Revista Ultraversal edición número 8

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Editorial » Por Gavrí Akhenazi

Sumario

Poesía » Buscando el azul / Renacimiento / El olmo / A mi yo poeta » Por Arantza Gonzalo Mondragón, con fotografía de la autora
Prosa »  Polvo de yeso / Recuerdos de un inmigrante / Desequilibrios » Por Silvana Pressacco
Poesía » Me reconozco fiera / El ojo de Satán / En(carnadas) / Al fondo de los hombres » Por Morgana de   Palacios
Reseña » Tierra: Un libro de Silvio Manuel Rodríguez Carrillo » Por Ruffo Jara
Novela » El brillo en la mirada (tercera entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi
Poesía » Lumínica / In-crédula / Pequeña infinitud / Nostalgia » Por Mariví González
Artículo » Praxis poética » Por Alejandro Salvador Sahoud
Poesía » Poeta no te calles / En remisión / Las tardes en espera / Solo sueños » Por Eugenia Díaz
Reseña » Asesinando a mi madre (y otros poemas violentos)  » Por Silvio Manuel Rodríguez Carrillo
Poesía » Y si muero que no me repatrien / Anatema contra el mal versolibrismo / Hubo una vez una ciudad canalla / Décima sin nombre » Por Ricardo Fernández Esteban
Humanidades » La canción: fusión de música y poesía  » Por Mercedes Carrión Masip
Poesía » ¿De qué presumes, Mayo? / Desmemoria / Lorquiana / La zarza y el tendedero » Por Juliana Mediavilla
Prosa » La ventana de Ione » Por Idoia Laurenz
Entrevista » Carmen Jiménez » Por Rosario Alonso
Artículo » Recursos literarios (octava entrega) » Por Enrique Ramos

Staff

EDICIÓN NRO. 8 – SEPTIEMBRE 2016

Dirección general
Gavrí Akhenazi

Subdirección
Silvio Manuel Rodríguez Carrillo

Redacción
Arantza Gonzalo Mondragón
Eva Lucía Armas
Morgana de Palacios
Rosario Alonso

Diseño & diagramación
Jorge Ángel Aussel

Ilustración de tapa
Ovidio Moré

Sonata en amarillo: dedicado a Mirella Santoro

Autores que aparecen en esta edición
Alejandro Salvador Sahoud
Arantza Gonzalo Mondragón
Enrique Ramos
Eugenia Díaz
Eva Lucía Armas
Gavrí Akhenazi
Idoia Laurenz
Juliana Mediavilla
Mariví González
Mercedes Carrión Masip
Morgana de Palacios
Ricardo Fernández Esteban
Rosario Alonso
Ruffo Jara
Silvana Pressacco
Silvio Manuel Rodríguez Carrillo

Revista Ultraversal está bajo una licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-Sin-Derivar 4.0 internacional (CC BY-NC-ND 4.0).

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Revista Ultraversal ed. Nº 8

Editorial de la edición número 8 de la Revista Ultraversal » Por Gavrí Akhenazi

Ni los escritores ni los poetas tienen que encerrarse en una torre de marfil, argumentando como clave exculpatoria, que una inmensa masa no los comprende ni interpreta, cuando, lo que deberían hacer, en realidad, es analizar el porqué de que no se los entienda. Es mi prédica constante, saturante, hartante y siempre a contracorriente de los mundillos que terminan trenzando intelectualidades de salón, apasionadas exclusivamente por robustecer su distancia del resto de los mortales.

Sostengo que las élites son tapones de basura en la boca de un caño público. Están ahí, entorpeciendo todo y sobre todo, impidiendo el acceso a su núcleo cerrado, a todo un público que termina clavándose con obras que son una verdadera porquería, escritas exclusivamente para satisfacción del ego personal y sus cuatro cultores que manejan la opinión crítica con el más absoluto descriterio.

Cuánto más se aleja el escritor del núcleo social, cuánto más complejiza el diálogo con su lector, más recalcitrante se vuelve, apoyado por una corte que hace de lo que ellos entienden por cultura, un Olimpo de cuatro iluminados que miran a los otros desde lejos, no sea que alguno tenga un talismán místico o algún conjuro cabalístico, que les quite sus prerrogativas de élite.

Se recocinan en su propio jugo y engordan con él esa idea difusa y casi mítica que se tiene de que los escritores reciben su poder emanado de Dios, como otrora los reyes.

Luego, está el marketing, que deviene de la misma circunstancia, porque en la actualidad todo es un comercio y sacando las revistas independientes que apuestan por las culturas de resistencia o dan espacio a los que lo necesitan, todo lo demás pertenece al circuito comercial y se maneja con dinero y no con talento.

Así, los bodrios que alcanzan el mercado y son publicitados hasta la insensatez por la opinión comprada de tres críticos de merchandaising.

Yo creo que hay movimientos literarios que se gestan en una convicción de transmitir determinadas vertientes sociales e históricas.

No se puede desvincular el arte de los cambios que la sociedad experimenta, como si fuera un objeto no representativo del hombre, sino de algún abstractismo ignoto al que se accede sólo por voluntad divina.

El artista debe ser un testigo de su siglo, de su núcleo, de su historia de raza, de su historia de humanidad.

En esa clase de movimientos creo yo. Los que marchan con el hombre y llevan sus banderas.

También es cierto que no todo el que ponga letra en un papel puede llamarse escritor. Ese es un fenómeno obsceno que sucede en internet, mediante el cual, gente que no tiene puta idea de lo que es un oficio real y concreto, llama «poeta excelso» a cualquiera que pegue (porque pegar no es rimar) mañana con campana, sin la mínima noción de lo que es un desarrollo artístico en cualquiera sea el texto literario que encare ni tenga la más elemental base gramática (ya no pido talento) como para una redacción —por lo menos— coherente.

Lo más trágico es que, en la compulsa, todos entran en el mismo saco internetero y es muy difícil establecer parámetros con aquellos que tienen el convencimiento de que son grandes escritores, porque otros, que no entienden nada de literatura (no me pongo elitista sino que hablo en base a los años de oficio que tengo encima) los convencieron de eso, alabando engendros que no resisten siquiera el más elemental análisis sintáctico.

Como novelista, observo este fenómeno (el de internet) mucho más frecuentemente en poesía que en prosa, aunque ésta ya también vaya siguiendo el mal camino de otras circunstancias literarias, hasta que la literatura termine por convertirse en un subvertido arte menor (y no me estoy refiriendo precisamente a versos de «hasta ocho sílabas»). ◣

Arantza Gonzalo Mondragón – España

fotografía de la autora

Buscando el azul

Hay gente que pasea el cuerpo
y gente que pasea el alma.
Unos corren por los andenes
para no perder el tren de la primavera
mientras otros esperan a que el invierno les estalle.
Hay corazones que guardan billetes caducados
en el fondo de un violín de tiempo,
buscando un amor
que les robe la memoria
y así olvidar la soledad
que borró días en el calendario.

Quizás debamos restar a las estaciones
los minutos en que las flores salen,
arañar los perfumes y los colores
dentro de un universo imaginario,
esperar que regrese del baúl escondido
el impulso definitivo hacia azules más intensos.

Puedo perdonarlo todo,
excepto que no me quieran.


Renacimiento

Volviste de las cosas dormidas,
del silencio podrido de las sienes
y los instrumentos cubiertos de polvo.

Volviste del desierto olvidado por los dioses,
del tren fantasma donde nadie viaja
y el sillón eterno donde yacen las flores.

Tu patria era el éxodo donde morían los vinilos.

Pero resucitaron en tu garganta
las cuerdas adormecidas por el humo,
las cuerdas momificadas de ausencia.

Pero volviste,
sereno, renovado,
malherido por el talento.

Llegaste a mí con el perfume que toca todas las cosas,
con la elegancia con que miran tus ojos.

Qué decirte,
que me gusta el lugar que ocupas en el mundo,
qué decirte,
que me gusta el que ocupo yo,
prisionera de tu encanto.


El olmo

Una vez vi que un olmo dio una pera
y me quedé atrapada en su prodigio,
por eso vuelvo cada primavera
a buscar en la rama algún vestigio.

Por momentos parece que germina
que quiere agradecer mi confianza
pero pronto el amago se termina
y vuelvo a mi normal desesperanza.

Qué terca mi insistencia en lo imposible
estando el campo lleno de perales.
¿Será la realidad tan insufrible
que prefiero elegir mis propios males?


A mi yo poeta

Te doy mi boca
para que hables al mundo
y te conviertas
en domadora de relámpagos
capaces de encender
el fuego en los renglones.
Esa que ves delante del espejo
esconde la emoción de los perfumes
que excitan el olfato buscando expectativas.

Para hacer magia has de ser capaz
de traducir el alma.

