«Sangrar la letra», un libro de William Vanders (Ricardo Sayalero)
Dice Ernesto Román Orozco:
En estos relatos en primera persona, el protagonista, autor o crea- dor de un mundo paralelo, expone situaciones íntimas, muy propias, que van más allá de su entorno natural. Estoy seguro que esos árboles que escrutaba en uno de sus relatos, sólo existían en su paisaje interior. Estamos ante una “forma inédita” de reinventar una vida, unacotidianidad sin huir de la realidad; sin embrago, este psico arquitecto, desde los laberintos de su cerebro, logra establecer conexiones paralelas entre una esencia que rige dos mundos: el real (la vida) y el psíquico (el interior). Desde esa especie de enfermedad creativa, nos entrega este conjunto de relatos bajo el título Sangrar la letra.
Llevo varios días dándole vueltas a la cosa y planteándome si escribir sobre esto no es, de algún modo, oportunista.
Quizás lo sería si fuera la primera vez que toco el tema o que miro hacia ese lado con cierta atención. Pero no. Este tema, el de esta humanidad de leviatanes, como dijo alguna de mis colegas poetas en el Foro, es el único y excluyente tema que he tocado en mis libros ya sea de manera tangencial o de manera directa. Toda la vida escribí sobre «las guerras» en que la Humanidad ha desarrollado su estilo de vida.
En realidad, he hablado sobre los hombres en las guerras porque me ha tocado servir en unas cuantas a lo largo de mi vida y creo que este oscuro desengaño con lo humano que me asiste y corroe, se ha producido a partir de conocer la cosa desde adentro, desde los hospitales de campaña, desde el rescate de los niños soldado, desde los huérfanos de guerra de los que nadie se hace cargo, desde las interminables columnas de gente a pie que huye de zonas en conflicto arrastrando sus almas hasta sitios en donde se les da la espalda por su color de piel o por su origen.
He visto tantos muertos, tantos muertos, que he perdido el asombro y he perdido el dolor.
Ahora, que esta guerra que es una guerra más y no «la guerra» ocupa todas las pantallas de los hombres, la boca de los hombres, los ojos de los hombres y el miedo de los hombres, me pregunto en dónde subyace la diferencia entre una y otra masacre si todas son masacres y si son niños, mujeres y hombres de a pie los que mueren en ellas. Qué diferencia hay entre una aldea en un lugar que nadie encontrará en el mapa y una aldea en esta nueva guerra que ocupa con sus gritos el resto de los gritos.
No pretendo hacer un alegato sino que me pregunto por qué hay tanta muerte que no le importa a nadie ni se habla de ella. Tanto niño anónimo muerto al costado de un camino por el que escapaba solo entre otros solos, ahogado en el Mediterráneo, bombardeado en su cuna, arrancado del vientre de su madre por un tajo de machete, enfermo de pestes que la Humanidad ya ha superado porque no hay nadie de las «humanitarias» que llegue hasta él con los medicamentos.
Ahora veo por todos lados voces y alegatos, poemas de dolor altisonante, banderitas como aquella vez de Charlie Hebdó, cuando todo el mundo era Charlie Hebdó cuando nunca fue nadie de todos los otros Charlie Hebdó que han muerto desde siempre.
Y luego, todo lo que no dio ninguna de las otras guerras que ocurren concomitantemente a esta –en lugares que no le importan a nadie– invadirá la poesía de esta parte del año y se olvidará de esto en cuanto acabe, como el hombre olvida constantemente todo.
Hoy ya no puedo leer lo que leía. La poesía, en su significado más íntimo es invariable porque habla de aquello que implica lo universal y es el mundo el que un día, por una circunstancia como esta, se mune de unas voces que cambian sus discursos, cada una a su manera y de este modo ilustran y acompañan un retazo de la realidad que lo constituye.
