Hace mucho que mi hijo dejó de visitarme en sueños. Pero aún sigo creando esas secuencias en su compañía, aunque ahora ya tengo la capacidad de llevarlo a cabo sin la obligatoria necesidad de alterar mi conciencia como recurso infalible para mantener sus recuerdos intactos.
Aún sigo siendo un fiel consumidor de cannabis. Pero ya no creo formas ni subrealidades, ahora la yerba opera como un vehículo conductor que transporta mi conciencia a una zona segura de completo relax. Mi entrada en la fase de sueño es inmediata y reparadora, aunque hoy, en especial, no lo ha sido.
Son las cinco de la mañana. Estoy tendido en la cama abrazado a mi perro, Drako. Él, partícipe de mi sobrecogimiento, se pega a mi cuerpo con denotada ansiedad. El pobre no alberga la más remota idea de ser el protagonista principal de mi nightmare, a título compartido con mi difunta esposa.
En ocasiones, los encuentros oníricos con ella son aterradores.
Necesito un café, además de una conversación con mi mujer.
«Buenos días, mi amor. Te extraño mucho», digo, ya en el jardín. Bajo el olivo que guarda sus cenizas.
Gavrí Akhenazi – Israel
Niño del laberinto
Miro a mi niño fiel. Miro su demacrada fidelidad de perro con hambruna de dueño y regreso a explicarle que el camino nunca se hace de a dos; que siempre en el camino hay una encrucijada que se toma de noche, distraídos quizás y entonces, la soledad ocupa el costado ocupable. De preferencia, que te ocupe el izquierdo, le digo, porque de ese lado está tu corazón y siempre es mejor estar solo que falsamente acompañado. La soledad jamás te traiciona. Avanza de tu mano, te lleva en brazos cuando el cansancio truena en tus rodillas y te ofrece un pecho firme cuando la reflexión es perentoria.
Mi niño fiel me mira en el espejo y veo cómo asimila sin demasiado esfuerzo mi mirada. Veo mutar sus ojos, mansamente, en un jeroglífico inconmensurable por el que solo él podrá caminar desde el cansancio.
Miro a mi niño fiel que ha diseñado a mano alzada su propio laberinto con setos metafísicos y lianas vigorosas que atrapan con sus flores sangrientas a los rayos de luz. Lo miro, satisfecho como un emperador espeluznante, protegido en su propia Ciudad Prohibida, solo y a merced de sí mismo y sus proezas.
Desordeno mi fidelidad. La corto en trozos que dejo sobre espasmos de sol, para que se agusanen mientras se secan con la estólida laxitud de lo muerto. Basta que des la espalda, le digo al niño fiel cuya mirada en el fondo final del laberinto, es un manto de espejos que deforman sus ojos y su fe, y aquello en que creías se corrompe. Pero eso no es lo malo. Lo malo es entenderlo; darse cuenta.
Mato a mi niño fiel. Solo lo mato.
No sirve para nada y espero que nunca más se obstine en renacer.
La civilización es lo último que se pierde. La esperanza puede morir en una sociedad desquiciada cuando el odio se convierte en costumbre, por eso nadie cruza estas montañas, no al menos en la dirección de la que venía Kalani.
Kalani no era su nombre, por supuesto, pero ni recordaba el que le habían dado ni recordaba apenas nada de quiénes podían haber sido. No es que cuando se detuviera ante esos pensamientos no le invadiera una tristeza llena de preguntas, pero había decidido utilizar su rabia para darse un nombre a sí misma. Kalani, un nombre extranjero en aquel pedazo de tierra vencida por el viento y el frío, un nombre que no se sentía de ningún lugar. Un nombre apropiado.
Era apenas una adolescente, demasiado delgada, obviamente desnutrida en su infancia, con cabellos de ceniza y unos ojos azules en los que nadie debería asomarse demasiado tiempo.
Aunque se divisaba un edificio de tierra de antes de la era de las guerras, la madera y la chatarra daban forma a las casas del pueblo.
El sol se colaba entre las nubes como ella se colaba entre la gente.
Se detuvo ante los carteles de se busca a la entrada de la ciudad.
—¿Has perdido a alguien o buscas a alguien? —le preguntó un anciano que jugaba al ajedrez con un perro en un tablero desvencijado y al que muy posiblemente le faltaban piezas.
—No, sólo me aseguro de no estar yo entre ellos.
—No pareces una caza recompensas, desde luego —se rió el anciano, que tal vez no la había entendido bien.
Kalani se acercó al perro, un pastor catalán, dejó que le oliera la mano, y le acarició. Se sentó junto a él y estuvo un buen rato abrazándole, lo cual incomodó al anciano.
Alguien se acercó a Kalani. Una mujer de aspecto triste.
—Louis ha muerto —le susurró—. A sido Philippe, un accidente. Te está buscando. ¿Sirve como pago por salvarme la vida?
—Nunca quise nada a cambio, pero por supuesto que sí —dijo levantándose de un salto, animada.
Kalani, que andaba distraída y sonriente, recibió un puñetazo en la boca, uno muy fuerte de ésos que te arrancan un diente de cuajo.
En consecuencia escupió uno de sus incisivos inferiores y cayó al suelo.
—Tus amigos tienen miedo —le dijo ella a su atacante desde ahí abajo, sin ocultar su dolor, mientras comenzaba a comprender dónde estaba: un callejón con Philippe, todo un hombre pegando a una cría, y su séquito de cretinos, que habían arrojado un arma al suelo y que ya se estaban yendo de allí a toda prisa.
Lo cierto era que ella también tenía miedo, no mucho, porque en aquel asentamiento todo era un peligro de segunda en comparación con el desierto al otro lado de las montañas, pero un poco.
Aparte de sentir un moratón naciendo sobre su barbilla, comenzó a sangrar por la nariz. Esperaba no tener una migraña a causa de eso, era un gran inconveniente.
Sin embargo lo más importante era que Philippe, que no entendía por qué sus amigos habían huido, también comenzaba a tener miedo aunque no sabía del todo por qué.
Recientemente Kalani había tenido una revelación: si su propio movimiento mental adquiría una forma concreta –el temor, por ejemplo– era más fácil dibujar esa misma forma en las mentes de otros. Y eso es lo que estaba haciendo al infiltrarse en la muy poco estimulante mente de aquél imbécil.
Y aunque era algo más difícil manipular una mente alerta, era bastante fácil desestabilizar la del que no comprende.
En contraste con sus dimensiones corporales menudas, los ojos azules de Kalani resultaban ahora amenazantes, más de lo que una cría de su edad debería poder intimidar, que era absolutamente nada. Y sin embargo eran la extraña advertencia de un peligro sin nombre. El hombre retrocedió a pesar de que simplemente estaba encarando a una chica a la que sacaba más de dos cabezas.
—¿No te gustó el revólver, Philippe? —él dio unos pasos atrás, desconcertado—. No es fácil traficar con armas, ¿no crees? Esto es Europa no esa tierra de locos al otro lado del mar ni el desierto de ahí abajo. Y te expliqué muy bien que tenía el percutor un poco suelto. Te expliqué muy bien que no debías cargarlo con seis balas. Te expliqué muy bien que por eso mismo te lo vendía un poco más barato, ¿recuerdas? ¡Joder, te lo expliqué todo de putísima madre! Incluso te regalé unas cuantas balas a pesar de que no me caes nada bien, a eso se llama fidelización del cliente o algo así pero, ¿qué clase de gilipollas apunta a su novio con un arma? Es una pregunta retórica, eso significa que no hace falta que contestes —le aclaró ella, a Kalani le encantaba utilizar todas las palabras que había aprendido—. Dame mi puto revólver, pringao, el que me han quitado esos —le indicó paciente—, el otro es tuyo y un trato es un trato —él le dio la pistola con una expresión dubitativa en el rostro, expresión de la que no se infería más inteligencia que la de un tiesto de gladiolos particularmente emprendedor.
—Me van a desterrar —se rindió él.
—Si tienes suerte —le recordó ella, súbitamente sus ojos se iluminaron con un destello decidido—. No diré nada de esto si me devuelves el otro revólver, ¿qué te parece? Y podría hacerlo porque en realidad ese revólver no es de contrabando, era mío, pero es que quería hacerme la interesante —le explicó—. Bueno, espera… supongo que todas las armas de fuego son de contrabando, así que…
Ante tan insensible discurso, Philippe comenzó a llorar y Kalani, sintiendo una riada repentina de empatía y tras hacer unos amagos de abrazarle, decidió darle unos toquecitos en la cabeza.
—He estado en tu lugar en varias ocasiones… Me refiero a perseguida por la justicia, no ha… —Kalani se detuvo, no había forma de que aquella frase pudiera desembocar en nada positivo—. En fin, si todavía no te han detenido, yo me marcharía por mi propio pie —se aventuró ella. Seguramente era uno de esos momentos de escuchar en lugar de buscar soluciones, pero tal y como lo veía, las autoridades no iban a ser tan comprensivas.
Y no lo fueron, al siguiente atardecer Philippe tenía una soga al cuello y toda la aldea parecía haberse congregado alrededor para disfrutar de la ejecución. Los familiares de su novio exigían con una furia comprensible la pena capital.
Kalani a pesar de no entender cómo ese hombre no había aprovechado para escapar, sabía ya que todas las muchedumbres ante el ahorcado eran la misma y sabía ya que a todas les parecía bien el asesinato, al menos mientras fuera a este lado de la tapia y de la ley. Una medida algo ineficaz, si se le preguntaba a ella, pero nadie le preguntaba.
Así que ella se lanzaba a hablar.
—¡¿Es así como tratáis a quienes necesitan comprender?! —inquirió tras abrirse paso hasta la primera fila. —¡¿La justicia no es reparación sino retribución?!
En consecuencia los presentes empezaron a insultarla e intentaron agarrarla, aunque ella consiguió escabullirse.
—¡No, no, pueblo de Ur! —exclamó un hombre de aspecto autoritario, poniendo orden—. Aquí incluso los extranjeros pueden hablar y Kalani salvó a Victorine. Merece que la escuchemos.
A juzgar por el griterío y los insultos el pueblo de Ur no parecía estar muy de acuerdo, sin embargo el hombre, posiblemente el juez de la aldea, se dirigió a Kalani:
—Cuando un hombre arrebata una vida, debe morir. Así se da ejemplo a los demás para que sigan por el buen camino —declaró él con esa seguridad condescendiente que concede la autoridad.
—Y es una política infalible, porque seguís teniendo crímenes —respondió Kalani.
—Es la mejor alternativa —sentenció el juez, intentando ocultar su desagrado—. Lo explicaré, porque también deseo que Ur lo recuerde: la justicia es orden. Si los familiares de la víctima simplemente le mataran sin un juicio, sin escuchar a testigos, sin la presencia de un juez imparcial. Entonces estaríamos hablando de otro asesinato, ojo por ojo, como se dice y tendríamos a más personas a las cuales juzgar. Sin embargo si le damos a este hombre justo castigo tras habernos asegurado de que efectivamente fue él quien cometió el asesinato, tras haber sopesado sus razones y haber considerado que tenía armas ilegales en este pueblo, lo cual podría haber puesto en peligro la vida de todos, entonces estamos hablando de consenso y de comunidad, de la restauración del orden.
—El problema de encontrar una buena respuesta es que intentamos que las preguntas encajen en ella y no al revés —dijo Kalani, como aquello le había quedado bastante bien, trató recordar algo que leyó en un libro—. No cambia el asesinato del emperador porque fueran muchas las manos que… llevaran los cuchillos, ni son menos asesinos según quien juzgue sus intenciones. Da igual que sea una aldea entera la que vaya matando por ahí.. ¿no? —terminó, sintiéndose entre torpe e incómoda.
—¿Y qué alternativa sugieres, niña?
Kalani sonrió satisfecha, con un diente de menos y un moratón.
—El exilio: podrá aprender a ser una mejor versión de sí mismo y vosotros defenderéis que el asesinato está mal dando ejemplo. —por supuesto el juez, que tenía mucha verdad a cuestas, no accedería a ello. Pero era todo cuanto Kalani necesitaba para que su espectáculo de titiritera mental fuese creíble por el tiempo suficiente.
Se preparó.
Sintió un latigazo de dolor, se llevó las manos a las sienes, sangraba por la nariz mientras tanto el verdugo como el juez se convertían en sus marionetas.
El juez asentía y el verdugo liberaba al prisionero.
Y Kalani le gritaba a Philippe en un susurro que corriera mientras ella se marchaba de allí, tratando de no apretar demasiado el paso.
Pronto habría un cartel pidiendo una recompensa con su nombre pobremente deletreado y tal vez la palabra bruja escrita entre un numero de exclamaciones a todas luces excesivo.
Rescatar a idiotas de su propia estupidez, pensaba, era muy poco gratificante. Eran demasiado ingeniosos a la hora de tenderse trampas a sí mismos y sólo sabían ir en una dirección.
Además, ante la horca la estupidez les hacía creerse jueces y no verdugos. Ahorcado incluido.
La llanura minada se convirtió en el exótico lomo de un armiño y durante los días sin sol, fue aquello lo único que uniformara el paisaje hasta que la mirada daba con los bosques de niebla: una sedosidad blanca, que fulgía.
Todo en los ojos era aquella quietud, leve y helada, que ocupaba los hombros y las barbas, los gorros y las manos, los rincones, desde el alba a la noche y desde la noche al alba.
Los niños del páramo jugaban a armar figuras a las que colocaban pipas de palo y manos de ramitas sin hojas. Bautizaban a todos sus muñecos con nombres milicianos y les cantaban himnos o inventaban para ellos marchas de desfilar.