Silvana Pressacco – Argentina

Polvo de yeso

Fue oportuno estar ahí en el momento justo en el que la estatua se trituró contra el piso a raíz del empuje  que le dio tu soberbia. Pude ser testigo de cómo se elevaba por el aire el polvo del yeso mientras moría definitivamente  el brillo de tu imagen.

Nunca lograste conocerme —o tal vez  nunca pudiste—  porque caminabas frente a espejos recitando de memoria tu nombre. Te nutrías  tan solo con los logros de tu propio huerto mientras  una ciega con las rodillas lastimadas lo  abonaba en los climas inadecuados.

Ahora es inútil  que hables de regreso porque me llevó mucho tiempo limpiar la basura. Además debo confesarte que ya  no tengo altares, ni siquiera religión.

Sinceramente —para qué mentir— no me seduce un dios craquelado. ◣

Recuerdos de un inmigrante

companerismo

No podía saber cuántos momentos había borrado de su memoria con los años, pero el primer día en Argentina seguía intacto y lo revivía como si fuese esa misma tarde. Volvía a ser un niño en las calles grises del puerto, sintiendo cosquillas de incertidumbre y un miedo indescriptible comiendo su hambre mientras se sujetaba a la mano callosa de su papá como lo único seguro.

Dos días después de haberlo desembarcado el bergantín había vuelto a partir, y aún maldecía no haber seguido el impulso de subirse de nuevo olvidando lo que se esperaba de él. Comprendería después que por su cobardía había perdido la única oportunidad de volver a los brazos de su madre. Desde entonces, ningún barco se la trajo y ninguno lo regresó. El sueño de volver a Italia moriría con él, enterrado bajo una tierra que lo había cobijado pero en la que siempre se sintió un intruso. Una tierra en donde conoció temprano el abandono, la pobreza y el sacrificio.

Aún le dolía la mano gruesa y firme de su padre posada en el hombro, la presión del moño que acomodó en su cuello y la caricia fría sobre el flequillo para despejar los ojos que vencían a las lágrimas. Él tenía tan solo 8 años cuando lo vio partir dejándole un montón de mentiras como única esperanza, un patrón severo, una cama dura y por techo  un galpón que competía en crueldad con las temperaturas exteriores.

El recuerdo venía acompañado siempre de los mismos dolores que validaban sus convicciones, no era bueno amar y mucho menos confiar.

Había logrado sobrevivir sólo y en su corazón nunca hizo espacio para nadie. ◣

Morgana de Palacios – España

Me reconozco fiera

El problema es que yo no ofrezco nada,
ni miel ni hiel ni carne de papel,
ni meta que alcanzar ni andarivel
ni siquiera una lengua amaestrada
en violencias virtuales, abocada
al más puro fracaso realista.

Si peco de algo es de fetichista
coleccionando versos asombrosos
que cambio por los míos venenosos
con quien no cree que me pasé de lista.

Me reconozco fiera. De telones
entiendo poco y nada. Boca adentro
carezco de pudor y salgo y entro
de mí sin timidez y a borbotones
sin pretender de nadie absoluciones
al pecado de serme en sinrazón.
Tú cuida, si peligra, el corazón
que conmigo te arriesgas al infarto.

Sé que acabo doliendo como un parto
y que termino siendo una adicción.

Y te estoy taladrando las neuronas
sin pose, sin teatro, sin divismo,
te estoy acompañando a ser tú mismo,
a definirte sin las bravuconas
consignas de la hombría cabalística.
Te estoy zarandeando con la mística
de una mujer que está en huelga de hombre
por motivos que no vienen al caso.

Tan rebelada estoy contra el Parnaso
como tú contra el filo de mi nombre.



El ojo de Satán

Yo ya no me apaciguo ni en mis propias pulsiones
y escribo desvaríos por encontrarme el centro,
por transmitirme absurda desde el punto de encuentro
con otros ojos libres. Por amargas razones,
ahondar en el útero de las desilusiones,
les quita la coraza, el acero, la roca.
Catártico el instinto rebelde de una boca
que desnuda tragedia para vestir consuelo.
Yo uso la palabra como el largo escalpelo
que limpia las heridas que el amor me provoca.

El verso me conduce a falsas posiciones
y dejo que me roben lo que me pertenece
pero no soy culpable si el desengaño crece
como la mala hierba sobre los corazones.
Yo camino de vuelta de avernales razones
y no hay sitar que imite la voz de mi armonía
ni llama que se prenda en la noche vacía
para paliar mi ausencia del ojo de Satán.

Mi boca se rebosa de caliente champán
cuando le miro fría, fría, fría.

En(carnadas)

Será por algo, entonces, que las mujeres sangran
cuando se caen desnudas desde el aire translúcido
sin que las apuñalen.

Será por algo
que se derraman purpúreas
y no verdes biliosas o ámbares seminales.

Será por algo, digo, que como las mareas
se van de sí, volviendo a sus adentros
con la luna regente en los instintos
y desbordan los cántaros terrestres
de neuróticas aguas escarlatas.

Será que por sus venas corre el hombre
de atávicos cuchillos afilados
para la gran venganza de su génesis
grabada en la memoria colectiva.

Será que no hay amor sin sacrificio cruento
en el altar de Cronos
ni vida sin la muerte
de sus cárdenas rosas menstruales.
Será que se suicidan gota a gota,
criaturas de sangre
para el semen de un dios
muerto de rojos.



Al fondo de los hombres

Al fondo de los hombres, yo siempre llego tarde.
A destiempo me gustan los que hubieran servido
para darle la vuelta a tanto amor fingido
y desmontar los tópicos sin excesivo alarde.
Yo no salgo de mí si inquietante no arde
la mente en una pira de surrealidad
y resulta evidente que, pasada una edad,
sin los inconvenientes que tiene la inocencia,
sólo un antiguo preso, ahíto de experiencia
puede acercarse un poco a mi exacta verdad.

En eso me distingo de cualquier hombre al uso
que sueña a los cincuenta con dos de veinticinco,
así que, siendo perra, no pego ningún brinco
por una galletita que morder, ni me excuso
por no ladrar eufórica ante el primer pituso
que me rasque la panza que muestro generosa,
con esa deferencia tan feble y cariñosa
de quien para el paseo, no te pone bozal.

Pero eso ya lo sabes. Soy esa fleur du mal
que llega siempre tarde, herida y sospechosa.

Tierra: Un libro de Silvio Manuel Rodríguez Carrillo

Por Ruffo Jara

FICHA DEL LIBRO

Título: Tierra
Autor: Silvio Manuel Rodríguez Carrillo
Publicado: 2007
Género: Poesía
Editorial: LER
Idioma: Español
Páginas: 288
ISBN: 978-1-59754-298-2

En un época en que la humanidad vive muchos de los más bellos espejismos de su historia, surge TIERRA, sexto libro de poemas que nos ofrece Rodríguez Carrillo, en el que confirma una vez más su labor incesante, continua y extraordinariamente prolífica, y la fuente inagotable de donde extrae las más sorprendentes ideas y su visión particular y profunda de la realidad.

Dijo Bacon que el orden verdadero en el que tiene que desarrollarse la experiencia, comienza con la instalación de una luz que muestra a continuación el sendero. En Tierra, continuación de una serie iniciada con Agua —y de trabajos anteriores— Rodríguez Carrillo va construyendo a lo largo de 100 poemas, un universo que ofrece, frase tras frase, infinidad de llaves que van abriendo las puertas a una luz distinta y las más de las veces poco deseada: la del esfuerzo, voluntad, sacrificio. Un sitio donde se combinan lo estético, lo misterioso, lo oculto, lo aparentemente contradictorio, el fondo y la forma… La crisis del hombre, la conquista de sí mismo a través de la lucha, la presión apenas sostenible, ese rozar el borde del precipicio sin temor a la caída, todo esto y más están presentes a lo largo del libro, cuya complejidad y la profundidad del mensaje vuelan a una altura a veces inalcanzable.

Dice: Lugar cruel y a su medida puro, sin huellas en su camino / Que siempre es de ida y así va más allá del siempre de una niebla. La TIERRA de Rodríguez es un lugar que sólo posee rastros de la senda oculta, que va develándose con cada espina que se clava en los pies, donde el camino es cada quién y la fuerza no viene de afuera sino de dentro. No existe retorno, sólo un continuo ir hacia adelante en un eterno volver a empezar, donde el esfuerzo genuino manifiesta la senda verdadera. El autor transita por derroteros sicológicos, emocionales, filosóficos en que se unen todos los hechos registrables, los sentimientos comunes, los ignorados, los escondidos.