Luego, cuando baje la marea o se naturalice, la poesía olvidará para regresar a los problemas poéticos que siempre la han nutrido: soledad, amor y desamor, tristeza, individualismo, inconformismo y ese tipo de asuntos personales, tan propios de la indiferencia del ombligo.
La poesía, vestida con sus nuevas máscaras, también en este caso, con su Carnaval de Venecia acompaña la guerra en un mundo en que la palabra ha fracasado desde siempre.
Fui un niño con muchos amigos y con una familia que le quería, unos padres amantísimos, la combinación ideal de compromiso con la paternidad y de libertad en la elecciones que afectarían a mi vida futura. Al último psicólogo que visité estuve a punto de mandarlo a freír espárragos, me contuve porque anteriormente, en la adolescencia, otro tipejo de su gremio me enseñó a controlar la ira, maldito hijo de puta, he tardado décadas en volver a dar rienda suelta a mi espíritu combativo. Es decir, y ojalá me lea el estúpido psicólogo que visité hace un par de semanas, no tengo nada que reprochar a mis padres, nada de nada. Este carácter inaguantable y estas depresiones cuasi agónicas son culpa mía, este echar mierda al mundo no es porque el mundo lo merezca, que también, es porque necesito una vía de escape.
—Eres escritor, escribe y desfógate— me lo dicen a menudo y no les mando a tomar por culo. Tienen razón, incluso en ocasiones me ha servido el consejo, incluso he superado una de mis depresiones cíclicas escribiendo. Pero no es suficiente. Necesito más. Necesito arremeter contra los mensajes de paz, la caridad, el deporte limpio, la buena educación y, sobre todo, contra el exceso de amor.
Hemos de analizar la problemática del exceso de amor desde un punto de vista sensato y crítico, pero voy a usar el mío que es el que tengo a mano, a quien no le guste que cierre el libro y se vaya a cagar. Allí, en el trono, puede leer la lista de componentes del champú, el prospecto de la crema anti hemorroides o mejor todavía, algún pseudosoneto de los que se encuentran por internet con las mismas dosis de métrica y lírica que el L’Oreal para cabellos delicados: Dietanolamina de coco, lauril Sulfato de Sodio, lauril Éter Sulfato de Sodio, flores de caléndula y camomila.
Mi familia materna me quería. Aún más, me amaba incondicionalmente. Mi familia paterna también me quería, pero no es el lugar para hablar de ella porque La Familia es un asunto de y sobre mujeres, los hombres somos la comparsa escasa que acompaña y, alguna vez, ejecuta bajo mandato, la planificación.
Cuando era pequeño y mis padres me abandonaban a mi suerte en el pueblo era bajo petición expresa mía que, como zagal inconsciente, campaba de terreno amigo a terreno enemigo con una sonrisa y la mente libre de prejuicios.
En esos años, en Oncina, el número de habitantes permanentes no sumaba dos centenas y los Prieto éramos más de una docena. Las Prieto mejor dicho, apretadas y rudas, pero tensas y flexibles como una vara verde. Debería haberse impreso un manual para permanecer con honra en la familia:
Las Prieto no tenemos deudas. Las Prieto somos unas santas. Las Prieto trabajamos nuestra tierra. Las Prieto se defienden juntas.
Cuatro consignas resumidas en una: Con las Prieto no se mete nadie.
Por supuesto que esta era la imagen que se daba al exterior y que, entre ellas, los celos, los malentendidos, los cotilleos y las disputas por quítame allá esas pajas eran el pan de cada día.
Mi abuela, María Sagrario Prieto Prieto, es la sexta y última de las hermanas y la única de ellas que tuvo descendencia. Parió dos hijas: mi madre, María del Carmen Pérez Prieto, y mi tía, Rosario Pérez Prieto. Las hermanas de Sagrario y, por tanto, mis futuras tías abuelas, nunca engendraron descendientes. Tuvieron mala suerte, o maridos estériles, o perdieron sus bebés, o fueron viudas prematuras, o solteronas en una época en la que tener un hijo sin pasar por la vicaría era pecado mortal, una desgracia que a las Prieto no les sucedería nunca.
