilo de cada escritor radican aspectos invisibles, imposibles de atrapar por lo sutiles que son. No te los proporciona el oficio. Son la parte secreta del talento: el don.

Un estilo puede gustar más o menos; puede tener más o menos público; puede ser llano o complicado, pero siempre debe ser el propio, el canal de la voz desde la que hablará lo que hasta para nosotros, los escritores, es desconocido.

Se puede escribir como tal o como cual, pero no se puede ser tal o cual. Porque en la cosmogonía de cada escritor, esos aspectos aprehensibles son únicos y como todos los seres humanos, irrepetibles.

Para despertar la voz hay que trabajar, abandonar las premisas impuestas por otras voces y otros estilos y sumergirse en el desarrollo natural de nuestros demonios sagrados.

Como el Deamon de Sócrates, eso y no otra cosa es la voz propia.

PROSA POÉTICA

¡Azú, azú!, Silvana Pressacco

He aprendido a asociar el azul con la ambivalencia de mis emociones; un océano vasto donde navego entre la añoranza y la paz. En su infinito, encuentro la libertad de lo que fue y la aceptación de lo que es. La tonalidad más clara trae la risa de los niños en la galería de la escuela, los juegos de corridas en el patio y el olor a sol; la más oscura, se convierte en una sombra que me acompaña con tormentas de nostalgia.

La profundidad de su color trae los abrazos que ya no recibo; a veces, me provoca una tristeza que busca analizarme mientras señala con un dedo hacia un pozo sucio y oscuro, del que siempre puede salvarme. Es como ese momento de «la hora azul» en que todo se ve de ese tono sin ser de noche ni de día, y todas las luces se apagan como promesa de un nuevo comienzo.

Me gustan las anécdotas que recuerdo cuando pienso en el azul, todo lo que viví hasta aquí rodeada de ese color que siempre elegí: el vestido que lucí en un evento importante, el título de un libro, mi primer auto, un paisaje para dos que después fue el de la familia, la lluvia mirada en soledad, unos ojos pícaros y ahora la vocecita dulce de mi nieta repitiendo su preferencia por «el azú, azú», como si solo se tratara de una coincidencia. Definitivamente ha encontrado un nuevo hogar en el corazón de mi pequeña, un lugar significativo como en el mio. Ahora lo veo como un puente que conecta de otra manera nuestras historias porque, cada vez que ella lo elige, estoy presente aunque sea desde muy lejos.

Cómo no dejar que el azul me envuelva si es la memoria de cada sentimiento, un recordatorio constante de que la belleza de la vida se encuentra en las cosas comunes junto a los colores que decidimos amar.

RELATO

Quirófano de guerra

William Vanders

Contando al revés desde mil hasta cincuenta. Cincuenta, el año de la metralla que perforó el ansia por triturar al tiempo para darte la vida, la vida completa, el alma con piel haciendo esqueleto.

Es de madrugada cuando son las tres de la tarde. Es un hospital citadino cuando estamos a cuarenta grados, bajo una carpa de malla verdeoliva, en medio de la selva húmeda de San Cristóbal.

Novecientos noventa y retrocediendo hasta tragarme la voz y lo abstracto. Lo abstracto, la muerte contraída por la pausa del dolor que no se siente. Lo abstracto, la sangre en blanco y negro corriendo hacia la caverna bajo la roca. Lo abstracto, los fantasmas secando mi boca con su aliento, invitando al viaje sobre la sombra del rayo.

Contando. En retroceso. Todo retroceso se contrae, se detiene, luego se gira en sentido correcto y el corazón late nuevamente en la carne herida. Electroshock. Suspenso. Orina. Todas las líneas rectas silban en azul digitalizado. Todas las líneas rectas de pronto son elípticas, entrecortadas, y la cuenta se inclina, de nuevo, bajo el número negativo.

El techo se puso negro. Las pocas luces acuchillan el aire. Los sonidos son gruesos. Los párpados se compactan. Hay formas oblicuas tarareando el eco de una canción de cuna.

Silencio. Los gritos se camuflan, ponen la voz en la oreja sorda. Pausa. El gemido de auxilio pincha el vacío. Todos corren tras la urgencia de muerte. El escenario es la llaga, el colapso del tiempo, la cicatriz de la angustia, el suicidio de la calma, el pavor del hueso, la piedad que fracasa.

Aquí no hay mesa de riñón. Esto es un código azul. Azul la hora del verbo inhábil. Azul, el segundo anulando el tacto. Azul, es la ausencia de matices, la refracción del llanto. Boom. Las esquirlas hicieron ramilletes como si tatuaran un escorpión retorcido. Boom, las alimañas serpean sobre la carne viva. Boom. Los linfocitos huyen de la entraña.

Recalcando la piel, las células, fallan. Muere el minuto salvando al cronómetro. Causa perdida es el pulmón de mano. Pinchazo. Corte longitudinal, sangre, frío, calor. El espíritu flota sobre el estado de coma.El metal lo extraen, cae al piso y el sonido seco devora el barro y la mirada escucha lo que el oído ve. Lo que el oído ve la mano huele. Lo que la nariz dibuja los ojos palpan. El poro adivina la secuela del caos.

Ruido despierto. Columna sensible. Vuelve el ánimo a mi tortura. Recuerdo. Percibo. Creo. Constato. Hace instantes pasé la zona negra y el área blanca estaba atestada de moribundos y hoy, justo hoy, no hubo tiempo para salvar a ese amor , ese que nos agarraba de la mano , para que besáramos el hogar del pan dulce.

Garganta de cobre: Apoca la elipsis. Silencia y vacía, alucina. Rima la muerte para sacrificar los acentos, para hacer un holocausto consonante asonando en la campana rota.

Alucino. Vuelvo a ti, inventador de alas, suspendido sobre el trigo de mi mismo. Lloro. Mi abrazo se hunde en tu imagen de agua. Ido, soy humo brillando en el recuerdo. Ido, fugado de los luegos germinados en lo pretérito. Ido, repaso las virutas de la memoria. Ido, borrando la culpa. Ido, aterido,desvanecido, sin nada.

