LOS NARRADORES

María José Quesada

Transición

Mamá era buena pero sobre todo correcta. Con ella nunca me faltaba nada, me llevaba bien vestida y calzaba buenos zapatos; ella tenía obsesión con el calzado, siempre impoluto, preciso, casi ortopédico. Con respecto a la alimentación también era muy determinante: comida sana y equilibrada y azúcares los justos, que eran las galletas y el Colacao del desayuno y algún caramelo ocasional. Para con mis estudios era firme, sin agobiarme pero al acecho; reconozco que a veces lo necesitaba.
Yo siempre iba con permiso de mamá. La quería

La tía Paula era su antítesis.
Era de las que si no combinaban rayas con cuadros qué más da, la de la broma espontánea, sonrisa abierta y la que me enseñó chulería. Cuando ella me hablaba me desinhibía. Ella era como el polvo de talco en el zapato que aprieta, la bienvenida a la frescura y quien me enseñó a salir del molde para encontrar mi forma. La mejor hermana que podía tener mi madre porque me mostraba y me hablaba de todo lo que mi madre no me decía y además, sentía que teniendo su permiso, también tenía el permiso de mamá.
Me habitaban muy bien aunque ellas dos nunca se veían. La quería.

Llegaron momentos de grandes choques entre las tres, lo percibía cuántos más años iba cumpliendo. Cada una tiraba de mí para su lado. Mamá se volvió más inflexible conmigo cuando mi anatomía fue cambiando de niña a mujer. Llegó a volverse prohibitiva tanto como yo insegura pero ahí estaba la tía Paula quitándome miedos. Mamá no sabía cómo hacerlo; no la culpo, aunque la tía Paula, a veces, como de manera homicida, me asomaba a balcones sin barandilla.

Un día mamá se fue y la tía Paula dejó de existir, entonces nací yo.


Ana Estepa

Tiempos de cambio (fragmentos)

Eran tiempos de cambio, de las primeras escuelas públicas y la sanidad universal.
Todo estaba por construir, tras una oscuridad de inocente ceguera.

Recuerdo a mi padre, de madrugada, forrando su pecho con panfletos sindicales, para lanzarlos en la puerta de la fábrica, y los sobresaltos de mi madre cuando sonaba el teléfono. Las mañanas heladoras frente a la estufa de butano, mientras sudaban las paredes.

En la televisión en blanco y negro, la familia Telerín nos llevaba hasta la cama, en donde por fin podía liberarme de la tirantez de mis trenzas.

La felicidad era un domingo de playa y sombrilla, con tortilla de patatas y filetes empanados.
Por la noche, los paños de agua con vinagre sobre la piel quemada, y en el bar de Pepe, unas gambas.

Los hombres, adiestrados para la censura, no parpadeaban ante las piernas de las azafatas de un concurso televisivo, mientras los amantes distantes languidecían ante cartas eternas.

Septiembre era el mes de las lágrimas y de decir adiós al amor del verano.

Recuerdo con nostalgia el chocolate y los churros de los domingos, las mañanas gélidas y las ventanas empañadas.
La vida transcurría todo lo lenta que supone la infancia, y el tiempo era una senda de creatividad ilimitada.

Mi madre hacía magia en la cocina. Ponía sobre la mesa manjares de puchero y cuchara. Y por la tarde escuchaba por enésima vez las historias de mi abuela. De cómo ella «Sebastiana la Gata», militante socialista, se enfrentó sin miedo a los fascistas que querían fusilar al cura rojo del pueblo. De cómo logró salvarle, a cambio de barrer durante todo el año la plaza del ayuntamiento. Y de por qué nadie del bando nacional delató su ideología.
«Hija mía, hacer el bien a todo el mundo, sin mirar el color de su camisa, me salvó la vida.»

Recuerdo también el quiosco de la esquina, como si fuese la cueva de los tesoros. Me atiborraba de dulces mientras pensaba angustiada en el lunes siguiente.
Lunes de cuadernos y lápices, y calcetines blancos.
El camino a la escuela era una aventura, que a veces era plácida y otras el infierno a pie de calle.

