El estilo y la voz
Gavrí Akhenazi
Mucho se ha hablado y se habla acerca de «la voz» del escritor. Ha sido una de las cosas en las que más hincapié he hecho a los largo de los años: el descubrimiento de la voz personal, ya que es ella y solo ella la que define al escritor y para eso, para definir a un escritor, debemos sumar el adjetivo «propia».
Un escritor que se precie de tal debe, necesariamente, tener voz propia y que se lo pueda identificar a su través.
Una voz particular, que le sea natural, en la que hable desde la hondura y que marque su estilo de manera inequívoca.
En general, la voz es un autodescubrimiento, porque todo escritor novel se forja la idea de que escribir es un patrón a seguir de determinada manera. Algo convencional a lo que ajustarse como un molde de éxito. Ve el éxito en el otro y se refleja, intenta la similitud, porque eso le otorga confianza en lo efectivo de la forma. Entonces, pierde identidad de cuna, imita o acepta que esa es la forma correcta, la forma en la que se debe escribir. No explora. A su modo, copia –muchas veces en un penoso calco al carbón– y así es como se ven libros que repiten y repiten la misma anécdota, escrita cada vez de peor manera.
La voz es algo que un escritor descubre asombrado. Enfrenta su texto en la relectura y se pregunta ¿esto lo escribí yo?, porque no se reconoce en lo que lee; se emociona con lo que lee como frente a un texto ajeno; se carea con sus cientos de monstruos y los descubre como seres independientes que en las páginas que va escribiendo habitan como les da la gana y no como ese escritor se ha propuesto para tal o cual personaje. Ya hemos hablado en otras ocasiones de los personajes y su manía de escribirse solos, prescindiendo totalmente de quien los escribe, más allá de utilizarlo como un médium para poder manifestarse.
La voz propia surge, nace, eclosiona, habla en el cerebro sin callarse. Dicta, obliga, se vuelca con violenta espontaneidad hasta el punto de rebosamiento.
La voz propia está viva en algún lugar, pero es necesario despertarla, rescatarla del bosque encantado de la Bella Durmiente que constituyen las barreras del convencionalismo literario.
Uno de los factores para ese despertar es la búsqueda. El inconformismo con los cánones lleva a nuevas exploraciones, a viajes íntimos no necesariamente conscientes.
El escritor no se propone una voz; encuentra una voz. La suya. La que no conoce, porque se ha pasado el tiempo practicando las voces ajenas.
¿Y qué define a una voz propia? El estilo para utilizarla. Cómo cada escritor maneja lo que lo hace libre en un texto, ya esté escribiendo un poema, una narración o una receta de cocina.
El estilo nunca es reproducible. Es infranqueable para la copia. Se puede imitar, pero no conseguir completamente, porque en el estilo de cada escritor radican aspectos invisibles, imposibles de atrapar por lo sutiles que son. No te los proporciona el oficio. Son la parte secreta del talento: el don.
Un estilo puede gustar más o menos; puede tener más o menos público; puede ser llano o complicado, pero siempre debe ser el propio, el canal de la voz desde la que hablará lo que hasta para nosotros, los escritores, es desconocido.
Se puede escribir como tal o como cual, pero no se puede ser tal o cual. Porque en la cosmogonía de cada escritor, esos aspectos aprehensibles son únicos y como todos los seres humanos, irrepetibles.
Para despertar la voz hay que trabajar, abandonar las premisas impuestas por otras voces y otros estilos y sumergirse en el desarrollo natural de nuestros demonios sagrados.
Como el Deamon de Sócrates, eso y no otra cosa es la voz propia.