Apurar los minúsculos resquicios de la vida por los que se colaban a tus espacios íntimos esos rayos de Sol capaces de animarla y aprovechar las largas tardes de lluvia y tedio para tejer saudades.
Ahora lo que toca es adaptarse a la necesidad de gestionar lo escaso, a aceptarte viviendo con los ojos escépticos y la piel agostada mientras dentro de ti, a tu pesar, cultivas la narcótica semilla del desapego.
Es fácil, se trata solamente de entrecerrar los párpados y borrar los paisajes, ideas, sensaciones y recuerdos que anidan en su envés como quien funde en negro el fotograma final de una película…
Solo queda esa hilacha, tenaz, que constituye una especie de insólita atadura, como un cordón umbilical inverso.
Con qué fuerza me une a la luz…
Cómo cuesta cortar esta invisible, sedosa y acerada hebra fundamental de los afectos.
Sombras chinescas
Grotescos esperpentos de pájaros. Pluma en pena que escapa rumbo a un sueño de luz.
En la penumbra agoniza la tórtola cautiva. Entre las manos su cuerpo es un dolor torpe y reseco que en las atormentadas puntas de los dedos todavía aletea.
Es finito el espacio de la pared.
Y en el silencio se oye el crepitar del alma al consumirse.
Isabel Reyes – España
He de marcharme
Rodeada de cosas olvidadas con tanto agobio encima de mis hombros recojo libros, fotos, cuadros sin paisaje, mucho papel en blanco y mis pupilas sin saber dónde ir, ni cómo el alma se acostumbró a la luz de atardecer.
Toda mi casa es hoy incertidumbre, no encuentro lo esencial, en las carpetas se perdieron retratos, versos míos y aquellas primaveras. Quién me aguarda, me llama desde lejos, nada sirve de mis maletas, folios, a esta hora penúltima en que veo como si ya estuviera sin disfraces y fuese otra persona la que ocupa mi corazón, mis huesos, sólo míos los ojos esta tarde, rodeada de espejos del crepúsculo y cajas de cerillas e inútiles postales sin remite de caminos que nunca hube andado. Ha llegado la hora de partir.
Ruedan los cláxones en mi tranquilidad, en este miedo a ir cerrando ventanas. Me voy, he de marcharme de nuevo a ningún sitio, el mar no espera se mete en los dinteles, abre puertas empuja, inunda el alma y lanza mi existencia hacia las rocas.
¿Salvaréis mi equipaje de sus olas?
Indignación
Mientras el sol dispara sus espadas avanzo como un preso que huyera en los pantanos del presente: los perros del cansancio acechan por el bosque de la gran decepción. He de seguir, mi sitio está más lejos. Romperé mis cadenas con un tallo de hierba y volveré al origen, desnuda y en silencio alegre y desnortada, sin deudas, sin deberes oscura y encendida con mi verbo.
Si queréis encontrarme, no me escondo. Aunque me fugue estoy aquí, sentada y sola y triste como una gota dentro de la lluvia soportando la fiebre primitiva que me mantiene inmóvil y digna y vigilante. Encerrada en mí misma y tanta indignación por compañía.
Sergio Oncina – España
Ausencia de vida
No sé por qué ni dónde quiero irme. Este lugar me aleja de los sueños y me envuelve en tibieza; arropa y duerme, apaga los instintos, entierra voluntades y agota la impaciencia que incita a pelear contra el fracaso.
Vivo en barro que arrastra, arenas movedizas con la velocidad de la quietud y la satisfacción de mi apatía aceptadora.
Y truena y no me importa la tormenta aunque ilumine los charcos y embadurne mi rostro con resina mojada del árbol deshojado donde quise ampararme.
Es, por fin, lo distinto que acaba por hundirme en la basura de la que salir, estímulo asesino que concede una oportunidad para resucitar y sentir la alegría de un nuevo nacimiento en un edén.
No creo en paraísos ni en volver de la muerte.
Pero tampoco creo en la ausencia de vida.
En la noche de los vivos
Se dilata la noche de los vivos. Me entretengo mirando los árboles sin hojas, las farolas que lucen mortecinas y las aceras libres de nosotros.
Ahí, en la esquina próxima estuvimos los dos, entre la misma niebla, bajo el mismo silencio, en esta misma hora
y, como hoy, nada interrumpía a la ciudad que duerme sin saber que te amo, como si no importase y mañana la vida continuase impertérrita.
A nadie preocupa que no vuelvas conmigo; el furgón de reparto trae pan y pasteles, los barrenderos sueñan con dormir.
La radio sonará, a las seis y un minuto. Acabará mi insomnio. Compraré medialunas para desayunar con un tazón de leche, mantequilla, galletas y olvido.
Ángeles Hernández Cruz – España
Y pude
Enredada entre los hilos del miedo, me pesaba el recuerdo de aquel día en que el aire se hizo piedra para aplastarme el pecho; me pesaban los “no puedo” y los “quizás”, losas en el paisaje de mi terco discurso.
Pero usé tu sonrisa de bastón cuando te ofreciste a llevar mi carga para un trayecto de ida y vuelta entre la imprudencia y la victoria.