Mientras los yonkis se picaban en los descampados, la mano de mi hermana pequeña, agarrada a la mía, me hacía invencible. Y aunque a veces me temblaban las piernas, sabía sacar los dientes ante el peligro.
Fue por aquel entonces que comencé a escribir, necesitaba contar lo que ocurría en mi cabeza de diez años.
Supe por primera vez, del placer de la escritura y de la libertad de vivir otros mundos.


Gavrí Akhenazi

Posición de combate (fragmento)

El sol se reclina sobre el polvo de la mampostería y se mantiene sobre las cosas como un observador que resplandece con quietud.

Bajo ese sol brillante y suspendido, todo es caótico luego de la explosión.

Un remolino de colores aturdidos se abre y se cierra sobre su propia confusión sin un espacio cierto en el que desarrollar la locura de su espira, hecha con hombres y mujeres sin rumbo que escapan o se arrastran o están ahí, inmóviles de pie, como si los hubieran abducido y ahora se hallaran en un planeta distinto de aquel en el que el estallido los sorprendió atrapados en las ocupaciones de su día.

La gritería resulta abrumadora, del mismo modo que abrumador es el silencio en que se mueven azorados aquellos a los que la explosión ha ensordecido. Algunos ni siquiera advierten sus heridas. Caminan como zombies hasta que se desploman.

Por todos lados y en un radio amplio, los restos de cosas y personas forman la misma alfombra deshecha y esparcida.

El olor de la muerte posee demasiados componentes ahí, pero esa mezcla de sangre con escombro, de carne con frutas y verduras, de amoníaco y lágrima, absorbe otros sentidos y se introduce por las fosas nasales hacia oscuros reductos de la mente para colonizarlos.

A pesar de que todo es una filmación en cámara rápida, interiormente se procesa en cámara lenta, como quien hojea un álbum de postales en el que agregar las fotos que le gustan. Aunque todos escapan dando gritos, parecen detenidos, estáticos, inertes, pegados sobre el caos.

Porque no hay demasiadas ambulancias, los médicos del grupo del Noveno suelen ser de los primeros en llegar. Entran al cataclismo con la resignación de la costumbre y entonces, los que han quedado en pie pelean por ellos, disputan por ellos y los tironean y los arrastran de un lado a otro, de herido en muerto, desesperados por salvar a sus seres queridos que estaban allí un minuto antes y ahora son heridas o pedazos.

Es imposible detenerse en alguien porque son demasiados cuerpos por doquier y se requiere apenas el instante de un golpe de vista para entender a quién salvar y en quién no se puede invertir tiempo.

En la camioneta que oficia de esa ambulancia que han conseguido improvisar, suelen cargar de a varios y los trasladan hasta el hospital, como si de mercadería se tratara. Poco se puede hacer en el terreno ya que, en general, al primer estallido suele suceder un segundo y a veces un tercero, porque en esos ámbitos la muerte parece inconformista y regresa y regresa a la cosecha.

El terror es, para la muerte, un consorte de lujo.

El Noveno y el Tercero, que «dominan el campo» como siempre explica Víktor el acto de escogerlos, protegen al Ebrio y a su paramédico. Es uno de los que aún resta del diezmado ya plantel de Mathi. Se complementan bien, sin sobresaltos, con imperio sobre la realidad horrorizada en la que funcionan de manera eficiente.

—Les dije que ese tiene experiencia en estas cosas —apunta el Noveno—. A los hombres los definen sus gestos.

—¿Por qué a ti te da por la filosofía cuando estamos en estas misiones? —se queja el Tercero, sonriendo. Ayuda con un cuerpo al paramédico y observa al Noveno que no lo ha escuchado, porque está ahora junto al Ebrio, ambos arrodillados junto a un cuerpo.

—¡Orev!… ¡Iala! Estamos completos —grita el paramédico— ¡Iala!¡Iala!

El Tercero observa a aquellos dos ahí. Se acerca, porque piensa que entre la debacle, no escuchan el llamado. Hay demasiado ruido alrededor.

El Ebrio sostiene la mano de un hombre al que el estallido le ha amputado las piernas y es apenas un resto de humano en un lago de sangre, que protege debajo de sí a un niño.

El Noveno intenta extraer el cuerpo pequeño, porque el hombre les implora que lo salven. Lo recoge, lo atrapa entre los brazos y asiente a la vez con la cabeza frente a los ojos de aquel resto que habla con el Ebrio y le encomienda a su hijo.

