«De vuelta», «Maldito silencio», «Súbdito», poemas de Sergio Oncina

Imagen by Elmer Geissler

De vuelta


Creen que me olvidé de escribir poesía,
del juego deslumbrante y del placer
de la piel en el verbo
y de la muesca exacta en el renglón maldito.

Los fetiches caducan con la monotonía
y el velo de las vírgenes
ni frena la calima de la tinta en el sexo
ni cubre tempestades.

Me entretuve, sin más,
sin ninguna razón que justifique
el borrón de la pena
y el tiempo evaporado en las caricias.

Me erguí para otear lo que se palpa
abracé los paisajes con el temblor extraño
de quien se sabe solo
en los muslos calientes del origen.

Hube de regresar al frío de mi roca,
decepcionado, falto de la verdad escrita,
el fármaco que palia los dolores agudos
del bienestar fingido.



Maldito silencio


Un agosto pasado correteaban niños.
Un abrupto septiembre se repartían besos
al final del pasillo:
un adiós, hasta luego,
hasta un junio tardío.

Las paredes de adobe en el invierno
nos resguardan del frío.
No es lugar para nietos
el hogar encendido.

Volverán a su mundo, su flamante colegio,
poblarán sus retratos los estantes vacíos
y quedarán recuerdos
de las risas y gritos
planeando en el aire e impregnando los sueños
del calor en el patio, del olor a membrillo.

Se nos escapa el tiempo.

Ya no creo bendito
el maldito silencio.



Súbdito


La ilusión del portazo se cuela entre mis sueños:
un impotente adiós sin vuelta atrás
tan sonoro y brutal como rotundo,
un golpe seco que lo cambie todo
aunque sea a peor.

Me anticipo a la fuga
y al regreso del hombre arrepentido
preguntándome cómo:
¿Cómo me sentiré apostatándome?
¿Cómo podré dormir
convertido en la antítesis de lo que quise ser?

En la guerra del tedio
elimino cualquier huida posible
y busco en el manojo de las llaves
la que cierra la puerta de salida
y mata al desertor.

Siempre seré soldado sin ejército
y súbdito de mí.

«Le Professeur», «La abeja reina», «La Vanidosa y yo», relatos de Sergio Oncina

Imagen by Hermann & Ritcher

Le Professeur



De niño quería ser periodista deportivo y escribir, no sé si por ese orden. El deseo consistía en trasladar las emociones que a mí me provocaba la competición y que el lector supiera que se enfrentaba a un texto escrito desde la admiración. Permanecer cerca de mis ídolos y saber qué se siente en los momentos de máximo esfuerzo.

En esa época el ciclismo era un deporte épico y, sin duda, el preferido para que volase mi imaginación con las gestas de mis ídolos.

Me quedé con las ganas de narrar como el norteamericano Greg Lemond arrebataba el Tour de Francia en la última contrarreloj a la figura local, el francés Laurent Fignon, amado y odiado al mismo tiempo por su carácter indómito.

Después de más de 3.000 kilómetros en sus piernas llegaban a la última contrarreloj con solo cincuenta segundos de ventaja para el corredor galo. Un espectacular recorrido entre Versalles y París dirimiría el ganador de la edición del Tour de 1989.

Fignon era un ciclista con aspecto intelectual, gafitas redondas y coleta al viento, pero de sangre caliente, espíritu guerrero y pocos pelos en la lengua. Cariñosamente apodado como Le Professeur, en contraposición a la imagen tosca de su primer gran rival Le Blaireau (El Tejón) Bernard Hinault al que privó de superar el récord histórico de victorias absolutas en el Tour.

Greg Lemond era un corredor frío, alejado de las pasiones que provocaba su deporte en Europa. Competía para ganar, medía sus esfuerzos y guardaba las fuerzas para desgastarse en el lugar adecuado.

El Profesor, imagen de un ciclismo antiguo y pasional, fue derrotado por el profesional americano. Tan solo una diferencia de ocho segundos, la más nimia de la historia, le separó de la gloria. Los aficionados franceses lloraron esa derrota como si fuera suya, como si predijeran que 40 años después persistiría la sequía de triunfos nacionales en su carrera. Digo su carrera porque para Francia el Tour no es una competición más, es un símbolo del país, un orgullo, ¿y qué puede haber más orgulloso de sí mismo que un francés?

En el resto del mundo se celebró más el varapalo recibido por el díscolo Fignon que la victoria del estadounidense. Yo tenía ocho años y fui feliz.

Hoy en día, con Laurent Fignon fallecido y Greg Lemond convertido en imagen del primer ciclismo moderno, los aficionados neutrales echamos de menos la furia del viento, la mala leche, el ataque inesperado del más débil y las declaraciones desde las entrañas después de las etapas.

Su cuerpo descansa en el cementerio parisino de Pere Lacheise, y los guías turísticos lo nombran junto a nombres como Moliere, Oscar Wilde, Jim Morrison, Chopin, Édith Piaf o Cyranno de Bergerac.


La abeja reina



En 2020 por primera vez en la historia el Tour no se ha corrido en julio, la pandemia lo trasladó al mes de septiembre. Los franceses que partían como aspirantes quedaron muy pronto descartados para la victoria final.

El ciclismo es un deporte paradigma de los avances tecnológicos, cada corredor cuenta con un potenciómetro que mide los watios que usa en cada esfuerzo, los directores de equipo dan órdenes precisas a sus corredores a través de auriculares inalámbricos, los miembros de cada formación están supeditados a su jefe de filas y trabajan como un bloque para él.

Con estos mimbres es difícil que la épica surja, que el aficionado se levanté del sofá con el corazón acelerado porque su corredor favorito busca un imposible derramando en solitario a cien kilómetros de la meta. Y, sin embargo, algunos aún confiamos en ver un nuevo Fignon al que después odiar y amar a partes iguales por gabacho.