Cincuenta y uno. La euforia es anterior al quiebre. Sin – cuenta, perdimos. Ya está


El apagón

Rosario Alonso

No se tenía conocimiento de un verano tan caluroso como el que estábamos viviendo, tal como informaba el telediario. El locutor explicaba que en el sur las temperaturas se acercaban a los cincuenta grados; y los trenes habían suspendido su recorrido por temor a que las vías se dilataran. Enfatizaba, además, que a causa de la ola de calor había muerto una treintena de personas aunque se temía por la vida de otras tantas ya hospitalizadas.

Instintivamente fijé los ojos en el aire acondicionado. ¡Benditos aparatos! Parecía que el calor venía acompañado por una ola de surrealismo. Las tiendas se habían quedado sin aparatos de refrigeración y los que lograron comprarlos debían esperar varias semanas para que un técnico se los instalara. Sin los aparatos de aire acondicionado el panorama se dibujaba de lo más desolador. Pero allí estaba el mío, con su flujo de aire frío llenándome la habitación de unos maravillosos veinte grados.

Bebiendo un refresco casi helado, con el aire a toda pastilla, me sentía como excluida de aquel insoportable calor que cubría a Europa y que iba dejando por doquier sus secuelas y deshidrataciones. Aquello parecía que no iba conmigo. De pronto, el televisor se apagó. Pensé que los fusibles se habrían desconectado, así que fui a constatarlo, pero no, continuaban en la posición de siempre.

Desde la calle me llegó un rumor. A mi pesar y sintiendo en la piel el fuego del sol, me asomé al balcón y pude escuchar entonces a varias vecinas pronunciando la fatídica palabra «APAGÓN». Eran las tres de la tarde.

Con el paso del tiempo la temperatura empezó a subir dentro de la casa y paulatinamente la nevera se quedó sin agua fría y se llenó de refrescos calientes, y la del grifo sabía a rayos. La carne y todos los congelados se echarían a perder antes de mañana, Por lo pronto los polos helados se derritieron y flotaban en su cajón en un líquido de un color indescifrable. Y llegaron las diez de la noche. El termómetro marcaba cuarenta grados. Entre ducha y ducha conseguí resistir amparada por la mortecina luz de una vela.

Oí en la calle un rumor de risas. Regresé al balcón y me encontré con una sorpresa: en la plaza los vecinos habían sacado una manguera y se refrescaban. Las ropas y cabellos mojados parecían invitar a que me sumara al festín. ¡Mi vida por un remojón!, me dije.

Sin pensarlo bajé a la plaza. Estaban ya montando una piscina de plástico enorme que en un plis plas estuvo lista y, mientras la llenaban los niños iban metiéndose en ella. Cuando la manguera me llenó de agua, el primer impacto fue desagradable pero una vez mojada me sumé al griterío que salía de tantas bocas -¡a mí, a mí!- y el encargado de dar los remojones apuntaba a diestro y siniestro para que nadie quedara seco. Para llamar su atención, la vecina del quinto se desprendió del vestido quedando en ropa interior. El de la manguera, animado por el espectáculo, regaba ese “cuerpo Danone”, olvidándose del resto; así que para que el reparto de agua fuese equitativo todos pensamos lo mismo ¡ropas fuera! La gente empezó a desprenderse de la vestimenta, al principio de forma tímida, pero viendo que el de la manguera mojaba más a los cuerpos que mostraran más carne, nos fuimos desnudando. Las pendas quedaron extendidas sobre un banco, como un improvisado perchero.

Algunos había que bajaban en bañador, pero acababan por quitárselo. Las risas y el frescor de aquella agua a presión, amparado por la oscuridad de la plaza que dejaba entrever las siluetas bajo una luna casi llena, hacían que se evaporara la vergüenza. Gente de todas las edades, de todas las constituciones imaginables jugaban, por una vez, al mismo juego. Era todo un espectáculo. Allí estaba el presidente de mi comunidad, el hombre más serio de todo el barrio, corriendo desnudo, siguiendo el rastro de la manguera. La hija del notario, que siempre vestía con un recato decimonónico, ahora parecía una chica play-boy. La abuela de Ricardo, la de los andares cansados, por algún milagro parecía haber recobrado la vitalidad perdida y agitaba las manos para que el agua llegara hasta ella remojando su cuerpo arrugado. ¡Quién la ha visto y quién la ve! pensé. El poeta que vivía en el bloque de enfrente no me quitaba ojo, y conspiraba con el de la manguera para que nos mojara juntos.

Las horas fueron pasando y nadie parecía dispuesto a abandonar la plaza. Eran aproximadamente las cuatro de la madrugada cuando empezaron los tintineos lucientes en las farolas.

¡Ha vuelto la luz! La plaza iluminada nos devuelve a la realidad y la gente se agolpa en el banco-perchero para cubrirse. El poeta, que curiosamente sabía cual era, se apresura a traerme mi vestido. Mientras él se pone sus pantalones, me fijo en aquellos pectorales y comprendo que esta noche sentiré el cálido abrazo de un oso.

EDITORIAL


Consideraciones sobre resemantización

«Te expresarás de manera excelente si una combinación ingeniosa convierte en nueva alguna palabra sabida». (Horacio)

¿De qué se trata el lenguaje abstracto en la poesía?

Es una pregunta que, en la actualidad, podría responderse de maneras diversas, teniendo en cuenta las diferentes expresiones a las que recurre, por mímesis de otras anteriores, una nueva y prolífica –aunque no podríamos decir que del todo eficiente en el arte– camada de poetas.

Todo  poema reubica al lector en un espacio de la realidad que pertenece a la cosmovisión del autor y por tanto, es ese autor el que, convertido en traductor de la realidad que concibe a su modo, elabora un territorio alternativo de comunicación, basado en sus experiencias o en sus emociones.  Podríamos decir que «se traduce» o que «traduce» sus enfoques o su prisma, independientemente de otros enfoques o prismas, a veces similares y a veces, totalmente diferentes.