Con una palmera como único testigo, conseguimos surcar la mar escarpada de los barrancos, y los jadeos de mi corazón iban desamarrando, uno a uno, los pesados nudos del acobardamiento.
En mi ventana canta un pájaro de nieve con un trinar que habla de un pálpito aterido, una canción que nunca jamás había oído y al escucharla toda mi alma se conmueve.
El color de la tarde ya no es tan desvaído y al tiempo sin textura le presta su relieve. Hay una bocanada de suavidad que mueve el aire, que en su encaje se queda entretenido
Con qué fervor quisiera aprender de su humilde manera de olvidarse de sí, de hacerse albricia, más allá de la anécdota del helor y su duelo.
Y practicar el arte de colocar la tilde de mi decir en donde la voz se hace caricia de pluma y se ensimisma en el placer del vuelo.
Sergio Oncina – España
La barca
Mecido por el mar, seguro y reo, a merced de los vientos y la luna soy Calypso, Penélope, Fortuna y rico en soledad, cuanto deseo.
El cielo me acompaña y no me creo esta suerte de calma, la oportuna cadencia musical bajo mi cuna, la extrema suavidad del bamboleo.
No lucho contra nadie en el camino, barquichuela sin quilla a la deriva, madera sobre el agua sin destino.
No sueño y tengo estrellas al alcance, luciérnagas que miran desde arriba la inconsciencia infinita de mi avance.
Morgana de Palacios – España
Relampadare
Quién no abrazó interminablemente en un instante íntimo de exilio, la plenitud salvaje de un idilio hecho de carne y vísceras y mente.
Quién no abortó irremediablemente algún amor gestado, sin auxilio, en cualquier clandestino domicilio ante un prohibido hogar de llama ausente.
Por el relámpago de un disparate, quién no ha muerto en la gloria de un combate de amotinadas sábanas furtivas,
para resucitar, sola y desnuda, con la triste impudicia de una viuda de muerto corazón y manos vivas.
Hay quien busca la luz en la mentira y se alumbra con lunas. Pide besos ingenuos en un feudo de embelesos y frente a la verdad sufre y delira.
Quiere verse en el sol y cuando mira solo descubre ímpetu y excesos, sentimientos agónicos y presos que no sabe plasmar, rayos de ira.
No conoce la voz inmaculada, la palabra perfecta que se asoma al balcón de un poema transparente,
el verbo que ajusticia en la alborada los miedos a las noches del idioma y te desnuda agudo e insolente.
(Soneto)
Isabel Reyes – España
Daría
Daría todo el mar, todo mi anhelo y el agua de mis ojos, mi llanura con tanta sed de sal y tanto miedo
Daría el sufrimiento, los senderos de tu boca a la mía, tantas leguas que median de mi abrazo hasta tu cuerpo.
Daría el trigo verde y el silencio de tu nombre crecido en los bancales de mi heredad estéril tanto tiempo.
Daría estarme siempre entre los remos de tus barcas y el mar, y estar contigo más allá de los campos y del cielo.
Daría todo ahora, cuanto tengo de bello en torno mío: las palabras y el viento delicioso en que te envuelvo.
Por saber qué nostalgia, qué misterio hay más allá, amigo, hay más acá de esta orilla en que vivo y no te encuentro.
(Tercetos de Arte Mayor)
Miguel Urbano – España
Te busqué
Te busqué por las cumbres y los ríos, por selvas y por ricos cafetales, por remotos espacios siderales, y por piélagos, cálidos y fríos.
Te busqué sin rendirme a desafíos, por oasis de verdes palmerales, por áridos desiertos minerales, y por volcanes, mansos y bravíos.
Te busqué en el bullicio y en la calma, sin cesar te soñaba noche y día siendo de mi existencia ansiada palma.
Y cuando el desaliento me vencía, al asomarme al fondo de mi alma al fin te hallé, mi amada, poesía.
(Soneto)
Morgana de Palacios – España
Ciclotimias
Entre ¡vivas! y ¡mueras! me nazco solitaria, nadie se asombre pues si escéptica me muestro metáfora baldía y correligionaria de los que no rezaron jamás un padrenuestro.
Simbólico aluvión de sangre derramada en arenas extrañas a despecho de azares, no encuentro mi lugar en ninguna alborada ni sueño en publicar mis obras ejemplares.
Nací para ser libre con las manos abiertas que se han ido colmando a traves de los años, de brillantes esposas y de cerradas puertas de todos los colores y todos los tamaños.
Hay quien inventa falsas conjunciones astrales y en alarde piadoso se acaricia a sí mismo con el polvo de estrellas de las aparenciales orgásmicas visiones de su propio espejismo.
En la exacta frontera de las pulsiones grises yo vivo a ras de suelo, casi definitiva. Si tropiezas conmigo ¡cuidado! no me pises que suelo revolverme si no hay alternativa.
(Serventesios de Arte Mayor)
John Madison – Cuba
Love cactus
Te encontré y no sabía que guardabas la llave del orden de mis mundos, nightmare en rebeldía. Te encontré como encuentras para un ánfora el agua.
Con esa fe imposible, yo encontré tu abadía.
Te encontré y ahora tengo que levantar diez puentes de Madison en vuelo, poética osadía, para activar la risa de tu barca nocturna, verano de mi sangre al declararse el día.