El Ebrio le dice que él lo cuidará. Repite varias veces «yo lo cuidaré».

Lo ven morir apenas sonriendo. El Noveno deja junto al cuerpo del padre también el del niño. Busca un momento la cabeza. Encuentra la mitad. La acerca al tronco.

Vuelven a la ambulancia.


John Madison

Out of this world

No me hablen de la muerte. No me pidan que acepte su embestida. No me pidan que acepte convertirme en su siervo ni tampoco que no llore a mis muertos.

Algo se rompe eternamente dentro de ti cuando pierdes a un hijo y no existe herramienta mortal en el reino de Dios capaz de arreglar tal avería, máxime si tu hijo no ha vivido lo bastante como para fabricar los suficientes recuerdos que a ti te gustarían. Y cada vez que uno de tus hijos vivos celebra su cumpleaños, o logra alguna meta, la puerta blindada de ese búnker que has construido muy al fondo de tu corazón para guardarlo se abre y tu hijo resurge en el umbral y te saluda. Ahí, sacas la cuenta de la edad que tendría si no se hubiera marchado y te preguntas qué número de zapatilla calzaría y en qué lugar trabajaría, cómo sería su novia y un sinfín de hipótesis que sabes que nunca tendrán cabida en tu realidad.

Sí, ahí empiezas a odiar el verdadero significado de la palabra Nunca.

La muerte es más difícil de llevar para los que se quedan que para los finados. Así que no, no me hablen de la muerte.

Yo podría morir hoy. He sido buen hijo, buen hermano, amigo. He sido padre y madre, buen esposo. He sobrevivido con una comida al día para que mi mujer y mi hijo tuvieran más posibilidades en cuanto a nutrición. Me he prostituido, he trapicheado, he gritado por mis derechos y los de mi hijo en un país dictatorial en el que a sus gobernantes les importaba un soberano maravedí el bienestar de sus conciudadanos.

No, no me hablen de la muerte. Yo he enterrado a un padre, a un hijo, a un hermano, a un abuelo, a mi mujer. En ese orden y en edades difíciles para aceptar la lidia con esa hija de perra.

Sí, yo me puedo morir hoy, y aquí paz y en el cielo gloria. Así que no, no me hablen ustedes de la muerte.

Sé bien lo que es la muerte. Algo putrefacto e injusto, algo indomable, porculero e incómodo que vive contigo los trescientos sesenta y cinco días del año. La muerte cena contigo, se viste, desayuna y trabaja a tu compás y sabes que será así hasta el día en que Dios te llame a filas y, finalmente, vuelvas a reunirte con tu hijo y el resto de tu fallecidos.

Hay un tema tabú en mi literatura, se llama Manuel Martínez Shong: mi hijo. Ni todas las palabras y metáforas del mundo, ni todas las novelas conseguirían traermelo de vuelta. Así que no, no me hablen de la muerte.

Quien no ha perdido a un hijo no podrá jamás saber de lo que hablo.

Por el amor de Dios: No me hablen ustedes de la muerte.

ARTE MAYOR

John Madison

Juan de los Muertos

(rima alterna)

Puedo olvidar mi cita con el médico
las gafas, el teléfono o el paso
castigador del sol de mi hemisferio
pero nunca su voz, ahí no hay trato.
Su voz me trae de vuelta del infierno.

Hace algunos otoños, tiempos malos
para la de la voz, pedí en secreto
a mi Dios sanador en desacato:
“Permítele vivir, yo te lo ordeno.
Y busca en el jardín de tus finados
las memorias de Juan, el marinero”.

Dios cumplio aquel mandato y un catálogo
de versos tramontanos y te quieros
nos marcaba la ruta por océanos
tan solo navegables en los cuentos.

Viví días felices al amparo
de su voz medallistica de ensueño
olvidando con ello que el naufragio
estaba por llegar. Los sortilegios
practicados por Dios conllevan altos
impuestos que abonar. Ya no recuerdo
la letra ni el arpegio de aquel canto
que levantaba oleajes en su pelo.
Dios se llevó mis barcos, mató a Madison.

Hoy solo reina un Juan: el de los muertos.


Eugenia Díaz Mares

Sin consuelo

(romance heroico)

Yo quise unir mi llanto con el tuyo
en busca de consuelo a nuestra pena,
abrazarnos callando nuestro espanto
de verla que quedaba bajo tierra,
perdida para siempre entre las flores
al quedar sin aliento y sin estrella.