Así, con una sutil sensibilidad para captar los entramados más complejos de la existencia, y valiéndose probablemente de su propia experiencia, de la fuerza de la historia, del hermetismo, de la kábala, de textos sagrados, va dejando ver el mensaje que guarda el observador: su tristeza, testigo de todo, visión lejana, morador en los confines del alma. El difícil puente que se construye en la persistencia y por el que todos habrán de pasar… No rehuye al dolor, porque sabe que es en el dolor donde se construye un corazón puro; ni al cansancio, pues en lo exhausto es donde nace la esperanza y en su agotamiento aprende sus reservas infinitas. La visión del poeta, ora centralizándose, ora descentralizándose, mirando y viendo: el pasado, el futuro, la continua posibilidad del ahora, la fortaleza de los que no sueltan la rienda. Acceder a la verdad para que surja el poder de la palabra que ayuda, alienta, fortalece… La cuerda tensa que fija y define la tensión de la vela / Que domina al viento cuyo origen jamás podrá conocer.

Ensaya con acierto formas de verso de luminosa elaboración,  encendido lirismo y profundidad, dando continuidad a sus historias —esta vez de tierra— ( pri hi d ti = primera historia de tierra, etc.) donde, a manera de campo de batalla, entabla una guerra total, una guerra de Rodríguez contra Rodríguez, donde la revolución de la vida personal es la apuesta a la que arriesga todo. Lo hará con otro, y a sí mismo habrá de dominar / Merced a su existencia, el verdadero precio del rescate. Estropeador de máscaras, el autor se ubica dentro y fuera del tiempo, en la tierra y fuera de ella, en las calles y en los templos, develando claves, abriendo nuevos surcos, nuevos campos de conciencia, esculpiendo la personalidad para hacerla un instrumento de su alma. Alquimia espiritual: crítico severo e implacable y tirano inflexible para con su propio ser.

Una atmósfera de tristeza rodea al libro, y a la vez de vitalidad y empuje, en un gran juego de luces y sombras que resalta lo esencial de cada momento y la intensificación de ener-gías mediante situaciones extremas. Rodríguez sugiere, señala, enseña, da el golpe de martillo y esgrime la espada para alinear nuestra atención en la dirección que él considera correcta, ofreciendo sus palabras que pudieran ser el hilo conductor que, a manera de hilo de Ariadna, sirvan para explorar sus laberintos sin miedo a no encontrar la salida. Ve masticando la fatiga en los ojos / E intenta intuir el altanero espasmo / Que en la furiosa y continua corriente de agua / Representa una isla, pequeña por ser manifestación / Enorme por a sí misma saberse.

En suma, un libro tan fértil como la misma Tierra, donde cada palabra, como semilla caída en el corazón, comienza a germinar desde el principio de la lectura. ◣

El brillo en la mirada (tercera entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 5

Anecdotario

Por Eva Lucía Armas

Cayetana puso la tetera sobre el mantel bordado en encaje de la bandeja y sonrió.

Solamente a ella le había contado que estaba frecuentando al «señor Irala» por ese cúmulo de casualidades que terminaron transformándose en un hábito y después, para mí, en una necesidad.

Muchas cosas de mi propia naturaleza me identificaban con él y como a él parecía sucederle algo más o menos similar, encontrarnos para conversar o para no conversar y caminar en silencio —aunque yo demasiado silencio nunca pude hacer— era parte de nuestra rutina diaria.

Si algo sucedía que nos impedía encontrarnos, entraba yo en una especie de necesidad difícil de explicar que no se calmaba hasta que conseguía dar con Irala en alguna parte.
—De cualquier modo, cuídate, Luisi… No está bien visto en esta casa el señor Irala y no faltarán lenguas que traigan el rumor a los oídos de papá. Evítate un disgusto … —me recomendó suavemente Cayetana, mientras regresábamos al saloncito llevando el té.
Yo le había contado lo que me sucedía, porque mis hermanas estaban conversando sobre Genara, quien, como Irala iba seguido a cenar a su casa por asuntos de negocios con su padre, se consideraba candidata probable a ser su futura esposa, porque, todo según mis hermanas que contaba Genara, el tipo le establecía encima su negrísima mirada y no se la quitaba en toda la noche.

Hasta que ellas no me contaron eso, yo no había advertido cuanto me importaba Daniel Irala ni por qué me importaba tanto.

Me había engañado a mí misma con una amistad sin implicancia, entre dos almas gemelares que comparten su visión peculiar del mundo y sus habitantes.
De pronto, sus ojos me importaban, su voz me importaba, su vida me importaba. Lo extrañaba si no podía verlo todos los días y atribuía ésto a que él interpretaba mis sentimientos y pensamientos como nadie. Era el mejor de los amigos hasta que se transformó en la más urgente de mis necesidades. Todo gracias a Genara. Como si ella hubiese tenido la sola misión de descorrerle un velo a mis ojos.

Sin duda, a la misa del domingo concurría todo el mundo y no se podía faltar a ella a menos que la enfermedad la diera a una por tierra y estuviera transformada en un ánima cercana al sepulcro.

Yo no me sentía en tal extremo de quebranto, pero la abstinencia obligada que me impuse para que el mal no acabara derribándome con peores consecuencias que las hasta ahora experimentadas, volvía el remedio de la misma calaña que la enfermedad.
“Purga de Irala” me dije cuando Genara regresó a contarnos que había ejecutado en el piano (para el buen partido que su padre peleaba por predestinarle) todo el repertorio que una señorita que se precie debe conocer.

Ella misma había puesto sus manos de “no hacer nada” en la cocina, sólo para decírselo a él, entre melosas sonrisas y gorjeos de calandria atragantada y él había festejado su gusto culinario y musical, mientras conversaba de negocios con don Fausto y ofrecía sus ojos      “de almíbar negro” según el decir de Genara, a los ojos que lo contemplaban fascinados.

—No te vayas a quemar con ese almíbar —le dije—. Son fosos de brea más que almíbar quemado —rompí al cabo la imagen poética de la pobre Genara y mi mal humor empezó a ser más malo y más negro.

—Nuestras familias están enemistadas —terció Bernardina, mientras yo me levantaba de la mecedora del jardín, donde escuchábamos el relato de Genara y hería el pedregullo del camino de acceso.

Fue en el momento del beso, cuando decidí purga y abstinencia “y si me quieres venir a buscar, vas a tener que entrar por la puerta de mi casa, Daniel Irala, arriesgándote a que mi padre te corra a escopetazos”.

El beso en cuestión fue en la mano.

Yo no había sido merecedora de tal privilegio ninguna de las veces en que estuvimos por allí conversando y riéndonos de nuestras propias similitudes y diferencias.

Tampoco vino a buscarme a la puerta de mi casa ni en los siete días que transcurrieron desde aquel hasta el domingo en que debía enfrentar la misa, porque no había concurrido a ninguna durante la semana larga de recogimiento.

Intenté una excusa para no ir al pueblo y encontrarme con Genara del brazo de Irala, porque con la velocidad que él llevaba, ya debían andar del brazo. Por supuesto, la misa estaba por encima de cualquier cosa, como una condición para no ser acusada de hereje, plenamente. Ya tenía yo demasiadas diferencias con el señor cura que mi madre, sabiamente, intuía que se mitigaban si me arrastraba a la comunión y así hacía valer su buen juicio sobre el mío.

Misa al fin.

Genara estaba en el banco de su familia, saludándome con alegría. Irala no estaba con ella.

En realidad, Daniel Irala no asistía a misa y según me había dicho, “porque explicaciones solamente le debo a mi Señor”.

Tenía sus convicciones el hombre. Habíamos protagonizado algunos diálogos teológicos muy interesantes, en los que demostró un vasto conocimiento de La Biblia y la doctrina de la iglesia. Literalmente no comulgaba ni de hecho ni de derecho. Y no escatimaba epítetos para hablar del cura.

Esa breve sabiduría sobre Daniel Irala me permitió considerarme a salvo.

De cualquier manera, con fingida gentileza, le pregunté a Genara por qué Daniel no la acompañaba.

Ella me dijo que desde la “segunda visita” no había vuelto a verlo porque el negocio que tenía con su padre ya estaba arreglado pero que, probablemente, en el transcurso de la semana volvería a cenar a su casa, según la invitación oportunamente cursada.

—Y me cuentas… —le reclamé. Después de todo, éramos amigas antes de Irala.

Me acomodé la mantilla sobre la cabellera y dispuse mi ánimo aliviado a soportar estoicamente el sermón del cura.

Cuando salimos de soportar la ímproba retahila de monseñor para quién nunca era suficiente la limosna ni podía servir de absolución a la lujuria y desenfreno que —según él y sus sueños— acontecía en el pueblo, el sol estaba enorme sobre la plaza, pero para mí se hizo de noche.

Irala se había detenido justo frente a la puerta de la iglesia y a sus cuatro escalones.

Apenas lucía la ropa de faena, aún sucia del barro y del sudor del día, como si su presencia fuese algo casual allí y le diera lo mismo haber detenido el caballo frente a la iglesia que frente a lo del turco. Su actitud era la de quién está esperando alguna cosa que bien no sabe desde dónde debe aparecer.

Reclinado contra el palenque donde se hileraban los caballos más allá de los coches, esperaba.

