RELATO

Quirófano de guerra

William Vanders

Contando al revés desde mil hasta cincuenta. Cincuenta, el año de la metralla que perforó el ansia por triturar al tiempo para darte la vida, la vida completa, el alma con piel haciendo esqueleto.

Es de madrugada cuando son las tres de la tarde. Es un hospital citadino cuando estamos a cuarenta grados, bajo una carpa de malla verdeoliva, en medio de la selva húmeda de San Cristóbal.

Novecientos noventa y retrocediendo hasta tragarme la voz y lo abstracto. Lo abstracto, la muerte contraída por la pausa del dolor que no se siente. Lo abstracto, la sangre en blanco y negro corriendo hacia la caverna bajo la roca. Lo abstracto, los fantasmas secando mi boca con su aliento, invitando al viaje sobre la sombra del rayo.

Contando. En retroceso. Todo retroceso se contrae, se detiene, luego se gira en sentido correcto y el corazón late nuevamente en la carne herida. Electroshock. Suspenso. Orina. Todas las líneas rectas silban en azul digitalizado. Todas las líneas rectas de pronto son elípticas, entrecortadas, y la cuenta se inclina, de nuevo, bajo el número negativo.

El techo se puso negro. Las pocas luces acuchillan el aire. Los sonidos son gruesos. Los párpados se compactan. Hay formas oblicuas tarareando el eco de una canción de cuna.

Silencio. Los gritos se camuflan, ponen la voz en la oreja sorda. Pausa. El gemido de auxilio pincha el vacío. Todos corren tras la urgencia de muerte. El escenario es la llaga, el colapso del tiempo, la cicatriz de la angustia, el suicidio de la calma, el pavor del hueso, la piedad que fracasa.

Aquí no hay mesa de riñón. Esto es un código azul. Azul la hora del verbo inhábil. Azul, el segundo anulando el tacto. Azul, es la ausencia de matices, la refracción del llanto. Boom. Las esquirlas hicieron ramilletes como si tatuaran un escorpión retorcido. Boom, las alimañas serpean sobre la carne viva. Boom. Los linfocitos huyen de la entraña.

Recalcando la piel, las células, fallan. Muere el minuto salvando al cronómetro. Causa perdida es el pulmón de mano. Pinchazo. Corte longitudinal, sangre, frío, calor. El espíritu flota sobre el estado de coma.El metal lo extraen, cae al piso y el sonido seco devora el barro y la mirada escucha lo que el oído ve. Lo que el oído ve la mano huele. Lo que la nariz dibuja los ojos palpan. El poro adivina la secuela del caos.

Ruido despierto. Columna sensible. Vuelve el ánimo a mi tortura. Recuerdo. Percibo. Creo. Constato. Hace instantes pasé la zona negra y el área blanca estaba atestada de moribundos y hoy, justo hoy, no hubo tiempo para salvar a ese amor , ese que nos agarraba de la mano , para que besáramos el hogar del pan dulce.

Garganta de cobre: Apoca la elipsis. Silencia y vacía, alucina. Rima la muerte para sacrificar los acentos, para hacer un holocausto consonante asonando en la campana rota.

Alucino. Vuelvo a ti, inventador de alas, suspendido sobre el trigo de mi mismo. Lloro. Mi abrazo se hunde en tu imagen de agua. Ido, soy humo brillando en el recuerdo. Ido, fugado de los luegos germinados en lo pretérito. Ido, repaso las virutas de la memoria. Ido, borrando la culpa. Ido, aterido,desvanecido, sin nada.

Cincuenta y uno. La euforia es anterior al quiebre. Sin – cuenta, perdimos. Ya está


El apagón

Rosario Alonso

No se tenía conocimiento de un verano tan caluroso como el que estábamos viviendo, tal como informaba el telediario. El locutor explicaba que en el sur las temperaturas se acercaban a los cincuenta grados; y los trenes habían suspendido su recorrido por temor a que las vías se dilataran. Enfatizaba, además, que a causa de la ola de calor había muerto una treintena de personas aunque se temía por la vida de otras tantas ya hospitalizadas.