La edición actual transcurrió de un modo similar a las de las últimas décadas: un duro esloveno se colocó líder de la general muy pronto. Su equipo, que vestía de amarillo y negro, dominaba la carrera en todos los terrenos y su abeja reina, el esloveno Primoz Roglic, parecía inexpugnable.

El segundo de la general había perdido tiempo en una etapa intrascendente debido a una caída de varios ciclistas. También se trataba de un esloveno, el joven Tadej Pogačar.

Inexplicablemente un pequeño país balcánico sin casi tradición ciclista contaba con dos opciones de victoria. Todo apuntaba a la victoria final del corredor más veterano.

Llegó la crono final y Primoz aventajaba a Tadej en un minuto, en esta ocasión la etapa finalizaba en un puerto de montaña al que se llegaba tras un llano. Los equipos lo tenían todo medido y preparado: habría un cambio de bici cuando comenzase la subida, cada ciclista sabía cuál era el máximo de potencia que podría desarrollar y el número de dientes de los platos y piñones que usaría en cada segmento de la prueba.

Tadej sale fuerte y al llegar a pie de puerto ha recuperado la mayor parte del tiempo perdido, posiblemente haya forzado más de la cuenta en este terreno. Cuando se produce el cambio de montura se desprende también del potenciómetro y comienza la ascensión dejándose llevar por sus sensaciones. En cada pendiente se retuerce y sus gestos de esfuerzo contagian su dolor al espectador.

La carrera cambia. El joven Pogačar mejora los tiempos de todos sus rivales. Su compatriota entra en crisis y pierde el Tour de Francia. Como en 1989 la última contrarreloj decide quién es el ganador final y, esta vez, el corazón vence al cerebro.


La Vanidosa y yo



El mismo día que me fabricaron ya presumieron de mí subiéndome el ego hasta las nubes: «Es perfecta, de cuero como las de antes y le hemos añadido un protector de piel para que ni se moje ni se estropee. Mirad que diseño, es moderno, aerodinámico y ligero. Si os la calzáis veréis que es como un guante».

No cabía en mí de orgullo. Tenía una gemela, idéntica pero asimétrica. Qué guapa era la jodida, tanto como yo. Me miraba en ella como Narciso en el agua.

«Su precio es, nada más y nada menos que 189€, estas botas no las va a comprar cualquier mindundi, están fabricadas para profesionales. Van a ser aplaudidas y veneradas»
Luego me señalaron, a mí directamente, no a mi hermanita: «Fijad la atención en esta, qué elasticidad y tersura. Amortigua la pelota como si la agarrases con la mano. Tiene suela multitacos y puedes montar tacos de goma o de aluminio ¿Cuántos goles meterá? Cientos o miles por lo menos. Se van a caer las gradas de los estadios celebrando sus goles. Si las compra un delantero se va a hinchar porque es ideal para patear faltas y penaltis»

Cuánta gloria me esperaba. Mi gemela estaba un poco mosca porque yo era siempre la elegida para las demostraciones. Fue envidiosa, egoísta y mala desde que nacimos. A partir de este momento la llamaré «La Vanidosa» para que quede claro quién es y cómo actúa.
No quiero decir que yo no tenga mi vanidad o mi orgullo, pero yo nunca me hubiera comportado como se comportó ella. La Vanidosa es una pécora traicionera, una víbora con afán de protagonismo.

Qué felices estábamos cuando nos compraron, nos llevaban en un palé junto a varias compañeras, todas en nuestras cajitas. Yo iba arrimadita a La Vanidosa porque aún no sabía lo maléfica que era.

No pasamos por ninguna tienda. Llegamos al club directamente. Un señor muy amable nos acarició con un trapo y nos colocó debajo de unas taquillas con las fotos de nuestros futuros dueños. A La Vanidosa y a mí nos correspondió la taquilla de un jugador rubito con melenita, una gomita para sujetar el pelo y pinta de guaperas nenaza. Mal empezamos, pensé.
Al lado posaron su equipación. Busqué con avidez el número de la camiseta esperando un dorsal 9, un 10 o, como mal menor, un 7, un 11 o un 8. Pero ni siquiera era un número entre el 1 y el 11, nos habían colocado en la taquilla del 14. Comenzaba a caerme mal el tipo que vestía ese número insulso y todavía ni siquiera habíamos olido el césped recién cortado.
Yo tenía nociones futbolísticas del pasado, puede que en otra vida fuese un balón de fútbol porque me acordaba del 14 de Johan Cruyff y del 23 de David Beckham, que pese a su aspecto impoluto era un centrocampista goleador. Yo hubiera encajado a la perfección en el pie derecho de David, hasta se hubiera olvidado de Victoria Adams por mí.
Así que, gracias al ejemplo de Beckham y Cruyff, aún conservaba una pequeña dosis de esperanza. Leí el nombre que figuraba en la camiseta: Guti. No me gustó. Qué poco atractivo. Ronaldinho, Mijatovic, Caniggia, Rui Costa… esos sí son nombres de cracks. ¿Pero Guti? Ese es el apodo de un niño gamberro en un colegio.

Pues el muy cabronazo de Guti resultó ser un gran jugador, en su campo le aplaudían muchísimo y en los campos de los rivales le pitaban y cantaban con pasión: ¡Guti, Guti, Guti… maricón! El primer día que salimos juntos fue como visitantes y me dolió el insulto. Con el paso de los partidos yo misma coreaba el cántico y apostillaba para mis adentros: «Hijoputa y cabrón».