Los hombres reían con los niños y sus ejércitos de muñecos de nieve y jugaban con ellos, como niños.
La vida iba pasando hecha de luces blancas y fuegos de artificio en los cielos lejanos que no estaban ahí. Podía verse en la noche el resplandor desde el páramo alto.
Era la guerra, que pervivía iluminando la noche como largos incendios que tronaban sobre otras distancias, casi en otros mundos con historias ajenas a la del Pueblo de los Siete Campanarios.
El sacerdote era un ministro hábil. Sabía hablar a la gente con una lengua rápida, seductora y sensible y golpes de timón efectistas y productivos.
Enseguida tuvo un templo para que todos oraran y un aula, para recuperar a tanto niño para Dios en base al catecismo.
Revolvió por sí mismo en el arcón del párroco anterior y se hizo con todo lo que pudo para que su función al frente de la grey tuviera calidad religiosa suficiente.
Puso a los hombres viejos de habilidad mediana a restaurar los íconos en las paredes deshechas por las bombas y con la ayuda de los dos pescadores que lo habían rescatado del mar, recuperó el campanario de los muelles que en el último ataque había perdido por los suelos su campana, cuando la artillería alcanzó el yugo. Echándola a vuelo, dio por bendito al pueblo renacido del último desastre.
Bendijo también el sobredimensionado camposanto detrás de la capilla-barraca miliciana y celebró por los difuntos, por los vivos y por los heridos todos los oficios que las mujeres le pidieron.
A Don Miros, como lo llamaba ya la gente, le gustaba pasear por los puestos de guardia de la boca del puente.
Llegaba con la siesta a saludar a los milicianos y se quedaba con ellos hasta un rato antes del atardecer, jugando cartas y contando anécdotas. Los hacía rezar antes de irse.
—Usted más que un sacerdote, parece un contador de fábulas —le había dicho Jael uno de aquellos días en que Don Miros entretenía a su tropa con pequeños relatos y transformaba a tanto hombre golpeado en tímidos muchachos que reían.
—La vida está hecha de fábulas, amigo mío —respondió el sacerdote, que tenía una sonrisa inhóspita a pesar de la afabilidad constante de su rostro–. Malo del hombre que así no lo comprenda ¿Cuántas veces tendrá que repetir su moraleja?
—Supongo que esa es la condición humana. El analfabetismo vital y vitalicio — replicó Jael y se alejó del grupo, porque entre Don Miros y él la empatía parecía imposible de concertar.
El sacerdote lo siguió con los ojos, distrayéndose momentáneamente de los demás milicianos que bromeaban.
Ya Irena le había comentado que el comandante Jael era un hombre difícil, de respuestas complejas y de actitud cínica, con el que era más que dificultoso simpatizar, porque él no lo permitía.
«No lo intente», había agregado Irena «Él levantará una barrera si lo hace. Debe esperar que él se acerque a usted».
A Don Miros la muchacha le pareció sabia e intuyó que hablaba por su propia experiencia.
—¡Tibor! ¡Binoculares!
Todos los hombres levantaron los ojos y el mocetón corrió con los prismáticos hasta su comandante, que observaba fijamente la línea entre el bosque y la planicie.
También él vio que algo se movía en un bloque disperso, como muchas partículas que fueran adentrándose en desorden hacia el manto de nieve.
Los demás milicianos tomaron sus armas y ocupa-ron sus puestos, tratando de enfocar en la distancia esa nueva incursión del enemigo.
—Parecen animales desde aquí —murmuró el sacerdote—. Ciervos tal vez.
Jael retiró los binoculares de sus ojos.
Una vaporosa máscara de aliento le envolvía los gestos que no hizo cuando apoyó su mirada sobre toda la tropa en posición.
Le extendió los prismáticos a Tibor y el muchacho enfocó nuevamente aquella mínima marea que avanzaba como un confuso éxodo de hormigas.
—¿Son personas? —se preguntó el joven— ¿Soldados?
—Marchan muy desordenados para ser una patrulla. Desertores quizás. De cualquier modo, aún están muy lejos. Hay que dejar que las minas hagan lo suyo. Nos encargaremos sólo si alguno sobrepasa la línea de minas.
—¿Y si no fueran soldados, comandante?—quiso saber Don Miros—¿Si fueran personas…civiles solamente?
—Mala suerte.
El sacerdote se evitó las muecas y solamente extendió la mano hacia Tibor, con un susurrado «¿me permites ver?», que el muchacho acató luego de un gesto afirmativo de su comandante.
—En cuanto estallen las primeras, entenderán que no se puede pasar –aclaró Jael, echándose aliento en las manos heladas que el frío le entumecía hasta hacerle perder la sensación de tenerlas.
Las sacudió varias veces, tratando de recuperar la movilidad que el agarrotamiento entorpecía y tomó su lugar frente a la nueva contingencia.
—Haga usted de vigía, iepiskop. Espero que no se impresione cuando vea volar tanto pedazo.
—No soy obispo, comandante —aclaró dulcemente el sacerdote, sin dejar de mirar lo que miraba.
—Igual están muy lejos. Se va a ahorrar el horror. No va a distinguir nada hasta que lleguen a las líneas antitanques —siguió diciéndole el comandante, sin mirar a Don Miros, con un tono metódico de pocas inflexiones—. Ya habrán volado varios para entonces… así que dejarán de avanzar.
En los ojos del sacerdote, las figuras sobre la nieve parecían ya zorros, ya conejos. Mínimas manchas oscuras, por momentos visibles o invisibles.
El sonido rotundo y explosivo se propagó vibrante por el aire, al tiempo que la nieve se elevaba de forma repentina, igual que un resoplido blanco desde lo más profundo de la tierra.
—Empezó el show —comentó el comandante y todos los hombres fijaron sus ojos en las miras y apuntaron al grupo, mientras desde los bosques se alzaban chillando los pájaros, en círculos.
Una segunda explosión se propagó como un temblor de tierra.
—Comandante… creo que tiene que ver esto —farfulló el sacerdote que observaba el decurso espantoso de los hechos, con un gesto alelado.
Jael extendió una mano y recibió los prismáticos, sonriendo mordaz con un mal pensamiento en la sonrisa sobre la curiosidad del sacerdote.
Las manchas corrían ahora, desbandadas.
Perdida en la manta nivosa, una estampida de pequeños muñequitos oscuros corría hacia adelante, como si el viento despetalara una flor seca.
Hubo más estallidos y más nieve, mientras los milicianos fijaban intensamente en sus miras al objetivo que corría hacia ellos, en una desquiciada e imposible empresa.
—Son civiles —aventuró alguien, entre el resto que observaba el desorden del avance.
—Son niños. Maldición… maldición… No puede ser. Son niños.
Hubo un enorme silencio entre la tropa. Un silencio invencible en los fusiles, en las nubes de aliento y en la escarcha, luego de los dichos de Jael.
El comandante bajó los prismáticos como sus hombres bajaron las armas.
Permanecieron todos mirando hacia adelante, donde seguían estallando minas que sembraban de sangre la nieve removida.
Pese a que el sonido alrededor es caótico, en sus oídos parece que solo cupiera el silencio y es en ese silencio destemplado y total que sus ojos recorren la masacre.
Está detenido en el mismo punto en el que se detuvo al ingresar saltando los escombros y aunque todo se mueve a su alrededor vertiginosamente, entre los que corren dentro del mismo sitio, los que escapan de él, los que entran a ayudar y los que gritan desesperadamente, en el interior del Noveno todo ocurre en ese silencio inamovible, como si la visión lo hubiese ensordecido y solamente se le permitiera estar ahí, mirando absorto.
Ya ha visto aquella escena tantas veces que su percepción debería registrarla como algo normal, algo conocido, ya aprendido y ya asimilado en toda su atrocidad. Sin embargo, esa petrificación que sufre, a veces le ocurre y a veces no le ocurre. Dura un tiempo que él nunca ha conseguido dimensionar.
Por todas partes hay pedazos de niños. Muchos pedazos de niños. También hay otros niños ensangrentados, que mueren lentamente con las vísceras fuera de sus cuerpos pequeños, se desangran sin sus piernas o sin sus brazos, se arrastran por el polvo como trozos en cal y carmesí.
Alguien dice su nombre a gritos. «Iorân…Iroân…», pero aquel nombre no consigue perforar el silencio. Parece solo un eco en su cabeza. Una réplica de algo que es apenas eso, un sonido que no existe más que en su imaginación.
Alguien que entra o sale del lugar lo golpea en su apresuramiento y lo descoloca de su inmovilidad, como si aquel roce brusco solo tuviera por fin devolver a sus oídos, en sonido, la espantosa resonancia de la muerte.
Ve a Omar que le hace señas.
Recién entonces su cuerpo le responde y se hace dúctil para enfrentar la ayuda ante el desastre.
Entre Omar y él está el cuerpo de un niño moribundo. El destrozo en el cuerpo es inimaginable, como inimaginable debe ser el dolor. Y el niño allí, entre ellos, con su cuerpo hecho trizas, que no quiere morir y al que es imposible rearmar, mientras los dos hombres a su lado se miran la mirada.
El Noveno, entonces, extiende la mano y la coloca sobre la boca y la nariz del niño.
—Ve a ayudar a otro —le ordena a Omar.
Mientras el médico se incorpora, lo que queda del niño se agita en un espasmo y al fin se queda quieto.
Fui un niño con muchos amigos y con una familia que le quería, unos padres amantísimos, la combinación ideal de compromiso con la paternidad y de libertad en la elecciones que afectarían a mi vida futura. Al último psicólogo que visité estuve a punto de mandarlo a freír espárragos, me contuve porque anteriormente, en la adolescencia, otro tipejo de su gremio me enseñó a controlar la ira, maldito hijo de puta, he tardado décadas en volver a dar rienda suelta a mi espíritu combativo. Es decir, y ojalá me lea el estúpido psicólogo que visité hace un par de semanas, no tengo nada que reprochar a mis padres, nada de nada. Este carácter inaguantable y estas depresiones cuasi agónicas son culpa mía, este echar mierda al mundo no es porque el mundo lo merezca, que también, es porque necesito una vía de escape.
—Eres escritor, escribe y desfógate— me lo dicen a menudo y no les mando a tomar por culo. Tienen razón, incluso en ocasiones me ha servido el consejo, incluso he superado una de mis depresiones cíclicas escribiendo. Pero no es suficiente. Necesito más. Necesito arremeter contra los mensajes de paz, la caridad, el deporte limpio, la buena educación y, sobre todo, contra el exceso de amor.
Hemos de analizar la problemática del exceso de amor desde un punto de vista sensato y crítico, pero voy a usar el mío que es el que tengo a mano, a quien no le guste que cierre el libro y se vaya a cagar. Allí, en el trono, puede leer la lista de componentes del champú, el prospecto de la crema anti hemorroides o mejor todavía, algún pseudosoneto de los que se encuentran por internet con las mismas dosis de métrica y lírica que el L’Oreal para cabellos delicados: Dietanolamina de coco, lauril Sulfato de Sodio, lauril Éter Sulfato de Sodio, flores de caléndula y camomila.
Mi familia materna me quería. Aún más, me amaba incondicionalmente. Mi familia paterna también me quería, pero no es el lugar para hablar de ella porque La Familia es un asunto de y sobre mujeres, los hombres somos la comparsa escasa que acompaña y, alguna vez, ejecuta bajo mandato, la planificación.
Cuando era pequeño y mis padres me abandonaban a mi suerte en el pueblo era bajo petición expresa mía que, como zagal inconsciente, campaba de terreno amigo a terreno enemigo con una sonrisa y la mente libre de prejuicios.
En esos años, en Oncina, el número de habitantes permanentes no sumaba dos centenas y los Prieto éramos más de una docena. Las Prieto mejor dicho, apretadas y rudas, pero tensas y flexibles como una vara verde. Debería haberse impreso un manual para permanecer con honra en la familia:
Las Prieto no tenemos deudas. Las Prieto somos unas santas. Las Prieto trabajamos nuestra tierra. Las Prieto se defienden juntas.
Cuatro consignas resumidas en una: Con las Prieto no se mete nadie.
Por supuesto que esta era la imagen que se daba al exterior y que, entre ellas, los celos, los malentendidos, los cotilleos y las disputas por quítame allá esas pajas eran el pan de cada día.
Mi abuela, María Sagrario Prieto Prieto, es la sexta y última de las hermanas y la única de ellas que tuvo descendencia. Parió dos hijas: mi madre, María del Carmen Pérez Prieto, y mi tía, Rosario Pérez Prieto. Las hermanas de Sagrario y, por tanto, mis futuras tías abuelas, nunca engendraron descendientes. Tuvieron mala suerte, o maridos estériles, o perdieron sus bebés, o fueron viudas prematuras, o solteronas en una época en la que tener un hijo sin pasar por la vicaría era pecado mortal, una desgracia que a las Prieto no les sucedería nunca.
Mi abuelo, Juan Pérez, fue un buen hombre inmerso en una marabunta de mujeres pugnando por el mando. Supo nadar y guardar la ropa, que ya es mucho en su situación. Mi abuela le cuidaba y le cuidaba bien, él curraba de albañil, llegaba molido al hogar tras su jornada laboral y cenaba a mesa puesta. Así transcurrieron sus días hasta la jubilación, cuando ya tuvo tiempo libre para mirar el fútbol y los toros en su pequeño televisor. A Juan no le agradaba discutir y si, en ciertas ocasiones, le sacaron de quicio sus cuñadas, apenas se notó. En un modelo de familia matriarcal los hombres de fuera se acoplan sin meter ruido o son repudiados. Juan se enamoró de Sagrario y sobrevivió.