Sus ojos recorrían parsimoniosamente al pueblo convocado por las campanas, sin hacer el menor caso de la conmoción que provocaba su presencia allí, porque se mostraba tan poco, poquísimo en público, que aquella actitud tan expuesta a los ojos de todos provocaba una ola de murmullos entre toda la masa que salía de la iglesia al mediodía.

Me encontró enseguida.

Sentí sus ojos adentro de los míos. Me empujaron sus ojos.

Él, por un instante me quitó de encima la mirada y la fijó en el cura, que estaba despidiendo a la feligresía y haciendo las recomendaciones necesarias para un buen convivir cristiano en el infiernillo del pueblo. Del rictus contrariado, sus labios pasaron a esa sonrisita sarcástica que bien yo le conocía.

El cura sintió los ojos que se le prendían y quedó también mirando al Irala, como si el tiempo se detuviera momentáneamente entre ellos y todos los demás que estábamos ahí, quedáramos excluídos de alguna ceremonia privada entre sus ojos.

Mi madre, que me llevaba del brazo y notó que yo me distraía en contemplar a aquel moreno mugroso que no le sacaba los ojos de encima al cura, tembló a mi costado.

Fue tan notorio su temblor, que empezó a sacudirme también a mí, que la llevaba del bracete.

—Mamá… ¿qué le pasa? —acabé por preguntarle a tanto estremecimiento.

—Es igual que Juan Luis… —balbuceó ella, como si yo debiera entender.

—Juan Luis… ¿ quién es Juan Luis? —insistí en preguntar, si aquello era lo que mantenía tan en vilo el ansia de mi madre.
Ella no respondió.

Cuando regresé mis ojos a Irala, él ya no estaba más. ◣

Capítulo 6

Afectos utilitarios

Por Gavrí Akhenazi

Venían por el camino, al galope, midiendo la energía de un caballo nuevo que él le había obsequiado, porque según decía, el de Luisina era pesado como un odre de vino. Como el suyo era veloz por encima del viento, siempre la dejaba atrás y tenía que detenerse a esperarla, cuestión que lo malhumoraba porque interrumpía sus conversaciones (cuando todavía conversaban). Entonces, un buen día, le dio la montura de recambio.

—Pruébate este… —le dijo, como si fuera un vestido y le dio las riendas.

Igualmente, también la dejó atrás. O sea que el problema era él y no los caballos de la niña.

Se había acostumbrado a ella, como quien se acostumbra a un perro noble, de esos que nos acompañan por la vida como una mudez presente y dulce a la que recurrir en los momentos de intensa soledad.

Aunque la chiquilla no llegaba ni a los veinte, era especialmente ubicada en ese mundo particular que le exigía ser de un montón al que ella parecía desesperada por no pertenecer.

Era radicalmente diferente, desde sus vestidos hasta sus pensamientos y, quizás ese y no otro, era el motivo íntimo por el cual él le permitía aquella cercanía cotidiana.

Ni siquiera podría decirse que era hermosa. Apenas alcanzaba a raspar lo bonita, cosa que suplía grandemente con la chispa de su simpatía y su predisposición a la aventura y la discusión.

Pero él se sentía proclive a la muchacha y le consentía la sencillez de una relación sin pretensiones como la que se ofrecían mutuamente.

Además, se confesaba Daniel consigo mismo, ella lo mantenía al tanto de todo lo que se cocinaba en la estrecha sociedad de Villarrica y como informadora oficial de los acontecimientos puebleros —como era tan dada a la conversación— le venía a él como anillo al dedo.

No le costaba nada cultivar raptos de paciencia, para ganar ese beneficio de saber siempre los chismes sin tener que ir a buscarlos él.

Cuando regresó sobre el camino, porque Luisina no llegaba nunca a alcanzar su caballo, la encontró detenida con la vista fija en un punto distante que oscilaba como un péndulo pesado, colgando de la rama de un árbol.

Ella estaba inmóvil, con la vista absolutamente fija, negándose a admitir que lo que estaba viendo fuera lo que estaba viendo, sino que su gesto parecía querer imaginar alguna otra cosa que se pareciera a lo que sus ojos no podían dejar de mirar.

—Daniel… —balbuceó al fin, aferrando su brazo cuando él se puso a su par, regañándola porque no le alcanzaba— Mira.

Él miró.

—Virgen Santa… —alcanzó a decir y se lanzó al galope a través del campo hacia los árboles.

Al muerto llegaron juntos.

Luisina se quedó allí, mirándolo desde abajo, colgado de la rama con una gruesa soga de enlazar, con la cara hinchada como un sapo, los ojos hacia fuera que se le saltaban de ella y la lengua morada. Si no hubiese sido un hombre, bien podría haber sido un muñeco grotesco para espantar los pájaros del sembrado.
Pero era un ahorcado.

En las ramas, se acomodaban los carroñeros, graznando.

—Vete para atrás… —le ordenó Daniel y él, desde su montura, tomó al cuerpo por las caderas y con un certero golpe del machete que llevaba siempre colgando de la silla, cortó la soga.

Eustaquio Ocaña se desarmó como una cosa, de través entre el pescuezo del caballo y Daniel, quien desmontó de un salto y le quitó la soga del cuello lacerado.

—¿ Está muerto? —preguntó Luisina, entre el espanto y la náusea.

—¿Tú que crees? —le respondió él, como su siempre tan autosuficiente acompañante, acabando de acomodar el cuerpo para que no se cayera— Habrá que avisarle a su gente… ¿Sabes quién es?

—No tiene familia. Es Eustaquio Ocaña. — respondió la muchacha— Era peón de los Ibarguren… pero ya no trabaja para ellos.

—Bueno… pero alguien tendrá para avisarle.— insistió Irala, que había atado el cadáver sobre su montura— Lo llevaremos a la policía y que ellos se encarguen.

Antes de que se complicara más la vida con el muerto, Luisina le contó la historia en dos palabras. Le dijo que su mujer se había tirado al río en la olla unos días antes y que los peones de don Huberto la habían sacado muerta. Como parecían demasiados suicidios juntos sin una explicación que los justificara, Luisina también  la dio. Le contó la costumbre de don Ferdinando Ibarguren de quedarse con las mujeres bonitas de sus peones para hacer cosas con ellas que la beata de doña Matricia no le permite hacer y “que se dice por ahí que si la mujer se le resiste, pues que es mucho peor y que seguramente eso fue lo que pasó con Eustaquio… que cuando Ibarguren se la devolvió, la pobre mujer…”

—Ya… ya… —la interrumpió Irala y de un salto se acomodó en la grupa del caballo de ella. Manoteó las riendas, quitándoselas de las manos y se fueron de ahí con el muerto a la rastra.

Daniel le cavó una fosa en sus propios campos y lo metió en ella. Luisina lo miraba cavándole una fosa al muerto sin creer casi lo que veía. Tardó buen tiempo en hacer un hoyo en el que Eustaquio cupiera cómodo mientras ella, que se había quedado con la historia en la mitad, se la completaba para entretenerle el trabajo que se estaba tomando.

Lo único que le interesó realmente es cómo era la doña Matricia esa que se la pasaba de jaculatorias con la tía de Luisina.

Las paladas de tierra caían sobre Eustaquio.

—¿Es vieja? —insistió Daniel en sus preguntas, porque Luisina se abstraía en ver el cuerpo desapareciendo. Ella dijo que sí. “Debe tener tu edad” agregó.

Él protestó porque lo consideraba viejo ya que no se consideraba así.

—Bueno… tampoco eres joven —le respondió Luisina consiguiendo fastidiarle el orgullo pero como el muerto no se enterraba nunca, Daniel dejó de discutir con ella para terminar la poco grata tarea.

—¿Es gorda? —preguntó al rato.

—Pues no. Además… ustedes los hombres, por más que tengan una mujer bonita en la casa, siempre andan poniéndole los ojos a otras —protestó la niña, según la sabiduría general.

—No es cuestión de que sea bonita. Es cuestión de que te entienda, de que se lleve contigo… —le explicó él, limpiándose las manos en la ropa, para quitarse la tierra y los restos de muerto— Alguien que sea como tú, que te comprenda como eres. Lo de bonita, bueno… si es bonita mejor… pero no es lo más importante.

Igual pasaron por el rancho donde Eustaquio vivía porque Daniel Irala no tenía mucha confianza en los dichos de Luisina sobre que no hubiera nada de familia del finado.

—Nos llevamos el perro —dijo, como excusa— porque seguro que si no estaba con su dueño, está atado.

Se llevaron el perro y él se llevó un niño lleno de mocos que lloraba de hambre, frío y mugre en un cajón.

No opinó sobre las aseveraciones de Luisina sobre que no hubiera nadie, más que con el gesto de ponerle el niño en los brazos, que olía apestosamente y como no encontró más trapos con que envolverlo, lo lió dentro de sus propios abrigos.

El niño murió a los días, a pesar de los cuidados que la nana Eleuteria le dio. Daniel anduvo de diablos una buena semana en la que ni hablarle se podía.