La Vanidosa lo idolatraba, eran tal para cuál. Qué falsos con sus cintas y sus regatitos, haciendo como que me pasaban la pelota y, cuando ya acariciaba la idea de dar un pase o disparar a puerta, todo era parte del engaño y La Vanidosa la pisaba, la dormía y la mandaba con suavidad a algún otro compañero, que, por caprichos del destino, sí sabía manejar la diestra. Porque el capullo de Guti pasaba olímpicamente de su pie derecho, no me hacía ni puto caso, había partidos que en noventa minutos yo solo rozaba el balón un par de veces y sin ninguna emoción.
Cuando marcábamos goles siempre eran La Vanidosa y El Vanidoso los protagonistas absolutos y, si uno de sus pases finalizaba en gol, se arrodillaban a sus pies y frotaban a La Vanidosa como si el mérito fuera solamente suyo, como si yo no hubiera corrido y no me hubiera apoyado a la perfección en el césped para mantener el equilibrio.

Reconozco que algo (un poco) de envidia sí tenía. Daos cuenta de que aguantaba humillaciones tales como que el balón fuera perfecto para que yo centrase al área y Guti, el muy capullo, doblara su zurda por detrás de mí y usase a La Vanidosa para golpear el balón en un escorzo que llamaban rabona.
La gente los aclamaba enfervorecida y yo solo quería que me quisieran. ¿Tanto era pedir un poco de cariño?

Una vez nos quedamos solos los tres, enfrente de la portería y con el guardameta vencido. Era mi momento, presentía que por fin me dejarían empujar el balón a las mallas. No estaba nerviosa, al revés, estaba preparada, atenta y ansiosa por recibir los parabienes del público.
Qué decepción cuando El Vanidoso no tuvo la delicadeza de pensar en mí. Preparó la parte interna de su pie izquierdo y no lo pude evitar. Sé que no debí, pero usé todas mis fuerzas para llegar a la pelota antes que La Vanidosa. No salió bien ya que Guti va de estrellita, pero es muy torpe y se cayó dejándome sin gol.
Salimos en todos los resúmenes deportivos de la semana. Fuimos el hazmerreír del mundo futbolístico. ¿Qué le costaba dejarme ser, por una vez, feliz? Desagradecido. Después me echaba la culpa delante de sus compañeros «la bota derecha no se agarró bien al césped». Me quiso jubilar, menos mal que el señor amable, que era el utillero, le convenció para cambiarme solo los tacos.

El Vanidoso es un desagradecido y un desgraciado, cuando el terreno está embarrado o los jugadores rivales sueltan alguna patada malintencionada no hay distinciones, eso nos toca sufrirlo a todos por igual. Cuánto he galopado yo de lado a lado de la cancha para lucimiento de La Vanidosa y El Vanidoso.

Para qué no tengáis dudas de lo que hablo os voy a contar el ejemplo supremo de egoísmo y falta de lealtad:
Jugábamos en Coruña y Guti vestía de negro, el equipo jugaba bien y, como siempre, yo no rascaba bola. Pero de repente El Vanidoso recibió el balón en la frontal, se escoró a la derecha mientras avanzaba hasta el borde del área pequeña. El portero se adelantó y dejó un ligero hueco entre el palo y él. Yo lo tenía clarísimo, si me usaba era gol seguro. ¡Un golazo!, ¡un golazo mío!, me relamía.

Pero La Vanidosa no pensaba lo mismo y, cuando El Vanidoso amagó golpear conmigo, se entrometió. La muy atrevida se cruzó y acarició la bola con el taquito desplazándola hacia atrás en una jugada ilógica.
Robó mi gol. Me robaron la gloria.
Iba a abroncarla cuando apareció nuestro 9 por detrás y empujó a la red el balón.
Tuve que callarme otra vez. Los odio.

Ana Bella López Biedma vs Sergio Oncina, contrapunto

Imagen by Katya Guseva

Yo soy de Madrid y puerto,
dividida en mis amores.
Salitre y sol, los olores
de mi corazón abierto.
Solo en la mar me convierto
en un barquito de vela
que va siguiendo una estela
invisible a otra mirada,
la de una cometa alada
que me juega a la rayuela.

Yo soy de pueblo de mar.
En mis primeros abriles
de cantos y aguamaniles
con sus manos de volar
mi madre, clara y almar
tejía flores de luna
por las barras de mi cuna.
Y el hierro soñaba arena,
y el rebozo, yerbabuena.
Sus ojitos de aceituna

arrebolaban la tarde
entre coplas y la brisa
competía con su risa.
Que su luz la salvaguarde
allá donde esté. Cobarde
la muerte, que enamorada
se la llevo una alborada
del brazo, como un amigo.
Mi soledad, yo conmigo,
siempre dentro mutilada.

Ana Bella López Biedma


Mis muchos pueblos son uno
y el uno se encuentra en todos:
madres de lengua y de modos,
padres del pan y el ayuno.
Vívido el niño que acuno
sobre un páramo de fuego
con la nostalgia del juego
y el sabor de la inocencia.
Pueblos de niño y creencia,
pueblo de lucha y de ruego.

Abuelas de la labranza,
carros de vacas y cincha,
trazo reseco que pincha
y a las vísceras alcanza.
Rostros adustos. Semblanza
surgida del aire frío
y del paraje sombrío.
Fuerza de carnes morenas.
Atemperadas sus penas
a golpe de puro brío.

Bicicletas que en sus hierros
guardan sudor y trabajo,
bielas arriba y abajo,
esfuerzo en días de perros.
Tormentas en los entierros
con infiernos prometidos
para los que, descreídos,
no ven a Dios en la mina
cuando el grisú extermina
hijos, padres y maridos.

Sergio Oncina


La oscuridad, gota a gota,
se va filtrando en la tarde
mientras el cielo hace alarde
de su última derrota.
Vibra en el aire la nota
de un pájaro estremecido
y hasta la boca del ruido
se calla por un segundo.
En la cornisa del mundo
crece la sal. No ha llovido

y el paisaje cristaliza
suspendido en el destiempo.
No se pasa el pasatiempo
de esta no-vida postiza.
Quiero dibujar con tiza
una ventana en lo oscuro
y escapar de cada muro
que la realidad impone.
Busco la luz que emocione
esta piel de sinfuturo.