Del carácter de las Prieto es buena muestra mi abuela, obediente y hacendosa en los quehaceres del campo, la más callada y menos caprichosa de las hermanas. Una tarde todas las mujeres del pueblo trillaban en las praderas cuando un grupillo de mozalbetes saludó con educación; Desio, el novio de la Ivana; Rubo, el prometido de la Casilda; el Fulgen y Juan, que acababa de asentarse en Fresno, el pueblo vecino. Cuchichearon las mozas mientras los mozos continuaban su camino.
—Este es para mí —dijo Sagrario y, como lo pidió antes que ninguna, el resto de Prietos asintió. Y, como eran las Prieto, las demás bajaron la cabeza y cesaron los chismorreos.
Yo también fui el primogénito, igual que lo fue mi madre. En una familia de Prietas nacía el primer varón después de cincuenta años. Con las antiguas leyes se heredaban los apellidos paternos y el Prieto está tan lejos que no aparece en mi documento de identidad. Pero yo soy un Prieto: no debo nada a nadie, soy estricto, trabajo lo mío y me defiendo. Me llamaron Sergio, pero para mis tías pude ser Sergio el Deseado, el Anhelado, el Heredero, el Ojito Derecho. En definitiva, Sergio el Primero de los Nuestros.
Y ahora, explicadme quién tiene cojones para gestionar tanto amor. Yo hubiera precisado de unos ovarios para adaptarme mejor.
¿Podía existir una frase más perversa en labios de una boca amada?
Miré a Ramiro con todo el odio que pude encontrar desparramado en los rinconcitos de odiar. Me metí también en otros rinconcitos, tratando de encontrar rabias antiguas que me hubiera provocado su desagradable manera de no darme el gusto más sencillo.
—¿No vas a bailar conmigo? —pregunté otra vez, mientras él se dedicaba puntillosamente a hacer crujir las clavijas de madera de su violín “de autor” y afinar las cuerdas diciéndole a cada rato al pa el nombre de la nota que tenía él que pulsar en la guitarra.
Alrededor, parecía que se había soltado un camoatí. Eran tantas las chinitas de mi edad que se arremolinaban como de lejos, pero en un círculo que se iba apretando a pesar del ejercicio del disimulo, para ver al “violinisto” de más cerca, que ya faltaba el aire.
—¿Qué no oyó lo que le han contestado? El que toca nunca baila.
Yo miré, desplazando el odio, al que bailaba y tocaba como el que más, aunque el pa no me concedió más que esas palabras, entre orden y reproche, ya que la ceremonia de afinar los instrumentos no solamente es un hecho sacrosanto sino que todo el espectáculo depende de que sea hecha a conciencia.
Primer hecho destructivo.
¿Cómo me iba a enamorar de un tipo que no baila y que encima, se sube a un escenario para ser codiciado por las solteras, casaderas y de las otras, que pululan con sus sonrisas y sus hormonas como si fueran moscas delante de una olla de arrope de tuna?
—¿Y qué se supone que haga en un baile en el que todos bailan?
—Se queda ahí sentada, como corresponde, mientras su novio ameniza.
Visto para sentencia. De pronto me hice de un novio del que todavía no me había enterado y de un recato del que tampoco me había enterado.
—Pero dejala en paz, Blas…Si la mocosa quiere bailar ¿qué te hacés el guardabosques, che?
Refusilaba el aire, cuando el pa desvió los ojos hacia la voz llena de sorna y de reproche, que le acaba de menoscabar su celebérrima autoridad patricia.
—A tus cosas, Alcides. No le des rienda que está bien así —ordenó, muy creído de que su papel de señor de horca y cuchillo se extendía a todas las almas circunvecinas.
El Awqa soltó un rechifle entre los dientes. Tenía uno de los incisivos superiores roto en chanfle, lo que le daba un aspecto maligno a su sonrisa gansteril.
—Para hacerla sufrir deseando, la hubieras dejado en las casas —replicó, molesto por la contestación del pa, que había terminado de afinar y ya se iba con “mi novio” detrás, según sus propias palabras “a amenizar la fiesta”.
Yo les hice muchas morisquetas de rabia a sus espaldas.
Ramiro ya había demostrado que los celos y las escenas que ellos traen consigo, eran su fuerte. Le cuchicheaba todo el día al pa sobre que yo esto y yo lo otro. A mí me lo había contado Carozo y algún otro de mis amigos, siempre mudos, pero con orejas elefantiásicas para captar detalles y chimentos.
Conmigo también había querido intervenir su celosía, pero yo tenía esa naturaleza indócil de los libérrimos y lo que me entraba por un oído, tenía vuelo directo y sin escalas hacia la salida por el otro, si en el medio mi cerebro leía el mensaje como un despropósito.
Él, igualmente, se había tomado mucho más en serio que yo el asunto del “novio” en el que el pa insistía, como si hubiera sido esa una encomienda de mi abuela —igualita a la que le había hecho a mi abuelo— de conseguirme un turco con buen pasar para casarme.
Ramiro, apenas cumplía a medias lo de turco y yo no tenía en vista casarme, en ese entonces, —bien que hubiera hecho— más allá de lo que toda adolescente de esa edad ve como algo a cumplirse en un futuro.
¿Qué significaba un novio por ahí?
Un compromiso, un ancla, un par de esposas sujetas a la hornalla de la cocina y al despensero de guardar la escoba. No más que eso. Significaba decencia y sumisión. Un hombre protegiendo a una mujer pacífica que le diera hijos fuertes y cocinara rico. Casi como el destino de La Cheche, otra que el pa había casado casi de prepo con Tatón, “porque ya estaba en edad”.
Y eso que el pa era un adelantado, que quería que todos estudiaran porque “el conocimiento te hace libre”, y estaba bastante lejano en sus ideas a esas vetusteces feudales de “casar bien” a las mujeres para asegurarles un porvenir, como si la mujer por sí misma fuera una inútil incapaz de asegurárselo sola.
Pruebas sobraban alrededor. Las mujeres campesinas eran el primer frente de lucha, valerosas, incansables, heroicas hasta el extremismo. Solas, abandonadas por maridos que las llenaban de hijos y partían a un conchabo redituable o se alejaban a las ciudades grandes desde las que nunca volvían a llamarlas como compañía, hacían frente a todo sin hombre y a la intemperie de esa tierra árida y mallevada para con el humano.
Pruebas sobraban. Bastaba que el pa mirara a mi mamá.
Ellos arrancaron con la música y el patio de tierra se llenó de polleras y zapateos.
Hasta La Cheche se fue a bailar con Tatón, así que yo me quedé con Carozo, al que seguro me había plantado el pa para que me hiciera de guardia cuando sus ojos vigilantes salieran de sobre mí, no fuera que dejara yo mal parado a mi “novio” con alguna casquivanez de esas de salir a bailar una chacarera como el resto de la gente que estaba ahí solamente para eso. Las fiestas eran pocas, la vida larga, el paisaje inmóvil, el clima una plancha de hierro sobre las cabezas de los hombres y la pobreza un hábito, así que en esas ocasiones de alegría, aparecía gente de todos los rumbos, congregada a las fiestas, casi como a la misa. Llegaban con sus ropas “de domingo”, pulcros, almidonados, engalanados hasta los sulkys, con banderitas argentinas y cintas de colores.
Había chivo a la estaca, mucho vino en damajuana que se enfriaba en un pozo cavado en la tierra y cubierto con lonas, empanadas, pasteles, churrascos.
Eran fiestas grandes, populares, brillosas.
Yo le veía los ojitos a Carozo. La cara entera le bailaba al compás de la música y pegaba saltitos en la silla, como si le hubieran encajado un resorte con timer, que disparaba cada varios segundos. Se le iban los pies bailando hacia la pista, aunque el cuerpo se quedara obstinado en la silla. Me imaginé que se le iban a hacer muy laaaaargas las piernas e iban a provocar tropezones por ir a bailar solas, sin cuerpo que hiciera bulto.
—Bailá conmigo —le dije, porque a mí me pasaba lo mismo que a él.
—Nuuuuuuuuuu… que después el don Blas…
—Hay tanta gente que no nos van a ver… Dale, bailá conmigo. —Nuuuuuuuu…vos me quieres hacer difunto sin que haya chacarereado apenas… Nuuuu, que el don Blas… Nuuuu…
—Entonces andá vos. Para planchar ya estoy yo. Andá, que está la Egidia allá… ¿la ves?. .No te para de hacer ojitos.
Claro que la había visto. Toda fru-fru de pollera nueva y agua de colonia, le había dicho un: Buen día, Ferreira, tan querendón y mimoso, que a Carozo le dio tos.
Se puso coloradísimo debajo del marrón suave de su piel —como si hubiera pasado largo rato preparando fuego y tuviera las mejillas arrebatadas— y había arrugado la boina hasta volverla un pañuelo, susurrando un: Buen día, Egidia… que se licuó en suspiros y vergüenza. Lo que le faltaba al pobre: que el mandón de don Blas lo encadenara a custodiar mi virtud. Menudo Cancerbero de peluche.
—Pero vos te quedas…Yo voy y regreso ahorita… que no quiero que la Egidia piense que me estoy haciendo el rogado. —Pero sí, nene…andá. Por una vez que la ves.
No terminé de hablar, que ya Carozo había desaparecido como por arte de magia.
Como no había demasiado qué hacer, me serví un vaso del vino que todos los bailarines de mi mesa habían abandonado a mi merced.
La copa vacía que surgió de repente frente al pico del pingüinito de litro que nos habían surtido desde el mostrador, me hizo levantar los ojos.
Serví en silencio, mirando como ya se acomodaban todos para “la segunda”.
El Awqa no se sentó. De pie y mirando lo que yo miraba, se llevó el vaso a los labios, y mis ojos se distrajeron momentáneamente en ver el movimiento de su Nuez de Adán al tragar.
—Vamos —me dijo. La copa hizo tac, cuando la dejó sobre la mesa como si pusiera un sello.
Vamos implicaba el resto de la frase “a bailar”.
Yo vi la misma mano de la copa, ahora extendida hacia mí. Me hice chúcara, un poco por el desconcierto de que El Awqa decidiera de manera tan frontal contrariar lo dispuesto por el pa y otro poco porque no pensé que el huraño bailara.
Era tan huraño para todo, que no había alcanzado a imaginarme que supiera bailar.
—El pa se va a enojar.
Me salió un recato de —la verdad— no sé dónde. Un recato raro, temeroso, en guardia. Y lo vi sonreír con su sonrisa rota, extraña, de diablito peludo. Le chispeaban los ojos como dos fuegos tiesos, cuando volvió a chistar, desestimando mi reticencia.
—¿Conmigo? No se anima —susurró, creído y perverso, altanero y convencido de un poder que le emanaba casi por mandato divino.
Zupay en persona me invitaba, maligno, seductor, omnipotente. Y yo ahí, entre endiablada y petrificada, pensando si obedecía a mis impulsos salvajes o a mi decente instinto de conservarme a salvo (ahora más de él que de la ira del pa).
Como no me decidía, me agarró de un brazo y me arrastró para la segunda chacarera o la tercera y era un gato. No sé. Me obnubiló esa forma impositiva y desafiante, casi violenta, con que me plantó en la pista como un poste.
De ahí en más, bailamos.
Yo, de tanto asistir a ese tipo de fiestas, ya sabía cuando la música estaba por cortar para dar espacio al alimento y a la bebida.
Casi la Cenicienta —ya que en el gentío era complicado distinguirme— en cuanto escuché el anuncio de que en el despacho había tal y tal cosa para agasajo de los paladares, me evaporé emulando al Carozo de un rato antes y volví a materializarme en la silla, aunque el pecho me saltaba hasta la garganta, de tanto que habíamos bailado. Ahogué el tumulto en vino, tratando de asentar de nuevo el sofoco en mi cuerpo y que no se notara mi espíritu libre y danzarín.
El Awqa vino detrás de mí, sereno, diplomado en audacia y se sentó a la mesa, estirando las piernas y estirándose él, como si llevara mucho tiempo en esa posición repantigada y observadora del centro de danzantes. Parecía, todo lánguido y largo como una lampalagua, un tasador de feria.
¿Qué fue lo que dijo el pa?
—¿Adónde es que se ha ido Carozo?
— A bailar, pa…Una vez que se cita con la Egidia, me lo vas a atar al tobillo, pobre Carocito.
—Pero si es que le he dicho…
El Awqa alzó los ojos que tenía entornados. Alzó los ojos, sin descruzar los brazos cruzados sobre el pecho y como si el cuerpo siguiera ese movimiento evolutivo de su mirada, se enderezó en la silla.
—¿Estoy pintado yo?
Con eso quiso decir, o más bien dijo, que Carozo se podía ir tranquilo, que para “cuidarme” se había quedado él.
El pa sonrió, mirando a Ramiro que insistía en acomodarme las puntitas del cabello de una manera que le gustara a él y que mi mano, rápidamente, regresaba a la manera que me gustaba a mí.
—¿Te está cuidando El Awqa, chinita? —me preguntó el pa— Ojito…que es un bicho rapidón para el pique.
—Quiero aprender a bailar zamba ¿La dejás que me enseñe y de paso la cuido de que le enseñe a otro? No te vas a enojar ¿no Ramiro?.. Queda todo en familia.
La voz del Awqa tenía una serenidad de escalofrío.
—Bueno…si es por ái —masculló el pa y se dedicó a las empanadas que La Cheche y Tatón acababan de traer humeando desde el horno de barro.
El Awqa no hizo un solo gesto. Volvió a estirarse en la silla, desparramándose como licuado y entrecerrando los ojos hasta que regresó la música.