Rechazaste mi mano y te encerraste
en el infierno solo con tristeza;
Me has dejado vivir sola mi lucha.
Cegada me abrí paso entre la niebla
para encontrarte hundido en tu silencio,
con candado en la voz y en esa celda
donde pagas las culpas que no debes,
sin encontrar reposo con tu entrega.

Quisiera descansar y que descanses
llorando junto al mar aunque nos duela.


Morgana de Palacios

Baja las armas

(quintetos)

El diablo me observa desde la sombra
con gesto displicente, me inhibe el roce
con tu boca pausada, la que me nombra
en la carrera diaria y hasta se asombra
de este empecinamiento que desconoce.

El diablo no sabe de mis anhelos
ni de la guerra santa que me desvela.
No sabe que atravieso todos los cielos
como un águila oscura de altivos vuelos
hacia la luz amante de tu candela.

El diablo del tiempo me desespera
con sus cambios de horario sobre mis risas,
pirocúmulo extraño para la espera
del incendio que llega y que persevera
cuando para mis ojos te descamisas.


Gavrí Akhenazi

Mar de viento

(romance heroico)

En la ecuación final, cálida y ágil,
quiero tu nombre aquí, si es mi derecho
ser el que te ha besado la palabra
en la infidelidad de los deseos
forzandote a vivir de cara al sol
las incomodidades del secreto.

No he conseguido pronunciar tu boca
con el rubor de un niño descubierto
lanzando papirolas de amargura
al alféizar sin tiempo de tu tiempo
porque me he dedicado a ser el hombre
que se ha gastado el negro entre tus pechos
la cruda noche en que tu navegante
ha debido enfrentar mi mar de viento.

Hemos viajado por la vida entera
irrespetuosos y en espacio abierto,
porque escribir de cara a tu mirada
representa un desnudo a fuego intenso,
que derrite su cáscara de espanto
mientras nace de él este hombre nuevo.

Te dije siempre, traducción mediante,
que el judío te nombra «su consuelo»,
en esta amante edad que llega tarde
a provocarnos el renacimiento.

Nejama, mi nejama, mi guerrera,
que empapeló mi tumba con sus versos.


Idella Esteve

Ocaso y ciprés

(serventesios)

Deprisa o demorando recorro mi camino
y voy desaprendiendo aquello que dolía
por no querer llevarlo al fin de mi destino
para que no se torne en mi última agonía.

Se me apaga la luz y se me enciende el llanto;
las lágrimas no sirven ni siquiera en la sombra;
se abotargan los ojos, permanece el quebranto,
nada se nos olvida y todo se renombra.

Y con supremo esfuerzo en momentos extremos
hago acopio de vida para verme feliz,
-lejanos son las losas, cipreses, crisantemos-
sonriendo al horizonte como una buena actriz.


Ana Estepa

Desde que me despierto

(romance heroico)

Desde que me despierto hasta que duermo
llevo mi delantal como estandarte,
con mi niño montado en la cadera
y mi pecho dispuesto a amamantarle.

Desde que me despierto hasta que duermo
cocino, plancho, limpio y tejo el aire
que se enreda en las curvas de mis venas
y me llenan de vida para darte.

Desde que me despierto hasta que duermo
espero a que regreses con la tarde
mientras pasan las horas y en la espera
me dibujo los labios de besarte.

Desde que me despierto hasta que duermo
el brillo de mis ojos se reparte
entre el vaivén del viento por la hierba
y en contar los segundos para amarte.


Isabel Reyes

Nueve lunas

(cuartetos)

¿Ves aquélla mujer mecer la cuna?
Parece tan posible y tan cercano
tocar el horizonte con la mano,
uncirle un cielo nuevo a la fortuna…

Nueve lunas comió una por una
ese vientre crecido del rellano;
las tibias levaduras del arcano
leudaron en sus pechos una duna.

¿Adviertes la patada inoportuna
la náusea repentina y el desgano?
¿La larva del antojo a contramano
de ese cuerpo por dos, su raya bruna?

La punta del pezón como aceituna
que espera el amasar de su artesano
ya sueña con la vida mano a mano
¿Has visto a esa mujer mecer la cuna?