Invento una costa larga
toda tierra y sol, un puerto
de barquitos, mar abierto
mientras un quizás me embarga.
Pasará esta nube amarga
y en un banco, frente a frente,
nos sorprenderá el relente
entre historietas y guiños.
Alicia y Pan, siempre niños,
libres siempre en nuestra mente.

No más cartas amarillas
ni más sepia en nuestras fotos.
No astillaré besos rotos
para unir nuestras orillas.
Retrocedo en las casillas
de este juego improvisado
y dejo atrás el pasado
pintando un nuevo paisaje.
No traigo más equipaje
que un corazón desnortado.

Ana Bella López Biedma


Existen tantos modos de añorar el pasado
como hombres que sueñan con futuros mejores,
ayeres y mañanas que emborrachan el hoy,
utopías sin luces para evadir las sombras.
Me confieso culpable, reo de la nostalgia,
soldador de recuerdos que debieron morir
bajo el manto real de lo que veo y toco,
fabulador, infante, mi propio ilusionista
y lechera del cántaro que se rompió en añicos.
Espero veredicto sin miedo a la condena
pues no hay mayor castigo que obviar el presente.

El efímero paso para el grano preciso
que entre las estrecheces se abandona y decanta
minúsculo y medroso, sin mirar hacia arriba,
a un ineludible encuentro con el tiempo.
Qué sentir de camino, a merced de la fuerza
que me arrastre hacia abajo, gravedad insolente,
y no cese en el empeño de buscarme un lugar
sobre la alfombra poso donde el resto murió.
Cayéndome al vacío, cementerio de granos
en el que aglomerarse viendo a otros vivir.

En una tumba oscura seguiré siendo yo,
errante en el paisaje de la memoria viva
o soñador de encuentros salvajes y furtivos
con alguna mujer a la que no conozco.
Quizás logre aprender a pedir libertad
con los ojos cegados por las ausencias nuevas
y el ahora me haga más falta que el ayer,
y no importen los luegos porque todos me alivien.
Pero «quizás» no es término que asegure verdades
y yo soy un cazurro, viejo-niño romántico.

Sergio Oncina


Los días van pasando. Uno tras otro
se suceden inevitablemente
monótonos y eternos. Y se vierte
ese líquido espeso en cada roto
de lo que soy, sin un quizás o un pronto
que muerda esta mortal alegoría
de vida sin vivir. Y en estos días
de olvido, a mi lugar llega sereno
el eco de tu voz, igual que un péndulo
constante en su vital melancolía.

Hoy que me siento absurda, que mi voz
se quiebra en viento y sal por las esquinas
he vuelto al dulce añil de tu sonrisa
por sacudir de nieve al corazón.
Y se ha parado el tiempo en el reloj
mientras piso tus calles. Voy descalza,
con la tristeza a cuestas, que se ensaña
como un animal vivo y que me muerde
el vientre, el corazón y hasta la mente.
Te busco en las costuras de mi espalda.

Me llama el soñador que se despoja
de alardes y disfraz, y que en su mano
lleva tan solo el niño que ha quedado
después del qué dirán o a quién le importa.
Me llama cuando agrieta con su boca
el verbo soledad que hay en mis noches.
Quedan en pie una mujer y un hombre
y un mundo de papel en cada sueño.
Y queda el ancho mar del pensamiento
para inventar un mundo sin razones.

Ana Bella López Biedma


El hombre medía silencios y sílabas rotas
sin voz que entonase sus versos de vida vacíos.
Llegó la mujer. Desdoblándose parió con sus notas
los ecos del viento y un mundo sin días sombríos.

Entonces, el hombre callado miró a la mujer
atónito y firme, admirando sus luces y rayos,
tan cerca y tan lejos, sin ojos que mientan al ver
que brota las flores si duermen abriles y mayos.

Y, juntas sus voces, se agrandan rompiendo cadenas,
reúnen las aguas calmadas creando los mares
con pizcas de sal agrietada y lunas que llenas
agitan las olas y funden comunes glaciares.

Sergio Oncina

«Tres sonetos de amor», por Sergio Oncina

Imagen by Deflyne Coppens

Amor, me vas buscando

Amor, me vas buscando y no consigo
esquivarte del todo. No desistes
de calentar el alma de los tristes
y yo no quiero brasas si es contigo.

No pienses que al final me contradigo
si débil me enamoro porque vistes
los días de color, sueños y chistes
y confundo con premios tu castigo.

Si me atrapan tus lazos sé clemente
y no dejes que sufra nuevamente
el martirio pueril de una utopía.

Déjame huir a tiempo de tu engaño,
no entierres el cuchillo en lo que extraño
ni alargues por antojo la agonía.


Resurrección


Nos damos otra vez contra el deseo,
furtivos y sedientos, sometidos
al instinto, dichosos y rendidos
al festival de carne y su apogeo.

Te enfrentas a los ojos del ateo
como diosa lasciva y escondidos
del mundo braman plenos los sentidos.
Tú me muestras la vida y yo te creo.

Renace entre las brasas lo apagado
para dejar de ser ceniza inerte
y rugir como fuego desbocado.

No es que quiera morirme o poseerte,
es que no hay más opciones: o el pecado
o resignarme al beso de la muerte.


Hablaba por hablar


Hablaba del amor como si fuera
un bache en el camino, intrascendente,
una frívola piedra que atrayente
me hiciese tropezar por vez primera.

Pero me abalancé como una fiera
salvaje, entusiasmado e inconsciente.
Lo reté, más seguro que valiente,
y sin luchar logró que me rindiera.

Dos veces me topé con su locura
como el hombre que soy, terco animal,
y dos veces amé bajo tortura.

Temo un tercer encuentro ineludible
tan turbador, magnético y brutal
que me impida abjurar de lo increíble.

