HISTORIAS

Cuatro vientos – María José Quesada

Frente al domicilio de Pedro aguarda, sentado dentro un Opel Corsa amarillo, Eugenio, con una bolsa de patatas fritas que calma, bocado a bocado, su tiempo de espera mientras engorda, milímetro a milímetro, el contorno de su cintura. Permanece al acecho de Pedro. Hoy está dispuesto a seguir sus pasos y observar todos sus movimientos, nada más que ponga un pie en la calle.

Eugenio podría haber sido policía, ya que ese fue su deseo desde chico, pero no daba la altura requerida para entrar en el cuerpo de la policía municipal. Él lo sabía y por eso se presentó a la primera prueba de ingreso con unas cuñas taloneras dentro de los zapatos; pero no hubo caso, los medían descalzos y en calzoncillos. Aquello no lo achicó y se presentó en segunda convocatoria. Para pasar la prueba, ésta vez se dejó crecer el cabello por la parte de arriba del cráneo y lo engominó de punta, consiguiendo ganar así varios centímetros de altura. No hubo caso, los midieron descalzos, en calzoncillos y con el cabello rapado.

De ahí, a dos años después, creció, lo que son las cosas, sólo que a lo ancho. Bien le valía luego su presencia anatómica para detective, más su paciencia, intuición, discreción y un largo rosario de cualidades.

Eugenio nació con dos dientes así que, al mes de nacer su madre lo alimentaba más con cocido, con garbanzos y lentejas estofadas que con leche materna. Nunca cogió un resfriado, una tos ni un mal de estómago, pese a que su abuela peleaba con su hija, la madre de Eugenio, para que respetara su etapa de lactante. Pero desde que Eugenio probó por vez primera el cocido, con garbanzos, no quiso tomar de la teta ni papilla alguna.

Pedro acaba de poner un pie en la calle y se dirige en dirección contraria a la que Eugenio tiene aparcado el coche, así que éste observa su trayectoria, ahora, por el espejo retrovisor del vehículo. Considerada una distancia prudencial, Eugenio sale del coche y lo persigue guardando un moderado espacio entre los dos.

Pedro se detiene frente a un vendedor de cupones de la ONCE. Eugenio, unos metros por detrás, se detiene y consulta su reloj. Pedro continúa el camino con su cupón de la ONCE y Eugenio llega hasta el vendedor, al que pide el mismo número que acaba de llevarse el último cliente, no vaya a ser, añade, que le toque el premio a ese y a mí no.

Veintidós minutos caminando al rebufo de Pedro lleva Eugenio, y, por ahora, sin novedad en el frente.

«Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas» reza el cartel que hay en la puerta del establecimiento en el que Pedro acaba de entrar.

Hace cinco minutos que Eugenio se ha hecho con un periódico de tirada gratuita al que le faltan la letra H, de hacienda, y la letra L, de limítrofe. En su lugar aparecen dos agujeros semicirculares, hechos a pellizcos, y con la distancia justa para que coincidan con el ojo derecho y el ojo izquierdo de Eugenio.

Con tamaña máscara aguarda, mirando a través del escaparate de «Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas», y observa los movimientos de Pedro en el interior de la tienda. Alguien de dentro señala hacia afuera, y Eugenio se agacha a recoger una ficticia moneda encontrada, perdiendo así unos preciados momentos de observación.

Cuando cree que ya ha pasado el peligro vuelve a su postura de lector los agujeros que coinciden con sus ojos.

Pedro ya no está, pero no ha salido de la tienda.

¿Estará enredado con la tendera? ¿Habrá pasado a la trastienda para ayudar con alguna caja pesada? ¿Le habrá dado un retortijón y habrá tenido que ir al retrete? ¿Se habrá volatilizado? ¿Habrá una escalera interior que lleve al primer piso y ahí está el de la inmobiliaria para hacerle firmar el contrato de venta de Los cuatro vientos? -se pregunta.

(fragmento)

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