No disparo
Nunca tuve en mis manos un arma de fuego.
A los críos traviesos, desobedientes y caprichosos los justifican: «Es muy inquieto». Extrapolando, yo era un niño quieto, incluso demasiado quieto. Pero también, impulsivo e iracundo.
Mis amigos del pueblo disparaban con escopetas de perdigones y apuntaban igualmente a botes de conservas que a pardales. Esa caza infantil me aburría. Yo observaba a los demás sin hacer ni un solo ademán para unirme a la ronda de tiro.
Recuerdo el ruido metálico del perdigón contra el bote, el aleteo de los pájaros asustados y el sonido seco del impacto en algún tordo o pardal que distraído descansaba sobre el tendido eléctrico.
Después el pajarillo caía al suelo, el infante cazador lo recogía y comprobaba su puntería buscando el orificio de entrada del perdigón.
El primer día que presencié el juego se me ocurrió proponer que disparasen a los pájaros escondidos entre los árboles porque sobre los cables se exponían demasiado.
Me contestó Miche ofreciéndome la escopeta:
—Toma, dispara tú donde quieras.
Lo rechacé diplomáticamente.
—Yo no quiero, no me gusta.
Pero José insistió:
—¿Te dan pena los pájaros? No jodas, seguro que comes pollo.
—No me interesan, ni muertos ni vivos.
—Se nota que eres un pijo de ciudad.
A los diez segundos la escopeta descansaba sobre la hojarasca y un urbanita estampaba repetidamente sus puños contra las mejillas de Miche.
Otra vez perdí el control.
El abuelo
Mi abuelo tampoco era partidario del uso de la escopeta. No me lo dijo, pero en su casa no había armas y nunca lo vi salir de caza.
A los ojos de su nieto se veía como un hombre tranquilo y lleno de las contradicciones que los ancianos no necesitan disimular.
Su medio de transporte habitual era la bicicleta, aunque las carreras de motos televisadas ocupaban todas sus mañanas de domingo.
Le gustaba jugar a la baraja, pero sin contrincantes. Las tardes de domingo escuchaba la radio y jugaba a las cartas en solitario, partidas que no finalizaban hasta que se completasen sin hacer trampas.
En muchas ocasiones sus nietos nos quedábamos a su lado en silencio aprendiendo las reglas de esos juegos contra el azar.
Entre semana cuidaba de su huerta y de un par de canarios y un jilguero. Los trinos nos despertaban cada mañana de verano. A veces él limpiaba sus jaulas mientras los niños desayunábamos.
Una de sus comidas favoritas era el arroz con pichón, un plato típico de los pueblos interiores españoles y muy recurrido en la cocina de la posguerra.
Nuestro vecino, el padre de Miche, intercambiaba palomas por ciruelas o manzanas de nuestra huerta.
El primer recuerdo que tengo de un pájaro muerto por un perdigonazo es que lo desplumaba el abuelo. Él me explicó la causa de la muerte cuando extrajo el balín de la paloma.
La carcasa del ave, una vez limpia, daba sabor al caldo en el que se cocía el arroz. Sobre el otro fuego de la cocina de leña mi abuela sofreía un poco de ajo y pimentón, y en la misma sartén añadía la escasa carne del pichón. Los olores perduran en mi recuerdo.
El plato final era una especie de arroz caldoso con trozos de paloma. En mi infancia se me antojaba desagradable. Hoy pagaría por probarlo.