Mi abuelo, Juan Pérez, fue un buen hombre inmerso en una marabunta de mujeres pugnando por el mando. Supo nadar y guardar la ropa, que ya es mucho en su situación. Mi abuela le cuidaba y le cuidaba bien, él curraba de albañil, llegaba molido al hogar tras su jornada laboral y cenaba a mesa puesta. Así transcurrieron sus días hasta la jubilación, cuando ya tuvo tiempo libre para mirar el fútbol y los toros en su pequeño televisor. A Juan no le agradaba discutir y si, en ciertas ocasiones, le sacaron de quicio sus cuñadas, apenas se notó. En un modelo de familia matriarcal los hombres de fuera se acoplan sin meter ruido o son repudiados. Juan se enamoró de Sagrario y sobrevivió.
Del carácter de las Prieto es buena muestra mi abuela, obediente y hacendosa en los quehaceres del campo, la más callada y menos caprichosa de las hermanas. Una tarde todas las mujeres del pueblo trillaban en las praderas cuando un grupillo de mozalbetes saludó con educación; Desio, el novio de la Ivana; Rubo, el prometido de la Casilda; el Fulgen y Juan, que acababa de asentarse en Fresno, el pueblo vecino. Cuchichearon las mozas mientras los mozos continuaban su camino.
—Este es para mí —dijo Sagrario y, como lo pidió antes que ninguna, el resto de Prietos asintió. Y, como eran las Prieto, las demás bajaron la cabeza y cesaron los chismorreos.
Yo también fui el primogénito, igual que lo fue mi madre. En una familia de Prietas nacía el primer varón después de cincuenta años. Con las antiguas leyes se heredaban los apellidos paternos y el Prieto está tan lejos que no aparece en mi documento de identidad. Pero yo soy un Prieto: no debo nada a nadie, soy estricto, trabajo lo mío y me defiendo. Me llamaron Sergio, pero para mis tías pude ser Sergio el Deseado, el Anhelado, el Heredero, el Ojito Derecho. En definitiva, Sergio el Primero de los Nuestros.
Y ahora, explicadme quién tiene cojones para gestionar tanto amor. Yo hubiera precisado de unos ovarios para adaptarme mejor.
Sobre «El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco», de Bukowski
por Gildardo López Reyes
Hace no demasiados meses compré un libro de Bukowski: El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, que resulta ser un diario de sus últimos años, años de holgura económica y despreocupación, en los que ya disfrutaba del fruto de su fama.
En realidad tengo pocos libros suyos comparados con los que he leído. La mayoría los leí en la biblioteca de la escuela, todos los de relatos que ahí había y Cartero. Y hay uno que presté y no me devolvieron. Éramos muchos y parió la abuela.
Como se trata de escritos cortos, lo leo cuando tengo que hacer pequeñas esperas, como cuando voy por Gil a la escuela. O como una pequeña golosina que degusto entre libros. Y también como esa deliciosa golosina, al hacerlo intento que el gusto dure más, que el libro pase más tiempo en el buró. Porque es un libro muy corto, muy pocas páginas y con un tamaño de letra mucho mayor a los otros. Y también tiene ilustraciones.
Al ser un diario su escritura es más íntima, y me resulta mucho más cercana. Sí, es el mismo tipo que ha escrito no sé cuántos años y al que leo desde hace mucho, pero sus textos tienen una intimidad mucho mayor. Aunado al hecho de que ya ve cerca su muerte, sabe que lo ronda. Cosa que quizá te dé algo más de claridad.
Creo que puedo decir, desde la perspectiva de quien lo lee desde hace más de veinte años, y de quien le ha leído casi todos sus relatos, que la experiencia es como la de quien charla, o más precisamente, escucha a un viejo amigo. El reencuentro con ese buen amigo que nunca está lejos y que no te cansas de escuchar.