Por ende, frente a esta traducción de lo propio que el autor encara, su lenguaje abandona el formato de los signos compatibles con la realidad conocida para explorar, a través de esos mismos signos, una óptica que le es propia.

No digamos que todos consiguen el objetivo de esta traducción del lenguaje común al lenguaje propio. Algunos por exceso, otros por defecto, pueden no alcanzar una significación nueva para el uso de lo conocido, ya sea porque –en el afán de conseguir distinguirse– se vuelven incomprensibles o porque –en otros casos– ofrecen al lector una pauperizada repetición de la realidad común, como si el lector fuera un tonto que no aspira a más o no viera ya por sí mismo esa realidad que le replican.

En cierto modo, un poema –o su autor– consigue su objetivo cuando logra ir más allá del carácter invariable del idioma, y utiliza los mismos materiales que esa lengua en que habla le provee para trabajar un aspecto novedoso sin recurrir a lo manido o a lo inextricable.

Toda palabra colocada en el lugar correcto de una proposición es suficiente para alcanzar otros sentidos o que el suyo propio no se abandone a una única aquiescencia de código o a una lineal y literal significación que no aporta un ámbito distinto de resignificación a la lectura.

Luego, observamos también una fosilización conversacional en lo poético, por la recurrencia a la chatura del cliché que ha dado resultado en otras expresiones o su contrario, una exacerbación de las incoherencias que llevan a combinatorias fraseológicas inexplicables, incluso para quien las acuña, o lo que es aún peor, a la invención de explicaciones aún más desquiciadas que el uso de la incoherencia que intentan solucionar.

La poca exploración idiomática para crear de manera poderosa nuevas significaciones, sume, tanto al autor como al lector, en un entorpecimiento de la creatividad al primero y del ejercicio imaginativo al segundo.

En poesía y diría que en casi toda la literatura actual, munir un texto de significados rutinarios supuestamente asegura la validación por parte de los lectores –al menos en la teoría que algunos sostienen–, aunque esto signifique ir en detrimento de la creatividad que debe suponérsele a un artista literario.

El abandono de esta condición excluyente permite que la creatividad natural o el hecho creativo sufran de una obsolescencia miserable que los posiciona en el objetivo contrario al que una obra literaria debería aspirar: distinguirse y trascender.

De pétalo metálico, Eva Lucía Armas, Argentina

A veces pienso que cierro los capítulos de mi vida como cierro los libros que no voy a volver a leer. Los cierro, los pongo en la biblioteca entre otro montón de libros cerrados y se quedan ahí, perdidos y formando parte de una gran colección de citas célebres.

Adquirí una extraordinaria facilidad para sacarme los pelechos aunque no sea la época de muda. Mudo por las circunstancias de mi clima interior y no le hago caso a la primavera, que, como me gustan los climas cálidos, impera junto al verano, todo el año. Por eso, en vez de mudar piel, voy mudando corazas y cada vez me crecen más regias.

Soy —cada vez más— algo galvanizado, pero no puedo decir que sea una «flor blindada» porque de flor tengo cada vez menos y tanto de metal, que si lloro me oxido.

Lo peor de un metal es lo que tiene de cosa fría. Es un elemento inerte y frío, naturalmente invulnerable o naturalmente indiferente. Está ahí, contemplando y contemplado por la naturaleza, inmóvil en sí mismo y hecho para durar los siglos de los siglos.

No se me ocurre todavía acuñar un término que pueda adjudicarse a este cambio mío en los estados de la materia, pero ya voy a encontrar alguno que señale cómo se impermeabiliza el alma.

Creo que en mi caso, hasta «maternidad» sería apropiado.


A veces soy de una suavidad desesperada, el último recurso de lo áspero, la carraspera de una contralto, el decente ademán de una caricia.
La vida me es tan simple, tan simples las pasiones que aprendí a descifrar, que me hacen complicada para aquel al que toda la vida le parece complicada.

Aprendí a ser feliz en la felicidad de los que quiero, porque la felicidad en los afectos es una cosa pública y cuando alguien es feliz, hay un poco más de dios en todas partes.

Hoy estoy muy contenta. Tan contenta como estuve también hace unos días en los que dije, «no me pongo luto». He aprendido a vivir en mis amigos.
Y estoy segura que por primera vez desde hace un año, una de mis mejores amigas mira el cielo.

Dios estará en nosotros mientras aprendamos a contar la historia en sus milagros y dejemos de contarla por las guerras.

Cucurucho de nata y fresa, Raúl Muñoz, España

Si hay algo en la vida por lo cual vale la pena insistir, es salir a la calle con mi abuelo a jugar.

Soy muy insistente, no cedo un ápice haciendo carantoñas al viejo -algo triste, a veces, con pocas ganas de moverse del butacón-. Puedo esconderme en el lavabo, correr hacia la sala de estar y, en el marco de la puerta, soltar unas cuantas carcajadas con varias exclamaciones.

—¡Aquí estoy viejito mío! ¡En un plis-plas nos vamos a la calle! ¡No acepto un no por respuesta!

Otras veces, si se queda dormido, le quito con disimulo el reloj de pulsera; ah, cuando el viejo despierta y ve que no tiene el reloj, a poco comienza a fruncir el entrecejo, alguna mueca de disgusto asoma en sus labios; aun así, la arruga del rostro enfadado se desliza suavemente y, medio sonriendo, me busca con la mirada. Corro hacia la butaca, me planto delante suyo y digo en tono socarrón, cruzando los brazos:

—¡Ahora sí que sí, viejito! ¡Ahora, sí o sí, nos vamos!