Luisina optó por seguir el consejo de la vieja mujer, ya que ella era quien había criado a Irala desde que nació y permanecía fiel allí, ancianamente fiel, envejeciendo con sus secretos dentro de la enorme casa de Las Sombras.

Y además, porque seguramente, la niña nunca había visto tantas tormentas juntas en los ojos de él, que se quemaban y quemaban de fogatas negras. ◣

Lumínica / In-crédula / Pequeña infinitud / Nostalgia » Por Mariví González

Lumínica

Dame un beso de agua en las pupilas
que quiero ser un llanto de dulzura
en tu boca de lluvia que murmura
un vendaval de dudas intranquilas.

Puedo hacer de tu espalda un mar de lilas
que olorosas desanden tu tortura,
transitar por detrás de la espesura
de tus sienes si tiemblas o vacilas.

Déjame ser la anchura de tus huecos,
la verdad en tus noches de extravío,
déjame disiparte lo sombrío

y ser la voz de tus oídos secos.
Como un sol que acaricia si hace frío
mi piel suavizará tus recovecos.

In-crédula

Quiero desmantelar todos los limbos,
extirparle su sílaba a la fe
y que la ingenuidad cierre sus piernas
de ninfómana virgen.

Pero me está costando
fusilar a la párvula que cree
que una mota de arena
puede agarrarse al mar como una isla.

Siempre vuelve a confiar en un mayo minúsculo,
en el hueso de un pétalo,
en verbos inconclusos y en abortos de puentes.

Y siempre la despista un sol de humo.

No comprendo por qué
no muere de una vez esta inocencia,
si tiene el cuerpo lleno de disparos.

Pequeña infinitud

No eres la mujer
que habita la pequeña infinitud
donde cabe un poema.

Tú eres mucho más
—o quizás mucho menos—
que el verso más exacto y más desnudo
sangrando sus verdades,
o que la estrofa frágil golpeando
como un látigo triste.

Tú sólo estás viviendo.

Y puedes ser
la inquietud de una roca,
la imperfección perfecta,
la muchedumbre enardecida y débil
de cualquier soledad,

la que improvisa olvidos,
la que abre la ventana del deshielo,
la que absorbe las alas de los pájaros,

la que mastica lágrimas de azúcar
o se bebe la sal de una colmena,
la que alisa los filos de la ira
o araña mansedumbres.

Una contradicción
que oscila entre la luz y la penumbra
del viaje de la vida.

Pero eres sobre todo
una efímera fecha en un tiempo continuo.

Así que no,
no ocupas su pequeña infinitud,
porque tú morirás
pero el poema queda.

Nostalgia

La nostalgia
se desliza en mis hombros sin permiso,
casi como una seda paulatina
que tiñe de colores agridulces
el uniforme gris de la cautela.

A lo lejos escucho cómo hablabas
de aquel vestido rojo
que ceñía la piel de los instintos
y que nunca llegaste a regalarme
porque entonces las horas abarcaban promesas
y el tiempo era una prórroga infinita.

Tengo un beso de lluvia en la memoria
en esta noche ocre
y poco a poco empiezan a borrarse
los suicidios del alma.

A lo lejos la arena huele a hierba.

Sacudo las cenizas del letargo
y abro por fin los ojos, imprudente,
para mirar de cerca a la añoranza.

La miro y lleva puesto aquel vestido rojo.

El que nunca llegaste a regalarme.

Praxis poética

Por Alejandro Salvador Sahoud (z’l)

El vocablo “praxis” se utiliza para describir un saber hacer no ligado a la ciencia, distinto del conocimiento. Un saber que se sabe sin saberse. Más allá de lo simbólico, un hombre que sabe hacer es un artista.

Poesía viene del griego “poiesis” que significa tanto acción, creación, fabricación, confección, como poesía, poema. Y, esta, del verbo poieo, que significa hacer, fabricar, ejecutar, engendrar, dar a luz, obtener, sacar, causar, obrar, ser eficaz.

La poesía es un hacer con las palabras.

El acto de la palabra poética es un acto creativo. Es una palabra particular, fuera del circuito de la comunicación, que, tomada en su materialidad deja de ser un medio para ser un fin en sí misma. Así, Sartre dirá que el poeta “no se sirve de las palabras, sino que las sirve.” y Bachellard dirá, en el mismo sentido: la palabra poética debe “crear su propio lector y de ninguna manera expresar ideas comunes.”

Entonces, más allá del discurso cotidiano la palabra pierde su atadura con los sentidos prefijados para abrirse a la diversidad de otros sentidos. Para ello, se produce una reedificación de los sintagmas y su semántica, convirtiéndose, éstos mismos sintagmas, en ladrillos con otros nombres : metáfora, hipálage, oxímoron.

Dice Lacán : “En cuanto al límite inefable de la palabra, éste radica en el hecho de que la palabra crea la resonancia de todos sus sentidos. A fin de cuentas, somos remitidos al acto mismo de la palabra. Es el valor de este acto el que hace que la palabra sea vacía o plena.”

Lo primero a destacar en esta cita es “el límite inefable de la palabra”. Inefable, es decir in-affabilis. Lo que no puede ser descripto. Esto sucede cuando la palabra crea “la resonancia de todos sus sentidos”, cuando abre tantas posibilidades, que al ampliar sentidos roza lo indecible o indefinible.

Las raíces de la poesía son orales ya que la poesía, originalmente, fue un canto. Canto, en latín, se dice carmen. Y significa: canto, música, poema, composición en verso, fórmula mágica, sortilegio hechizo, respuesta de un oráculo, predicción. La figura del poeta, se asocia, entonces, a la del chamán, del profeta o del vate. En el siglo VIII en Europa sólo se llamaba poetas a quienes escribían en Latín.

Aquí, quizás cabría hacer un comentario sobre “mimesis” (palabra aportada por Platón y Aristóteles) que los griegos aplicaban al arte en general, cuando la estética griega arcaica se dividía en dos ramas bien definidas : las artes expresivas, que incluían poesía, música, danza, representaban sentimientos y eran rituales y las artes constructivas, unificadas en la arquitectura (que incluía pintura y escultura) que luego se separan en el período clásico.

El origen de la palabra “mimesis”, a pesar de que se pierde en los anales del tiempo y cualquier interpretación de la misma implicaría un empobrecimiento semántico, aparece en las artes expresivas. Platón introduce un cambio semántico, para darle un sentido representacional y puede haber cambiado “mimesis” por “metexis”.

En las artes expresivas griegas aparece en el siglo VII vinculada a “mimos” (singular) y “mimoi” (plural) que eran artistas ambulantes o comediantes.

Probablemente de allí, se deriva el concepto de “el gay saber”de la tradición trovadoresca. Eran llamados trovadores y no poetas porque, como antes referí, el término poetas se reservaba para aquellos que escribian en latín y los trovadores cantaban en su lengua vernácula y no en latín.

Siglos después en Tolosa, Ramón Vidal, 1323, funda el “Consistorio de la gaya ciencia” dónde siete jueces mantenedores del gay saber ponderaban los méritos de las composiciones presentadas. La gaya ciencia es la “ciencia de la poesía, o sea el conjunto doctrinal de reglas y preceptos para trovar o componer poesías”. Se utiliza cómo sinónimo del gay saber que es la ciencia de lo bello representado por la forma poética. A su vez este se vincula al joi amor (el amor alegre). Y la exaltación del amor cortés. La poesía de estos trovadores era poesía lírica. La poesía lírica, es la poesía hecha para el canto. En la antigüedad se acompañaba con la lira, y canta los sentimientos o ideas del poeta. El verbo trovar significa tanto componer versos como hallar, encontrar y tiene un parentesco semántico con el verbo latino invenio que significa tanto encontrar, descubrir como inventar. Invenio es en latín, como poiesis en griego el verbo destinado a la creación poética.

Es la música, el sonido, el tono, la seducción de la voz, lo que fija el sentido a la palabra otorgándole su fascinante poder.

Lejos de desconocer ese poder, la antigüedad lo tuvo muy en cuenta: “No basta con que una obra sea bella; ha de ser enternecedora y ha de poder llevar a dónde quiera el ánimo del oyente” dice Horacio en su Poética.

Aristóteles definirá a la tragedia como mimesis, como la representación grave de una acción memorable y perfecta, acción para ser recitada cuyos protagonistas son los dioses y los héroes

La tragedia perseguía un fin distinto al de provocar placer estético. Provocaba placer estético por ser una imitación de los hechos que producen miedo o compasión. Pero a través de eso tenía un fin moral, la purificación de las pasiones (catarsis) por la identificación con el héroe. En la tragedia, la poesía hace mover a compasión y temor. La compasión y el temor conmueven el tedium vitae y, justamente, para Aristóteles, el tedio es el justo medio. La tragedia para realizar la catarsis, necesita conmover el justo medio.