Conozco a muchas pibas que se funden el sueldo en tacones y bolsos. Los compran como si fueran Chupa Chups a sabiendas de los malabares que tendrán que hacer para llegar a fin de mes. Mi mujer también fue una de esas consumidoras compulsivas. Compraba zapatos a juego con las carteras a punta de pala, pese a saber que me eran indiferentes.
Me daba igual si iba a la compra descalza. Me gustan las mujeres por lo que hay oculto en su corazón.
En cuanto a los bolsos, no dejo de reconocer que tienen su punto funcional. Cuando vas de copas con tu mujer, por ejemplo. Ese mismo bolso en el que te andabas cagando por su desorbitado precio se convierte en tu salvador cuando le pides que te guarde el tabaco, la billetera, las gafas de sol…
En ocasiones, el bolso de tu compañera te libera de una multa por posesión de estupefacientes: «Mierda, un control policial». Entonces le pides a tu mujer que te guarde en su bolso la metralla que llevas encima.
Por supuesto que ella me cumplía, ambos sabíamos que los agentes no iban a registrar el bolso de una señora de buena posición.
A ratos, yo también practicaba la compra compulsiva, aunque no eran objetos tan chachis como un bolso de Carolina Herrera. Eran, según mi mujer, «más mierda inútil».
Solo una vez, en Navidad, compré algo que nos puso de acuerdo: un karaoke. Lo usábamos en Nochebuena, por San Esteban… y otras fechas señaladas. Para evitar enfados entre los participantes propuse algunas pautas con las que ella estuvo de acuerdo. Tuvimos cantantes de oído cuadrado a los que soportó con un estoicismo de Grammy.
Giubi, por ejemplo, es un excelente bailarín, pero para cantar no lo llames. Mi colega no afina, rebuzna.
Sentí más la presencia del verdadero amor en el último año que pasé junto a mi mujer que en los veintiséis que llevábamos de matrimonio. En esa última etapa ya no estábamos casados ni usábamos el karaoke. Tras el ictus mi esposa perdió los rudimentos del lenguaje, pero no a su compañero de vida. La amaba aunque fuera totalmente dependiente de mí y aunque hubiera convertido mis días pasados en un infierno.
Era una gran verdad que aunque me esforzara en hacerle la vida más fácil ella no recuperaría lo perdido. Su degradación mental y física era una realidad que yo solo podía combatir fabricando nuevos recuerdos.
Es cierto que no hablaba, como también es cierto que al cabo de los meses de producirse el incidente recuperó algunas palabras. No le valían una mierda para hacer una sesión de karaoke –no podía construir una frase por sencilla que fuera–, pero bastaban para comunicarnos: café, bebé para identificar a los hijos, agua, TV. Sol, decía sol, lluvia…, y ¡Juan!.
Fue una sorpresa descubrir que de entre toda la variedad lingüística, mi nombre había regresado a su memoria. Hecho curioso, en el pasado solo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba de bronca.
Encontrar el karaoke entre los trastos que guardo en el garaje me hizo rememorar la noche en que nos conocimos y en la que oí por primera vez a Camarón de la isla, una voz valiente en la manera de afrontar los preceptos del flamenco de finales de los ochenta.
Me enamoré de su voz, tanto como lo hice años más tarde de mi mujer. La conocí durante el intermedio de la jam session que había ido a escuchar en el café del teatro Central, en Sevilla. Ella era una de las participantes.
«¿Le importaría dejarme un papel de fumar?», le pregunté.
Minutos antes vi que se había liado un porro en la terraza, apartada del resto de músicos.
Ella me pasó un papelillo.
«Ha sido un ‘Love for sale increíble’», le dije refiriéndome al estándar con el que los músicos habían cerrado la primera parte de la jam y que ella había interpretado al piano.
Me dio además del papel, fuego. Mientras la miraba adentrarse nuevamente en el bar me di cuenta de que no sabía su nombre. Llegué con el concierto en marcha y ni siquiera miré el cartel publicitario de la entrada.
Más tarde, volvimos a encontrarnos en la salida del teatro. «Te acerco a casa», gritó ella desde el interior de su coche, gesto que acepté agradecido. Era la voz de Camarón de la isla la que sonaba en el reproductor.
Entonces no tenía manera de saber que ella sería en el futuro mi esposa ni que veintisiete años más tarde esparciría sus cenizas bajo el olivo del jardín de nuestra casa.
Desde que nos casamos, vivió inmersa en una guerra contra el tiempo. La diferencia de edad, veintidós años, nunca me molestó. A quien le hacía la puñeta era a ella, ya que perdía una hora cada mañana para disimular las arrugas con el maquillaje. Teñirse el cabello semanalmente para ocultar las canas o someterse a costosos tratamientos contra la celulitis.
Sí, la mujer que ya no compraba tintes de L’Oreal para el cabello ni podía usar el karaoke había envejecido milenios.
No caí en la cuenta de que la mujer que fue mi compañera durante un cuarto de siglo era ya una anciana que usaba, en lugar de tacones caros a juego con el bolso, deportivas con velcro.
Ya no era capaz de apañárselas con los cordones.
Isabel Reyes – España
El regreso
La muerte ha venido a visitarme varias veces. La primera, cuando mi padre volvió una noche por sorpresa y permaneció observándome en la puerta del dormitorio. Y vino para quedarse conmigo para siempre, cuando Miguel apareció de pronto en el salón, después de tantos años enterrado.
Hasta entonces, yo dudaba de mis ojos, de mis silencios y de mi propia sombra. Pese a la claridad de lo vivido, yo creía, -o al menos lo intentaba- que el miedo había provocado y dado forma a unas imágenes que sólo existían en el recuerdo. Pero, esa noche, la realidad se impuso a cualquier duda. Cuando Miguel abrió la puerta, yo estaba allí, sentada frente a la chimenea, despierta y desvelada igual que ahora, y al verle ni siquiera sentí miedo.
Pese a los años transcurridos apenas me costó reconocerle. Seguía igual que yo le recordaba cuando vivía. Y ahora, sentado en el sofá, inmóvil, parecía haber venido a demostrarme que era el tiempo, y no él, el que realmente estaba muerto.
Ambos permanecimos en silencio. Después de tanto tiempo separados, estábamos los dos frente a frente, sin atrevernos, pese a ello, a reanudar una conversación interrumpida bruscamente. Yo ni siquiera me atrevía a mirarle. Ni un solo instante dejé que me invadiera la sospecha de que había venido para velar mi propia muerte. Sólo al amanecer, cuando una tibia luz me despertó y comprobé que ya no estaba conmigo, un negro escalofrío me recorrió por vez primera al recordarme el calendario que aquella noche que se iba tras los árboles del parque, era la última noche de enero. La misma exactamente en que Miguel había muerto 25 años antes.
A partir de entonces volvió a hacerme compañía muchas veces. Llegaba siempre a medianoche cuando el sueño comenzaba a rendirme. Aparecía en el salón sin hacer ruido, sin pisadas, sin que las puertas de la calle ni el pasillo lo anunciasen. Pero yo sabía que Miguel se acercaba por los ladridos asustados de Boss. A veces, cuando la soledad era más fuerte que la noche, cuando el cansancio desbordaba los recuerdos, corría hacia la cama y me tapaba con las mantas, como una niña, para no tener que compartirlos con él.
Una noche, sin embargo, hacia las tres o cuatro de la mañana, un extraño murmullo me despertó de repente. Era una noche fría de finales de otoño y la lluvia cegaba, como ahora, la ventana. Al principio pensé que llegaba del exterior, que era el viento al arrastrar las hojas muertas. Pero en seguida me di cuenta de que estaba equivocada.
Procedía de algún sitio de la casa, como de voces cercanas, como si hubiera alguien hablando con Miguel. Permanecí inmóvil en la cama escuchando largo rato antes de levantarme. Boss había dejado de ladrar y su silencio me alarmaba más aún que ese extraño eco de palabras.
Cuando salí al pasillo el murmullo se detuvo de repente como si en el salón también me hubieran escuchado. Con Miguel sólo había sombras muertas, silenciosas, sentadas en corrillo que se volvieron a la vez a mirarme cuando abrí la puerta y en las que apenas me costó reconocer los rostros de todos los muertos de mi casa.
Durante segundos me quedé paralizada. Pensé que el corazón iba a estallarme y aterrada eché a correr hacia la calle con el perro. No me atrevía a volver junto a los míos. El miedo me arrastraba sin rumbo por callejas solitarias y me empujaba más allá de la noche y de la desesperación.
Esperé a que saliera el sol. El viento había cesado y una calma profunda se extendía por la ciudad. Boss me miraba en silencio tratando de entender, pero yo no podía decirle nada. Aunque entendiera mis palabras, no podría explicarle algo que ni yo misma alcanzaba a comprender. Quizás todo no hubiera sido más que un sueño, una turbia pesadilla nacida del insomnio y la soledad. O quizás no. Quizás lo que había visto y oído era real y las sombras negras seguían esperando a que volviera. Abrí la puerta. La casa estaba sola y por la ventana entraba la primera luz del día.
Pasaron varios meses sin que nada parecido ocurriese. Yo esperé cada noche atenta a cualquier ruido, temiendo que la puerta volviera a abrirse sola y Miguel apareciera frente a mí. Pero pasó el invierno sin que nada turbase la paz de mi corazón. Y así, cuando llegó la primavera, yo estaba segura de que nunca volvería porque jamás había existido más que en mi imaginación.
Pero volvió. De noche y por sorpresa. En medio de la lluvia. Se sentó en el sofá y se quedó mirándome en silencio igual que el primer día.
Desde entonces a hoy ha regresado muchas noches. A veces con mi padre. A veces rodeado de toda la familia. Durante mucho tiempo me escondí para no verles. Me resistí a aceptar su compañía. Pero siguieron acudiendo cada vez más a menudo, y al final, no tuve más remedio que resignarme a compartir con ellos mis recuerdos y mi hogar.
Ahora que presiento a la muerte rondando por mi cuarto, y mis ojos van tiñéndose de gris, incluso me consuela pensar que están ahí, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas.
Y de tanto huir le parecía pertenecer a mundos que desaparecían con solamente sacar el pie de ellos.
Había vivido en un montón de mundos que huían unos de los otros, como un complejo juego de escondidas. Mundos que se iban perdiendo en su memoria, escapando mientras se escapaba de algún otro mundo.
Alguna vez pensó que era de aire y que vivía subida en algo que no admitía la condición de enraizar más que en la valija que a veces tampoco se llevaba.
Ella terminó siendo su propia valija, que huía de la vida con los pocos recuerdos que podía meter dentro del pecho: Su abuela Catalina, que era ampulosa y feliz como una pajarera. Los sandwiches de queso cremoso de la tía Chichí, cuando en las huídas alguien se la olvidaba en esa casa como a un bulto que todos se niegan a portar. El aroma profundo del poleo y la menta en un atardecer lleno de verdes. El gesto serenísimo de la tía Elvina leyendo a Proust debajo de los sauces. La soledad recóndita. Los campos polvorientos del abuelo Bautista, tan infinitamente planetarios.
Era, al fin y al cabo, un bulto que manos apuradas iban dejando en diferentes oficinas que no lo recibían.
Hasta que apareció el Dueño del Paquete y lo reclamó como Cosa Muy Suya, a la que nadie, ni siquiera ella, podría volver a acceder, según le dijo cuando se casaron.
Pensó que se había olvidado la cara de su padre y no conseguía recordar la voz de su madre, cuando cargó a los dos hijos menores en el auto y huyó sin secarse la sangre de los golpes.
¿A qué mundo me escapo una vez más?
Como cuando escapaba con su madre de un inevitable momento político, en la valija, transportaba el miedo.
A los siete días de separarme de mi mujer me compré una botella de tequila. Recuerdo que era sábado y que yo deambulaba por la casa en bóxer como un fantasma, un fantasma que bebía a morros mientras lloraba.
Los niños y la asistenta me veían ir de un lado a otro, pero no me decían nada porque sabían que me encontraba en un estado de depresión profunda. Mi cuerpo y mis emociones reflejaban, prácticamente, los mismos síntomas que un toxicómano siente cuando el síndrome de abstinencia lo tiene pillado por los huevos.
Lo que te convierte en adicto no es la sustancia, actividad u objeto en cuestión, sino tu comportamiento ante su ausencia, la ausencia de mi mujer.
Sí, soy un adicto al amor. Pero no supe que lo era hasta que comencé mi proceso de divorcio. Abría y cerraba el día llorando por una hija de perra que me había maltratado psicológica y físicamente tanto a mis hijos como a mí.
Quedé muy descalabrado de esa relación en todos los frentes: el emocional, el físico y el financiero. Sufría ataques de pánico, alcoholismo, depresión, ansiedad, agorafobia, impotencia, recuerdos intrusivos, pérdida del control, arrebatos de ira, aislamiento, pensamientos suicidas, trastorno del sueño y pesadillas recurrentes en esos días en los que conseguía dormir, además de transfiguración de la realidad, insensibilidad ante los estímulos vitales y una profunda dificultad para mantener la atención; hecho que afectó considerablemente a mi carrera de escritor.
¿Se puede superar la dependencia emocional? Por supuesto que sí, pero primero has de reconocer que eres codependiente.
La dependencia emocional está catalogada a día de hoy por la psiquiatría moderna como adicción. Mi cuerpo es un libro abierto que atestigua todas las humillaciones que soporté durante veintisiete años: un navajazo en una pierna, rotura del radio, una cicatriz en el cráneo, dos dientes partidos por los que pagué un ojo de la cara al dentista que los devolvió a su estado original y una larga lista de marcas invisibles.
Esas son las más difíciles de calibrar ya que los sucesos que las acompañan me salen al paso sin que yo los llame y cuando esto sucede, por regla general, la herida vuelve a sangrar profusamente.