Puedo tomar cualquier día Escritos de un viejo indecente, Mujeres o Peleando a la contra y pasar un gran rato.
Pese a que el sonido alrededor es caótico, en sus oídos parece que solo cupiera el silencio y es en ese silencio destemplado y total que sus ojos recorren la masacre.
Está detenido en el mismo punto en el que se detuvo al ingresar saltando los escombros y aunque todo se mueve a su alrededor vertiginosamente, entre los que corren dentro del mismo sitio, los que escapan de él, los que entran a ayudar y los que gritan desesperadamente, en el interior del Noveno todo ocurre en ese silencio inamovible, como si la visión lo hubiese ensordecido y solamente se le permitiera estar ahí, mirando absorto.
Ya ha visto aquella escena tantas veces que su percepción debería registrarla como algo normal, algo conocido, ya aprendido y ya asimilado en toda su atrocidad. Sin embargo, esa petrificación que sufre, a veces le ocurre y a veces no le ocurre. Dura un tiempo que él nunca ha conseguido dimensionar.
Por todas partes hay pedazos de niños. Muchos pedazos de niños. También hay otros niños ensangrentados, que mueren lentamente con las vísceras fuera de sus cuerpos pequeños, se desangran sin sus piernas o sin sus brazos, se arrastran por el polvo como trozos en cal y carmesí.
Alguien dice su nombre a gritos. «Iorân…Iroân…», pero aquel nombre no consigue perforar el silencio. Parece solo un eco en su cabeza. Una réplica de algo que es apenas eso, un sonido que no existe más que en su imaginación.
Alguien que entra o sale del lugar lo golpea en su apresuramiento y lo descoloca de su inmovilidad, como si aquel roce brusco solo tuviera por fin devolver a sus oídos, en sonido, la espantosa resonancia de la muerte.
Ve a Omar que le hace señas.
Recién entonces su cuerpo le responde y se hace dúctil para enfrentar la ayuda ante el desastre.
Entre Omar y él está el cuerpo de un niño moribundo. El destrozo en el cuerpo es inimaginable, como inimaginable debe ser el dolor. Y el niño allí, entre ellos, con su cuerpo hecho trizas, que no quiere morir y al que es imposible rearmar, mientras los dos hombres a su lado se miran la mirada.
El Noveno, entonces, extiende la mano y la coloca sobre la boca y la nariz del niño.
—Ve a ayudar a otro —le ordena a Omar.
Mientras el médico se incorpora, lo que queda del niño se agita en un espasmo y al fin se queda quieto.
Se ha afirmado con frecuencia que la composición poética es una «gran metáfora», una «alegoría» o un «símbolo».
De ahí que esté igualmente extendido el uso de términos como «connotativo», para caracterizar o definir el «lenguaje poético» en contraposición a lo que se reconocería como «lenguaje normal», entendiéndose el segundo por aquello que encuentra su significado en un diccionario.
Estas definiciones nos explican, por tanto, que un texto poético no se agota sencillamente en su literalidad o puede ser interpretado apenas superficialmente en base al sentido restringido que nos ofrece, sino que el sentido literal primario nos propone un tránsito o un pasaje hacia un sentido que ya no es literal.
Ya que la metáfora funciona como un fenómeno contextual o sea, se constituye por algunas palabras que se apartan de la literalidad dentro de un enunciado en que el resto de ellas la conserva, podríamos hablar de «construcciones metafóricas» donde algunas expresiones constituyentes de la frase producen un efecto se sorpresa por la tensión generada entre el significado que poseen y el que, apartado de la literalidad, se le impone para construir otros valores de discurso.
La metáfora, para cobrar vigencia real dentro de un texto, debe liberar una imagen que aparezca como ajena al texto que la contiene.
