Si hay algo en la vida por lo cual vale la pena insistir, es salir a la calle con mi abuelo a jugar.
Soy muy insistente, no cedo un ápice haciendo carantoñas al viejo -algo triste, a veces, con pocas ganas de moverse del butacón-. Puedo esconderme en el lavabo, correr hacia la sala de estar y, en el marco de la puerta, soltar unas cuantas carcajadas con varias exclamaciones.
—¡Aquí estoy viejito mío! ¡En un plis-plas nos vamos a la calle! ¡No acepto un no por respuesta!
Otras veces, si se queda dormido, le quito con disimulo el reloj de pulsera; ah, cuando el viejo despierta y ve que no tiene el reloj, a poco comienza a fruncir el entrecejo, alguna mueca de disgusto asoma en sus labios; aun así, la arruga del rostro enfadado se desliza suavemente y, medio sonriendo, me busca con la mirada. Corro hacia la butaca, me planto delante suyo y digo en tono socarrón, cruzando los brazos:
—¡Ahora sí que sí, viejito! ¡Ahora, sí o sí, nos vamos!
Cuando quiero puedo ser muy insistente. Y el viejo acaba por entender, que la vida es coger un poquito de allí y otro poquito de allá; disponer de un poquito de tiempo para todo, que si alguien, además, se pone muy pesado, no es menester hacerse tanto de rogar. Y sigo insistiendo, de tal forma, que el viejo anda despacio a coger la chaqueta, y yo tiro que tiro del bolsillo del pantalón. Las escaleras son algo más de lo mismo, pero con cierta precaución, está muy débil de las piernas, no es cosa que se vaya a caer. Así seguimos por la calle. A veces, me adelanto, me detengo y salto delante suyo, comienzo a saltar y gritar de alegría:
—¡Ahora sí, ahora sí, viejito!
Una vez en el parque, descansa un poco de mí, se queda pensando en sus cosas, puede que en las cosas del tiempo: si hay muchas o pocas nubes, si bajó o subió la temperatura, si el sol ha perdido algo de su ímpetu al ponerse, si estará animada esta noche la luna. Vete a saber, qué piensa el viejo. Yo sigo a lo mío. Enfilándome al columpio más alto, grito al viejo hasta que se vuelve.
—¡Eso sí que no! ¡Caerás, baja de ahí!
Y suele funcionar. Bajo presto y tiro de su chaqueta, ahora mucho más insistente.
—¡Ya, vamos por el helado, ya vamos, viejito, antes de subir a casa!
Hasta que no tengo el cucurucho de nata y fresa en mis manos, no puedo mirar al viejo a los ojos. Entonces, con los dedos pringados de helado, derretido, restriego la palma de la mano en mis pantalones, salto y grito -así que me oigan todos los ángeles-:
—¡Te quiero mucho, viejito mío, te quiero mucho! ¡Siempre vendrás conmigo!
El viejo sonríe, algo melancólico, suspira. Yo sigo con mis cosas.