¿Tiene alguien idea de lo que es despertar en medio de la noche con un cuchillo de sushi en la garganta?
Existen muchos tipos de maltrato: el psicológico, el financiero, el físico, el sexual…Yo los soporte todos.
El maltrato está, a menudo, se asocia con las mujeres como víctimas, aunque todas las personas que hemos pasado por situaciones similares sabemos que el asunto no tiene estatus social, bandera o género.
Socialmente se juzga y condena a un hombre que no responde a un acto de tal índole con la misma moneda. Al parecer los que nos abstenemos de golpear somos menos hombres. Pero hay que ser muy hombre para mirarse ante el espejo y hacer el obligado recuento de los daños, mucho más que para ocultarlo. El gran aliado de la violencia conyugal es el silencio del cónyuge afectado. No solo sentía vergüenza de exponer mi calvario, sino que había desarrollado una simpatía hacia mi ex mujer que me llevaba a justificar su mal comportamiento.
Podría haberle soltado dos carajazos bien dados, y aquí paz y en el cielo gloria. Pero nunca lo hice por mi educación. Mi abuelo nos grabó a martillo, tanto a mí como a mis hermanos varones, Rafa y Yeyo, que el hombre que le levantaba la mano a una mujer no era nunca más un hombre. «La violencia es un camino sin retorno», solía decirnos. Pese a ello, confieso que alguna vez la abofeteé para llamarla a capítulo.
No, no podía responder a sus ataques con un contraataque efectivo, pero tampoco era capaz de apartarla de mi vida. Mi matrimonio era peor que formar parte del reparto de actores del film A Nightmare on Elm Street en versión vida real.
La historia era siempre la misma. Ella montaba un pollo, yo la echaba de casa. Luego de unas semanas ella regresaba, me pedía perdón y yo la dejaba entrar, una vez más, en mi reino. A veces se presentaba en el colegio de los niños y les pedía envuelta en sus lágrimas de cocodrila trágica que intercedieran por ella. Entonces los niños hacían de mediadores, también envueltos en lágrimas, solo que las de los niños no eran falsas.
Tantas noches llegué a hacerme la pregunta de por qué me sentía imposibilitado de romper aquel círculo cíclico de broncas y perdones que la vida me trajo de vuelta la respuesta: «Apriétate el cinturón, guaperas. Dependes emocionalmente de una psicópata».
Los psicópatas tienen un comportamiento similar al de un pitbull. Una vez pillan a la presa se resisten a abrir las fauces y como suele ocurrir con las perras suelen ser más agresivas y territoriales que los machos, y es una realidad clínicamente probada que los dependientes emocionales respondemos a una jerarquía de mando. El alfa es quien gobierna y yo no he sido jamás alfa de nada. Yo representaba en aquel guirigay monumental el papel de perro, también. Aunque mi fuerza física era superior mi cerebro interpretaba que la cadena de mando era inviolable.
Como dependiente emocional tenía auténticos problemas para lidiar con los espacios vacíos. Vivir sin mi ración diaria de sexo era un infierno. Ni siquiera era capaz ya de masturbarme porque me hacía sentir más terriblemente solo aún. Me tiraba todo el día colocado en una especie de trance provocado por el hachís la marihuana y el alcohol que anestesiaba por completo mi sensibilidad.
No me divorcié por voluntad propia, pero todo círculo se cierra cuando Dios le asigna a uno escuderos poderosos. Marie, nuestra Marie, nos sentó en la cocina de casa una mañana y le pidió a su madre que se marchara a Londres. Tanto mis hijos como mi asistenta estaban hasta el moño de las manipulaciones y de las malas pulgas de la señora.
Me llevó tres años divorciarme, fue laborioso. Cada vez que mi abogada presentaba el preacuerdo mi mujer se declaraba en desacuerdo y vuelta a empezar. A excepción de la casa familiar a mi nombre le permití quedarse con todo lo que me exigía con tal que me dejara en paz, cuenta bancaria incluida.
Aun así, no era suficiente para ella. Chapeadora profesional al fin, intentó quedarse con la custodia total del niño. No por amor de madre, sino porque vivir con el niño le permitiría mantenerse en contacto conmigo.
Por supuesto que peleé por quedármelo con uñas y dientes. A mí había que matarme para que lo entregara a cambio de mi libertad. Pero no estaba en mis planes permitir tal cosa, ya ni siquiera porque el niño me hubiera suplicado quedarse conmigo. Sé perfectamente que mi hijo y yo tenemos el mismo monstruo del armario: nuestras madres.
Como suele ocurrir en las tragedias familiares irresueltas, Dios solo cambia el escenario y el atrezzo, los personajes y el trasfondo de la escena a interpretar son los mismos: el maltrato.
Detrás de una de las cabeceras de la cancha de vóley, estaba el edificio con las aulas y, detrás de la otra cabecera, la cantina. Con la cantina de frente, podías ver, a la derecha un muro que iba hasta llegar a la escalera por la que subíamos a las aulas. A la izquierda, algo del patio de recreo, por el que se accedía a las escaleras que llevaban al vestuario. Sabíamos que no debíamos ir a los vestuarios salvo en los días de fútbol, cuando nos juntábamos por lo menos dos o tres cursos para jugar algún partido del calendario.
Nunca fui un rebelde sin causa, conviene decirlo, pero sí, siempre me gustó experimentar cosas, probar distintas maneras de hacer algo, aunque jamás tuve en mí el menor deseo de violar reglas sólo por joder. Por ejemplo, primero logré cambiar la misa de las 13:30 para las 17:00 porque se hacía más soportable al evitar la hora de más calor de la siesta, y luego pude eliminar su obligatoriedad al reemplazarla por charlas vocacionales que venían a darnos algunos profesionales. Ahí tenías a un abogado, o a un ingeniero contándonos de qué se trataba su trabajo, como para que supiéramos algo.
Por otro lado, debo confesar que siempre tuve problemas con mis superiores si estos no me despertaban admiración. Y digo admiración y no respeto, sabiendo bien qué estoy diciendo. Creo que nunca he respetado a nadie, aunque sí he valorado en todo lo posible a cualquier ser humano que se me cruzó enfrente. Ahora, si un superior no es gigantescamente superior no lo puedo tratar como tal y entonces, en lugar de admirable, me parece despreciable, y al ladito del desprecio, me nacen, incontenibles, las ganas de burlarme, de joderlo adrede para que sepa quién es el guacho de la manada.
Supongo que acabé de joder al padre Brítez cuando logré que –no bien terminado el segundo mes lectivo– me exoneraran de las tediosas clases de religión. Yo venía jugadísimo desde el primer curso, cuando el padre Venancio me escogió como a su favorito y me entrenó en la biografía de los santos, en la simbología oculta de los textos bíblicos y en los misterios del sacerdocio. Yo era un animal de misa y comunión diaria y mi único pecado era, quizás, decir palabrotas. Me fascinaba ser cristiano y me imagino que el padre Venancio esperaba que yo llegue a ser sacerdote.
Cinco años después, con el padre Venancio en Roma, Brítez era el que mandaba. Yo ya sabía, entonces, que nada como un profesor imbécil para domesticar el carácter de un alumno como yo. Sin embargo, en la otra mano, había profesores que darían pena si analizáramos su erudición, pero que tenían una humanidad, un don de gentes severo y gentil, que me desarmaban. El de sicología era tan flojo, el pobre, que si no fuese por mí, no hubiera podido dar. Algo similar ocurría con la profe de Sociales. A Brítez le dolía que yo dominase ciertos quilombos, estaba muy claro.
De repente fue por eso, justamente, que intuitivamente pillé que me tenía rabia y decidí cagarlo. Las notas iban del uno al cinco, uno: aplazado; dos: aceptable; tres: bueno; cuatro: muy bueno; cinco: excelente. Mi nota más baja era 4, en inglés. En todas las demás, religión entre ellas, a puros 5. Yo sabía –como se saben esas cosas que no pueden demostrarse– que Brítez iba a hacer lo que tuviese que hacer para que yo no alcance el 5 en religión. Fue por eso, ahora que lo empiezo a ver, por vanidad y por odiador de injusticias que lo cagué.
Le comencé a estropear las clases de religión mostrándole que su Biblia, la de Reina Valera, era una patada en los huevos, y que con la de Jerusalén el discurso sería más fácil de entender, aunque mucho más difícil de explicar. El golpe de gracia se lo dí después, cuando me burlé de Pablo, tratándolo de posible homosexual al que le faltaron huevos para declararse un puto cualquiera, o por lo menos un misógino al uso, y que me demuestre lo contrario, «si podés, hermano en Cristo». En el consejo de profesores decidieron ya no tenía que pasar clases de religión.
Como sea, yo sabía que no debía bajar por las escaleras hasta el vestuario, al tiempo que sentía que debía hacerlo. La gente como yo sabe que muchas veces las cosas están decididas desde mucho antes, de lo contrario, ¿cómo explicar a Vivaldi y a Richter, a Tolstói y a Cortázar? Así que pasé por el costado de la cantina y bajé la primera y la segunda escalera hasta dar con el vestuario. Estaba vacío, olía a azulejos con lavandina, a humedad limitada, a frescor deportivo. Y escuché, como un rumor, el sonido del agua corriendo por uno de los mingitorios.
Apenas me acerqué para cerrar la llave sentí la tenaza en mi nuca que estrelló mi frente contra la pared de azulejos blancos y una mano hábil, hijoputezca, tomando mi muñeca izquierda para llevarla hasta mi espalda. Un dolor físico, puro, que no conocía, se instaló en mi hombro izquierdo, mientras mi frente primero, mis pómulos después, le aceptaban su realidad de muro a los azulejos. Quien me sometía no era otro que Britez. El aroma a menta que salía de su boca jadeante lo delataba y me encumbraba, porque en mi aliento había tabaco, como oposición necesaria, quizás hasta justa.
Apalanqué mi empeine zurdo detrás del talón de su pierna izquierda y me tiré hacia atrás. Entonces él, desparramado y medio mareado –puede que al golpearse la cabeza por no soltarme– se quedó debajo, con el día boca arriba y mis ojos mirando por una milésima de segundo el terror que le ganaba la mirada. Estrellé mi puño derecho en un gancho debajo de su oreja izquierda y mi puño izquierdo contra el lado derecho de su quijada, por comenzar racionalmente. Golpeé su cráneo con mis puños muchas veces, desde el rencor hasta la calma. Desde el ruido hasta mi nombre.
Mamá era buena pero sobre todo correcta. Con ella nunca me faltaba nada, me llevaba bien vestida y calzaba buenos zapatos; ella tenía obsesión con el calzado, siempre impoluto, preciso, casi ortopédico. Con respecto a la alimentación también era muy determinante: comida sana y equilibrada y azúcares los justos, que eran las galletas y el Colacao del desayuno y algún caramelo ocasional. Para con mis estudios era firme, sin agobiarme pero al acecho; reconozco que a veces lo necesitaba. Yo siempre iba con permiso de mamá. La quería
La tía Paula era su antítesis. Era de las que si no combinaban rayas con cuadros qué más da, la de la broma espontánea, sonrisa abierta y la que me enseñó chulería. Cuando ella me hablaba me desinhibía. Ella era como el polvo de talco en el zapato que aprieta, la bienvenida a la frescura y quien me enseñó a salir del molde para encontrar mi forma. La mejor hermana que podía tener mi madre porque me mostraba y me hablaba de todo lo que mi madre no me decía y además, sentía que teniendo su permiso, también tenía el permiso de mamá. Me habitaban muy bien aunque ellas dos nunca se veían. La quería.
Llegaron momentos de grandes choques entre las tres, lo percibía cuántos más años iba cumpliendo. Cada una tiraba de mí para su lado. Mamá se volvió más inflexible conmigo cuando mi anatomía fue cambiando de niña a mujer. Llegó a volverse prohibitiva tanto como yo insegura pero ahí estaba la tía Paula quitándome miedos. Mamá no sabía cómo hacerlo; no la culpo, aunque la tía Paula, a veces, como de manera homicida, me asomaba a balcones sin barandilla.
Un día mamá se fue y la tía Paula dejó de existir, entonces nací yo.
Eran tiempos de cambio, de las primeras escuelas públicas y la sanidad universal. Todo estaba por construir, tras una oscuridad de inocente ceguera.
Recuerdo a mi padre, de madrugada, forrando su pecho con panfletos sindicales, para lanzarlos en la puerta de la fábrica, y los sobresaltos de mi madre cuando sonaba el teléfono. Las mañanas heladoras frente a la estufa de butano, mientras sudaban las paredes.
En la televisión en blanco y negro, la familia Telerín nos llevaba hasta la cama, en donde por fin podía liberarme de la tirantez de mis trenzas.
La felicidad era un domingo de playa y sombrilla, con tortilla de patatas y filetes empanados. Por la noche, los paños de agua con vinagre sobre la piel quemada, y en el bar de Pepe, unas gambas.
Los hombres, adiestrados para la censura, no parpadeaban ante las piernas de las azafatas de un concurso televisivo, mientras los amantes distantes languidecían ante cartas eternas.
Septiembre era el mes de las lágrimas y de decir adiós al amor del verano.
Recuerdo con nostalgia el chocolate y los churros de los domingos, las mañanas gélidas y las ventanas empañadas. La vida transcurría todo lo lenta que supone la infancia, y el tiempo era una senda de creatividad ilimitada.
Mi madre hacía magia en la cocina. Ponía sobre la mesa manjares de puchero y cuchara. Y por la tarde escuchaba por enésima vez las historias de mi abuela. De cómo ella «Sebastiana la Gata», militante socialista, se enfrentó sin miedo a los fascistas que querían fusilar al cura rojo del pueblo. De cómo logró salvarle, a cambio de barrer durante todo el año la plaza del ayuntamiento. Y de por qué nadie del bando nacional delató su ideología. «Hija mía, hacer el bien a todo el mundo, sin mirar el color de su camisa, me salvó la vida.»