Hoy he pensado en ti, en tu aroma de impúber, conjugación almática de antigua novia mía, y he sentido nostalgia de tu loca costumbre de alunizar espléndida en mi casa baldía.
(Romance heroico)
Natalia Alberca – España
Futuro imperfecto
Un mal día dejé de conjugar el futuro perfecto. Se esfumó de aquel libro gastado de gramática que solía leer asiduamente.
Y me topé de frente con la fobia que me causaba el modo imperativo. Con el condicional me consolé, intentando pensar: ¿Y si tan solo
fuera una pesadilla?¿Si eso nunca pasó? Me ilusioné con el acaso que el subjuntivo, amable, me ofrecía
con rasgos irreales. No me queda salida; aceptaré que mi vivir es tan solo un gerundio: subsistiendo.
Fui un niño con muchos amigos y con una familia que le quería, unos padres amantísimos, la combinación ideal de compromiso con la paternidad y de libertad en la elecciones que afectarían a mi vida futura. Al último psicólogo que visité estuve a punto de mandarlo a freír espárragos, me contuve porque anteriormente, en la adolescencia, otro tipejo de su gremio me enseñó a controlar la ira, maldito hijo de puta, he tardado décadas en volver a dar rienda suelta a mi espíritu combativo. Es decir, y ojalá me lea el estúpido psicólogo que visité hace un par de semanas, no tengo nada que reprochar a mis padres, nada de nada. Este carácter inaguantable y estas depresiones cuasi agónicas son culpa mía, este echar mierda al mundo no es porque el mundo lo merezca, que también, es porque necesito una vía de escape.
—Eres escritor, escribe y desfógate— me lo dicen a menudo y no les mando a tomar por culo. Tienen razón, incluso en ocasiones me ha servido el consejo, incluso he superado una de mis depresiones cíclicas escribiendo. Pero no es suficiente. Necesito más. Necesito arremeter contra los mensajes de paz, la caridad, el deporte limpio, la buena educación y, sobre todo, contra el exceso de amor.
Hemos de analizar la problemática del exceso de amor desde un punto de vista sensato y crítico, pero voy a usar el mío que es el que tengo a mano, a quien no le guste que cierre el libro y se vaya a cagar. Allí, en el trono, puede leer la lista de componentes del champú, el prospecto de la crema anti hemorroides o mejor todavía, algún pseudosoneto de los que se encuentran por internet con las mismas dosis de métrica y lírica que el L’Oreal para cabellos delicados: Dietanolamina de coco, lauril Sulfato de Sodio, lauril Éter Sulfato de Sodio, flores de caléndula y camomila.
Mi familia materna me quería. Aún más, me amaba incondicionalmente. Mi familia paterna también me quería, pero no es el lugar para hablar de ella porque La Familia es un asunto de y sobre mujeres, los hombres somos la comparsa escasa que acompaña y, alguna vez, ejecuta bajo mandato, la planificación.
Cuando era pequeño y mis padres me abandonaban a mi suerte en el pueblo era bajo petición expresa mía que, como zagal inconsciente, campaba de terreno amigo a terreno enemigo con una sonrisa y la mente libre de prejuicios.
En esos años, en Oncina, el número de habitantes permanentes no sumaba dos centenas y los Prieto éramos más de una docena. Las Prieto mejor dicho, apretadas y rudas, pero tensas y flexibles como una vara verde. Debería haberse impreso un manual para permanecer con honra en la familia:
Las Prieto no tenemos deudas. Las Prieto somos unas santas. Las Prieto trabajamos nuestra tierra. Las Prieto se defienden juntas.
Cuatro consignas resumidas en una: Con las Prieto no se mete nadie.
Por supuesto que esta era la imagen que se daba al exterior y que, entre ellas, los celos, los malentendidos, los cotilleos y las disputas por quítame allá esas pajas eran el pan de cada día.
Mi abuela, María Sagrario Prieto Prieto, es la sexta y última de las hermanas y la única de ellas que tuvo descendencia. Parió dos hijas: mi madre, María del Carmen Pérez Prieto, y mi tía, Rosario Pérez Prieto. Las hermanas de Sagrario y, por tanto, mis futuras tías abuelas, nunca engendraron descendientes. Tuvieron mala suerte, o maridos estériles, o perdieron sus bebés, o fueron viudas prematuras, o solteronas en una época en la que tener un hijo sin pasar por la vicaría era pecado mortal, una desgracia que a las Prieto no les sucedería nunca.
Mi abuelo, Juan Pérez, fue un buen hombre inmerso en una marabunta de mujeres pugnando por el mando. Supo nadar y guardar la ropa, que ya es mucho en su situación. Mi abuela le cuidaba y le cuidaba bien, él curraba de albañil, llegaba molido al hogar tras su jornada laboral y cenaba a mesa puesta. Así transcurrieron sus días hasta la jubilación, cuando ya tuvo tiempo libre para mirar el fútbol y los toros en su pequeño televisor. A Juan no le agradaba discutir y si, en ciertas ocasiones, le sacaron de quicio sus cuñadas, apenas se notó. En un modelo de familia matriarcal los hombres de fuera se acoplan sin meter ruido o son repudiados. Juan se enamoró de Sagrario y sobrevivió.