Lo que caracteriza a la mimesis aristotélica es un proceso de construcción. No es la definción mimesis = copia, sino que al vincularle a la mimesis la poiesis, con el caracter dinámico que este término implica, sitúa a la mimesis en el ámbito de la praxis. Diría Ricoeur: no hay mimesis sin hacer.

“La realidad contemporánea, el presente inestable y efímero, la vida sin comienzo ni fin, sólo era objeto de representación de los géneros inferiores.” (Bajtin)

Es, en la comedia, en la parodia, donde se cuestiona eso absoluto y sublime que nos presentan la tragedia y la épica, porque todos los personajes aparecen representados con sus debilidades, sus yerros y sus torpezas.

No toda poesía sostiene necesariamente lo bello.

Rimbaud escribió: “senté a la belleza sobre mis rodillas, y la encontré amarga, y la injurié”. Injuriar, mal-decir, en latín: maledicere, ultrajar, denigrar. Serán Baudelaire, Rimbaud, Artaud y otros, los que deciden desgarrar la belleza para construir otro mito, el del poeta maldito. Cristina Piña afirma que estos poetas “concibieron a la poesía como un acto trascendente y absoluto que implicaba una verdadera ética… ” luego agrega que el “mito del poeta maldito culmina con la muerte  —real o metafórica, accidental o voluntaria— como gesto extremo ante la imposibilidad de conjugar la exigencia de absoluto que se le atribuye a la tarea poética con las limitaciones de la experiencia vital…”

A partir de Baudelaire, los poetas fueron los primeros en captar el desencanto por la vida en el mundo moderno que, al estar cada vez más signado por la utilidad inmediata, ahuyentaba a la poesía.

Luego, en la praxis poética, no sólo interviene el artista o artesano.

Para aplicarle el concepto de mimesis, diría-mos que en la poesía, lo observado se modifica en el observador. Y es en éste, donde vacilan las premisas ya que no importa el principio que formula el autor, sino lo verdaderamente importante es el instante de reunión entre el “yo poético” y su asombro y la emoción del lector frente a esto.

Todo lector vuelve a rescribir lo que el autor ha dicho, como un objeto en cuya construcción puede participar también él, ya que en la praxis poética, se rechaza lo representado por lo real a través de una búsqueda cada vez más profunda en, volviendo al principio, “la resonancia de todos los sentidos” a través de la palabra.

La diferencia subyace entre pensar y percibir. La percepción de la palabra, es lo que permite que todos los sentidos busquen una pluralidad de imágenes que conformen, al fin, el acto creativo. ◣

Eugenia Díaz Mares – México

En remisión

Se encuentra en remisión el intenso dolor
que apagaba la luz de cada nuevo día,
y sin reconocerse ve su imagen
plasmada en la ventana
tan serena y en paz.

Escucha serenatas, las charlas y las risas
y como en pasarela ve desfilar pasteles
con los ramos de flores festejando a las madres.
Y ahí, tras el balcón , cristal humedecido,
esa mujer observa cómo se va mojando su reflejo
tocando sus mejillas extrañamente secas.

Camina de regreso pisando su presente,
rozando con sus dedos los muros y tabiques
que atesoran el eco de fantasmas.

Se va dejando guiar por el fulgor
de unas manos que esperan con anhelo
logre cruzar el puente.



Las tardes en espera

Elimina temores, moviliza el presente
y asómate a la vida con actitud de reto,
toma unas pinceladas de la aurora
y tiñe tus mejillas ocultando en tu piel
ese pálido tono que apaga tu viveza.

Llénate del bullicio del gentío
y sal detrás del vidrio, de ese escaparate
en que te has refugiado.

La tarde está en pañales esperando por ti.
Ya no tragues saliva y escupe las entrañas
que se han contaminado con temores y odios,
atusa tus cabellos, levanta la barbilla,
endereza tu espalda y camina con hambre
de dar mordida al mundo.

Aunque mastiques guerras, trata de digerirlas
degusta un caramelo que te quite lo amargo
de las calamidades.

Mientras siga la vida hay tardes que te esperan.



Solo sueños

Se han quedado esperando
dos copas, con un vino de mesa, pan y queso,
música de guitarra acompañada
por el ruido constante de los grillos,
con gusanos de luz
opacando la luz del firmamento,
y embriagado el olfato de olor a hierba fresca.

Una casa de campo en las montañas
con la hoguera de leños ya en cenizas,
un papalote roto colgando del encino,
piedras enmohecidas por la falta de huellas.

Dos locos soñadores
vagando en la montaña riéndose de la vida,
sin bullicio que altere el panorama
sin cargas, sin apegos.

Siguen tras bambalinas
los dos protagonistas esperando,
el guión de esa historia inconclusa que no llega a estrenarse
por el bache en el tiempo cubierto por las hojas
de un invierno temprano.

Asesinando a mi madre (y otros poemas violentos): un libro de Gavrí Akhenazi

Por Silvio Rodríguez Carrillo

FICHA DEL LIBRO

Título: Asesinando a mi madre
(y otros poemas violentos)
Autor: Gavrí Akhenazi
Publicado: 20 de mayo de 2013
Género: Novela
Editorial: Lulu editores
Idioma: Español
Páginas: 70
ISBN: 9781304043719
Encuadernado: Libro en rústica con encuadernación americana
Tinta interior: Blanco y negro
Peso: 0,15 kg
Dimensiones en centímetros: 14,81 de ancho x 20,98 de alto

Asesinando a mi madre. Yo tenía alguna referencia respecto del fondo de este poemario, como solemos tener referencias respecto del entorno de nuestros autores favoritos. Lo que entonces sabía lo supe de primera mano, leyendo al autor primero, chateando con él después. Creo que no me equivoco —y mi memoria suele ser muy buena— al decir que jamás le he preguntado nada sobre este tema, primero porque vengo de un lugar en donde hacer preguntas personales es una impertinencia, y segundo porque cuando te cuentan sin que preguntes es cuando realmente te dejan ver las aristas que tocan al que habla.

De manera que cuando vi surgir estos poemas, uno tras otro, casi como un tornado a primera impresión, y como un sólido edificio ya bien mirado, reviví de golpe —cuánta razón tiene Morgana de Palacios en la diferencia de impacto entre prosa y poesía— aquellas referencias que tenía. Dura y cruelmente, sin asomo de maldad alguna, la realidad fue estallando, detonando en cada verso los ojos de un lector que debía y no quería seguir, que quería y dudaba de seguir. Porque, justamente, Akhenazi es de los que te obligan a ver, desde la convicción del que nunca apartó los ojos.

Sin embargo, de ningún modo quiero decir que el que no conozca las obras anteriores del autor habrá de perderse en esta trama. Sí habré, si no recordar, al menos avisar que aunque se trata de poesía, y con ella se hace presente toda la capacidad metafórica de Akhenazi, nada es ficticio, ni dimensionado, no. Y esto es lo que duele, espanta y asombra hasta la admiración en este escritor, su capacidad de valerse de las palabras tratándolas con precisión cirujana para transmitir tanto la realidad de los hechos, como la de las emociones y sentimientos resultantes de acciones y omisiones.

Los diarios del asco. Abstracto, no; cifrado, sí, pero esto tan sólo respecto del entorno en el que suceden estos textos que al autor prefiere llamar «no poemas». Mucha de la vitalidad y el inconformismo de Akhenazi está volcado aquí, a través de varias secuencias en las que razona cuál es la distancia entre él y ciertos entes, por qué esa distancia es necesaria, como también insalvable y a conciencia. Una distancia de auto ostracismo, propia de los que necesitan «no estar —solamente— en un papel secundario», de los que son dueños únicos de a quién o a qué le escriben.

La temblorosa opacidad. En este último poemario, hay un dolor extraño, y casi inasible, un posible receptor recurrente —más allá de los nombres propios—. Racional y dramático, también en parte sabe a recuento, a sopesar lo andado y los cambios que fueron parte del viaje. Los dos versos de cierre del último poema del libro (Troncal), son de los que una vez leídos no se pueden olvidar.

La publicación de Asesinando a mi madre (y otros poemas violentos), ver a Gavrí como poeta, constituye un triunfo para los que disfrutamos de intentar comprender al hombre, y por extensión, de la literatura. ◣

Y si muero que no me repatrien / Anatema contra el mal versolibrismo / Hubo una vez una ciudad canalla / Décima sin nombre » Por Ricardo Fernández Esteban

Y si muero que no me repatrien

Anclado en estas islas, abandono
la búsqueda falaz del paraíso,
tantas veces perdido en esa ruta
del buscar imposibles y no ver
que ya lo has encontrado, que lo habitas.
Y luego… pues veremos si hay futuro
más allá de este mundo. Por las dudas:

Cuando muera que no me repatríen,
que me entierren desnudo en suelo griego,
en algún cementerio entre los pinos
con amplias vistas al azul del mar,
donde el cuerpo se mezcle con la tierra
y acaso vuele el alma hacia sus musas.