Recuerdo también el quiosco de la esquina, como si fuese la cueva de los tesoros. Me atiborraba de dulces mientras pensaba angustiada en el lunes siguiente. Lunes de cuadernos y lápices, y calcetines blancos. El camino a la escuela era una aventura, que a veces era plácida y otras el infierno a pie de calle.
Mientras los yonkis se picaban en los descampados, la mano de mi hermana pequeña, agarrada a la mía, me hacía invencible. Y aunque a veces me temblaban las piernas, sabía sacar los dientes ante el peligro. Fue por aquel entonces que comencé a escribir, necesitaba contar lo que ocurría en mi cabeza de diez años. Supe por primera vez, del placer de la escritura y de la libertad de vivir otros mundos.
Gavrí Akhenazi
Posición de combate (fragmento)
El sol se reclina sobre el polvo de la mampostería y se mantiene sobre las cosas como un observador que resplandece con quietud.
Bajo ese sol brillante y suspendido, todo es caótico luego de la explosión.
Un remolino de colores aturdidos se abre y se cierra sobre su propia confusión sin un espacio cierto en el que desarrollar la locura de su espira, hecha con hombres y mujeres sin rumbo que escapan o se arrastran o están ahí, inmóviles de pie, como si los hubieran abducido y ahora se hallaran en un planeta distinto de aquel en el que el estallido los sorprendió atrapados en las ocupaciones de su día.
La gritería resulta abrumadora, del mismo modo que abrumador es el silencio en que se mueven azorados aquellos a los que la explosión ha ensordecido. Algunos ni siquiera advierten sus heridas. Caminan como zombies hasta que se desploman.
Por todos lados y en un radio amplio, los restos de cosas y personas forman la misma alfombra deshecha y esparcida.
El olor de la muerte posee demasiados componentes ahí, pero esa mezcla de sangre con escombro, de carne con frutas y verduras, de amoníaco y lágrima, absorbe otros sentidos y se introduce por las fosas nasales hacia oscuros reductos de la mente para colonizarlos.
A pesar de que todo es una filmación en cámara rápida, interiormente se procesa en cámara lenta, como quien hojea un álbum de postales en el que agregar las fotos que le gustan. Aunque todos escapan dando gritos, parecen detenidos, estáticos, inertes, pegados sobre el caos.
Porque no hay demasiadas ambulancias, los médicos del grupo del Noveno suelen ser de los primeros en llegar. Entran al cataclismo con la resignación de la costumbre y entonces, los que han quedado en pie pelean por ellos, disputan por ellos y los tironean y los arrastran de un lado a otro, de herido en muerto, desesperados por salvar a sus seres queridos que estaban allí un minuto antes y ahora son heridas o pedazos.
Es imposible detenerse en alguien porque son demasiados cuerpos por doquier y se requiere apenas el instante de un golpe de vista para entender a quién salvar y en quién no se puede invertir tiempo.
En la camioneta que oficia de esa ambulancia que han conseguido improvisar, suelen cargar de a varios y los trasladan hasta el hospital, como si de mercadería se tratara. Poco se puede hacer en el terreno ya que, en general, al primer estallido suele suceder un segundo y a veces un tercero, porque en esos ámbitos la muerte parece inconformista y regresa y regresa a la cosecha.
El terror es, para la muerte, un consorte de lujo.
El Noveno y el Tercero, que «dominan el campo» como siempre explica Víktor el acto de escogerlos, protegen al Ebrio y a su paramédico. Es uno de los que aún resta del diezmado ya plantel de Mathi. Se complementan bien, sin sobresaltos, con imperio sobre la realidad horrorizada en la que funcionan de manera eficiente.
—Les dije que ese tiene experiencia en estas cosas —apunta el Noveno—. A los hombres los definen sus gestos.
—¿Por qué a ti te da por la filosofía cuando estamos en estas misiones? —se queja el Tercero, sonriendo. Ayuda con un cuerpo al paramédico y observa al Noveno que no lo ha escuchado, porque está ahora junto al Ebrio, ambos arrodillados junto a un cuerpo.
—¡Orev!… ¡Iala! Estamos completos —grita el paramédico— ¡Iala!¡Iala!
El Tercero observa a aquellos dos ahí. Se acerca, porque piensa que entre la debacle, no escuchan el llamado. Hay demasiado ruido alrededor.
El Ebrio sostiene la mano de un hombre al que el estallido le ha amputado las piernas y es apenas un resto de humano en un lago de sangre, que protege debajo de sí a un niño.
El Noveno intenta extraer el cuerpo pequeño, porque el hombre les implora que lo salven. Lo recoge, lo atrapa entre los brazos y asiente a la vez con la cabeza frente a los ojos de aquel resto que habla con el Ebrio y le encomienda a su hijo.
El Ebrio le dice que él lo cuidará. Repite varias veces «yo lo cuidaré».
Lo ven morir apenas sonriendo. El Noveno deja junto al cuerpo del padre también el del niño. Busca un momento la cabeza. Encuentra la mitad. La acerca al tronco.
Vuelven a la ambulancia.
John Madison
Out of this world
No me hablen de la muerte. No me pidan que acepte su embestida. No me pidan que acepte convertirme en su siervo ni tampoco que no llore a mis muertos.
Algo se rompe eternamente dentro de ti cuando pierdes a un hijo y no existe herramienta mortal en el reino de Dios capaz de arreglar tal avería, máxime si tu hijo no ha vivido lo bastante como para fabricar los suficientes recuerdos que a ti te gustarían. Y cada vez que uno de tus hijos vivos celebra su cumpleaños, o logra alguna meta, la puerta blindada de ese búnker que has construido muy al fondo de tu corazón para guardarlo se abre y tu hijo resurge en el umbral y te saluda. Ahí, sacas la cuenta de la edad que tendría si no se hubiera marchado y te preguntas qué número de zapatilla calzaría y en qué lugar trabajaría, cómo sería su novia y un sinfín de hipótesis que sabes que nunca tendrán cabida en tu realidad.
Sí, ahí empiezas a odiar el verdadero significado de la palabra Nunca.
La muerte es más difícil de llevar para los que se quedan que para los finados. Así que no, no me hablen de la muerte.
Yo podría morir hoy. He sido buen hijo, buen hermano, amigo. He sido padre y madre, buen esposo. He sobrevivido con una comida al día para que mi mujer y mi hijo tuvieran más posibilidades en cuanto a nutrición. Me he prostituido, he trapicheado, he gritado por mis derechos y los de mi hijo en un país dictatorial en el que a sus gobernantes les importaba un soberano maravedí el bienestar de sus conciudadanos.
No, no me hablen de la muerte. Yo he enterrado a un padre, a un hijo, a un hermano, a un abuelo, a mi mujer. En ese orden y en edades difíciles para aceptar la lidia con esa hija de perra.
Sí, yo me puedo morir hoy, y aquí paz y en el cielo gloria. Así que no, no me hablen ustedes de la muerte.
Sé bien lo que es la muerte. Algo putrefacto e injusto, algo indomable, porculero e incómodo que vive contigo los trescientos sesenta y cinco días del año. La muerte cena contigo, se viste, desayuna y trabaja a tu compás y sabes que será así hasta el día en que Dios te llame a filas y, finalmente, vuelvas a reunirte con tu hijo y el resto de tu fallecidos.
Hay un tema tabú en mi literatura, se llama Manuel Martínez Shong: mi hijo. Ni todas las palabras y metáforas del mundo, ni todas las novelas conseguirían traermelo de vuelta. Así que no, no me hablen de la muerte.
Quien no ha perdido a un hijo no podrá jamás saber de lo que hablo.
Por el amor de Dios: No me hablen ustedes de la muerte.
Ese año diciembre me había parecido un mes demasiado largo; sin embargo, la navidad que no queríamos llegó para recordarnos que nada sería igual, que ya nunca nada sería lo mismo.
El arbolito había quedado olvidado en el armario de todos mis olvidos y aún hoy, cuando se aproxima esa fecha religiosa, me privo de recordarlo.
La familia que se había congregado en mi casa no estaba completa. Fue difícil explicarles a los más pequeños por qué faltaban los abuelos. Ni yo misma encontraba explicaciones que me conformaran y las que el tiempo me dio tampoco lo hicieron.
Cuando levantamos las copas para cumplir con la tradición del brindis los adultos no nos miramos a los ojos para superar el peor momento. Recuerdo a los niños, ingenuos de todo, con los ojitos contagiados de las chispitas brillantes y coloridas que caían del cielo. Los míos, en cambio, se llenaron de lágrimas inoportunas.
Todavía no sé cómo pude murmurar un “feliz navidad” mientras entregaba los regalos, ni cómo pude medir la ansiedad que me gritaba que debía estar en otro lugar mientras elegíamos con mi hija qué vestido ponerle a la nueva muñeca.
Apenas cumplí con lo que consideraba un trámite; dejé un beso en el aire a todos y me fui a la casa de mis padres, una casa que olía a hospital desde que alojaba a dos sombras junto a todos los silencios corridos de las calles.
No permanecí mucho tiempo, mi madre casi me empujó de ahí cuando me dio un paquete envuelto en papel de regalo. Creo que quería la última navidad de mi papá para ella sola y obedecí aunque sentí que me robaba unas horas junto a él. Aún escucho el diálogo a una sola voz que ella comenzó a interpretar mientras yo recorría el largo pasillo camino a la puerta de salida.
Ninguno de mis familiares me preguntó nada cuando regresé porque mi rostro acostumbra a hablar por sí solo.
El grito alegre de mis hijos dándome la bienvenida me hizo recordar el libreto por lo tanto retomé la actuación deslizando el paquete por la mesa en dirección a las tres caritas curiosas que controlaban sus manos en espera de alguna señal.
-Los abuelos –fue lo único que me permitió decir mi voz.
Después vi entre nubes cómo el papel volaba en pedazos por el aire.
No hizo falta averiguar el contenido del paquete, todos sabíamos que era una caja con los bombones que mi papá tenía siempre en sus bolsillos. Mientras circulaba de mano en mano sentí la presencia de los que estaban en la casa de los silencios.
Ahora, cada vez que llega la navidad, vuelven a pesarme los ojos, pero es inevitable dejar de sonreír cuando alguien pasa con la caja para compartir los bombones.
Mes de emociones
Diciembre es el mes en el que despiertan las emociones que hibernaron durante el año, ellas bostezan mientras abren la puerta que mi celador racional había cerrado con llave porque las obligaciones debían ser la prioridad.
En este mes huelo el verano, el mar y la piel bronceada. Es un mes que asocio a la libertad, un mes que es sinónimo de caminar descalza. Tal vez transcurre alimentándose de todas las rutinas porque roba los relojes y los almanaques, cualquier momento es propicio para vivir el ahora porque el después todavía no importa. Durante sus semanas aparecen los jueces de mi conciencia obligándome a una pausa, a una mirada que evalúan las acciones realizadas durante el año y a veces en la vida. Muchas veces sin querer, termino ante los álbumes familiares que conducen también sin querer, a momentos de risa y de llanto porque encuentro evidencias de cómo las largas mesas que conformábamos como familia fueron perdiendo el bullicio y ganando ausencias.
Cuando empieza diciembre y despiertan las emociones, las mañanas tienen más aire, más color. Disfruto sin considerar que es una pérdida de tiempo, sin que me sorprenda el miedo a olvidar hacer lo que sea porque se despejan los apuros de mi entorno y en los espejos por fin me veo.
Diciembre es el mes que explota mi sensibilidad porque apenas comienzan a ceder los nudos en mi cuello comienzan a formarse otros en la garganta. Es un mes que trajo a mi primer hijo y durante el cual agonizó mi padre.
Es un mes agridulce que tiene sobre mí poderes que otros meses desconocen. En su transcurso me libero y sin embargo me concede el tiempo para enredarme en viejos dolores.
Hace poco más de veinte años mis padres mutaron piel y huesos, sangre y memoria, por arena. Y de la arena surgieron un ciruelo y un apamate. En los ojos de las frutas y en el polen de las flores, los encuentro y me aroman.
Recuerdo cuando cumplí dieciocho años. Me dijeron: ya eres un hombre y queremos entregarte una carta que escribimos para ti antes de que vieras la luz de este mundo. Solía releer la carta a menudo, pero hace 35 años que no lo hago. Mi visión de mundo se fue desarmando con los años y solo me queda una tuerca, un tornillo y la mano derecha para girar los ciclos meditativos tanto como para distraer a mi mente en asuntos propios de la eternidad. La mano izquierda la dejé sin oficios naturales, solo la empleo para formar con ella un tragaluz por el que puedo espiar a las hormigas.