«Los hay suaves», «Movimiento de rotación», «Orientación sin brújula», poemas de Sergio Oncina

Imagen by Evgeni Tcherkasski

Los hay suaves



Los hay suaves, amores que en pucheros de barro
hierven borboteando a fuego lento
e impregnan las cocinas
de exquisitos aromas
a carbón, leña y especias.

Son guisos magistrales de novatos.

Son talento cuidado por el mimo
de quienes aman sin más exigencias
que aprender a quererse.

Son la infancia del sexo suculento,
donde nace el deseo desnudo de mentiras
y el sabor en el otro es el que imaginaste
cuando solo intuías que besabas su piel.

Densos y silenciosos
rellenan los rincones de la vida
y alimentan vacíos.

Permanecen en uno
recordándonos cómo fuimos, somos
y querríamos ser.



Movimiento de rotación



Gente, risas, bullicio,
un barril de cerveza
y un rincón para dos
alejados del resto.

También en ese bar
había camarera y servía las cañas
con igual diligencia que las chicas
que inspiran mis poemas rutinarios
sobre cafés y brownies.

El universo se vestía de color estridente
para llamarnos la atención
y en la televisión daban noticias
que no eran importantes
porque lo ajeno a ti y a mí
era solo un atrezzo
con el que el mundo simulaba
una realidad ficticia y aburrida
e intentaba mostrar
que no giraba a nuestro alrededor.

Como si de verdad
existiese algo más y no tuviera
relación con nosotros.
Como si los muchachos que reían allí
fuesen felices como yo
o las chicas, tan guapas como tú.

Ya no existe ese bar,
escribo versos por rutina
y me engancho al maldito telediario.
Cada día la Tierra
rota sobre su eje.


Orientación sin brújula


También la carretera habla de ti
en cada intersección.
Múltiples direcciones
y cambios de sentido
nombran pueblos que habitas sin estar.

En el norte te veo
corriendo en una playa
con un minúsculo bikini azul
y ganas de inundar el mar Cantábrico
con el contacto fiero de tu cuerpo.

El oeste, el lugar de tu infancia,
es todavía más tuyo que yo.
Ahí es donde creciste sin saber
quien sentiría tu presencia
muchos años más tarde.

El sur me atemoriza
porque nunca volvimos a encontrarnos
y el mundo es un pañuelo
y no es tan grande el metro de Madrid.

El truco es conocer la línea, la estación,
el horario y la puerta de salida.

Y esquivarte.

«No disparo», «El abuelo», dos relatos de Sergio Oncina

No disparo

Nunca tuve en mis manos un arma de fuego.
A los críos traviesos, desobedientes y caprichosos los justifican: «Es muy inquieto». Extrapolando, yo era un niño quieto, incluso demasiado quieto. Pero también, impulsivo e iracundo.

Mis amigos del pueblo disparaban con escopetas de perdigones y apuntaban igualmente a botes de conservas que a pardales. Esa caza infantil me aburría. Yo observaba a los demás sin hacer ni un solo ademán para unirme a la ronda de tiro.

Recuerdo el ruido metálico del perdigón contra el bote, el aleteo de los pájaros asustados y el sonido seco del impacto en algún tordo o pardal que distraído descansaba sobre el tendido eléctrico.

Después el pajarillo caía al suelo, el infante cazador lo recogía y comprobaba su puntería buscando el orificio de entrada del perdigón.

El primer día que presencié el juego se me ocurrió proponer que disparasen a los pájaros escondidos entre los árboles porque sobre los cables se exponían demasiado.

Me contestó Miche ofreciéndome la escopeta:
—Toma, dispara tú donde quieras.
Lo rechacé diplomáticamente.
—Yo no quiero, no me gusta.
Pero José insistió:
—¿Te dan pena los pájaros? No jodas, seguro que comes pollo.
—No me interesan, ni muertos ni vivos.
—Se nota que eres un pijo de ciudad.

A los diez segundos la escopeta descansaba sobre la hojarasca y un urbanita estampaba repetidamente sus puños contra las mejillas de Miche.

Otra vez perdí el control.


El abuelo



Mi abuelo tampoco era partidario del uso de la escopeta. No me lo dijo, pero en su casa no había armas y nunca lo vi salir de caza.

A los ojos de su nieto se veía como un hombre tranquilo y lleno de las contradicciones que los ancianos no necesitan disimular.


Su medio de transporte habitual era la bicicleta, aunque las carreras de motos televisadas ocupaban todas sus mañanas de domingo.

Le gustaba jugar a la baraja, pero sin contrincantes. Las tardes de domingo escuchaba la radio y jugaba a las cartas en solitario, partidas que no finalizaban hasta que se completasen sin hacer trampas.

En muchas ocasiones sus nietos nos quedábamos a su lado en silencio aprendiendo las reglas de esos juegos contra el azar.

Entre semana cuidaba de su huerta y de un par de canarios y un jilguero. Los trinos nos despertaban cada mañana de verano. A veces él limpiaba sus jaulas mientras los niños desayunábamos.

Una de sus comidas favoritas era el arroz con pichón, un plato típico de los pueblos interiores españoles y muy recurrido en la cocina de la posguerra.

Nuestro vecino, el padre de Miche, intercambiaba palomas por ciruelas o manzanas de nuestra huerta.

El primer recuerdo que tengo de un pájaro muerto por un perdigonazo es que lo desplumaba el abuelo. Él me explicó la causa de la muerte cuando extrajo el balín de la paloma.

La carcasa del ave, una vez limpia, daba sabor al caldo en el que se cocía el arroz. Sobre el otro fuego de la cocina de leña mi abuela sofreía un poco de ajo y pimentón, y en la misma sartén añadía la escasa carne del pichón. Los olores perduran en mi recuerdo.

El plato final era una especie de arroz caldoso con trozos de paloma. En mi infancia se me antojaba desagradable. Hoy pagaría por probarlo.