Así, si hay otra vida, cuando llegue
esa resurrección y abra los ojos
contemplaré mi amado mar Egeo,
y sentiré mi psique enriquecida
por los sabios consejos de los mitos
con los que ha convivido en el Parnaso.

Anatema contra el mal versolibrismo

Aquí el autor, en el comunicado,
reivindica la libertad del verso,
la métrica es muy amplia, un universo
de estructuras de armónico rimado.
Desde la que es más simple, el pareado,
a la altiva sextina todo cabe
si se etiqueta bien. Como se sabe
es básico “no dar gato por liebre”,
que el ritmo del poema nunca quiebre
y que la rima en ripio no se trabe.

Mas dije libertad,
que no libertinaje o anarquía
pues algunos le llaman poesía
a lo que es simple prosa de mala calidad.
Decidme, o no, si os digo la verdad:
El nuevo catecismo
de gente que no sabe es el versolibrismo.
Si algún pintor moderno prescindió
de su época de escuela, no creó
con alma un cuadro abstracto. Pues versando es lo mismo.

Para romper las normas
dominarlas primero es necesario,
ya que para vencer al adversario
hay que primero trabajar según sus hormas.
La métrica y sintaxis, profundas plataformas,
siempre subyacen, reinan por mucho que el poema
aparente engañarlas. Anatema
proclamo contra quienes sin entender de nada
quieren darnos lecciones de libertad errada:
¡Echarlos del Parnaso!, es mi grito y mi lema.

Hubo una vez una ciudad canalla

Hubo una vez una ciudad canalla
que mojaba la pluma en el alcohol
para escribir directamente en vena:
como todos los jóvenes yo vine
a llevarme la vida por delante;
una ciudad en la que el bardo
rechazaba el papel e improvisaba:
versos de amor nunca serán literatura
si no me dejas escribir sobre tu piel;
una ciudad en la que ella,
adivinad su nombre, unos años atrás:
abriéndose su blusa —Neno, no digas nada—
le ofreció los durísimos botones de sus pechos.

Hubo una vez una ciudad canalla
en que un tono del azul era más que un color
era un templo pagano celestial
donde un gato argentino
maullaba en clave de rumba catalana
y un cantautor galáctico
consiguió hacer salir el sol a medianoche.

Hubo una vez una ciudad canalla
donde la sexta flota, en vez de hacer la guerra,
hizo el amor en territorio chino;
izas, rabizas y colipoterras
en traje de faena les tiraban los tejos
mientras agujereaban mármoles a golpes de tacón.

Hubo una vez una ciudad canalla,
mucho antes del turismo y de los juegos,
donde la izquierda se divinizó
bebiéndose las noches en la “boite”
de rojos terciopelos, de copas infinitas,
de taburetes que aún dominan escenarios;
una ciudad que hacía equilibrios sobre sus propias luces,
mientras un pijoaparte montaba un viejo Cadillac.
Hubo una vez una ciudad canalla
con cabaret travesti como playa de Río,
con Piaf y la Carme recordando a su hombre,
con los niños terribles, con molinos sin viento,
con local de voyeurs en tacita de plata,
con el baile del Tigre entre chulos y arrugas,
con el arco kiosco en que el anís ardía,
con aquella bodega donde el arte era eterno
y una cava de Jazz que por suerte aún resiste,
porque el otro el frontón, que era pista de baile,
ya pasó a mejor vida y es un sano gimnasio.

Hubo una vez una ciudad que hoy
merece nuevo nombre: Barcelolandia eres
pasto turístico de masas, puro producto Disney.
Perdiste tus raíces, te has vendido hasta el alma,
y de canalla nada, opositas a cursi.
¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?
No sé… O es la ciudad, o es que nosotros
ya no podemos aguantar el canalleo.
Abierto queda el tema, se aceptan opiniones,
yo acabo con canción, como empecé
y disculpad que desafine:
…jóvenes…, éramos tan jóvenes…

Décima sin nombre

Hoy he encontrado un “te quiero”
y dos cariños de dama
escondidos en mi cama
que me han hecho prisionero.
No ha hecho falta usar acero,
tu recuerdo es suficiente
para atarme suavemente
en la cárcel del amor,
donde espero sin temor
que tu vuelta me alimente.

La canción: fusión de música y poesía » Por Mercedes Carrión Masip

La música está presente desde los primeros pasos de la humanidad en todas las culturas conocidas, así como la danza y el canto, aún en sus más rudimentarias expresiones.

Mucho antes de que aparecieran testimonios escritos dando fe de los primeros acontecimientos históricos relativos al hombre sobre la tierra,  ya se habían descubierto restos de instrumentos de percusión, viento y cuerda en los yacimientos prehistóricos y protohistóricos de algunas culturas orientales y mediterráneas. Hemos de suponer que también la voz humana habría protagonizado uno de los primeros intentos en armonizar y ordenar sonidos, seguramente imitando los cantos de las aves o los ritmos producidos por los elementos de la naturaleza en sus diferentes manifestaciones. Podemos pensar que los resultados evolucionarían al tiempo que las culturas más antiguas se fueron desarrollando y organizando en sociedades.

La misma evolución, con diferente cronología, se produjo en el continente americano, donde han sido muy numerosos los hallazgos de instrumentos musicales en los yacimientos de las diversas culturas precolombinas. También en la antiquísima cultura china.

La poesía nace como primera manifestación de la literatura en las sociedades estructuradas,  al menos en el Oriente Medio y Mediterráneo Oriental,  para ser cantada en ceremonias religiosas, como primera manifestación del teatro en Grecia, en las celebraciones públicas exaltando  la grandeza de sus héroes. Y, excepcionalmente en sus comienzos, en el ámbito privado.

Fue Aristóteles (384-322 a.C.) el que introdujo en el concepto de poesía escrita los elementos de armonía y ritmo junto a la exclusividad del lenguaje.

Anteriormente la palabra “Poiesis” se refería al conjunto de actividades creativas en cualquiera de sus manifestaciones.

La canción es definida, en general, como una composición en verso destinada a ser interpretada por la voz humana y susceptible de ser acompañada por música, interdependientes ambas. Esta es la definición que más se ajusta a la canción popular o moderna y solo en parte a la contemporánea  pues cada vez es más frecuente el uso de medios electrónicos en su composición, previa a la incorporación de la letra.

Pero cantar es algo más que eso. El que lo ha intentado y perseverado en el empeño lo sabe. Al cantar se experimenta como una liberación de algo que nace en el instinto y se muestra abriendo canales de expresión que no siempre se identifican tan solo con el texto interpretado sino que se acercan al fondo del sentimiento, aún más allá del placer estético. Hay algo metafísico en la experiencia, un milagro cuando sucede.

La emoción prima entonces sobre la razón y, sin embargo, hay que llevar a cabo un gran esfuerzo de estudio y concentración previos para poder cantar con un mínimo de confianza y calidad sin importar en qué especialidad se intente. En esa conjunción conectan las sensibilidades del intérprete y de quienes lo escuchan. La magia está servida en los teatros, en un tablao, en una reunión informal de amigos, en los estadios donde la multitud se entrega sin reservas a su artista favorito… Donde quiera que suceda se reconoce y se vive al instante.

Componer canciones puede llegar como algo instintivo, como lo es cantar en primera instancia. Si damos, al modo tradicional, prioridad al texto, quienes andamos metidos en verso podemos tener alguna ventaja respecto del oído, en el relativo dominio de los ritmos o acentos en que se estructuran los versos y también en las cadencias o cambios que pueden combinar distintos elementos como son las estrofas y estribillos; también algunos de los recursos poéticos como la anáfora, paralelismos o repeticiones, aquellos que inciden en la estructura sonora de los poemas.

Si se poseen conocimientos técnicos de música la tarea será más sencilla y, desde luego, más eficaz. Pero se puede jugar a la composición dejándose llevar por la memoria musical y el instinto creativo de todo artista. Y hemos de entender que los poetas lo son.

La combinación de todos estos elementos nos puede predisponer a algunos  a acometer la tarea, con resultados impredecibles. Pero siempre valdrá la pena haber hecho el intento, por lo que sin duda se aprende y por las emociones que se pueden llegar a vivir durante la experiencia y compartiendo después el resultado.

En mi caso, acometí el empeño de un cancionero poético al que di vida cuando anduve muy entretenida con las estrofas clásicas, absolutamente arrebatada por los ritmos tan integrables en la música, según así lo sentía, y echando mano de las líneas melódicas más previsibles, tan solo guiada por la intuición. Aprendí de mis limitaciones, las sufrí y luché contra ellas pudiendo acercarme al corazón y comprensión de unos cuantos poetas a quienes confié los resultados y a los que quiero aún más desde entonces.

Me respetaron y entendieron justo en la dimensión que les hace grandes también como personas, calibrando el atrevimiento y esfuerzo ajeno en lo que supone cuando la información de que el autor dispone no alcanza los mínimos razonables. Benditos sean.