Hicimos todo lo que no debimos. Era el título de la carta escrita por mis padres tres meses antes de nacer:
«Amado hijo. Cuando tengas la mayoría de edad leerás por primera vez esta carta. Queremos confesarte que previo a tu nacimiento, hicimos todo lo que no debimos. Que como seres humanos cometimos los mismos errores que todos cometieron. Nos creimos eternos y desperdiciamos la vida empeñados en defender ideales. Gastamos nuestro dinero creyendo que la muerte nos llegaría al día siguiente. Nos educamos para ser alguien y encontrar el respeto de la sociedad. Compramos autos, viajamos, bebimos, nos llenamos de recuerdos materiales. Y hoy, al saber que pronto nacerás, convinimos en repensar nuestros propósitos y creer que la vida es larga en su brevedad. Eres una extension nuestra y queremos estar contigo tanto tiempo como sea posible. Sabemos ahora que entre nacimiento y muerte nada es al azar y que todas las circunstancias están preescritas y sucederán predestinadamente. Con esta carta anexaremos instrucciones a seguir luego de abandonar este habitáculo. No es el fin, hijo, es la continuidad de la creación transmutante. Aunque no nos veas, nuestra esencia seguirá a tu lado y te abrazaremos con colores, sabores y aromas, hasta que nos reencontremos renacidos en otras formas de vida. Te dejamos libre en Hocatisi, porque libre naciste y libre serás siempre. Hoja, camino, tiempo y silencio. Recorre la senda a tu criterio sin dañar a nadie. Observa que el daño que puedas causar no necesariamente es físico. Puedes aplastar emociones sin mover un dedo y puedes, también, ser feliz sin mucho esfuerzo. Solo debes concentrarte y mirarte. Hocatisi es una casa, es un reloj, es libertad. Sé libre para los oficios libres. Duerme mucho y despierta temprano. Come poco y siéntete saciado. Haz de las aves tus amigas y no arruines a la culebra por culebra. Toma de la naturaleza los dones y agradece. Ve al árbol y dialoga. Camina y háblate. Libera el ruido de tu mente. Hocatisi te revelará que el silencio es un camino y que la hoja es tiempo. Aunque la hoja esté marchita no significa que ha muerto. Esa hoja está en un proceso de vida eterna. Hocatisi son tus ojos y los ojos de quienes miras. Entenderás a las miradas por el rostro que llevan puesto. Conocerás a tus bisnietos y tus últimos veinte años serán vividos como si hubiesen transcurrido sesenta. Sabrás que el tiempo no es el que se mide en horas sino aquél que dentro ti fue marcado por el infinito. Por último, si escuchas nuestras sonrisas y voces, ve rápido al espejo, tócalo, cierra tus ojos y luego duerme. Que el amor esté contigo, por siempre, para siempre. Mamá y Papá»
Hace mucho decidí no revelar todos los detalles de las otras partes de la carta, porque son las mismas instrucciones que siguieron mis padres justo después de verse morir. Solo es indispensable llevar una pisca de sal, un trozo de tiza , un espejo ovalado,pequeño, y cien metros de hilo pabilo, entre otras menudencias. Es que como me indicaron mis padres: Al morir es como dicen. Te conviertes en fantasma a semejanza de tu cuerpo hasta que se ejecute la metamorfosis. Entre el tránsito de abandonar el esqueleto y adaptarse a gravedad cero, es necesario lamer un poco de sal para alejar espíritus malignos atrapados en la tristeza. La tiza es para marcarse la frente con un punto porque por ahí es por donde entra la nueva existencia. Un espejo para ver la distancia entre el alma y los pies no vaya a ser que sintamos vértigo. Y cien metros de hilo pabilo por si nos arrepentimos y queremos retornar al cuerpo físico.
Estos apuntes siempre me parecieron exagerados y fantasiosos, pero cuando toco el espejo y me duermo, confirmo que todo es cierto. Y que el apamate está florido y que el ciruelo está en cosecha y que estoy aquí, conmigo, viviendo en un camino de hojas dentro de un silencio sin tiempo.
Egombre
Ronco Campana surcó su existencia sin estrellas para la fortuna. Cuando se percató de haber nacido en una época ambigua, ensilló a Sur y a Monte, dio la espalda a su rancho y cabalgó sin ver ni hablar con nadie. En aquella casona de bahareque enterró sus armas, su pasado y sus recuerdos. También ocultó su nombre entre dos tapias y con los años olvidó su linaje. Juró anularse y que nadie lo conociera, salvo sus caballos y su perro Panza. Su plan eremita pronto encontró una nueva tragedia. Monte enfermó repentinamente y murió. Luego la tristeza tocó el corazón de Sur y también falleció. Panza se mantuvo fuerte y longevo, salvo por tres cráteres que crecieron en su garganta. Parecían volcanes negros, profundas cimas agoreras del infortunio. Panza se fue aletargando y convirtió en costumbre tumbarse a dormir casi todo el día. Esta actitud preocupó a Ronco y le preguntó con voz dulce, melancólica y entretenida:
—Qué tienes Panza, por qué ya no ladras. Hacia dónde migró tu sonrisa y por qué ya no vienes cuando te llamo.
El perro lo miró con párpados agazapados, se echó en su regazo, lamió sus manos y durmió profundamente. Ronco Campana acarició su pelaje y tornó ojos al cielo con boca apretada y cuello extendido, para hundir su congoja en las cuencas de sus ojeras. Supo con los años que Panza era un perro transmutador, que absorbía los males para aminorar sufrimientos de quienes amaba con el propósito de extender sus vidas tanto como fuera posible. Panza acumuló tanta enfermedad ajena como pudo, pero no logró salvar a Sur ni a Monte. El destino de los equinos se escribió hace mucho y la configuración matemática de sus nacimientos es como la vida de todo: inmodificable.
En otro día de mucho calor, Panza se arremolinó en los pies de Ronco, lamió sus tobillos, lo miró con amor profundo, cerró sus ojos y dejó de respirar. Los ojos de Ronco quedaron huecos por siempre, su rostro fue un sin semblante y ya no hubo espacio en su pecho para ningún sentimiento. Se convirtió en un hombre sin nadie ni para nadie, de pasos sin ruido ni huellas. Ni la soledad fue su compañía. Caminó durante años sin rumbo fijo, como embebido en lo inerte. Todo lo que amó lo perdió y todo lo que tocó lo arruinó. Es una energía extraña con la que algunos seres nacen y sin querer ni merecerlo llegan a la vida estando muertos.
Ni Fénix se llamaba Fénix ni Rara Avis Rara Avis. Fénix se llamaba Totí Prieto y Rara Avis Bijirita del Monte, pero en el batey ya no se estilaba eso de lo autóctono, de lo endémico, estaba de moda lo foráneo. Así que, cuando llegaron por el agua los ánades de Rusia, Fénix y Rara Avis se vistieron con plumas de ánades y fueron a recibirles al puerto.
Luego, para el agasajo, les llevaron a la laguna, en la que habían dispuesto varios espejos (disimulada y estratégicamente en la orilla contraria) para que la laguna semejara un lago tan grande como el mismísimo Baikal. Bijirita, perdón, Rara Avis, rindiéndoles pleitesía, les recitó Oda al Volga, un larguísimo poema de su propia inspiración, y Fénix cerró el homenaje bailando un solo de “El lago de los cisnes” al compás de la música de Chaikovski.
Para el ágape se sirvió revuelto de setas y bridaron con auténtico vodka. Los ánades rusos se aburrían como otras, porque ellos lo que estaban era locos por comer ajiaco, tomar guarapo de caña y bailar la conga y el chachachá. Y es que en Rusia, también, lo foráneo estaba de moda.
Melao, Raspadura y Coquito
Melao quería ser como Raspadura, tener alguna forma y ser sólido, y por eso la envidiaba. Raspadura no quería ser como Melao, estaba orgullosa de ser como era, aunque la mayoría pensara que ella era bastante pegajosa.
Melao se quejaba por todo y de todo: de vivir donde vivía, de comer lo que comía, de vestir lo que vestía; por quejarse, se quejaba hasta del color de su piel.
Raspadura se ponía lo primero que encontraba, salía a la calle (andariega como ella sola) debajo del tórrido sol sin importarle si se derretía o no, o si su piel cambiaba de coloración; con tal de respirar el aire puro del batey y pasear por la calle libre y desprejuiciada, era capaz de hacerlo hasta desnuda.
Melao apenas salía de casa, y si lo hacía llevaba consigo una enorme sombrilla. El sol, para él, era un verdadero incordio. Raspadura, en sus paseos diarios, se iba al caimital, se sentaba debajo de un árbol y, mientras devoraba caimitos, leía historias de sus antepasados, sobre todo de su abuela Azúcar Prieta, la primera mujer en el batey (y en todos los alrededores) en proclamarse dulce.
Melao abominaba de su estirpe, y eso que su abuela era Azúcar Turbinada, que era mucho más clara que su prima Azúcar Prieta, pero Melao, al igual que envidiaba a Raspadura, por aquello de tener forma, envidiaba a Coquito y, al mismo tiempo, le idolatraba, porque este último era nieto de Azúcar Blanca.
Coquito estaba locamente enamorado de Raspadura, le gustaba lo mestizo de su piel (ese tono tostado de caramelo) y su sonrisa perenne mientras desandaba las calles del batey e iba dejando su dulce rastro, y Melao estaba enamorado de Coquito y de su blancura.
El misterio contiene a la vida, aunque también a la ficción. La conciencia es poca luz para lo desconocido. La existencia de un ser humano transita en el deseo —o en el desespero— por saber más de sí y de otros. El vasto universo es su metáfora. Sin embargo, los párpados mueren sin saberlo, porque, invariablemente, hay un velo que ensombrece. La mirada o el sentir no alcanzan a dilucidar tiniebla tan enhebrada, aunque luzca posible ante la curiosidad. Las explicaciones de la razón no descifran lo oculto que acompaña al pasajero de la vida.
Hay dolores físicos o psíquicos que el silencio represa, quizá porque al confesarlos, el sentido sagrado del padecer se extravía.
El grito es el desahogo ahorcado de la impotencia; sin embargo, la neurosis nada tiene que ver con el misterio, así Sigmund Freud se haya obstinado en demostrar lo contrario. Creo que Carl Gustav Jung hubiese estado de acuerdo conmigo. Porque la obsesión quiere tener lo imposible para saciar lo que el misterio niega. Los sentimientos son inútiles a nuestro obstinado fin; el amor no agota el misterio, ni siquiera lo expande, apenas, lo acaricia.
La muerte misma sigue siendo el más inexpugnable de los misterios. Deseado o temido. En todo crimen queda algo no resuelto que la justicia no puede aclarar. Los casos cerrados, por detectives y forenses, siguen respirando aún en los archivos muertos que esperan ser devorados por el fuego de los hornos.
Edipo rey, en la obra de Sófocles, no se explica por qué tuvo que matar a su padre sin saberlo, casarse con su madre y procrear hijos en el propio vientre del cual había nacido. Las indagaciones reales lo condujeron, desesperadamente, a la metafísica de los oráculos, y en ninguno de esos senderos donde se cruzan los caminos que pretenden dilucidar lo inextricable consiguió respuestas, sino determinantes ciegas que lo condenaron a sacarse los ojos con los broches de oro de su propia madre. En ese refugio de la oscuridad perpetua, Edipo rey comprendió que la conciencia solo guarda secretos, pero no esos misterios que el alma reserva. Los primeros pueden llegar a conocerse, los segundos, jamás.
Se estima entonces que la realidad tiende a representarse con la máscara de la apariencia; y el misterio, con la máscara de la ficción.Cierto es, que cuando la realidad tensa su cuerda, el misterio aproxima su acecho de manera sorprendente y abismal.
María Magdalena tuvo tres hijos idénticos que compartieron el mismo destino.
Nacieron en un rancho de un barrio y siempre durmieron en la misma cama. Pero también compartieron novias, deseos, y algunos vicios que el frenesí despierta en la adolescencia. Eran tan idénticos que los demás se desquiciaban al no poder diferenciarlos, mucho más, al saber que a cada uno de los tres tenían que llamarlos con el mismo nombre.
Una madrugada, una bala atravesó la pared de zinc del cuarto donde dormían, y cegó la vida de uno de ellos. En la morgue no encontraron la bala perdida, y el cuerpo, helado y hermoso del joven, no presentaba orificio alguno de la salida del proyectil.
Desde entonces, la madre y los dos hermanos sobrevivientes fueron hechos botín por la tristeza y la nostalgia, que no regresa la pérdida amada, sino que más bien la alejaba como alas que surcan el infinito cielo.
En medio del desasosiego acrecentado por la pobreza, la madre se obstinaba en poner un plato más en la mesa, donde una vela iluminaba la comida, con el deseo de ver si ésta desaparecía por la boca inexistente de aquel hijo, a quien el infortunio había transformado en una presencia única y protagónica. Eso hizo que sus otros dos hijos comenzaran a odiarla, al comprobar que ella había convertido al hijo ausente en su preferido.
Desde entonces, los rivales del hermano invisible y poderoso, fraguaron un plan con la fiebre de la envidia, pero justo en el momento en que iban a ejecutarlo, de nuevo la bala perdida puso fin a la vida de otro de aquellos que la misma identidad había hecho hermanos.
En la morgue, de nuevo, no hallaron resto del proyectil ni ningún orificio de salida en el cadáver tan hermoso como el anterior hermano. Mas, la coincidencia o el absurdo, no produjo extrañeza alguna entre los forenses.
Sin embargo, la madre y el hijo que le quedaba abandonado y desterrado al desamparo existencial más profundo, comenzaron a temer mucho más de lo inexplicable.
Fue cuando ambos decidieron, a partir de entonces, dormir abrazados en la misma cama que los tres hermanos idénticos habían compartido.
Pero una mañana, al creer que despertaba de la pesadilla infinita, la madre encontró entre las sábanas, al último hijo con un orificio en el corazón.
Serena, como si hubiera estado esperando ese desenlace, María Magdalena se levantó de la cama y asomándose por el orificio de la pared de zinc, por el que había entrado siempre la bala perdida que había matado a sus tres hijos, y por donde, también ahora, un rayo de luz se proyectaba y la aniquilaba, la madre pudo ver el rostro de un hombre idéntico al de sus hijos muertos, sonriendo desde la venganza, con una pistola en la mano.