Cuando quiero puedo ser muy insistente. Y el viejo acaba por entender, que la vida es coger un poquito de allí y otro poquito de allá; disponer de un poquito de tiempo para todo, que si alguien, además, se pone muy pesado, no es menester hacerse tanto de rogar. Y sigo insistiendo, de tal forma, que el viejo anda despacio a coger la chaqueta, y yo tiro que tiro del bolsillo del pantalón. Las escaleras son algo más de lo mismo, pero con cierta precaución, está muy débil de las piernas, no es cosa que se vaya a caer. Así seguimos por la calle. A veces, me adelanto, me detengo y salto delante suyo, comienzo a saltar y gritar de alegría:

—¡Ahora sí, ahora sí, viejito!

Una vez en el parque, descansa un poco de mí, se queda pensando en sus cosas, puede que en las cosas del tiempo: si hay muchas o pocas nubes, si bajó o subió la temperatura, si el sol ha perdido algo de su ímpetu al ponerse, si estará animada esta noche la luna. Vete a saber, qué piensa el viejo. Yo sigo a lo mío. Enfilándome al columpio más alto, grito al viejo hasta que se vuelve.

—¡Eso sí que no! ¡Caerás, baja de ahí!

Y suele funcionar. Bajo presto y tiro de su chaqueta, ahora mucho más insistente.

—¡Ya, vamos por el helado, ya vamos, viejito, antes de subir a casa!

Hasta que no tengo el cucurucho de nata y fresa en mis manos, no puedo mirar al viejo a los ojos. Entonces, con los dedos pringados de helado, derretido, restriego la palma de la mano en mis pantalones, salto y grito -así que me oigan todos los ángeles-:

—¡Te quiero mucho, viejito mío, te quiero mucho! ¡Siempre vendrás conmigo!

El viejo sonríe, algo melancólico, suspira. Yo sigo con mis cosas.

Esfera de agua, Solange Schiffino, Chile

Abro los ojos.
Con cierta pesadez se vuelven a cerrar mientras hago el esfuerzo de enderezar la habitación que se ladea hacia mi derecha. Veo caer el sillón en que reposa mi madre.
La distingo y se vuelve a borrar como si resbalara.

De pronto, su imagen triste aparece frente a mi cama y en mi sopor siento más tristeza aún por darle ese pesar. Pero está y la necesito justo ahí sin importar mi edad, para decirle: «mamá, estoy viva».

Veo su sonrisa casi a través de una esfera líquida, como si fuesen ondas, haciéndome olvidar el dolor del pecho y las ataduras de mis piernas y cada vía de mis brazos.

Quizás, como me dijeron meses después mi hermano Paulo y José, la borrachera anestésica me hacía «excesivamente cariñosa» porque no dejaba de repetir sonriente «los quiero mucho, no me morí», como si el corazón zurcido no tuviese bastante ya para remendarse con más limitaciones.

Yo solo quería abrir los ojos y no volverlos a cerrar. Aun si dormía, quería ver a mi madre a mi lado, porque el dolor de la sangre ajena entrando por mi mano derecho, el hierro por la otra o los antibióticos en la vía del cuello, me hacían cómplice de sus propios sacrificios de años de diálisis. Entonces, me pregunté por qué no estuve sentada al lado de su sillón durante tantos años en que tres veces por semana debía oxigenarse para seguir. No podría pensar en una forma más heroica de cuidado que la suya.

Por esos días, solo sus palabras en tono de reto evitaban el vacío y eran el deseo de continuar sin demasiadas preguntas por la utilidad o el sentido. Era suficiente verla con su dificultad para caminar o sus propias cicatrices o la grieta que dejó la pérdida del primer hijo para siquiera dudar en darme por vencida.

Con ella aparecían todas las respuestas, aunque su silencio fingiera tranquilidad. Bastaba oírla repetir su rosario como un mantra de nombres a los que cuidar, para sentir que en esas cuentas nos sostenía con un nudo a algo superior.

No necesitaba otro cuidado más que su presencia, su respiración tranquila.


**

Sé que pasaron 16 horas de pabellón. Todo me duele, pero me siento fuerte como ella.

–Nos quedan muchos viajes por cumplir, así que cuídate tú, que a mí después de ésta, no me vuelven a amarrar–.le digo entonces.
–Cuídate, hija. Con el corazón no se juega,
–Bahhh si ya está muy parchado. Habérselo dicho a los ‘giles’ que jugaron con él– le respondo haciéndome la indiferente– pero ya está bueno, ahora solo a disfrutar la vida.
–Yo le he pedido a todos los de arriba que te cuiden. ¿Pero no sé en qué andan?
– Ahh y te parece poco!! Mírame con todos estos cables y pensar que vine por un resfrío. ¡Qué mal agradecida! Y además, de urgencia… así que no voy a pagar ni uno!
–Eso sí, ¡qué bueno! Estaba preocupada por cómo ibas a pagar la clínica.
–¿Viste? Mejor les das las gracias. Por ahora tengo claro que no les hizo chiste que se llenara tan pronto el sitio en el parque y me mandaron de vuelta.
–No, pues ya está bueno. ¿Y supiste que a Javier le salió el departamento en La Serena? Y me llamó tu tía Alicia…

Escucho a mi madre con atención. Vuelvo a sentir que me cuida.
Es sabia cuando cambia de tema.
Me pone al día de las señoras del barrio, de sus compañeros de diálisis. Repasa en lo que está cada nieto, mis hermanos y siento que la vida sigue como debe seguir, así es como funciona bien, con su mirada y sus opiniones tamizando con total claridad lo que es bueno de lo que necesita enfrentarse o de las tristezas que solo queda poner en manos de alguno de sus Santos y que no se nos olvide que «la vida da muchas vueltas» así que no desesperar.

No sé qué día es. Pero calculo que van casi dos meses en tratamiento intensivo, las horas de visitas se hacen tan breves que las he encapsulado en la memoria y parecen apenas un día con numerosas figuritas de personas girando alrededor, brillantes. Diría que son colores flotando alrededor de mi madre.

Sí, pienso que soy fuerte como ella, aunque tenga el esternón fracturado. Ya estoy en pie. Firme, en sentido más allá de lo literal, porque no hay dolor o trizaduras que puedan quebrar esta fe. Como si se tratara de eso la vida: ser felices por el solo hecho de sentir, sea con los ojos abiertos o cerrados, que hay presencias conectando el corazón para latir a un ritmo único.