En este caso, lo que orienta al lector hacia el significado profundo de la construcción disruptiva o sea, hacia la reinterpretación no literal, es la incompatibilidad semántica que percibe y que le indica la selección de elementos incompatibles con su contexto para lograr la no identificación del significado literal previsible.
Cuando todos los elementos de una frase cambian su sentido literal por el sentido no literal, estamos en presencia de una «alegoría» ya que la «metáfora» propiamente dicha se circunscribe solo a algunos elementos de la frase, mientras que podríamos considerar a la alegoría una metáfora continua.
La alegoría, entonces, podría enmarcarse como «discurso simbólico», en el cual todos los elementos que lo constituyen exigen una traspolación desde su sentido literal a un sentido no literal y este sentido no literal está concebido de manera explícita en el texto.
Hay que diferenciar esta construcción de lo que se podría denominar como «símbolos literarios» y que ofrecen en el contexto en que son incluidos un sentido no literal apenas sugerido.
Los símbolos literarios fijan sus relaciones no literales de manera diferente de acuerdo a si son empíricamente comprensibles o dependen de rasgos culturales, ya que no todo puede ser reinterpretado de la misma manera dentro de una construcción simbólica.
La forma en que se trabaja este tipo de construcción nunca es la misma, porque tampoco los autores son los mismos.
La metáfora y el símbolo requieren siempre de una decodificación externa que reinterprete lo expuesto y que puede ser, incluso, diferente a la que el autor ha intentado con su base simbólica, de modo que los símbolos resultan traducidos depende por quien y aparecen, en base a esa dependencia interpretativa, como oscuros o claros.
Porque el discurso simbólico padece de esta arbitrariedad interpretativa, los símbolos concretos suelen ser más estables semánticamente que los abstractos, siendo los segundos más plausibles de reinterpretación diversa y por lo tanto, mucho más aptos para su utilización metafórica que pasa a depender del ámbito de las experiencias más que del de las convenciones literarias.
Las expectativas generadas en el potencial lector frente a la aparición de elementos disruptivos depende de la potencia connotativa que estos posean.
Suele suceder que algunos discursos que se pretenden alegóricos o simbólicos carecen de inteligibilidad y resultan de mecanismos que restan coherencia a la reinterpretación, de modo que aunque el discurso esté liberado del constreñimiento impuesto por la literalidad cotidiana, a su vez carece de cohesión y también de conectividad ya que toda frase o secuencia se reinterpreta por su relación con el resto y por eso, la no literalidad –que se reconoce casi de manera intuitiva– en este tipo de casos excede la ligazón con lo comprensible y pierde su efecto comunicativo.
Toda información simbólica como la metáfora se integra dentro de otra información ya conocida de manera literal porque es en este tipo de constitución donde radica el requisito de identidad referencial que validará la diferencia o el cambio propuesto por la información disruptiva.
La metáfora dentro de un texto debe ser considerada y reinterpretada como un elemento natural a él y no como una «incrustación» carente de sentido. Es una construcción incidental y enriquecedora que amplía el plano sensorial en el que es percibida y para ello, esa incrustación debe percibirse como una transición asegurada por señales claras más allá de la reinterpretación semántica que provoque.
El discurso simbólico bien empleado asegura que ya sea desde lo plenamente connotativo o desde sus mixturas, la poesía sea poesía y hable y referencie al mundo en el que el lector habita, con todos sus nombres y todas sus máscaras.
Una nube se ha detenido sobre el piso del cuarto. Bajo su sombra que no se decide a ser lluvia, lloran sin lágrimas los ojos de mis difuntos.
Acodados en la férula del recuerdo son bocas descosidas de silencio, gestos que bailan con pie mesurado alrededor de la mesa vestida de fiesta.
Han sentado en mi falda las llanuras oscilantes donde rieron, sus huertas y jardines de corolas gigantes hoy brotan en mi alfombra.
Han puesto a cantar al rescoldo levando misterios con sus manos blancas que regalan duraznos al aire y musitan claves a sus bandoneones.