«Nubes», «Elefante gris». «El calor de lo inerte», tres poemas de Sergio Oncina

Nubes

Me hablabas de un jinete
sobre un corcel gris humo,
de un delfín sobre el mar
y de casas de gnomos.

Y yo solo veía
las nubes en el cielo
y mi cielo en tus ojos.


Elefante gris

¿Mamá,
por qué cuando estoy triste
un elefante gris
me oprime el corazón?

¿Será para que duela
y mi pena se cure

al llorar?


El calor de lo inerte

Cuando ella lo abraza
siento su calidez
y una ternura inmóvil
impropia de lo inerte.

Sus ojos saltarines
de plástico y cristal
reflejan a la niña.
Refulgen y se alegran.

¿Qué vive en su interior?

«El futuro del sin», «¿Maldito?», dos poemas de Sergio Oncina

El futuro del sin

A veces se me apagan las luces de la mente
y las sombras me invaden y campan a sus anchas
bajo el gobierno tibio de una mirada oscura
que no ve más allá de las viejas tristezas.
Y soy hombre de ojos apagados y muertos,
un engendro del odio por faltarle un amor
en el que abandonarse cuando sufre derrotas,
las ausencias que el tiempo va sembrando en su vida.
Esta falsa sonrisa, este maldito rictus
asesina mi rostro, la esperanza y la fe.

No se tuercen los gestos por batallas perdidas
mas sí por no aceptarlas como parte de uno.
Tampoco es la cuestión olvidar sufrimientos
con la monotonía que nos regala el sol.
Esta suma de albas y alegrías falaces
no recosen heridas ni borran cicatrices,
son un parche pirata para un tuerto sin luz
que, agotado, no quiere ni siquiera mirar,
pero aún en tinieblas, ve lo que tiene enfrente
y se queda a sufrir peleando el ocaso.

El futuro del sin es el futuro único.
No regresará el aire puro que respiré
en tiempos de embelesos, inocencias e ímpetu
cuando el sol despertaba y no me daba cuenta,
cuando, como un milagro, mi voz anochecía
y dormía profundo recostada a mi lado,
soñando con mentiras sin la verdad nostálgica
que cada noche añoro y cada día pierdo.
Y habrá más, más ausencias. Y serán las peores
y las lloraré solo por no doler a nadie.



¿Maldito?

Una tarde tras otra agonizan los días,
impertérrito al sol dilapido las horas
y los sueños se escapan sin llegar a la noche
por las grietas de un cuerpo que simula dureza,
mas se quiebra al sentir tu maldito recuerdo.

Y me río. ¿Maldito? Ni yo mismo lo sé,
ojalá no importase la razón y pudiese
como un necio seguir contemplando el vacío,
esconderme en mentiras que recubran los huecos
que horadaste en mi alma. Solo quiero vivir.

Necesito volver a un estado de calma
sin pensar en preguntas que no tienen respuestas;
en por qué nunca más se detuvo el ocaso.

Necesito creer que también existía
cuando tú todavía no habitabas en mí.

La ausencia del creador, por Sergio Oncina

Quien haya escrito más de cien líneas con la intención de emocionar al lector se habrá dado de bruces, consciente o inconscientemente, y no solo una vez, contra la ausencia. Y habrá repetido imágenes, conceptos y recursos, suyos y de otros.

¿En cuántas ocasiones nos encontramos con un ser querido fallecido actuando como ángel de la guarda o con un espectro sombra de un viejo amor?
Me declaro culpable del hueco en la cama y las formas de la ausencia fantasmagórica en el colchón y la almohada.

El folio en blanco es así de traicionero.

Lugares comunes lo llaman. Lugares para ir demostrando nuestra falta de originalidad y nuestra pertenencia a la misma humanidad.
Qué envidia del artista que se sale de la mediocridad y nos muestra de un modo diferente como duelen las llagas de la vida.

Todo lo escrito es ausencia. Por ejemplo, las cien líneas enteras de ese supuesto principiante de escritor.
Pensemos sobre qué escribimos: vivencias y recuerdos o sueños y deseos.
¿No son también las ficciones sueños en los que nos vemos inmersos con tal claridad que conseguimos desarrollarlos? ¿Y no les añadimos parte de nuestros recuerdos y deseos?


Y, en definitiva, ¿no escribimos sobre aquello que ya nunca podremos repetir (recuerdos) o aquello que queremos experimentar (deseos)? Ausencias.


Incluso cada párrafo se convierte en una ausencia más de las que van conformando nuestra memoria.
Miro al inicio del texto y leo ese primer párrafo. Si lo reescribo no voy a encontrar las mismas sensaciones que encontré al redactarlo por primera vez. Y si lo leo por segunda vez, tampoco percibiré igual la nueva lectura.

No se puede entender la ausencia como una sensación ajena al paso del tiempo. Pero tampoco el paso del tiempo se sentiría sin saber lo que es la ausencia. Esto es importante: somos capaces de comprender el tiempo porque existen las ausencias.

Los momentos felices son cubiertos de tristeza hasta emborracharse en ella, son bizcochitos a los que el alcohol acaba por estropear.
Algunas de las escenas más aplaudidas y emotivas del cine son parte de películas infantiles. La más conocida posiblemente sea la historia del inicio de Up. También Inside Out, con una originalidad sorprendente, ahonda a la perfección en ese cambio de felicidad por aceptación de la pérdida y la nostalgia como parte del crecimiento personal.

No se trata de que me falte el amor del fantasma cuyo cuerpo ya no duerme en mi cama, sino de que ya no volveré a ser el mismo, ahora soy un bizcocho empapado en licor. La dificultad para superar las ausencias radica, primero, en que hay que asumir que el tiempo transcurre, nos cambia y nos equipa con miles de pequeñas sombras que son los recuerdos y, después, en que hay que desprenderse de las sombras que nos dañan.

Lo complicado es aceptar las ausencias como parte de uno.