La «Ana», como me gustaba llamar a mi madre, es esa vibración capaz de ordenar los puntos como si fueran la nieve en esas bolas de agua, que una vez agitadas, se asientan lentamente y otra vez hay calma. Y en el centro de ese paisaje que es tu vida, lo primero que ves, es su rostro.

Cartas abominables

Tu boca, aún en mí, es una larga circunstancia que acontece con dulce morbidez.

Sierpe tu lengua envolvedora de los pensamientos que me acosan el día con tu nombre, hecho todo de oscuras maravillas constantemente deformadas.

Duermo en tu espacio de enredadera fiel, gustoso de tu hiedra venenosa que me traspasa el sueño y la vigilia como una escolopendra irrefrenable.

Me acuno en tu costado doloroso.

Me bebo tu costilla de las penas y horado mi garganta con tu piel.

Muerdo el sollozo con el hambre estéril, en lo estéril del sino despiadado.

Luego, la soledad y toda el ansia. La inconclusión y el ansia. La soledad y el ritmo del vacío, la nada de la nada y el silencio, como un incendio de agua, aquí, en mis ojos. Como un incendio de agua.

Si no estás, tampoco estoy.

Tampoco.



Llevo tiempo sin escribir algo que realmente me satisfaga; algo que me recuerde el escritor que siempre he sido.

La escritura ha dejado de curarme porque ya no tiene nada que salvar. Todo está exageradamente destrozado una y mil veces sobre el mismo destrozo, y ya no le queda a la escritura un espacio sano en que meter la aguja de zurcir.

Es que no hay nada que zurcir en este monstruo de Frankenstein, cosido y vuelto a coser en extraordinarios pedazos que se rompen, rasgan o descosen apenas el monstruo intenta un movimiento.

El escritor aquel se ha transformado en una especie de prenda podrida, una prenda que se ha abandonado a la intemperie durante tanto tiempo que cuando se recuerda que está allí y se intenta su rescate, ya ni siquiera es una tela. Se ha convertido en un cúmulo de hilachas que se agita atrapado en un alambrado entre el que corre un huracán.

Todos llegamos a este tipo de momentos, cuando descubrimos que nos han otorgado un don: el de sufrir.

Pese a que siempre me he reído de aquellos que consideran a la escritura una especie de tortura china que llevar integrada, casi que ahora puedo entenderlos, pese a que nunca ha sido una tortura para mí, sino algo que me ha salvado de la mía propia.

Ni siquiera puedo salir de aquí. Es como estar atrapado en uno de los rizos de un bucle e ir y venir por él, sin desplazamiento que nos lleve al siguiente y al siguiente. Una especie de parálisis, de no tener qué. De no tener para qué.

Así que la escritura ya no me sirve para nada. Ya no puedo salvarme a mí mismo, como toda la vida pude.

Los demonios ya están afuera y no precisan de más exorcismos para manifestarse en un folio. Ya están expurgados y nos observan desde ese afuera al que los hemos y nos hemos condenado.

La vida se transforma en la derrota a la que siempre estuvimos predestinados. Una derrota hecha con montículos de victorias pírricas en las que hemos engañado el ego y la costumbre hasta que, al fin, hemos descubierto el engaño. Una especie de The Truman Show.

La escritura ya no puede salvarme porque no te he salvado. No nos ha salvado.

Ni a ti ni a mí.

El destino nos ha alcanzado igual. Nos ha alcanzado igual.


Disparos en mis pausas, Silvana Pressaco, Argentina

Es tiempo de olvidar los guantes de modales.

Mi cuerpo ya no tiene miedo y se ofrece desnudo al barro viejo que se acumula en todas las puertas que voy abriendo porque fue testigo de la incapacidad de la lluvia, de todas las lluvias que me han caído, para lavar las miserias que escondí bajo la alfombra o que saqué del rincón de mis rincones. Es increíble cómo los años enseñan a caminar sobre cualquier pantano.


Ya no respeto a quien exige silencio para mostrarse respetable, no me importa dónde vomito ni a quién salpico con mi vómito porque confío en mi lengua que se acciona con un interruptor de sentimientos sinceros; un interruptor que estimula la caricia a unos o quita el suelo a otros.


Me cansaron los zurcidos sobre los zurcidos porque nunca pudieron con el potencial del río que llevo adentro, porque pese a la insistencia de curarme seguí sangrando muy seguido. Ahora, ofrendo al viento mis verdades porque después de sus golpes viene siempre un tiempo que seca, cicatriza y libera.


Aprendí a considerar mi tiempo como infinito porque concibo la vida como una cadena de proyectos. No le permito a mi mirada que se distraiga con el tablero que indica la autonomía de viaje, sino que la invito a disfrutar del paisaje ahora que entendí que las cortinas pueden enemistarse con las ventanas, los espejos revelar secretos y que no me importa qué dirá y cuándo se escribirá, la última página de mi agenda.


En el trayecto de mi historia armé y desaté varios nudos como pude, lo hice metódicamente, considerando lo conveniente y oportuno; hoy solté las riendas y me puse a merced del piloto automático para que me sorprenda donde me lleve, no importa si es sin equipaje.


Quiero que en este tramo de la vida cierre los ojos por las noches sin hambre de sonrisas, dejar atrás lo prescindible como dejo atrás los postes ante la ventana de mi viaje.


No es fácil
sostener esta fama de algarrobo
si se añora el pasado como un sauce llorón.

Por qué le permitiste al mar lamer tus huellas
si estabas en la orilla de mi boca.

Es imposible ver otro horizonte
si solo se contemplan fotos viejas.

Escribí una melodía de vacío porque no había nadie para abrazarme.
Una sola certeza es la que vale:
siempre cuento conmigo.


Cuando vienes a mi, dejo de ser
un girasol en medio de la noche.