Un tobogán de niebla los trajo a mi puerta, ahora que mi memoria opone su espalda a este catálogo que naufraga en un vórtice.
Y ese fogonazo dispara su carta sin remitente en el ojo del espejo que me mira desolado. Impasible.
Love and peace
Hay olor a sol de verano en el aire, bajo un cielo tan brillante que lastima.
Se diría que los eucaliptus transpiran tristezas mentoladas, heridos por el flechazo de siriríes ajenos a tanta escaramuza.
Escucho el golpeteo del oleaje acariciando mis perímetros. Reincido en ejercicios de olvido, hamaca de viento que lleva y trae sobre las luces flotantes del día.
Mientras, descifro titulares: los leo al revés, en diagonal, en zigzag, en jeringozo. Están escritos en idiomas que no entiendo. Deberíamos inventar un esperanto que no sea polilla de biblioteca.
Todo esto, para no ver los peces que alguien arrojó en mi living. Una tonelada de peces muertos.
Te lo dije. No es un lugar seguro. Nunca lo fue. Solo en tu cabeza love and peace. Solo en tu cabeza.
Jesús M. Palomo – España
¿Cómo te llamas?
Me llamo Jesús por mi abuelo. Me llamo Jesus, sin tilde, porque mi padre lo escribía así.
Me llaman Jesus, o Palomillo pero me han llamado de todo.
Cuando era niño me llamaban Chusete y lo aborrecía. Así aprendí a hacerme el sueco.
Y, cuando era menos niño, me llamaban Txus, porque había otro que portaba el mismo nombre y yo, que llegué más tarde, no era merecedor de ser nombrado completo. Por eso ahora siempre llego antes que los demás.
Cuando me salio el bigote y me afeitaba con la cuchilla de mi padre nadie me llamaba. Dejé de ser popular.
De vuelta de Mallorca, me llamaban maricón. Pero lo decían por lo bajini, no fuera a ser cierto. Con mis plumas los descolocaba.
Tuve una época donde casi ninguno de los que conocí recuerda mi nombre. Aún hoy, algunos ni me saludan. Cómo iba a saber yo que estaban casados.
Siri dice
Avanzo hacia un destino que aún no soy capaz de vislumbrar.
Lo hago usando mapas antiguos, pues renuncio a ser mecido por el ge pe ese, que me hace sentir atontado, adormecido entre las consignas.
«Siga adelante en la rotonda si quiere llegar a la Gloria»
Pues no quiero.
Desisto de ser guiado por satélites, a pesar de las ocasiones que me he precipitado por ruas embarradas, por rutas que acaban en basureros y en cuevas ciegas.
Avanzo errando, sin que nadie me controle y voy encontrando recovecos insospechados.
Solo cuando en la niebla me abandona hasta la orientación, se me antoja poética la última voz de Siri. «Ha llegado. Su destino está a la izquierda».
Todo continuará cuando cierre los ojos definitivamente. Yo me iré y quedarán tareas inconclusas, no habré aprendido todo, me iré sin más reclamos, sin darles más respuestas. No sabré ni la fecha, ni la hora, ni el valor de mi entierro y no me importará, ya nada importará, ni siquiera que deje de dar explicaciones y nadie, ni yo misma, pueda con un regaño.
Espero que después no surja algún soldado que quiera reemplazarme en esta imaginaria hasta quedar sin resto, alguien que encuentre el norte sin agujas y ofrezca su columna como armario de errores.
Se apagará mi luz y tal vez, sólo así, de sus ojos se caigan las cortinas, entiendan que detrás de las ventanas hay golpes, frustraciones, sufrimientos y sobre todo hay un aire delicioso .
Ana Bella López Biedma – España
Cuadernario de silencio
Un golpe. Un golpe y el silencio.
Hay un hombre talado en mitad de la tierra. Sus raíces me muerden de los pies a la boca. Apenas es de día y, sin embargo, se ha derrumbado el sol sobre mi espalda.