María José Quesada

Floración del almendro

La noche se ha inclinado en el almendro
rozando su clavícula en las ramas
y al ir a recogerse los cabellos
caídos hacia un lado de la cara
se ha roto su collar de cuatro espejos
y todo en el almendro ahora es luz blanca.

VERSO LIBRE – VERSO BLANCO

Antonio Rojas

Imagen by Brands Amon
Fantasmas de tiempos pasados

Hacia algún lugar se va borrando el contorno esbelto de la noche
y se marchan las estaciones que nos sueñan
a mundos que se quedan sin luz
como soles apagados de un zafiro.
Tan lejos te fuiste con la oscuridad envuelta en tus pupilas
a esas remotas aldeas del ayer
donde yace el amplio corazón de los que amaron
al lado del temblor desnudo
que les arrebató el primer asombro.

Igual al solitario que arrea su embarcación destartalada por los mares
atento a ese ribazo donde el azul se quiebra
y susurran el más allá las caracolas,
te busco con todo lo que soy y lo que espero,
por si tal vez siga tu historia en esas arenas del olvido
y se aferre aún el invierno a tu chamanto,
al joyel y al anillo que en tu último Diciembre
luciste detrás de las vidrieras
para que más brillara la aurora
en el negro adivino de tus ojos
que sedujo jaguares en los míos,

Llueve y acaso escuche el nombre que tendrás mañana;
ahora: es el peso aplastante de la ciudad sin ti,
donde tú comienzas y lo demás termina,
y dice Kafka
que no somos más que fantasmas de tiempos pasados.


Isabel Reyes Elena

Imagen de 경복 김 en Pixabay
Naúfrago en tierra

¿Qué tiene dentro la paz de la palabra?
Y muchas aguas
diluviaron encima de mis manos
sin dar con la respuesta.
Estoy muy sola
con unos cuantos nombres desnudando mis ojos.
Han huido de mí
dejándome en los dedos un perfume
de armas y ceniza.

Yo soy una mujer imposible de atar
que va dejando huellas por la arena,
un perdido perfil en un retrato
que no acierta la luz.

Y quemé mis pestañas y mis dientes
en las hondas hogueras del ocaso
con la misma pregunta.
¿Quizás puedo cambiar de rumbo al mundo?

Pero muchos maldicen mis palabras
se juntan en las tardes,
conjuran al crepúsculo, se miran
buceando en los ojos y si oyen
un momento mi voz levantan árboles
y el mar ponen en pie. Ya no hay orillas
para mí que soy náufrago de tierra.

Ahora al mediodía de mis años
dejo que vengan otros a robarme
lo que yo nunca tuve , que me exilien
a una tierra jamás pertenecida
y no sean las sombras
quienes pongan mi grito en cuarentena.

Me he dado tanto
cuanto me fue posible, mas ignoro
si me queda en los huesos algún haz
de luz por entregar. Mientras, persisto
luchando por un mundo más humano
con toda mi inocencia en carne viva.

Que nadie venga
ahora a apedrearme la mirada
pues me sobra el arrojo
para quebrar sus cántaros de sombra.


Orlando Estrella

Cosas de compromiso

Nunca he sido el más rápido ni tampoco el más diestro,
sólo he jugado con las cartas limpias
en un campo minado de alimañas.

Me ha bastado cuidar mi espacio siempre
como esos animales acosados
y despreciados por el hombre
y nadie ha traspasado esa personal línea
al menos que lo haya permitido.

Sé que eso no es vivir de acuerdo con los tiempos
donde hay que estar globalizado, público,
donde nos puedan ver con su mira letal.

Así he sobrevivido
no por ser más certero, quizás sí el más prudente.
Y un dolor escondido, invisible, probable,
de darle gusto a una pobre rata
de cargarse y pisar a este tipo de hombre.

Si parezco arrogante, puede ser mi gran culpa,
pero guardo recuerdos:
permanecer callado y fuerte, mientras,
me pedían a fuerzas las palabras.

¿Eso es orgullo? Sí.
Y creo que cumplí con mi deber
a proteger a mansos, también a cimarrones.

Esas fueron las cosas
del compromiso.


Jordana Amorós

Imagen by Markus Kammermann
Feroz melancolía

Ni los ojos se inmutan,
ni el corazón se duele.