Qué grita una garganta tan rota de injusticias
si cantó libertad
y las cadenas nunca se rompieron

Cómo hacen los pies
para andar por la vida sin coserse los ojos.

Ya no caben más tumbas en mi patio.
No soñaré más sueños
para no asesinarlos

NUESTRAS NOVEDADES EDITORIALES

Ultraversal, Proyecto Cultural es un sello editorial dependiente del Taller de Perfeccionamiento Literario, virtual y gratuito, Ultraversal.com

Centrado en promover el trabajo de los autores ultraversales, nuestro sello editorial no persigue fines de lucro y se encuentra a cargo de John Madison y Eva Lucía Armas, quienes llevan a cabo una tarea totalmente altruista.

Las publicaciones se realizan tanto en e-book como en papel, tapa blanda y tapa dura, a través de Amazon. Derechos y regalías pertenecen a los autores incluidos en el catálogo del sello.

El objetivo es dar a conocer el talento y los resultados obtenidos por quienes participan de Ultraversal.com, fundado en 2003 por la recientemente desaparecida poeta española Morgana de Palacios.

Honraremos su legado.

PROSA POÉTICA DE WILLIAM VANDERS

Ajeno

Estas paredes sin culpa están llenas de mis culpas. El concreto es áspero como la inocencia de la mano cuando siembra. Intento repintar mi lamento para atenuar el grosor de la grieta. Realmente me esfuerzo, pero cuando la mente se rompe el cuerpo se deshabita, se desarticula, porque el alma vive donde la raíz alguna vez hizo nicho.

Se puede arrancar el árbol y cambiarle de aire, incluso, taparle los ojos para que no memorice el traslado a campo ajeno, se puede, incluso, mimarle, decirle: aquí te replantaré, te cuidaré, te abonaré, te abrazaré para abrigar tu desconsuelo… pero no puedes devolverle aquel salitre, aquel sol, aquel carpintero que lo perforó para acunar a la familia.

Hay resiliencia de hueso, de sangre, de carne, de pensamiento… el alma siempre estará en donde tocaron el rostro de tu ternura.


Perseguido

Inventaste pájaros de agua volando por el fuego; peces, en el corazón de la piedra; árboles, con sequías en el llanto de sus hojas; muecas, borrando el hambre del abatido.

Inventaste el jolgorio del silencio, el caparazón de la pausa, el entresijo de la sospecha, el cansancio sin sueño.

Compusiste sonatas para la ventisca y operetas en la sordera del trueno. Proyectaste sombras azules para atrapar ángeles corruptos escapados del sol.

Pero al reinventar el tiempo, las horas antiguas retrocedieron hasta tu infancia para mostrar el alma muerta, aplastada por la finitud del sosiego y por la guerra.

Finalmente, tatuaste zapatos de ónix en tus pies para ocultar el rastro

CONTRATAPA

Quizás, para ella, siempre fui un animal herido que llevar en los brazos. Un animal que desafiaba su capacidad de acariciar y que, sin embargo, desesperaba en silencio por sus caricias.

De ahí que, tan maduros ambos y tan lejanos a los ímpetus de nuestros años jóvenes, seguíamos haciendo sexo de nuestro mejor idioma.

Era en ese momento que a ella todas las caricias le estaban permitidas y yo me rendía. Siempre me rendía. Aprendí a rendirme frente a lo lacustre de sus ojos que me ofrecían una ternura líquida y compasiva y frente a sus labios, que murmuraban mi nombre como algo cabalístico que solo es capaz de cosas buenas.

Ella no era como yo, pero estoy seguro, como lo estoy de mí, que amaba a esta mujer como ella me amaba cuando se enzarzaba conmigo en retozos inverosímiles y siempre encontraba un nuevo juego que proponerle a la piel del pensamiento.

Yo era más bien de los después. De esos después de abrazo y calor en que quedarnos pausados y serenos, el animal y la caricia que lo ha domesticado.

Esta mujer, ahora, se representa en mí como una caricia que me sabe, que podría andar por mis ciclones sin perder el norte y por mi oscuridad, solo dejándose llevar por el poder enorme de su tacto.

Permanezco en aquel después que se transforma en el siempre del amor, dentro de esta habitación hecha con agua de lluvias infinitas, así, respirando en esa sensación de su cabeza sobre mi pecho y mi brazo rodeándola como una zarpa quieta y amorosa.

Nunca preguntó ni dónde estuve ni qué hice ni por qué acabé así. Solo se dedicó a curarme las secuelas sin hablar demasiado, ofreciendo sus palmas a mi olfato de dramática bestia acorralada.

Así, podíamos hacer el amor diez veces en un día si fuera necesario, hasta que, al fin, ella obtuviera una palabra o, como tantas veces, una lágrima.

Porque ella fue y será la única capaz de volverme un animal que llora.

Un animal que aprendió a llorar entre los dedos de esa mujer que me ofrecía el mar infinito de sus ojos y se recostaba a mi lado mientras sus manos atrapaban mis dos manos, como si fuéramos niños todavía, capaces de jugar.

BREVEDADES, WILLIAM VANDERS

Amando

Me quedé mirando cómo tus ojos se perdían hacia adentro, cómo tu rostro dormía la palabra, cómo tu mente olvidaba nuestros besos, cómo anidabas a mi lado sin saber quién era.

Me quedé en tu aire, en tu olor, en tu paso polvoriento.

Me quedé en el eco de tu mudez, aguardando la muerte como la piedra espera su ayer de agua.



El alma

A la humanidad no parece importarle que la voluntad y el demonio beban de la ignorancia, así como no presiente el dolor de otras guerras lejos de casa.

Si alguna vez alguien cobijó al huérfano olvidado entre los escombros de una batalla, ese alguien proviene de otro que, sin saberlo, le tocó la frente para hacer sin deshacer. Ese alguien anterior a la memoria va en los genes.

Es verdad que mucho se aprende del fracaso y del dolor, pero es cierto que existe algo en nuestro genoma precodificado para actuar espontáneamente en favor de lo noble, de lo bueno, de lo esencial, lo trascendental y lo espiritual.