Instintivamente fijé los ojos en el aire acondicionado. ¡Benditos aparatos! Parecía que el calor venía acompañado por una ola de surrealismo. Las tiendas se habían quedado sin aparatos de refrigeración y los que lograron comprarlos debían esperar varias semanas para que un técnico se los instalara. Sin los aparatos de aire acondicionado el panorama se dibujaba de lo más desolador. Pero allí estaba el mío, con su flujo de aire frío llenándome la habitación de unos maravillosos veinte grados.

Bebiendo un refresco casi helado, con el aire a toda pastilla, me sentía como excluida de aquel insoportable calor que cubría a Europa y que iba dejando por doquier sus secuelas y deshidrataciones. Aquello parecía que no iba conmigo. De pronto, el televisor se apagó. Pensé que los fusibles se habrían desconectado, así que fui a constatarlo, pero no, continuaban en la posición de siempre.

Desde la calle me llegó un rumor. A mi pesar y sintiendo en la piel el fuego del sol, me asomé al balcón y pude escuchar entonces a varias vecinas pronunciando la fatídica palabra «APAGÓN». Eran las tres de la tarde.

Con el paso del tiempo la temperatura empezó a subir dentro de la casa y paulatinamente la nevera se quedó sin agua fría y se llenó de refrescos calientes, y la del grifo sabía a rayos. La carne y todos los congelados se echarían a perder antes de mañana, Por lo pronto los polos helados se derritieron y flotaban en su cajón en un líquido de un color indescifrable. Y llegaron las diez de la noche. El termómetro marcaba cuarenta grados. Entre ducha y ducha conseguí resistir amparada por la mortecina luz de una vela.

Oí en la calle un rumor de risas. Regresé al balcón y me encontré con una sorpresa: en la plaza los vecinos habían sacado una manguera y se refrescaban. Las ropas y cabellos mojados parecían invitar a que me sumara al festín. ¡Mi vida por un remojón!, me dije.

Sin pensarlo bajé a la plaza. Estaban ya montando una piscina de plástico enorme que en un plis plas estuvo lista y, mientras la llenaban los niños iban metiéndose en ella. Cuando la manguera me llenó de agua, el primer impacto fue desagradable pero una vez mojada me sumé al griterío que salía de tantas bocas -¡a mí, a mí!- y el encargado de dar los remojones apuntaba a diestro y siniestro para que nadie quedara seco. Para llamar su atención, la vecina del quinto se desprendió del vestido quedando en ropa interior. El de la manguera, animado por el espectáculo, regaba ese “cuerpo Danone”, olvidándose del resto; así que para que el reparto de agua fuese equitativo todos pensamos lo mismo ¡ropas fuera! La gente empezó a desprenderse de la vestimenta, al principio de forma tímida, pero viendo que el de la manguera mojaba más a los cuerpos que mostraran más carne, nos fuimos desnudando. Las pendas quedaron extendidas sobre un banco, como un improvisado perchero.

Algunos había que bajaban en bañador, pero acababan por quitárselo. Las risas y el frescor de aquella agua a presión, amparado por la oscuridad de la plaza que dejaba entrever las siluetas bajo una luna casi llena, hacían que se evaporara la vergüenza. Gente de todas las edades, de todas las constituciones imaginables jugaban, por una vez, al mismo juego. Era todo un espectáculo. Allí estaba el presidente de mi comunidad, el hombre más serio de todo el barrio, corriendo desnudo, siguiendo el rastro de la manguera. La hija del notario, que siempre vestía con un recato decimonónico, ahora parecía una chica play-boy. La abuela de Ricardo, la de los andares cansados, por algún milagro parecía haber recobrado la vitalidad perdida y agitaba las manos para que el agua llegara hasta ella remojando su cuerpo arrugado. ¡Quién la ha visto y quién la ve! pensé. El poeta que vivía en el bloque de enfrente no me quitaba ojo, y conspiraba con el de la manguera para que nos mojara juntos.

Las horas fueron pasando y nadie parecía dispuesto a abandonar la plaza. Eran aproximadamente las cuatro de la madrugada cuando empezaron los tintineos lucientes en las farolas.

¡Ha vuelto la luz! La plaza iluminada nos devuelve a la realidad y la gente se agolpa en el banco-perchero para cubrirse. El poeta, que curiosamente sabía cual era, se apresura a traerme mi vestido. Mientras él se pone sus pantalones, me fijo en aquellos pectorales y comprendo que esta noche sentiré el cálido abrazo de un oso.

Conversa con nosotros