Del carácter de las Prieto es buena muestra mi abuela, obediente y hacendosa en los quehaceres del campo, la más callada y menos caprichosa de las hermanas. Una tarde todas las mujeres del pueblo trillaban en las praderas cuando un grupillo de mozalbetes saludó con educación; Desio, el novio de la Ivana; Rubo, el prometido de la Casilda; el Fulgen y Juan, que acababa de asentarse en Fresno, el pueblo vecino. Cuchichearon las mozas mientras los mozos continuaban su camino.
—Este es para mí —dijo Sagrario y, como lo pidió antes que ninguna, el resto de Prietos asintió. Y, como eran las Prieto, las demás bajaron la cabeza y cesaron los chismorreos.
Yo también fui el primogénito, igual que lo fue mi madre. En una familia de Prietas nacía el primer varón después de cincuenta años. Con las antiguas leyes se heredaban los apellidos paternos y el Prieto está tan lejos que no aparece en mi documento de identidad. Pero yo soy un Prieto: no debo nada a nadie, soy estricto, trabajo lo mío y me defiendo. Me llamaron Sergio, pero para mis tías pude ser Sergio el Deseado, el Anhelado, el Heredero, el Ojito Derecho. En definitiva, Sergio el Primero de los Nuestros.
Y ahora, explicadme quién tiene cojones para gestionar tanto amor. Yo hubiera precisado de unos ovarios para adaptarme mejor.
El hombre que me habita tiene talla, su noble corazón amor rezuma, ante la sinrazón presta su pluma y raudo se dispone a la batalla.
El hombre que me habita no se calla ni por nada se arredra ni se abruma, a la causa del bien su esfuerzo suma y sale a flote si su barco encalla.
Quiere sembrar de abrazos el camino, soñando siempre en alcanzar la meta va con el rumbo fijo a su destino.
A la vida dibuja una pirueta, y tiene un no se qué de peregrino… El hombre que me habita es un poeta.
Sergio Oncina – España
¿Qué me queda?
La luna es un satélite desierto y no creo en los dioses ni en la magia, ¿cómo voy a frenar esta hemorragia de números sin fe, de un mundo yerto,
de tener desalmado más acierto? ¿Cómo voy a soñar si se presagia el fin y el pesimismo se contagia? ¿Qué me queda? ¿Morir entre lo cierto?
¿Reír sin que se note cuánto duele ocultar cada lágrima maldita detrás de una mentira que consuele?
¿Abandonarme exánime por mudo? Queda la voz y la palabra escrita, el verbo honesto, indómito y desnudo.
Jordana Amorós – España
Alienaciones
Me refugio en lo idílico, de raso azul celeste pinto el gris que aploma el horizonte y visto de paloma al halcón montaraz si llega el caso.
Fuerzo destellos en mi vida roma hasta que arde, veo siempre el vaso casi colmado aunque luzca escaso e incluso a la huesuda tomo a broma.
Si a mi realidad no la depuro tras un cristal rosado, es lo seguro que habrá de ser motivo de incomodo.
Ayuda a transitar las estaciones el ir coleccionando alienaciones. La ceguera es un don, después de todo.
Morgana de Palacios – España
Con la cola del viento
No te duelas por mí, que me sobra entereza y no le tengo miedo ni al cáncer ni a la muerte. Estas cosas ocurren en la naturaleza y no soy excepción por no tener más suerte.
Déjate de llorar que yo no quiero verte naufragando en el llanto sin tener la certeza de que vaya a morirme. Pretendo conmoverte con los ripios burlones que rondan mi cabeza.
Todavía soy joven, todavía me altero con la hombría de alguno, todavía me muero por aquel que se ríe del mundo y su falacia.
Créeme si te digo que prefiero, sin duda, vivir intensamente cuatro días desnuda a diez años vestida de luctuosa desgracia.
Te mudaste a mi piel desde el desierto y encontraste la sombra transitoria de un pájaro perdido en la memoria para resucitarte de lo muerto.
Me mudé a tu piel en desconcierto, al aura clandestina de tu historia desde mi libertad de trayectoria con la imaginación al descubierto.
Y tanto dibujamos el retrato de la fascinación, en concordato contra la oscura esencia del destino,
que de páramo a páramo la piel -nómada sobre el canto del papel- a jirones quedóse en el camino.
Sergio Oncina
Se acaba
El tiempo se me acaba. No hay mañana y siento que naufrago en lo corriente, que atesté de futuros el presente en una vida de rutina vana.
Respiro cada día con desgana el aire de la pena, la indecente mediocridad que habita entre la gente y me vulnera abúlica y tirana.
¿Cuántas horas me quedan de pasiones? ¿Cómo he de soportar las emociones que anticipan el fin de la existencia?
¿Aliviará la oscuridad maldita o dolerá la luz que inhabilita, nos duerme, nos deslumbra y nos silencia?
Silvio Rodríguez Carrillo
Cuándo
Los reveses acuden sin horario, sin saña, con el hambre inocente del neonato que busca en su madre sacarse de las tripas las lágrimas que le irritan sus modos y los ojos en fuga.