Vengo a esta vida sin manos para la furia, pero la furia -ante la injusticia-recorre mi sangre como ente traslúcido y la desconozco, a veces, cuando se manifiesta. Es aquello que los griegos llamaron transporte místico, como si algo ajeno a mi naturaleza me poseyera, como si otro yo dominara mi instinto.

¿Acaso el cuerpo es la silueta de un archivo infinito, amasijo de cultura, huella encriptada de lo que fuimos antes de nacer?



Azúcar para las grietas

La gente que te mira, no te mira, te observa con ojo distraído, detalla los fuelles en la comisura de tus labios.

La gente que te mira, no te mira, imagina -sin querer- el combate de la angustia incrustado en tus ojeras, la resiliencia en tus párpados, el hambre en el diente partido.

La gente que te mira no lo sabe, no te mira, no te escruta, porque va a tientas en su espejismo y de pronto se topa con el tuyo, hace recuento de sales y encarga azúcar para las grietas.

Esa gente va con retinas en la espalda, cansada de poner en la metralla el corazón.

RELATO

Cosa e’Mandinga

Silvia Heidel

El infierno está por aquí cerquita, nomás. A la vuelta de la casa. Aunque ustedes no lo crean, el Ñato y yo vimos al Diablo con nuestros propios ojos. Desde ese día, nunca más fuimos para el fondo del monte. Según me advirtió en voz baja la Oma, hay que tener mucho cuidado porque, ojito, está en todas partes.

Atardecía. Se había levantado una luna llena, rosada y enorme. Aquel sábado, el monte relucía. La primavera se dejaba ver en el manto dorado que cubría los espinillos, en los ceibos sangrantes, en los lapachos que alumbraban con sus flores la sombra de los follajes y en los sauces melenudos de trenzas desacomodadas por el viento.

Salí para el campo siguiendo al Ñato, envueltos los dos por ese aire florecido. Era uno de sus paseos predilectos. Le encantaba volar entre la espesura, picoteando los nísperos maduros, mientras perseguía con sus gritos destemplados a los pájaros. De vez en cuando, jugaba a perderse de mi vista.

Al rato, retumbaron sus graznidos en el silencio, «¡Juancho! ¡Juancho!», llamándome. Esto fue mucho antes del día de los cuetes, ustedes se acuerdan, ¿no? Esa historia ya se las conté.

La cuestión es que, de golpe, desapareció. Lo llamé veinte veces y nada. Se lo había tragado la tierra. ¿Dónde se había metido? Cuando ya me estaba poniendo nervioso, lo vi aleteando frente a una pared de piedra oscura, tras el quebrachal.
El Tata me dijo, más de una vez, que no me acercara a ese lugar porque había demonios escondidos.

El Ñato estaba deslumbrado por un urutaú que, sentadito sobre una rama alta, se lamentaba con una mezcla de tristeza y rabia. Ese eco fulero iba y venía en el monte, dando mil vueltas por todos los recovecos habidos y por haber. Terminó rebotando contra la piedra que, al ratito nomás, para mi sorpresa, empezó a moverse despacio hacia la derecha. El urutaú lloraba cada vez más fuerte. El Ñato, como sabiendo lo que iba a pasar, se abalanzó adentro del hueco. No tuve más remedio que seguirlo por un pasillo sin luz.

Disimulada entre las rocas, apareció una cueva enorme. En el fondo se movía un fuego que largaba una humareda asquerosa, como cuando uno quema basura, ¿vio?

Alrededor de la brasa chamuscada había una convención de bichos raros que hacían ruidos feos, sentados en la tierra. ¡Nunca en mi vida me pegué semejante julepe!

Primero se nos acercó un chivo maloliente, con ojos enrojecidos. Creo que la sangre se me congeló en las venas, pero –por suerte– el Ñato se le tiró encima y lo espantó. Detrás del chivo vino culebreando una serpiente peluda, retorciéndose, y con el ánimo de darse un atracón con nosotros, a la que el Ñato hizo frente como si nada.

A estas alturas, yo estaba pasmado. ¿De dónde había sacado tanta valentía mi amigo? ¿O será que estuvo antes aquí? Esto era muy extraño.

Cuando creíamos estar librados de tanta inmundicia, apareció un basilisco, de ojos ovalados, en llamas. ¡Mamita…, menos mal que fui con el Ñato! si no, creo que me comía, porque yo estaba re cagado. Sabíamos por el Tata que –en casos como éste– el peor enemigo del hombre es el miedo: hay que armarse de coraje, mirarlos de frente y chau, santo remedio, desaparecen.

Así que el Ñato, por instinto, o conocimiento previo, con esa táctica, los puso en jaque. Igual, no sé qué fue lo peor, porque cerca del rescoldo enfriado había unas veinte brujas, el Lobizón y el mismísimo Mandinga.¡Y yo creía que el Tata decía cosas de loco! ¡Resulta que estaba en lo cierto!

Según las historias que se le escapaban cuando tomaba una copita de más, en esta cueva los demonios gustan atender a los hombres y mujeres que estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de aprender un oficio o arte: curar, cantar, tocar la guitarra, escribir, bailar, domar, hacer maleficios, adivinar la suerte y desparramar maldades, también. Bicho raro el ser humano, prefiere perder el alma y sufrir toda la eternidad para lucirse en cualquier fiestón. ¿Sería eso lo que tramaban? ¿Era una reunión de negocios?

El diablo vestía traje de calle, bombacha con rastra repujada, botas con espuelas, sombrero de ala ancha, camisa bordada. Agitaba un rebenque con lazo de fuego mientras hablaba fuerte y con ganas. ¿O estarían por enredarse en vaya a saber qué tropelía? El caballo negro y brilloso lo esperaba, atado a un fierro, apostado detrás de su cuerpo. El pelaje oscuro parecía tragarse el reflejo de la silueta de su dueño. Supongo que ocupaba ese lugar por precaución. Al demonio se lo puede matar, sí, pero debe ser con bala de plata bañada en agua bendita y hay que apuntarle a su sombra.