Seguro que lo ideal es buscar nuevos horizontes, no echar la vista atrás y no perseguir quimeras. No es tan fácil. Yo prefiero afianzar y crear ausencias. Yo prefiero escribir.

Sergio Oncina – España

Que no es lo mío, no

Si es jodido el amor qué falta hace buscarlo
entre las frialdades de la virtualidad.
Digo más, realmente qué putada encontrarlo
ajenos al tú a tú y a la carnalidad.

Este romanticismo de la era de internet
lo dejo para otros, que sin escaramuzas
piel con piel no me trago la bondad del buffet
y te venden a precio de mero unas merluzas.

Qué putada querer un ideal vacío
de sudores, sorpresas, mordiscos y buen sexo
(o malo, da lo mismo). Que no, que no es lo mío
gozar frente al PC y al Wi-Fi genuflexo.

Que si debo postrarme sumiso de rodillas
no sea sin opción de sentir en la boca
el mínimo calor, volátiles cosquillas
o un salado seísmo al agrietar la roca.

Sergio Oncina – España

Nostalgia by Susanne Jutzeler

Amores platónicos

Los idiomas mutan acordes a su tiempo.

En algún momento de la historia que desconozco, la definición de la expresión amor platónico dio un vuelco.

Platón, y su mundo de las ideas, se convirtió solo en la sombra del adjetivo «platónico» aplicado al amor.

Con los años se minimizó la importancia del concepto de la idealización y se maximizó el de la imposibilidad. Y la gente habla, hoy en día, de un amor platónico cuando el amor no es correspondido o cuando es imposible el acto sexual.

Entonces, ¿cómo llamamos a aquellos amores en los que la persona amada es idealizada?

Explican los filósofos cristianos, barriendo para casa, que la idea de bien, de perfección y verdad de las cosas, es Dios.

Pero en mayor o menos medida todos la desarrollamos sobre el objeto de nuestro deseo. Nos enfrentamos, generalmente en edades juveniles, a la persona amada dotándola de la forma suprema.

Es solo cuando se enciende la luz en la caverna y desaparecen las sombras, que se acaba con el amor idealizado.

En su concepto primitivo la única imposibilidad de un amor platónico es que no hallemos la perfección.

En la actualidad, se asocia el amor platónico a cierto infantilismo o a poca experiencia en las relaciones afectivas. Y es cierto en su raíz, no porque la imagen del alumno enamorado en secreto de su profesora sea el mejor ejemplo, sino porque se basa en la creencia de la existencia de un ser humano sin defectos al que, además, amamos por su excelencia.

Hasta los albores del año dos mil, las relaciones comenzaban en bares, discotecas, centros de ocio, en el trabajo… La presencia física era necesaria para establecer contacto con una futura pareja y, desde el inicio de la relación, los amantes tenían un recopilatorio amplio de características que podían romper la idea de bien. Por mucho esfuerzo que realizasen en mostrar solo lo mejor de sí mismos, accedían antes a la fase de aceptación de los defectos del compañero.

En menos de dos décadas el mayor porcentaje de encuentros de nuevas parejas se establece a través de las redes virtuales, (digo virtuales porque redes sociales siempre hubo aunque parezca olvidado, el idioma muta en 2020 tan rápido como los avances tecnológicos).

La virtualidad nos permite acercarnos al prójimo escondiéndonos detrás de nuestras mejores fotos, ofreciendo los datos de nuestros éxitos y mostrando nuestras mejores habilidades.


Los fracasos no caben en la imagen que proyectamos al exterior y, al otro lado, siempre hay alguien deseando creer en la forma perfecta.

De este modo crece el número de los primitivos amores platónicos y cada vez duran más las relaciones idealizadas. Es más fácil ocultar el verdadero yo detrás de una pantalla.

Dos amantes que se relacionan la mayor parte del tiempo en la distancia pueden llegar a tener sexo físico. Y, por supuesto, que sus sentimientos pueden ser correspondidos.

Pero ¿cuánto de su amor, para bien o para mal, es platónico?

Sergio Oncina

Antes de las luciérnagas

La noche que volvieron las luciérnagas
te vestías deprisa en el lagar
contra mi voluntad, insatisfecho
con tan poquito tuyo.

Antes, la oscuridad te amparaba y huías
por la hilera de vides en un juego infantil
sin ninguna inocencia.

En la persecución
tu aroma a sexo y mosto era un rastro imperdible
y tus prendas, miguitas del pan de la lujuria.

Prendías el deseo.
Con tus pasos y risas se erizaba mi piel
más allá del instinto.

No precisaba ver para seguirte.

(Nunca he necesitado ojos para encontrarte).


Efímero y sublime

Habitas en regiones escondidas,
en los pliegues del muslo, en la cintura,
en la salinidad tibia e impura,
paraíso y raíz de las heridas.

Te busco en los torrentes y crecidas,
al filo de la muerte y la locura,
desde el placer ingenuo a la tortura,
en riberas obscenas y prohibidas.

Sabiendo donde habitas más te busco
ávido del temblor fugaz y brusco
que apacigüe el ansia que me oprime.

Aún si llamo acudes al encuentro
y expones a mi yo, de fuera a dentro,
fútil, humano, efímero y sublime.

Sergio Oncina

Redes sociales (tríptico)

A los narcisistas


Hoy se pervierte la literatura
y cualquier yonqui adicto al narcisismo,
encumbrado en el mapa del cinismo,
ensucia sin honor la lengua pura.

Se ablandó la gramática más dura
para satisfacer al consumismo,
venció en la guerra fría el victimismo
y Facebook controló nuestra lectura.

Somos solo avatares de internet
en un vulgar asesinato. Brutos
sin la fastuosidad que exige Roma.

Un «uno para todos» ruin. Ballet
de Yodas en un mar de anacolutos.
Funesto descalabro del idioma.




A un parapoeta de Facebook cualquiera

Parapoeta en boca del rebaño
que bala contra el lobo sus soflamas,
torero de cornúpetos en llamas
que mugen los berridos de un extraño.