Los percances del viento musitando mañanas al oído del solo que dibuja negruras pretendiendo su muerte con el filo de un arma, acaecen sin fechas ni razones robustas.
En la prueba del nombre describiendo su fondo en las olas inquietas del papel que se mueve, se define constante, sin errores, la risa
o el lamento que marcan como emblema de vida, la actitud de arrecife, de oleaje demente, o de imbécil al uso que se goza en el lodo.
Jordana Amorós
Oración crepuscular
Que no sea el relente de la tarde norteño, que no asemejen sangre las luces del ocaso, que no truene esta noche, que llegue pronto el sueño a cerrarme los párpados con sus dedos de raso.
Que amanezca un mañana de semblante risueño en el que no diluvien las hieles del fracaso sobre mi corazón, pues, aunque pongo empeño ni una sola gota me cabe ya en su vaso.
Cada vez más perdida, cada vez más dejada de la mano de un Dios, que nunca presta oído a la oración que rezo con voz desesperada.
Cada vez más escéptica, cada vez más cansada de seguir por seguir el viaje sin sentido por este Erial de Lágrimas, camino de la nada
Isabel Reyes Elena
Oscuridad
Noche oscura del alma, quién pudiera frenar la sangre de mi turbia herida y en tu luz intangible y transgredida sembrar mi soledad de enredadera.
En ti y en tu silencio, compañera, establecer el punto de partida, y a tu lúcida sombra ser la vida que renueve la paz de otra ribera.
Quiero que acojas mi calvario interno en el combate inútil con lo inerte y me apartes el cáliz de su infierno.
Y abandonarme en ti para saberte conmigo ante el abismo de lo eterno hoy que siento el desgarro de la muerte.
Idella Esteve
Dudas
¿Cómo es estar allá; duermes y sueñas, vives, tienes consciencia de esa vida, algún recuerdo hay de tu partida, puedes mandarme algunas contraseñas?
Cuando voy a Castilla las cigüeñas contemplan mi apariencia alicaída, con la mirada ajada y aturdida, mis esperanzas viéndose pequeñas.
Pero he de remontar todas mis dudas pues no importa si vives o estás muerto si muerta es la ilusión de estar contigo
porque no tengo dioses y no hay budas ni a quien vaya a rezar en campo yerto para que puedas ser y estar conmigo.
Prohibidas las quedadas y protestas, el público en el fútbol, el deporte, ir al monte, viajar al sur o al norte, salir tarde, los cines y las fiestas.
Nos toman por idiotas con propuestas de leyes caprichosas. Su recorte a nuestra libertad es pasaporte a un mundo de sumisos sin respuestas.
Invitan a soñar con imposibles, recriminan y mienten al reacio que, oprimido, se niega a consentir.
Los pobres somos seres invisibles, nos limitan el tiempo y el espacio recetando castigos por vivir.
Por eso escribo
Escribo por saberme en lo que escribo, para escapar del límite consciente, por morir o matar este presente y si muero sentirme un poco vivo.
Escribo por placer, tan impulsivo como un cuerpo en el fuego incandescente, porque soy yo, voraz y diferente, en versos que me abrasan sin motivo.
Escribo por romperme en la tristeza, buscar en mis añicos la belleza y en el todo, las lágrimas perdidas.
Escribo porque hay sueños y hay heridas, porque existen los pájaros de acero, la música de luz y el verbo fiero.
La huida imposible
Hay unicornios rosas a los pies de mi cama, una ventana abierta con vistas al jardín y un dado de peluche que siempre saca seises en el último estante del armario.
No quiero recoger los frutos fáciles aunque su carne me estremezca y la lascivia inunde mis deseos.
No quiero de la alquimia el favor del milagro ni el oro en el anillo del cadáver ni el diamante sin taras que reposa en la tierra.
Quiero que me desnude cada sueño y se convierta en furia, que la sangre me hierva y surja la palabra: la exacta, la que arde y calienta los fríos de las vírgenes.
Calcinarme las lágrimas si solas no me ciegan.
Permitirme matar lo que aborrezco, amar a quien me ama sin motivo y recibir la paz de la victoria armada.
Que si existe justicia se dicte con mi ley.
Cansado de mí
Me he cansado de mí y por eso no escribo como antes, a todas horas, ávido de letras que formen lo que siento.
Creo que no estoy bien porque ya no me gustan mis palabras y las leo vencido y con voz pusilánime.
No sé lo que sucede, si me falta ilusión para seguir por el camino crudo del verso y de su ausencia o daña masticar porque como sin hambre.
La otra noche miré a través de un poema y no vi nada mío,
solo la furia muerta de otro hombre que alcanzó la victoria, la contó y no supo vivirla.
Creen que me olvidé de escribir poesía, del juego deslumbrante y del placer de la piel en el verbo y de la muesca exacta en el renglón maldito.
Los fetiches caducan con la monotonía y el velo de las vírgenes ni frena la calima de la tinta en el sexo ni cubre tempestades.
Me entretuve, sin más, sin ninguna razón que justifique el borrón de la pena y el tiempo evaporado en las caricias.
Me erguí para otear lo que se palpa y abracé los paisajes con el temblor extraño de quien se sabe solo en los muslos calientes del origen.
