La corrección fóbica
Desde hace un tiempo y sin una explicación que realmente sustente el hecho, se percibe un afán desmedido, casi desertizador de textos, en una serie de los bien denominados «correctores de estilo», seres que –a la hora de pulir una obra– son más necesarios para algunos autores que el comer.
Sin embargo –y aunque lo he preguntado– no me han dado una respuesta satisfactoria de porqué la nueva corriente tala y poda como si quisieran dejar las obras en sus huesos, sin reparar siquiera en movimientos de estilo que el autor imprime o en el propio estilo de ese autor, quitando –a mi juicio bajo ningún criterio lógico– ideas que hacen a la sustancia natural expresiva.
Por supuesto, en todo texto es necesario podar, retocar, evitar repeticiones empobrecedoras y quitar conceptos huecos o redundantes.
Eso ha sido así desde siempre y enhorabuena, ya que muchos trabajos no podrían ser legibles si antes no hubieran pasado por las manos de un buen corrector.
Pero, esta nueva tendencia, al menos en lo que he visto y he conversado, tiende directamente a arrasar con el «estilo» del autor y transformar un árbol de buena copa que derrama su sombra en un bonsái que solo refresca la mínima periferia de la maceta que lo contiene.
He visto retirar ideas nodales, que explicaban, desde su construcción en el fraseo, algo sustancial sobre la psicología del personaje o sobre su espacio. Retirarlas alegremente y porque le parece al corrector, sin atender siquiera a para qué sirve esa idea ahí. ¡Ah… una redundancia! ¡A la basura!
Y a la basura se va también la fuerza de la idea que el autor intenta plasmar en el lector y queda así sin aquello que la vuelve una expresión textualmente poderosa.
Desde ya que hablamos de trabajos que se dejan leer y cuyos autores saben encuadrar un texto, porque sí, justifico plenamente que se poden los engendros, si es posible hasta su desaparición.
En toda corrección debe imperar una vibración amorosa, una cercanía identificatoria con la expresión del otro desde el respeto por ese otro con el que, en el momento de corregir, se comparte la construcción de la obra.
Hay trabajos, obras, que de por si atraen y provocan inmediatamente esa comunión y otras en que la corrección resulta incómoda, difícil, poco gratificante, porque para corregir correctamente hay que identificarse con lo que se lee, hacerse con la piel del escritor, comprender lo profundo de la letra con todos sus matices y todos sus silencios, aunque la obra no guste.
La corrección es, en algún sentido, la actividad literaria más generosa.
La tarea del corrector de estilo es una tarea que en el libro se escucha en voz baja. Con ella se busca el lucimiento ajeno, desde la exploración de la voz que se tiene entre manos y se limpia con esmero y delicadeza, como a un objeto litúrgico.
La sensibilidad unida al talento de quien corrige está puesta al servicio de un otro de cuyo mundo se adueña imaginariamente pero que no le pertenece y en el que solamente le está permitido sembrar pequeños espacios de belleza textual en todo el registro constructivo que se entienda por tal.
Por un momento, mientras el libro le es encomendado, el corrector toma como suyos todos los espacios de la obra, pero sin perder de vista que no son suyos y que aquello que le toca mejorar lleva el sello de otro y los caprichos y necesidades textuales de otro, que deben ser comprendidas antes de emprender cualquier clase de remodelación.
Su voz debe, también, encontrarse en la voz de aquel al que corrige y no imponerse sobre él, restándole matices, rompiendo estructuras o modificando secuencias por el mero hecho de practicar aquella economía de guerra literaria que mencionaba al comienzo, como un racionamiento que roza la hambruna de matices y enlacia y simplifica la complejidad de los recursos.
Con el criterio que se emplea actualmente de tacha y poda, Cien Años de Soledad perdería todo su encanto narrativo, Ulises no hubiera existido y una larga serie de autores hubiéramos muerto de hambre.
La magia del narrador radica en cómo y para qué emplea los recursos que el idioma le brinda porque de eso se alimenta el estilo literario.
Que el corrector comprenda eso hace a la garantía de un texto que pueda brillar sin perder impronta.