Agitador de Facebook cada año
con frases del montón y memedramas,
guarda tu delantal y tus mojamas
para un sentenciador menos tacaño.

Acierta donde meto el pepinillo
si repite el vinagre o por grosera
rebates la verdad, necio listillo.

Tengo varios halagos en espera,
pan con hostias, un gollum sin anillo
y olivas con anchoas en salmuera.




Rantanplan

Un perrito llamado Rantanplan
escribe poemitas con pasión
y causa entre la turba sensación:
¡Cómo riman los guaus del hábil can!

¡Cómo aplauden la lerda y el gañán!
¡Cómo piden un bis de la función!
¡Viva la poesía de salón!
¡Qué falta de un cariño o de un diván!

Toma una galletita, está muy bien:
¡Ay, el perrito guapo y su jardín!
¡Que ya son sus poemas más de 100!

¡Ay! No olvides usar más su purín.
¡Que tiene pedigrí! ¡Que no es común!
¡Que no ladra sus versos al tun tun!

Sergio Oncina – España

Una reflexión

Estómago

Auguro que este texto será un caos y pasará de un tema a otro sin más lógica que la visceral.

Siempre he considerado que el órgano que contiene al alma es el estómago y estos días de emociones contradictorias me lo confirman: la gente está muriendo por asfixia en nuestros hospitales y asilos (residencias de ancianos es su denominación políticamente correcta, pero es tiempo de mandar a la puta mierda el lenguaje políticamente correcto) y el corazón late, el cerebro ordena, pero el estómago se niega a asentar la comida en mi cuerpo.

Por suerte yo no soy político y puedo hablar con las tripas, llorar por las esquinas si me sale de los cojones, enfadarme con el mundo como un niño pequeño, tener atisbos de depresión e, incluso, ser irracional y a la vez humano.

Ya no tengo trabajo, de la noche a la mañana vivo de las rentas y las ayudas que pueda proporcionarme el estado, el mismo estado que me prohíbe trabajar para preservar el bien común, esa idea casi utópica que tantas veces he defendido vehemente.

Mi generación se enfrenta por primera vez a un recorte brutal de las libertades personales y nunca pensé que lo aceptase con tanta mansedumbre. Creo que estamos asustados porque nos hemos dado cuenta de que el futuro es incierto; yo lo estoy aunque lo esconda.

Lo disimulo porque tengo una hija. Hoy ha llorado a las ocho y cinco de la tarde, hacía frío y hemos salido al balcón para aplaudir a nuestros sanitarios, llevamos una semana con esta rutina y se ha convertido en la oportunidad de ver gente diferente a su padre y su madre, el resto de las horas es una niña de cinco años confinada en casa.

Cada mañana leemos y hacemos juntos los deberes, le encanta mostrar a sus padres lo lista que es y tenemos que buscar en internet más tareas que las que nos envía su profesora por email. Después de comer jugamos al fútbol o a las muñecas en el hall y escuchamos música. Pero su momento preferido son los aplausos y yo sospecho que es porque ve niños en las ventanas de en frente.

Cuando la niña duerme el estómago se me sube a la garganta porque tengo tiempo para pensar.

De repente tengo demasiado tiempo para pensar y mandan las entrañas.



Un poema

Hoy, que me sobran fuerzas, me permito llorar,
porque aún tengo fuerzas me permito llorar,

porque nuestros relojes
puede que no se encuentren
pero siguen marcando el mismo tiempo,

porque ella está en la guerra
y yo me quedo en casa
con su silueta azul en la memoria,

porque noto las lágrimas surcando mis mejillas
y sé por qué brotaron,

porque tiembla mi estómago
y desbordo salud,

porque nos asoló una puta pandemia
para volver a hablarnos,

porque ningún amor, por muy platónico
o imposible que sea,
se merece acabar en un cuarto de hotel,

porque queda esperanza,
porque puedo escribir,

porque seguimos siendo los mismos dos idiotas:
ella capaz de renunciar a todo
y yo incapaz de renunciar a nada.

Sergio Oncina – España

Poemas escogidos

Imagen by Robert Richardson

Despedida a las 12

Como muñeco endeble, rojo hielo,
como lago vertido en una mano
que no logra atraparlo, partisano
incapaz de romper su turbio velo.

Como límite azul de mar y cielo:
indefinido, lánguido y lejano.
Como perfil de luz glauca, liviano
acompaño la senda de tu vuelo.

Revoloteo tras de ti, estornino
sin bandada que insiste en tu camino
pues no hay otro mejor para sus pasos.

Y no reclamo, pero sí me asusto
cuando despierto solo en el injusto
lecho de las derrotas y fracasos.



Frialdad

Hoy no quiero arrastrarme por el suelo
llorando como un cínico payaso,
he obviado alimentar un porsiacaso
que frene con excusas el canguelo.

Hoy toca desgranar, a golpes, hielo
y beber con su frío cada vaso
que sirven anunciándome un fracaso
creyendo que mi piel es terciopelo.

Mi invierno es un favor al mundo ocre
que aunque muda sus hojas cada octubre
no consigue un matiz menos mediocre.

Hoy resisto perenne a cielo abierto,
aguanto la tormenta que nos cubre
y pese a congelarme no estoy muerto.



Tocar la magia

Hay momentos que escapan de la realidad
y se guardan en planos impropios de la física:

Los riesgos de acercarse
a un contacto ficticio.
Los dedos revolviendo mechones de su pelo,
la sonrisa intangible del adiós,
la luz que no ilumina la penumbra
y, sin embargo, es.

La posibilidad latente de fugarse
a otro mundo ajeno,
la incertidumbre exótica de saberse distinto.

Y una lógica sobrevuela el alma
y exige impertinente
resolver los enigmas
del lugar corporal donde contengo
la magia de un quizá.