Hube de regresar al frío de mi roca, decepcionado, falto de la verdad escrita, el fármaco que palia los dolores agudos del bienestar fingido.
Lágrimas frías
¿Cuántas veces, a punto de llorar, contuviste el dolor? No sirvió. Nunca sirve. Las lágrimas vedadas congelan lo profundo y su hielo carcome.
Los cuerpos piden sexo, manjares, agua y aire, y exigen desprenderse del veneno si quema las entrañas.
La alegría se muere cada noche en las cárceles faltas de verdades y en la carne vacía de deseos.
El invierno interior araña y nos descubre en la firmeza frágiles y en las dudas humanos pues la sinceridad busca salidas y la tristeza escuece si se oculta.
No se libera el miedo con el llanto pero mata la rabia, los impulsos suicidas y la vana indolencia.
Creen que me olvidé de escribir poesía, del juego deslumbrante y del placer de la piel en el verbo y de la muesca exacta en el renglón maldito.
Los fetiches caducan con la monotonía y el velo de las vírgenes ni frena la calima de la tinta en el sexo ni cubre tempestades.
Me entretuve, sin más, sin ninguna razón que justifique el borrón de la pena y el tiempo evaporado en las caricias.
Me erguí para otear lo que se palpa abracé los paisajes con el temblor extraño de quien se sabe solo en los muslos calientes del origen.
Hube de regresar al frío de mi roca, decepcionado, falto de la verdad escrita, el fármaco que palia los dolores agudos del bienestar fingido.
Maldito silencio
Un agosto pasado correteaban niños. Un abrupto septiembre se repartían besos al final del pasillo: un adiós, hasta luego, hasta un junio tardío.
Las paredes de adobe en el invierno nos resguardan del frío. No es lugar para nietos el hogar encendido.
Volverán a su mundo, su flamante colegio, poblarán sus retratos los estantes vacíos y quedarán recuerdos de las risas y gritos planeando en el aire e impregnando los sueños del calor en el patio, del olor a membrillo.
Se nos escapa el tiempo.
Ya no creo bendito el maldito silencio.
Súbdito
La ilusión del portazo se cuela entre mis sueños: un impotente adiós sin vuelta atrás tan sonoro y brutal como rotundo, un golpe seco que lo cambie todo aunque sea a peor.
Me anticipo a la fuga y al regreso del hombre arrepentido preguntándome cómo: ¿Cómo me sentiré apostatándome? ¿Cómo podré dormir convertido en la antítesis de lo que quise ser?
En la guerra del tedio elimino cualquier huida posible y busco en el manojo de las llaves la que cierra la puerta de salida y mata al desertor.
Siempre seré soldado sin ejército y súbdito de mí.
De niño quería ser periodista deportivo y escribir, no sé si por ese orden. El deseo consistía en trasladar las emociones que a mí me provocaba la competición y que el lector supiera que se enfrentaba a un texto escrito desde la admiración. Permanecer cerca de mis ídolos y saber qué se siente en los momentos de máximo esfuerzo.
En esa época el ciclismo era un deporte épico y, sin duda, el preferido para que volase mi imaginación con las gestas de mis ídolos.
Me quedé con las ganas de narrar como el norteamericano Greg Lemond arrebataba el Tour de Francia en la última contrarreloj a la figura local, el francés Laurent Fignon, amado y odiado al mismo tiempo por su carácter indómito.
Después de más de 3.000 kilómetros en sus piernas llegaban a la última contrarreloj con solo cincuenta segundos de ventaja para el corredor galo. Un espectacular recorrido entre Versalles y París dirimiría el ganador de la edición del Tour de 1989.
Fignon era un ciclista con aspecto intelectual, gafitas redondas y coleta al viento, pero de sangre caliente, espíritu guerrero y pocos pelos en la lengua. Cariñosamente apodado como Le Professeur, en contraposición a la imagen tosca de su primer gran rival Le Blaireau (El Tejón) Bernard Hinault al que privó de superar el récord histórico de victorias absolutas en el Tour.
Greg Lemond era un corredor frío, alejado de las pasiones que provocaba su deporte en Europa. Competía para ganar, medía sus esfuerzos y guardaba las fuerzas para desgastarse en el lugar adecuado.
El Profesor, imagen de un ciclismo antiguo y pasional, fue derrotado por el profesional americano. Tan solo una diferencia de ocho segundos, la más nimia de la historia, le separó de la gloria. Los aficionados franceses lloraron esa derrota como si fuera suya, como si predijeran que 40 años después persistiría la sequía de triunfos nacionales en su carrera. Digo su carrera porque para Francia el Tour no es una competición más, es un símbolo del país, un orgullo, ¿y qué puede haber más orgulloso de sí mismo que un francés?
En el resto del mundo se celebró más el varapalo recibido por el díscolo Fignon que la victoria del estadounidense. Yo tenía ocho años y fui feliz.
Hoy en día, con Laurent Fignon fallecido y Greg Lemond convertido en imagen del primer ciclismo moderno, los aficionados neutrales echamos de menos la furia del viento, la mala leche, el ataque inesperado del más débil y las declaraciones desde las entrañas después de las etapas.