Después solo un tic tac acuoso, inexorable y un pasillo plagado de luciérnagas con su destello triste.
Mi mundo se parece a un ajedrez lleno de damas blancas que cruzan el cansancio de mis ojos con su rictus de pájaro.
Voy tejiendo la espera con hilos de colores que destiñen mis manos, deshaciéndose en lágrimas que gotean también sobre el silencio.
Hay un beso de polvo que se durmió en tu nombre por no llamarte hogar lo suficiente.
Ángeles Hernández Cruz – España
Los de antes, los de ahora
Un pañuelo anudado detrás de la cabeza enfunda mi cabello rubio eslavo con tonos albaneses; los ojos se entrecierran para que no deserten del horror mis párpados semitas; la nariz es de indígena amerindio, pequeño promontorio que equidista los pómulos de un azul bereber; de Birmania y el Tíbet es la sal de mi cuello, y la barbilla siria se me escurre sobre la piel del rostro negra centroafricana.
Mi lengua habla el idioma de todas las mujeres, los niños y los hombres subidos a unos pies que se deshacen por el camino amargo de la huida, al vadear los ríos de esperanza, cuando escalan los muros de vergüenza, y al adherirse al suelo de los botes que llevan rumbo al fondo de los mares o al castigo de una deuda perpetua.
Para crear efectivamente un personaje se debe creer en él. Un personaje no es un artificio sino una creencia, una certeza. No es una fabricación, un invento, sino una existencia.
Los personajes están vivos y se comportan como están: de forma viva y no como muñequitos de papel que el autor acomoda según le parece a la funcionalidad que quiere darles.
No se le tuerce el brazo a un personaje. El personaje le tuerce el brazo –o la idea– al autor, cuando logra manifestarse en toda su magnitud y expresarse según él mismo a través de un narrador que lo interpreta, lo secunda, lo avala o lo cuestiona como a alguien –no algo– que se puede tocar y que está ahí, con su propia idiosincrasia y sus propios elementos psicológicos que van apareciendo conforme el personaje se revela al tiempo que se rebela contra las imposiciones que el autor quiere que asuma.
Un personaje realmente creíble empieza por un autor que lo acepta sin condicionarlo, sin imponerle restricciones que son suyas y no del personaje: ese «pudor» que refieren muchos autores a la hora de que su personaje diga realmente lo que debe decir para ser un elemento fidedigno dentro de la narración.
Ya sea que el tipo sea un pobre anodino que no puede quebrar con su estoico anonimato o que sea un héroe inverosímil, el lector creerá en él porque ambos aspectos están desarrollados con la eficacia de la realidad. Lo más increíble se vuelve real si se ha trabajado de tal forma que así lo perciba el receptor del texto. La exageración de rasgos nunca es buena si no está trabajada en un contexto de otros rasgos normales que también adornan la misma psicología como elementos propios de la universalidad.
El lector siempre busca un grado de identificación independientemente de que el personaje con el que intenta eso sea un oficinista o un elfo. Es el personaje y sus características naturales las que consiguen la empatía necesaria que lo vuelva un villano o un campeón en la cabeza del lector.
Depende de la pericia narrativa del autor obtener un buen resultado del poder de sus personajes y para ello, el rango de credibilidad depende del equilibrio que se ponga en la construcción del rasgo. Por eso, para construir un rasgo creíble, debe creerse en él y estar convencido de que ese rasgo puede ser develado de manera efectiva en el desarrollo del plano psicológico más allá de las filias y las fobias del propio autor.
El error común es que el autor ve un personaje, una «creatura», cuando la cosa es justo al revés. El personaje es el narrador que habla sobre ese «creador» de sí mismo que es el personaje.
