RELATO

por Héctor Michivalka

Entre las delicias culinarias del pueblo, emergió un restaurante griego que se concentraba sólo en vender pollo asado a la parrilla. Desde su apertura los lugareños y forasteros acudían al local a saborear la exquisitez del platillo extranjero. Intrigados por el evento gastronómico y guiados por los sobresaltos del hambre y el poder de convocatoria del aroma que invadía los alrededores de la fonda, mi amiguito Juan y yo permanecíamos a la entrada del negocio, observando atentos a través de sus cristales, esperando impacientes el momento en que algún cliente terminara su merienda para correr a rematar las sobras de ese inverosímil plato.

Y así, como buitres nocturnos, repetíamos la escena.

Una previsión infalible eran las parejas juveniles que se iniciaban en el arte de la seducción. Ellos compensaban nuestros estómagos con residuos generosos y plausibles debido a la evidente timidez que impera en las citas primerizas del cortejo. Mediante esa forma de rapiña no quedábamos al margen de la fiesta y confirmábamos que los griegos no estaban equivocados.

El asalto a las migajas formó parte primordial de nuestra agenda. Sin embargo, la magia del pollo asado no pudo sobrevivir al tiempo. Lo comprobé al regresar años después cuando sentí con desilusión que el sabor no era el mismo, sino sólo una sombra de su antiguo esplendor.

Concluí que la decadencia de mi paladar y la añoranza del hambre de huérfano, quedaron atrapadas en la memoria de mi infancia.

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