Salió ganando mi voz que hube de templar y he seguido cuidando y mejorando para no dejar de cantar nunca y sentir, en cada ocasión, ese milagro que limpia el alma. ◣

¿De qué presumes, Mayo? / Desmemoria / Lorquiana / La zarza y el tendedero » Por Juliana Mediavilla

¿De qué presumes, Mayo?

De qué presumes, Mayo, con ese porte altivo
porque estalló contigo toda la primavera:
desde la más pequeña campanilla del campo
hasta la rosaleda del cuidado jardín.
En el monte se incendian las jaras y los brezos
y el amarillo loco de la humilde retama.

No es tuyo todo el mérito, por más que te engalanes,
que los hielos de enero ya hicieron su labor,
y en febrero la nieve nutricia y protectora
guardaba los milagros debajo de su falda,
sopló marzo con fuerza en su rito ancestral,
te pusiste de parto con el llanto de abril.

Desecha tu altivez, recolector de flores,
la belleza requiere su tiempo y su proceso.

Vendrá la sed de agosto, soñando con las fuentes
y tú solo serás la cruz de un calendario.

Desmemoria

El olvido, amarga enredadera
tejiendo a la memoria su mortaja.
Preludio de la muerte. Muerte en vida
de la vida archivada en cofre frágil.

Vivir con el recuerdo tan raído,
sin poder remendarlo en el ayer.
No hallar el horizonte tras el páramo
del terco pensamiento en retroceso.

Perder el patrimonio inventariado
con la tinta febril de los sentires.
Vivir con el pasado enmohecido,
en furtivo presente sin sosiego.

Las amarillas hojas de almanaque
—mariposas del tiempo disecadas—
van cayendo en el pozo del vacío.
Llora la remembranza su destierro.

Lorquiana

¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!
Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.
(F. García Lorca)

¿De dónde llegó esta pena
con su mordedura amarga?
Te floreció en primavera
como una rosa enlutada,
te floreció en primavera,
de la noche a la mañana.

¿Pero por qué no se caen
esos pétalos de escarcha?
Porque tú la vas regando
con el caudal de tus lágrimas,
porque tú la vas regando
y en tu pecho se agiganta.

¿Pero es normal que en invierno
la pena-rosa no caiga?
Las penas-rosas resisten,
ni el frío las acobarda,
las penas-rosas resisten
con sus púas aceradas.

¿Cómo cortar esta pena
que ya ha arraigado en el alma?
quiero arrancar de raíz
la negra rosa enlutada,
quiero arrancar de raíz
igual que la hierba mala.

Ay, pena de oscuro origen,
pena que llevas a rastras,
laurel que te crece y crece
como a Apolo en su desgracia.

Ay, que tu pena es un pozo
sin fondo, Juli, Juliana.

La zarza y el tendedero

Hizo la madre poner
en el gran muro de piedra
un sólido tendedero
frente a la casona vieja.
Remata el muro una valla
y allí se acaba la cuesta
que suben las viejecitas
para rezar en la Iglesia,
y se toman un respiro
mientras tocan las terceras.

Desde allí el pueblo se ve:
tejados y chimeneas,
como tendidas del cielo
van y vienen las cigüeñas,
de blanco y negro vestidas
igual que si fueran prendas.

El muro del tendedero
cierra el recinto que fuera
del conjunto parroquial
el lugar de la huesera.
Lo sabíamos de niñas
que triscábamos la hierba,
por ser en aquel cercado
siempre más verde y más fresca.
Bajo nuestros pies la muerte,
tan cotidiana y eterna,
escondía tierra adentro
las tibias y calaveras.

Quedó fijo el tendedero,
la madre quedó contenta.
Ella se nos fue hace mucho.
Tres generaciones cuelgan
la ropa que ondea al viento:
toallas y camisetas
y de un blanco inmaculado
las sábanas volanderas.
Hace unos años, arriba
del corazón de la piedra,
brotó una zarza, milagro
que a la lógica desprecia.
Y fue creciendo hacia abajo
airosa y ufana y tierna.
Echa su flor y atrevida,
buscando con sus guedejas,
se acerca hasta el tendedero,
pretende arañar las prendas,
quiere, con sus uñas párvulas,
enredarse entre las cuerdas.

El hermano la recorta
justamente cuando llega
para que no nos pinchemos
con su fina enredadera,
ni clave en la ropa limpia
sus curiosas fauces nuevas.

Pero es tenaz, ella vuelve
al volver la primavera,
desciende hacia el tendedero
paso a paso, piedra a piedra.

Zarzamora, zarzamora,
que no naces en la tierra
y brotas como las fuentes
del corazón de las peñas,
¿dónde guardas tu semilla?
¿qué secreto te conserva?

La ventana de Ione » Por Idoia Laurenz

Regreso a Albi como una turista más y aunque conozco de sobra el arte que se prodiga aquí, me gusta volver porque así me permito recordar las emociones de mi pasado que se quedaron vinculadas sólo a esta tierra. Podría pensar en Pierre desde cualquier otra parte del mundo, pero no lo hago. No consiento que mi memoria pasee libremente por los cementerios del amor. Cuando mi mente necesita vengarse de esa tortura silenciosa que le impongo, se me ablanda el corazón, me subo al coche y conduzco de un tirón hasta llegar a mi plaza favorita en Albi. Una vez ahí, le doy rienda suelta a todos esos recuerdos agolpados durante años. Me permito emborracharme de ellos, y pienso que el dolor y la memoria hacen muy buena pareja. Se beben los vientos mutuamente ese par de locos, pero jamás dejé que vivieran su idilio tranquilamente en mi casa, del mismo modo que ellos tampoco me permitieron gozar del mío.

Cuando me encuentro ubicada en mi pasado, quiero decir, lo bastante ebria como para resistir y lo suficientemente sobria como para caminar, me acerco paseando hasta la que me gusta llamar, irónicamente, “La rue de l’amour”, en la que está mi viejo apartamento de alquiler. Conserva todavía las mismas ventanas por fuera y los mismos deseos intactos por dentro.

Recuerdo que Pierre vivía en Toulouse y sólo venía a verme los martes porque ése era mi único día festivo, además de algún domingo. Me llamaba por teléfono justo antes de salir de su casa y llegaba a la mía una hora después, cosa que normalmente sucedía a las siete de la tarde. No salíamos del apartamento en toda la noche. Cenábamos desnudos y hacíamos el amor durante horas. No había tiempo ni ganas de hacer ninguna otra cosa. Nos despedíamos a las ocho de la mañana del día siguiente. Dejaba que él se fuese primero porque a mí me gustaba verle marchar en su coche desde esta misma ventana que observo ahora.

Durante seis meses continuamos nuestra relación de esa forma. Pierre viajaba mucho, unas veces por causas familiares (para atender a su padre, afectado por una paraplejía debida a un accidente de tráfico) y otras por motivos de trabajo. También nos vimos algún domingo en su casa de Toulouse.

Un martes ya no volvió. Tuvimos una breve conversación telefónica en la que me dijo que no podríamos vernos como de costumbre, porque su trabajo atravesaba un momento muy crítico que requería todo su tiempo y su atención.

Tres semanas después las campanas de la catedral del pueblo tocaron a boda. Se casaba una vecina de la villa con el hijo del dueño de la antigua fábrica de chocolate. Al parecer, el padre del novio era un señor que iba en silla de ruedas. Su empresa había quebrado después del fallecimiento de la esposa, en el mismo accidente que le causó la lesión medular.

Por comentarios de los vecinos, me di cuenta de que se casaba Pierre. En ningún momento tuve deseos de entrar en la iglesia para interrumpir el evento, así como suele suceder en algunas películas. Me mantuve en silencio durante meses, humillada por mis propios sentimientos autodestructivos. Inmersa en mi supuesta incapacidad para dejarme querer o sentirme querida. Analfabeta para decir y escuchar las emociones. Inmóvil en mi ventana. Abandonada por los otros y por mí en esa angustia de acontecimientos que supuestamente le pueden pasar a cualquiera. No supe nada más de Pierre hasta que un año después volvió a sonar el teléfono.

─Allô? ─pregunté, pero sólo hubo silencio─. Allô? ─repetí─. Dis-moi! Qui est-ce? Papá, ¿eres tú? ─pasé a preguntar en castellano por si era alguien de mi familia.

─¡Ione, no cuelgues! ─oí por fin del otro lado─. Soy Pierre.

Intuí que el amor no tiene nada de ciego y siempre detecta cuando no es correspondido. Lo supe, y viví sin hacer preguntas ni pedir explicaciones. Cuando el amor es un viaje sólo de ida, se limita a esperar los acontecimientos hasta que finalmente muere de soledad. Mientras pensaba en ello Pierre continuaba hablando solo, hasta que escuché.

─¿Me comprendes, Ione?

─No tengo nada que comprender. Te voy a colgar ─le dije.

Y después colgué. ◣