Edilio Peñaes un autor nacido en Venezuela. Escritor de novelas y relatos, dramaturgia teatral y cinematográfica. Cultiva el ensayo con predilección. Dice de sí mismo quenació frente al mar, pero terminó viviendo en la Alta Montaña.
En mi corazón late un frío sonoro, pálido por momentos. Late, indisciplinado como la rabia. Se apaga y vuelve y vuelve y se apaga, como si estuviera hecho de mar profundo.
Llevamos un buen rato esperando a Al-Shawiri. Es un hombre puntual y meticuloso con el que me llevo bien.
En general y a pesar de las complicaciones de este ramo, también en él se establecen simpatías y se otorgan votos de confianza. Habitamos en el archipiélago de los solos y, de vez en vez, hacemos señales hacia las otras islas. Señales sencillas, que puedan ser reconocidas sin dudar, reconocidas, como parte de un código del que se respeta su cifrado. Los que no lo respetan son invasores. Eso también forma parte de nuestro códice de supervivencia.
Con Al-Shawiri puedo conversar de muchas cosas. Compartimos el sesgo de otras vocaciones a las que le dedicamos un tiempo que intentamos guardar en los bolsillos, robándolo al tiempo que nos roba la vida. Escribe, como yo, e igual que yo tiene momentos de debacle y brillantez que oculta en sus libros con un nombre de guerra que no usa en la guerra. Ni él ni yo usamos nuestro nombre de tanto usar nombres de guerra que nos permitan escribir de guerras y de todas las miserias subrepticias que abonan el territorio del terror al ejercicio de la condición humana.
Al-Shawiri y yo solemos encontrarnos en alguna que otra Feria del Libro de tal o cuál lugar. Damos conferencias breves y escapamos de la multitud, con ese anonimato protectivo que tienen las arañas: cazan y desaparecen en sus lugares cuevas. Solamente vamos a puntuales sitios donde estamos a gusto y podemos retirarnos rápido por las puertas laterales.
David no es escritor además del trabajo oficial. Él es anticuario. Posee una tienda mágica en Tánger que las otras rutinas le obligan a abandonar o delegar en manos de otra miembro de la raza que además de ser de la raza, es pintora.
Al-Shawiri sostiene que vivimos fuera del mundo de los demás y que por eso podemos escribir historias que parecen películas o sencillamente, ficción, novela negra. Eso nos da un plus en el campo de la realidad. Vivimos en una especie de cuento por no decir que vivimos en una mentira constante en la que nos enriquecemos de tanto empobrecernos. La única fortuna es poder poner en una hoja de papel esta colección de monedas de miseria que vale lo que somos. O no vale. En realidad, no vale nada ese aspecto prescindible en que nos sumimos de jóvenes por aventureros y de viejos porque no servimos para nada más.
Acabamos viviendo en dos cuentos: el de la cruda y ardua realidad y el que escribimos para soportar el primero.
Dos cuentos al fin, ni más ni menos. Como si fuéramos sólo un personaje.
Manual del reptiliano
La cama es angosta y huele a no sé qué, un tufo pringoso y perfumado que se nos adhiere conforme el vaivén lo desprende de sus sujeciones y en esa libertad viaja, movible, hacia el olfato.
La cama, angosta y tufosa, chirría con espasmos, hipa de manera deprimente, como un bicho decrépito que a sacudidas se desarticula y mientras lo hace intenta con extrañas contorsiones acomodar sus partes más ruinosas.
Pienso en ajustar la cama estrecha que cesa de gemir en cuanto me tumbo de espaldas. Pienso en ajustar los bulones que unen las partes de madera que hacen ñec y pienso también que los orificios deben estar agrandados o flojas las tuercas y si es así tendré que ir a comprar algo para suplir esa sonora deficiencia y también un destornillador y alguna pinza. No he visto herramientas en el territorio de David.
Seguramente le haré una lista a Said y que él se encargue de traerme las cosas para ajustar definitivamente esta orquesta de cacofonías que es la cama de…
Giro los ojos y choco con los ojos de la mujer que está a mi lado, mirando mi perfil. Trato de recordar su nombre si es que me lo dijo en el trayecto que recorrimos para acabar aquí. Pero parece no estar en mi memoria y ni siquiera tengo la sensación de un nombre en mí que le pertenezca a la mujer de sonrisa tranquila y cabello amarillo arenoso.
Ella me observa con curiosidad. Está de bruces y con el torso un poco levantado porque sustenta su cuerpo en los antebrazos y los codos, hundidos en su espacio de colchón mojado. El cabello cae sobre un solo hombro. Recuerdo que ella lo llevaba sujeto y yo no lo liberé, contrariando mi gusto por el cabello suelto de mujer.
Quiere hablar, pero yo soy un silencio que anda.
Le deben haber explicado que debe hacerme hablar. Para eso está aquí. Para eso sucedió la planeada causalidad de encontrarnos casualmente, como en un mal guión de una película de enredos tan mediocre como previsible.
Pero yo solamente hablo cuando quiero y para decir solamente lo que quiero.
Entiendo, por sus gestos, que esa parte no se la explicaron porque ellos siempre creen que saben mucho más de lo que saben y que entienden cosas de las que en realidad no entienden nada. Por eso ella está aquí y ha sometido su cuerpo a tener sexo con el mío aunque es joven y tentadora y sin duda podría aspirar a alguien mucho más apetecible que mi vieja contextura de gárgola fósil.
Me los imagino, como antes a la pinza y al destornillador, explicándole a esta rubia novata lo que tiene que hacer en función del deber patriótico, porque ellos (como nosotros) lo conciben todo desde esa perspectiva de heroica inverosimilitud.
Ellos se han buscado minuciosamente todos sus enemigos. A nosotros, los enemigos, nos crecen en las macetas, así que ni siquiera tenemos que buscarlos. Ya están incorporados a nuestra forma de sobrevivir. No le hago preguntas a la mujer joven que enciende un cigarrillo y dice ¿smoke? mientras me enseña la cajetilla abierta y estrujada por horas de tensa mala vida. Niego con la cabeza y en silencio.
Ella, en cambio, se interesa por todos mis tatuajes. Los estudia como se estudia un libro en otra lengua, arrastrando por ellos los ojos y los dedos y haciéndome preguntas que apenas le respondo. Yo conozco su especie, pero ella no conoce la mía. Esa es la diferencia entre nosotros de la que aún parece no haberse percatado.
Insiste en conversar con mi mudez. Pregunta tonterías que en contexto responden a las premisas de un interrogatorio, pero que aquí, en esta cama bulliciosa y escueta, pasan a ser el diálogo casual de dos desconocidos que in-tentan no sentirse tan ajenos ni solos en un país extranjero y hostil.
Quiere saber qué hago, dónde vivo, si los hombres con los que hablaba cuando ella se zambulló en la escena son mis amigos, y algún que otro detalle que debe averiguar y no averigua porque yo solamente le hago gestos que no responden nada.
Cuando la vi me gustaron sus piernas. Ahora descubrí que tiene lindos pies. Los senos son demasiado pequeños, como dos puñaditos erectos que apenas curvaban su blusa liviana en un inaparente rasgo femenino cuando giré los ojos y la advertí en el café, con un libro en la mano que no me explico de dónde sacó (aunque ellos se las ingenian hasta para conseguir un libro de edición agotada que sirva de señuelo a su propio escritor) y con sus ojos de un azul sajón, fijos en mí.
David me deslizó: “Hay una de los otros que te mira”. A lo que Said agregó: “Le tiene en la mira, di mejor.” Yo lo supe en cuanto vi el libro. Esa era la excusa para hacerse conmigo e instalarse a mi lado, tal como ahora yo estoy instalado en su cama pequeña y odorífica, de melancólica hembra sola, intentando no resultar ni descortés, ya que se prestó al sexo, ni alerta, para que no alce la guardia ella también porque intuya que advertí la trampa, aunque creo que sabe que yo sé pero se hace la tonta tal como le enseñaron.
Deben haberle dicho que yo solamente reacciono si me obligan a reaccionar. Si no me obligan, prefiero mantenerme en actitud agazapada, de pacífica espera. Quizás se lo hayan dicho, quizás no. Deberían saberlo, en todo caso y haberla prevenido.
Ella quiere saber por qué no le pregunto –como todos, aclara– si le gustó lo que hicimos, si estuve bien y si está satisfecha.
La miro con abulia y con abulia sonrío, dándole a entender que no me haga preguntas idiotas al tiempo que le respondo justamente eso: No hago preguntas idiotas.
Debe ser el tono en que lo digo lo que le da la pauta de que no me importa como ella se sienta o haya procesado este momento sexual que consumamos. Eso la fastidia, la incomoda y la agrede, porque entiende que su objetivo está incumplido y no adquirió dominio sobre mí, cosa que deben haberle recalcado hasta el tedio y que además la obliga a mantener más tiempo esta relación innecesaria para la vida de ambos, con todo lo que mantenerla implicaría para su heroica y patriótica juventud.
Cuando regreso, David está sentado en mi lugar y sonríe. Parece un muñeco rechoncho y descuidado detrás del escritorio.
Said también sonríe. Sobre su dentadura enorme cae la luz y la vuelve sobredimensionada entre los labios gruesos y caníbales. Said tiene un aspecto feroz y desaliñado, dulcemente animal.
Ninguno de ellos me pregunta nada. Regresamos metódicamente a lo que vinimos a hacer aquí, porque aquí, cada uno sabe lo que tiene que hacer.
Said, solamente, me pone una carpeta entre las manos. En la primera hoja está la fotografía “de legajo” de la mujer que acabo de dejar. Ahora, para mí, ya tiene un nombre, un trabajo y un objetivo definido.
Aquella mañana había pensado en los últimos años de vacío, el abandono de las emociones, la vida que se le escapaba y el terror de no ver a nadie más que a nadie en el espejo.
Entendió su papel en aquella reunión que se celebraría más tarde y el pulso se le aceleró. La respiración se volvió dolorosa de solo pensar en lo que iba a ocurrir. Al mismo tiempo, el vello de la nuca volvía a erizarse como cuando era muy joven.
Había intercambiado alguna mirada con la de las pestañas que le agitaban la sangre cuando ocultaban y mostraban un misterioso fuego azul en fugaces parpadeos. Igual de fugaces que aquellos momentos en que se cruzaban por los pasillos, pero que nunca fueron más allá de los buenos días o las buenas tardes.
Él no tenía muy claro cómo iba a reaccionar ante la decisión de su padre, el dueño de la empresa, ya que tenía a la mayoría de accionistas en el bolsillo. Pero llevaba mucho tiempo rumiando sentimientos como los que albergó al despertarse esa mañana.
Su infancia siempre fue cómoda, de niño bien, y nunca se había despistado del itinerario que vigilaba un equipo de seguridad hermético y efectivo, hasta tal punto, que no podía distinguirlo de entre la rutina de días de colegios privados y todo tipo de actividades extraescolares, que lo aislaban de un mundo de realidades consideradas como de riesgo.
Había sido un hijo obediente hasta el extremo, incluso a veces, obligado bajo presiones y amenazas cuando ponía en duda la ética de actos que se tambaleaban en los límites de lo legal, por encima del cielo y del infierno. Su madre, fallecida pocos meses antes, se encargó de convertirlo en una pieza clave dentro del comité de accionistas al hacerle heredero de sus participaciones.
En la sala, muchos mostraron sus sonrisas de hiena y él no quiso mirarlos cuando ocupó su asiento. Le invadió una horrible sensación de mareo, como perder la gravedad desde el cuenco más alto de una noria de feria. La de aquellos azules reconoció la desolación y el vértigo con sólo ver la palidez de ese hombre tímido de los pasillos. Le hizo revivir un rictus familiar que le había transfigurado el rostro en demasiadas ocasiones. Y entonces le guiñó, desde aquel azul pestañeo, cómplice, frente a decenas de silencios y muecas paternalistas.
Él la vio dejar su silueta esbelta, su perfume y su buen hacer detrás, en las oficinas en las que había trabajado mucho y bien a cambio de muy poco y de tratos humillantes. No les iba a dar el placer de que la echaran, así que se anticipó a esa ceremonia bochornosa. Mientras pasaba junto a él, que continuaba observándola, se inclinó para besarlo en los labios, como un susurro.
Nadie se sorprendió tras el portazo ni al verla tropezar, debido a sus tacones, antes de dejar atrás el quicio mental de los miembros del comité que llevaban horas tramitando despidos improcedentes de sus empleados. Los diezmaban bajo las estrategias que proporcionaba un equipo de abogados.
Él la siguió hasta la calle. Se sintió pletórico. Hacía frío afuera, el otoño tomaba las riendas con su luz menguante y la ciudad amenazaba con engullir la estela de una melena suelta y brillante que intentaba abrirse paso entre los transeúntes.
Le costó alcanzarla porque ella iba ahora descalza, con los zapatos en una mano, mientras que con la otra intentaba apartar a la masa de gente que entorpecía aquella especie de fuga. Consiguió que se girase al llamarla por su nombre y sus cuerpos chocaron en un abrazo como en un vuelo de baile. A ambos les brillaban lágrimas en la cara que no terminaban de romper.
A él lo estuvieron buscando como si fuera un delincuente durante el resto de la jornada, porque su padre se negaba a asumir que algo escapase a su control, incluida la familia.
El rastreo se prolongó hasta que la noticia fue trepando hasta la última planta de aquel avispero de cifras y muertos vivos trajeados. Al día siguiente, el hombre poderoso dejaba caer el teléfono sin percatarse de que el auricular había quedado colgando, como un ahorcado, del borde de la mesa señorial de madera noble y sutiles filigranas doradas.
La voz al otro lado del cable le había descrito la imagen de una pareja joven que se besaba envuelta por las luces rutilantes de la gran avenida.