Su cuerpo descansa en el cementerio parisino de Pere Lacheise, y los guías turísticos lo nombran junto a nombres como Moliere, Oscar Wilde, Jim Morrison, Chopin, Édith Piaf o Cyranno de Bergerac.
La abeja reina
En 2020 por primera vez en la historia el Tour no se ha corrido en julio, la pandemia lo trasladó al mes de septiembre. Los franceses que partían como aspirantes quedaron muy pronto descartados para la victoria final.
El ciclismo es un deporte paradigma de los avances tecnológicos, cada corredor cuenta con un potenciómetro que mide los watios que usa en cada esfuerzo, los directores de equipo dan órdenes precisas a sus corredores a través de auriculares inalámbricos, los miembros de cada formación están supeditados a su jefe de filas y trabajan como un bloque para él.
Con estos mimbres es difícil que la épica surja, que el aficionado se levanté del sofá con el corazón acelerado porque su corredor favorito busca un imposible derramando en solitario a cien kilómetros de la meta. Y, sin embargo, algunos aún confiamos en ver un nuevo Fignon al que después odiar y amar a partes iguales por gabacho.
La edición actual transcurrió de un modo similar a las de las últimas décadas: un duro esloveno se colocó líder de la general muy pronto. Su equipo, que vestía de amarillo y negro, dominaba la carrera en todos los terrenos y su abeja reina, el esloveno Primoz Roglic, parecía inexpugnable.
El segundo de la general había perdido tiempo en una etapa intrascendente debido a una caída de varios ciclistas. También se trataba de un esloveno, el joven Tadej Pogačar.
Inexplicablemente un pequeño país balcánico sin casi tradición ciclista contaba con dos opciones de victoria. Todo apuntaba a la victoria final del corredor más veterano.
Llegó la crono final y Primoz aventajaba a Tadej en un minuto, en esta ocasión la etapa finalizaba en un puerto de montaña al que se llegaba tras un llano. Los equipos lo tenían todo medido y preparado: habría un cambio de bici cuando comenzase la subida, cada ciclista sabía cuál era el máximo de potencia que podría desarrollar y el número de dientes de los platos y piñones que usaría en cada segmento de la prueba.
Tadej sale fuerte y al llegar a pie de puerto ha recuperado la mayor parte del tiempo perdido, posiblemente haya forzado más de la cuenta en este terreno. Cuando se produce el cambio de montura se desprende también del potenciómetro y comienza la ascensión dejándose llevar por sus sensaciones. En cada pendiente se retuerce y sus gestos de esfuerzo contagian su dolor al espectador.
La carrera cambia. El joven Pogačar mejora los tiempos de todos sus rivales. Su compatriota entra en crisis y pierde el Tour de Francia. Como en 1989 la última contrarreloj decide quién es el ganador final y, esta vez, el corazón vence al cerebro.
La Vanidosa y yo
El mismo día que me fabricaron ya presumieron de mí subiéndome el ego hasta las nubes: «Es perfecta, de cuero como las de antes y le hemos añadido un protector de piel para que ni se moje ni se estropee. Mirad que diseño, es moderno, aerodinámico y ligero. Si os la calzáis veréis que es como un guante».
No cabía en mí de orgullo. Tenía una gemela, idéntica pero asimétrica. Qué guapa era la jodida, tanto como yo. Me miraba en ella como Narciso en el agua.
«Su precio es, nada más y nada menos que 189€, estas botas no las va a comprar cualquier mindundi, están fabricadas para profesionales. Van a ser aplaudidas y veneradas» Luego me señalaron, a mí directamente, no a mi hermanita: «Fijad la atención en esta, qué elasticidad y tersura. Amortigua la pelota como si la agarrases con la mano. Tiene suela multitacos y puedes montar tacos de goma o de aluminio ¿Cuántos goles meterá? Cientos o miles por lo menos. Se van a caer las gradas de los estadios celebrando sus goles. Si las compra un delantero se va a hinchar porque es ideal para patear faltas y penaltis»
Cuánta gloria me esperaba. Mi gemela estaba un poco mosca porque yo era siempre la elegida para las demostraciones. Fue envidiosa, egoísta y mala desde que nacimos. A partir de este momento la llamaré «La Vanidosa» para que quede claro quién es y cómo actúa. No quiero decir que yo no tenga mi vanidad o mi orgullo, pero yo nunca me hubiera comportado como se comportó ella. La Vanidosa es una pécora traicionera, una víbora con afán de protagonismo.
Qué felices estábamos cuando nos compraron, nos llevaban en un palé junto a varias compañeras, todas en nuestras cajitas. Yo iba arrimadita a La Vanidosa porque aún no sabía lo maléfica que era.