Justito, él arengaba a sus secuaces. Según dicen, estos personajes necesitan un enemigo, alguien a quien hacerle una maldad, si no viven en la peor de las infelicidades.

En esta ocasión –figúrense–, se las agarraban con los pobrecitos horneros. Ni el Ñato ni yo podíamos creer las barbaridades que escuchábamos. La orden era terminante: «¡Acaben con ellos!¡Extermínenlos! Por su culpa nos quedamos sin clientes. Nadie viene por aquí a vender su alma a cambio de nuestros servicios. Ya no les hacemos falta. Qué se creerán estos bicharracos santurrones que tienen una sola pareja durante toda la vida. ¡Habrase visto semejante caradurez! Se ocupan de la prole con tanto ahínco que esas crías salen flojitas: no se pelean, no se meten con nadie, no comen carroña, son demasiado limpitas. «Lo peor es que trabajan como negros levantando una casa nueva todos los años ¡para que su descendencia nazca en un lugar sin parásitos! Y el colmo de los colmos… Le solucionan el problema a un montón de inútiles que no tienen idea de cómo hacer su nido y terminan adueñándose de los que son abandonados. La verdad es que constituyen un pésimo ejemplo, hay que liquidarlos», bramó el lobizón, mientras las brujas lanzaban unos gritos, que te hacían poner los pelos de punta, con sus bocas sin dientes, como para asustar al más corajudo.

El Ñato y yo, acurrucaditos en un rincón, rezábamos el Ave María completo, el Padrenuestro y el Rosario íntegro. Sufríamos de antemano por los horneritos instalados en las ventanas de la casa, en el alero de la galería, en el ombú del patio, en el eucalipto al lado del molino, y por los que pululan adentro del monte.

La cosa no quedó ahí: se las agarraron con el canto de los horneros. Que son insoportables y le rompen los tímpanos al más sordo. Y dale con el mal ejemplo… «Ya no van a venir acá a entregarnos sus almas serviditas en bandeja. Los están avivando: si el hornero hace su casa, yo también puedo, y –si aprende a cantar solo– yo también lo haré, y –si él es limpito– mejor lo imito», decía el Lobizón.

Así siguieron con la lista, entre carcajadas, gritos y cantitos con rima, mientras se emborrachaban bebiendo sangre humana mezclada con unos yuyos que dan mareos.

Pobres horneritos, nunca más los veríamos trayendo luciérnagas al nido la noche de la parición para alumbrar a su cría. Nunca más andarían por el patio llevando en el pico cada piedrita, cada pajita perdida, cada gota de agua, cada miga de tierra para armar las paredes de su rancho. Nunca más agarrarían de una volada las lombrices que preparábamos para sus hijos ni los escucharíamos cantando a dúo como un solo alma , alegrándonos la vida.

En ese momento, una de las lámparas que estaba en la pared, repleta de grasa humana, chisporroteó más de la cuenta dejándonos al descubierto.

Las brujas, los demonios y toda la comitiva enfocaron en nosotros sus ojos incendiarios, lanzando aullidos del inframundo. ¡Qué cosa más espantosa!

No nos alcanzaron las patas para salir de ese infierno. Antes, les revoleé la cruz bendita que el Tata me colgó al cuello y el rosario que la Oma me anudó a la muñeca.

Afuera era de noche. Corrimos entre una nube de luciérnagas, que esperó para escoltarnos, rezando sin parar. Creo que las lianas, las enredaderas y las ramas espinosas fueron cómplices de la huida: caían sobre nuestros pasos cerrando los caminos a los maleficios.

En el trayecto, hasta llegar a la casa, el Ñato largó insultos a todo volumen contra los diablos y diablas del universo entero.

Con la lengua afuera y el corazón desbocado como potro salvaje, no paramos hasta escondernos debajo de la mesa de la cocina, entre las piernas de los grandes.

Recién ahí volvimos a respirar.

PROSA POÉTICA DE SOLANGE SCHIAFFINO

Automedicación

Estoy bien, diría mi estrella gemelar que ha dibujado su trazo breve en la mitad de mi mano. Y si he de probar de su sabor bajo la luna, sería traducible al idioma de los poetas que sublevan la palabra en el difuso contorno de sus sombras.

Entonces, tendría que decir: ¡Qué ilusa pretensión de sol cada mañana y transparencia de las bocas en esta economía de guerra entre poderosos y deslindes de una historia contada por el dinero!

En mis significados, cabría la pregunta ¿Por qué insistes en la luz desfibrilante de allá afuera para tu corazón en penumbra?

Pero estoy aquí dándole cabida a lo que me hace bien para mis últimos días.
¿Acaso podría explicarse de otro modo esta sed de pálpito suave, mientras respiro mi paz en verso, como sobrevivencia?



Esta inédita forma de ver

Voy a paso lento y algo desconfiada de esta primavera con tintes de otoño foráneo que me despide cada tarde.

Voy mirando almas y sus silencios y en ellas se me aparece la sonrisa del hombre, suspendida en una imagen que alguna vez oí respirar tan lejana que dudo de si fue solo idea mía. Pero, de todos modos, sonrío con mis ojos que se fascinan, enamorados de su brillo que delata. Se miran a sí mismos, estos locos, vanos. Fotógrafos de todo lo inédito que me rodea.

Es extraño recoger, luego, los recortes del día y dejarse llevar por el filtro de un nombre. Esa mezcla jazmín y albahaca y luminosidad de parque de cabras y afluentes que solo ocurren en Valdivia.

La tonalidad es también color de cuerdas vocales y nitidez de retinas.

Por eso, voy disfrutando esta manera de recobrar suspiros que la gente desecha y que yo veo y oigo míos como si desde sus hombros atravesaran montañas, universos y vinieran a visitarme porque sí o porque quizás el viento soñó que en mi pecho tiene su destino y yo hubiera aprendido que ya no es necesario querer atraparlo para sentir simplemente un tacto que sucede.