Muchos autores bisoños aplican a sus personajes características que condigan con la personalidad que le presuponen a su personaje. Si es un tipo valeroso, heroico, será alto, bien puesto y con una nobleza a prueba de tentaciones, porque no hay nada más fácil que estereotipar al personaje sin permitirle su propia humanidad. Es lo que el autor presupone que debe ser y no lo que el personaje «humano» es realmente. Por eso, la deshumanización de los personajes resulta tan notoria y se ve (generalmente en muchas películas) que el compañero del protagónico es un gordito simpaticón y miedoso o un travieso simplón sobre el que el protagónico ejerce un insustancial paternalismo, aunque el autor del libro no los haya descripto de esa manera.
La deshumanización del personaje para transformarlo en una suposición de estereotipo indica que la obra está «escrita» de manera efectista y no efectiva: un entretenimiento que no pasa de eso, pero que no ha requerido de un trabajo autoral real que cree en su personaje con sus propias características imperfectas, las que, al cabo, son las que darán verosimilitud a lo narrado.
Creer en las imperfecciones, en las dudas, en las negligencias y en los egoísmos del personaje es crear un ser humano que represente lo real de una psicología accesible y propia de toda la humanidad.
Miraban todos por el agujero y la curiosidad me sugería unirme a ellos, aunque todavía tenía que afrontar un grave pero: mi condición de raro y forastero, exhausto de medirme cada día contra el desdén hacia mi extranjería, teniendo siempre que empezar de cero. Al verlos, sin embargo, de ese modo, ante el boquete absortos y apiñados, parecía que ya el entorno todo, el horizonte inmenso a ambos lados, eran nada; y sentía, como un grito, la llamada de aquel agujerito.
Es un apacible entorno: prados verdes, bosque denso, cielo de color intenso, montes de dulce contorno. Sin superfluidad de adorno, en las casas, un consenso por pertenecer al censo, y pan salido del horno. Algún vestigio romano, una iglesia y un castillo, y un antiguo ciudadano con sus aires de caudillo recordado en una piedra que ahora cubre la yedra.
Y a solo unos pasos de aquel monumento, el gran artilugio que a todos absorta: apenas un mueble de altura muy corta con ese boquete, magnífico invento que ansiaba explorar, llegado el momento, si así me dejaban, pues no les importa la gana que el otro, distinto, soporta; según sus razones, no tengo argumento. De mí recelaban por ser un extraño, y entiendo el temor a mi diferencia, a no respetarles sus leyes de antaño… Por eso, aquel día que al fin mi paciencia obtuvo su fruto, miré agradecido por ese agujero… y aun más, sorprendido.
Dentro del hueco existía un prodigio: toda la villa, en detalle y aspecto, un ideal apolíneo y selecto, cuna de eterno prestigio; toda su gente, sin mal ni litigio, solo elegancia y ejemplo perfecto, formas amables y trato correcto, música en modo mi frigio. Todos con ropa de marca famosa; ellos, peinado impoluto y ellas, audaz maquillaje; autos de manufactura ostentosa. Sí, miniatura sublime y un reducido paisaje. Pero contentos de, cada segundo, verse cual centro y ombligo del mundo.
Cuando al plano real retorné la mirada, sentí por un momento la sórdida tristeza por ellos compartida, la constante certeza de no ser quien pareces en vida figurada. Y cuando preguntaron, con mi mayor sonrisa de reconocimiento, les alabé el buen gusto. Apenas esto dije, y en el momento justo volvieron a apiñarse junto al hoyo, deprisa. Allí se acomodaban a insultos, a empujones, como no quieren verse, como son de verdad, ciegos a la existencia más allá de sus ojos, sumidos y enredados en fatuas ilusiones, a conciencia atrapados en aquella oquedad, como si solo fueran un montón de despojos.
Porque soy extranjero y siento diferente, no encuentro inconveniente andar el mundo entero. Lo de aquel agujero me es insuficiente, pues paso a paso, enfrente hay más, y verdadero. Recogí mi equipaje, retomé mi camino: el cambiante paisaje es mi mejor destino, y la naturaleza me explica mi rareza.