No pasamos por ninguna tienda. Llegamos al club directamente. Un señor muy amable nos acarició con un trapo y nos colocó debajo de unas taquillas con las fotos de nuestros futuros dueños. A La Vanidosa y a mí nos correspondió la taquilla de un jugador rubito con melenita, una gomita para sujetar el pelo y pinta de guaperas nenaza. Mal empezamos, pensé. Al lado posaron su equipación. Busqué con avidez el número de la camiseta esperando un dorsal 9, un 10 o, como mal menor, un 7, un 11 o un 8. Pero ni siquiera era un número entre el 1 y el 11, nos habían colocado en la taquilla del 14. Comenzaba a caerme mal el tipo que vestía ese número insulso y todavía ni siquiera habíamos olido el césped recién cortado. Yo tenía nociones futbolísticas del pasado, puede que en otra vida fuese un balón de fútbol porque me acordaba del 14 de Johan Cruyff y del 23 de David Beckham, que pese a su aspecto impoluto era un centrocampista goleador. Yo hubiera encajado a la perfección en el pie derecho de David, hasta se hubiera olvidado de Victoria Adams por mí. Así que, gracias al ejemplo de Beckham y Cruyff, aún conservaba una pequeña dosis de esperanza. Leí el nombre que figuraba en la camiseta: Guti. No me gustó. Qué poco atractivo. Ronaldinho, Mijatovic, Caniggia, Rui Costa… esos sí son nombres de cracks. ¿Pero Guti? Ese es el apodo de un niño gamberro en un colegio.
Pues el muy cabronazo de Guti resultó ser un gran jugador, en su campo le aplaudían muchísimo y en los campos de los rivales le pitaban y cantaban con pasión: ¡Guti, Guti, Guti… maricón! El primer día que salimos juntos fue como visitantes y me dolió el insulto. Con el paso de los partidos yo misma coreaba el cántico y apostillaba para mis adentros: «Hijoputa y cabrón».
La Vanidosa lo idolatraba, eran tal para cuál. Qué falsos con sus cintas y sus regatitos, haciendo como que me pasaban la pelota y, cuando ya acariciaba la idea de dar un pase o disparar a puerta, todo era parte del engaño y La Vanidosa la pisaba, la dormía y la mandaba con suavidad a algún otro compañero, que, por caprichos del destino, sí sabía manejar la diestra. Porque el capullo de Guti pasaba olímpicamente de su pie derecho, no me hacía ni puto caso, había partidos que en noventa minutos yo solo rozaba el balón un par de veces y sin ninguna emoción. Cuando marcábamos goles siempre eran La Vanidosa y El Vanidoso los protagonistas absolutos y, si uno de sus pases finalizaba en gol, se arrodillaban a sus pies y frotaban a La Vanidosa como si el mérito fuera solamente suyo, como si yo no hubiera corrido y no me hubiera apoyado a la perfección en el césped para mantener el equilibrio.
Reconozco que algo (un poco) de envidia sí tenía. Daos cuenta de que aguantaba humillaciones tales como que el balón fuera perfecto para que yo centrase al área y Guti, el muy capullo, doblara su zurda por detrás de mí y usase a La Vanidosa para golpear el balón en un escorzo que llamaban rabona. La gente los aclamaba enfervorecida y yo solo quería que me quisieran. ¿Tanto era pedir un poco de cariño?
Una vez nos quedamos solos los tres, enfrente de la portería y con el guardameta vencido. Era mi momento, presentía que por fin me dejarían empujar el balón a las mallas. No estaba nerviosa, al revés, estaba preparada, atenta y ansiosa por recibir los parabienes del público. Qué decepción cuando El Vanidoso no tuvo la delicadeza de pensar en mí. Preparó la parte interna de su pie izquierdo y no lo pude evitar. Sé que no debí, pero usé todas mis fuerzas para llegar a la pelota antes que La Vanidosa. No salió bien ya que Guti va de estrellita, pero es muy torpe y se cayó dejándome sin gol. Salimos en todos los resúmenes deportivos de la semana. Fuimos el hazmerreír del mundo futbolístico. ¿Qué le costaba dejarme ser, por una vez, feliz? Desagradecido. Después me echaba la culpa delante de sus compañeros «la bota derecha no se agarró bien al césped». Me quiso jubilar, menos mal que el señor amable, que era el utillero, le convenció para cambiarme solo los tacos.
El Vanidoso es un desagradecido y un desgraciado, cuando el terreno está embarrado o los jugadores rivales sueltan alguna patada malintencionada no hay distinciones, eso nos toca sufrirlo a todos por igual. Cuánto he galopado yo de lado a lado de la cancha para lucimiento de La Vanidosa y El Vanidoso.
Para qué no tengáis dudas de lo que hablo os voy a contar el ejemplo supremo de egoísmo y falta de lealtad: Jugábamos en Coruña y Guti vestía de negro, el equipo jugaba bien y, como siempre, yo no rascaba bola. Pero de repente El Vanidoso recibió el balón en la frontal, se escoró a la derecha mientras avanzaba hasta el borde del área pequeña. El portero se adelantó y dejó un ligero hueco entre el palo y él. Yo lo tenía clarísimo, si me usaba era gol seguro. ¡Un golazo!, ¡un golazo mío!, me relamía.
Pero La Vanidosa no pensaba lo mismo y, cuando El Vanidoso amagó golpear conmigo, se entrometió. La muy atrevida se cruzó y acarició la bola con el taquito desplazándola hacia atrás en una jugada ilógica. Robó mi gol. Me robaron la gloria. Iba a abroncarla cuando apareció nuestro 9 por detrás y empujó a la red el balón. Tuve que callarme otra vez. Los odio.