Ahí fuera un insecto
acaba de estrellarse contra el cristal,
se agitan
las hojas ya resecas al sentir el aliento
de la brisa otoñal
y un pájaro despide con un réquiem magnífico
ese rayo de Sol, aún tibio de Octubre,
que regala la tarde.

Aquí dentro, tristeza
exhala cada pétalo
de esa última flor que me brindó el rosal,
que en un jarrón de vidrio,
cortada, languidece.

¿De qué me quejo yo?

¿De tener una mente soñadora,
amante de extraviarse
en elucubraciones metafísicas,
y una piel sensitiva hasta el espasmo?

Hoy han nacido estrellas
y han llegado a su fin constelaciones.

La vida ha de seguir sin detenerse
su ritual de costumbres.

El que el humus al humus
deba volver,
no es drama.

La tragedia es saberlo.

Y presentir
que al aventar tu polvo
no ha de haber quién se inmute,
es lo más natural
que no tiemble siquiera ni un átomo del aire

Dolor es la certeza que te infesta,
feroz melancolía, igual que una carcoma
mordiéndote la carne.


Ana Estepa

Imagen de jwvein en Pixabay
Laberíntica

Es comprensible que no me entiendas.
Yo nunca me hallo
cuando más me necesito.
Estoy ausente entre mis pensamientos,
perdida sobre mis huellas
en un laberinto absurdo
que tejí para nadie.

Tantas veces me he matado
que ya no sé si soy
una ilusión de mi memoria
o un cuerpo vulgar y tangible.

Puedo jugar al juego de las ilusas
y convertirme en una víctima
de mis propios trucos,
pero si el corazón se aferra
a la locura
debo de deslizarme
entre las sombras, callada,
antes de que enraicen los latidos.

Perdona mis silencios,
o si mi voz te hizo daño.
Si me marché de puntillas,
de forma inesperada.

Solo busco la forma de huir de mí misma
y de encontrar la manera
de volver a estar sola.


Silvio Rodríguez Carrillo

Imagen de earth kiss en Pixabay

La torre

Desde siempre la lluvia y su susurro
que no perdona rabias ni asiste por lo bajo
al que ajeno a lo bello se dedica
al odio sin secuelas, al puño sin violencia
que termina en bostezo, en una lástima.

Y por siempre los guiños atrevidos;
la mirada furtiva que busca en el debajo
de las faldas aquello que le empuja a encontrarse
con el límite puro de su hombría,
el vacío que llena con las putas y santas
que escribiera el Humberto en su novela.

Los ríos

Si después de mi risa y mis lamentos,
se llena tu pantalla de perfiles exactos,
con errores sin faltas estudiadas,
con aciertos fortuitos, regalos de Fortuna,
disfrutalos a pleno, que son tuyos.

Yo sé bien acentuar que soy pasado
si el futuro me muestra que me toca perder
o ganar -con los años es lo mismo-,
y me gusta cederte la palabra final
por si acaso te preña de alegría.

Los huecos

Sin ayuda me elevo y crucifico
–sobre el rojo tardío de todos los crepúsculos–
el suspiro intranquilo de las niñas
que en mi boca anidaron su verdad que pretende
imponerse por Roma a quien no ama.

Con mi sombra y mi nombre a los costados,
trepado a las rodillas que me quebré de joven,
me desplazo y te aparto; nos excluyo
del relato sencillo que dicen y murmuran
los que lucen, sin gloria, sólo huecos.


Morgana de Palacios

Disforma

Un poeta se sienta ante el papel en blanco
y dice,
hoy voy a escribir un metro y medio
de poesía amorfa
que es lo que se lleva hoy en día
pero además
como soy un innovador de la disforma
la voy a vender al peso.

¿Cuánto vale un kilo de poesía amorfa?
¿Y un kilo de talento, cuánto vale?

¿Cuánto pesa un metro de poesía de amor?
¿y de odio? ¿y de despecho?
¿y de libertad, oiga, cuánto pesa un metro de poesía libericída
arengadora de hordas verbolálicas?

¿Y qué es lo que más pesa en la lírica por metros?

Ya lo sé
la elegíaca
sin duda,
la mortífera, la letal,
la poética del desahucio
el resto,
pecata minuta intrascendente.

