Tu boca, aún en mí, es una larga circunstancia que acontece con dulce morbidez.
Sierpe tu lengua envolvedora de los pensamientos que me acosan el día con tu nombre, hecho todo de oscuras maravillas constantemente deformadas.
Duermo en tu espacio de enredadera fiel, gustoso de tu hiedra venenosa que me traspasa el sueño y la vigilia como una escolopendra irrefrenable.
Me acuno en tu costado doloroso.
Me bebo tu costilla de las penas y horado mi garganta con tu piel.
Muerdo el sollozo con el hambre estéril, en lo estéril del sino despiadado.
Luego, la soledad y toda el ansia. La inconclusión y el ansia. La soledad y el ritmo del vacío, la nada de la nada y el silencio, como un incendio de agua, aquí, en mis ojos. Como un incendio de agua.
Si no estás, tampoco estoy.
Tampoco.
Llevo tiempo sin escribir algo que realmente me satisfaga; algo que me recuerde el escritor que siempre he sido.
La escritura ha dejado de curarme porque ya no tiene nada que salvar. Todo está exageradamente destrozado una y mil veces sobre el mismo destrozo, y ya no le queda a la escritura un espacio sano en que meter la aguja de zurcir.
Es que no hay nada que zurcir en este monstruo de Frankenstein, cosido y vuelto a coser en extraordinarios pedazos que se rompen, rasgan o descosen apenas el monstruo intenta un movimiento.
El escritor aquel se ha transformado en una especie de prenda podrida, una prenda que se ha abandonado a la intemperie durante tanto tiempo que cuando se recuerda que está allí y se intenta su rescate, ya ni siquiera es una tela. Se ha convertido en un cúmulo de hilachas que se agita atrapado en un alambrado entre el que corre un huracán.
Todos llegamos a este tipo de momentos, cuando descubrimos que nos han otorgado un don: el de sufrir.
Pese a que siempre me he reído de aquellos que consideran a la escritura una especie de tortura china que llevar integrada, casi que ahora puedo entenderlos, pese a que nunca ha sido una tortura para mí, sino algo que me ha salvado de la mía propia.
Ni siquiera puedo salir de aquí. Es como estar atrapado en uno de los rizos de un bucle e ir y venir por él, sin desplazamiento que nos lleve al siguiente y al siguiente. Una especie de parálisis, de no tener qué. De no tener para qué.
Así que la escritura ya no me sirve para nada. Ya no puedo salvarme a mí mismo, como toda la vida pude.
Los demonios ya están afuera y no precisan de más exorcismos para manifestarse en un folio. Ya están expurgados y nos observan desde ese afuera al que los hemos y nos hemos condenado.
La vida se transforma en la derrota a la que siempre estuvimos predestinados. Una derrota hecha con montículos de victorias pírricas en las que hemos engañado el ego y la costumbre hasta que, al fin, hemos descubierto el engaño. Una especie de The Truman Show.
La escritura ya no puede salvarme porque no te he salvado. No nos ha salvado.
Ni a ti ni a mí.
El destino nos ha alcanzado igual. Nos ha alcanzado igual.