Ya no existen las formas,
así que olvídate del clásico
«y pesan más dos tetas que dos carretas»

ahora, ya sabemos que del amor al porno
hay 30 gramos
y que el desamor pesa un poco más
y un poco más el despecho
y un poco más
pero poco
la soledad.

Yo quiero romper el oremus del ojo lector
y escribir un metro de elegía
sobre la muerte de lo que sea

muerte y muerte, mucha muerte
pesadísima

-Ah la erótica de la muerte-

al fin y al cabo se trata de un negocio
que no entra en forma alguna

¿Quién me compra un cuartito de lengua putrefacta?

Anímense
que a mí me quedan tres centímetros
para terminar de cagarme
en la putamadredelapoesíadisforme.


Gavrí Akhenazi

Manual de uso

Esto que hago
es una especie de desaprendizaje.

Un regreso a lo darc tan necesario a mi supervivencia.

Mantener en la boca las continuas deslunas del suspenso
deshabitar la calma,
acidular la miel de lo que nunca mutará en ceniza,
cargar el repertorio con antiguos hedores
y dejar que refluyan los crujidos a hueso descarnado.

Esa victoria pírrica sobre la antigüedad de tus cadáveres
solo ha alojado ruina en los pasillos

y las malas arañas
tejen sus leyendas de sal sobre los ojos
de las perfectas fantasmagorías
que insisten pegadas a los muros.

La gloria ha caducado en su oropel de miedo
mientras todas las ratas que han saltado del barco de la fe
están ahítas de su propia mierda
en despensas vacías.

Solo hay que dejar morir lo que no sirve
para prevalecer.

Y luego,
renacer holgadamente oscuro y torrencial
para ser destripado por tu idioma.

Ana Estepa, poemas

Imagen by Emily Schoieme

Palabras

Las palabras importan, y se quedan grabadas
más allá del momento en que se dicen.
No son tan solo aire que escapa por la boca
en las ondas acústicas.

Las palabras definen circunstancias
delimitan fronteras, tejen lazos;
reflejan realidad o velan falsedades.

Hay palabras suicidas
que engatusan, confunden, enloquecen…
palabras que despliegan alas de mariposas
de colores y formas deslumbrantes.

Y palabras que muerden las entrañas
que envenenan, destrozan y asesinan.

Otras veces palpitan en los labios
como un corazón abierto al cielo.
Entonces, las palabras son suspiros
que brotan de los versos de un poema.


A dentelladas

Puede llamarme ilusa, tonta, loca,
cabeza de chorlito, majareta…
pero nunca seré la marioneta
que manejen los hilos de su boca.

Sabe que el corazón se me disloca
y que no soy capaz de estarme quieta,
que me arde la sangre y soy veleta
heredera del viento que me toca.

Que me niego a tener que acostumbrarme
a vivir en palabras silenciadas,
y me asfixia el trasiego rutinario

hasta ser un desierto carcelario
en la voz que no quiero más callarme.
Y me como la vida, a dentelladas.

Selección de poemas de Ana Estepa

Imagen by Robert Balog

Tu nombre

Cada vez que te nombro, reverdezco,
dejo de ser un nicho cotidiano y oscuro
y el mundo se hace luz iridiscente.

Tu nombre me acaricia la garganta
si brotan de mis labios
susurros que en el viento
son pájaros nocturnos,
que vuelan para darte
tu nombre con mi voz bajo las alas.


De nuevo tú

Estás aquí de nuevo
con un cuerpo distinto y otro rostro,
mas la misma mirada
que me hizo cruzar la frontera prohibida,
en donde caminamos los secretos
que quedarán por siempre en la memoria.

Otra vez eres tú,
creador de pulsiones, artesano de estragos,
quien me busca y me halla.
Yo, que ya encontré un hueco bajo tierra
para ser invisible ante tus ojos
estoy aquí
latiendo y tuya.


Interrogantes

Adónde fue a parar el amor que inventamos,
las horas en la cama alejados del mundo,
dejándonos la piel entre los dientes.

Dónde andará la voz que se prendió en mi pelo,
las historias, los mapas que navegamos juntos,
desnudos, ante un mar inabarcable.

He buscado debajo de los muebles,
dentro las paredes que todo lo escucharon
y que todo lo observan, silenciosas.

Sólo quedan las manos que agarran los cimientos
de una construcción estrafalaria
sobre un lodazal de arenas movedizas.