Bacanal
Estoy, al fin, frente a la mesa que más me gusta: una tabla de fiambre, con bondiola y queso Chubut. Hay también un frasco de aceitunas verdes, morrones, salsa golf, pan casero y una botella de cabernet. El vino tinto me hace doler la cabeza, pero al día siguiente. Por la tarde hice una última incursión en la satisfacción de los sentidos más bajos (más abajo del estómago). No fue la plenitud que siempre busqué, pero al menos ahora no la estoy buscando. El rostro aniñado de ese cuerpo alquilado me acompaña al costado de la escena, apagándose de a poco. De a ratos interrogo a mis imágenes, acumuladas en tantos breves años: ¿debería este momento postergado ser más patético o más estremecedor? La verdad es que, hasta ahora, los colores que me rodean son los mismos, y la sangre fluye autónoma y ajena, como siempre. Corto una rodaja de pan y un trozo de bondiola. Como. Mastico. Paladeo. Es muy rica esta bondiola, y el pan, perfecto. Un sorbo generoso de vino me hace seguir pensando. ¿Habrá un crescendo en esta bacanal secreta que me sitúe en una cúspide extática propicia a la trascendencia? ¿Habrá un momento en el que el placer me diga “este es el broche de oro” o “ahora o nunca”? ¡Qué tiernas las aceitunas y qué grandes! La salsa golf les agrega un gusto exquisito. ¡Roquefort! ¿Cómo me olvidé del roquefort? ¡Qué lástima! Con roquefort hubiera sido perfecto. Este pequeño contratiempo le confiere al momento una nueva dimensión de realidad. Mastico y lucho, a la vez, contra frases que me acechan tercamente, pero que no voy a permitirles la entrada. Frases como “la última cena” o “el canto del cisne”. El cabernet es ideal para componer esta obra de arte: separa los distintos sabores de la comida como en párrafos, y a la vez los organiza como un texto. De una cosa estoy seguro: este otro texto no va a recibir corrección, no mía, por lo menos. Alguien va a descifrar esta letra garabateada, de médico, extraña a este papel de envolver con que traje los manjares del almacén. Después, tal vez, serán mecanografiadas en una hoja decente, y envejecerán en una carpeta en una comisaría, o en algún juzgado (tampoco le permití la entrada al ridículo encabezamiento “Señor Juez”). Los colores, qué extraño, siguen sin cobrar intensidad, no son los colores saturados y definidos de los sueños. No sé si esto es mejor o peor, pero siento una leve decepción. Neoplasia. No es una palabra tan terrible. No tanto como cianuro de potasio, más sonora, más real, más al alcance de mi mano. Pero ninguna palabra es incompatible con la consistencia exacta de este bocado de queso. Sin embargo, este festín no tiene crescendo; no habrá, ya lo sé, una cúspide extática propicia a la trascendencia. El momento deberá ser cualquiera. Cualquier momento entre los situados más altos en esta sinusoide achaparrada. De todos modos no está mal. ¡Qué exquisito cabernet! Siento la libertad (qué curioso que es sentirla en este momento) corresponderse con lo fatal, y esto es un descubrimiento que me conforma. Neoplasia es un absurdo, una posibilidad desechada. Cianuro es la elección y a la vez la predestinación. ¿Y el momento exacto? Cualquiera, pero ¿cuándo? Ya me he comido la bondiola y más de la mitad del queso. El frasco de aceitunas está aún casi lleno, pero ya no me apetecen. Queda un poco de pan, y un cuarto en la botella de vino. El momento será cualquiera, pero no dentro de mucho tiempo. Sigo ahora sólo con el queso, que es lo que más me gusta. No sé si soy rata para la astrología china, y no voy a averiguarlo. También aquí coinciden la libertad y el determinismo: no me interesa saberlo y no podré saberlo. ¡Qué sensación extraña y agradable la de comer queso sin la preocupación de futuras constipaciones! ¡Qué privilegio el de tomar vino tinto sin el temor de la migraña del día siguiente! Neoplasia. No tiene sentido; nunca, en realidad, tuvo sentido, nunca tuvo significación por sí misma. Cianuro. Tampoco. Es el nombre de un trámite breve que reemplaza otros más fastidiosos. Cabernet. Un símbolo, un tanto arbitrario, de las cosas que van a quedarse de este lado. Junto con el reloj pulsera, que dejé en el baño; con los mocasines guinda que compré el mes pasado y no llegué a estrenar; con los recuerdos de sueños terribles y maravillosos; con diálogos fragmentados y escenas entrecortadas, míos y ajenos; con lo que supuse que era el amor de Adriana; con la mirada incomprensible de la niña alquilada, con ese rostro que vuelve a hacerse nítido y me observa con expresión de máscara, como destacado, tal vez por ser el último. Se acabó el vino, qué pena. Aunque el cianuro, me aseguraron, no da tiempo ni a un último sorbo de vino. ¡Qué extraordinario! Me acabo de dar cuenta de que he dejado, al fin, de fumar. Los cigarrillos están en el dormitorio, y no tengo ninguna gana de fumar, a pesar de que acabo de comer. Mis últimos pensamientos no están, definitivamente, a la altura de las circunstancias, y a lo mejor es preferible. ¿Y qué siento, por lo menos? Nada. Se me está terminando el papel. El registro de estos últimos instantes podría consolar a mis deudos, o tal vez informarle a quien lo lea que no es tan terrible esta determinación. Bajo la mesa me espera el frasco mágico. Un ligero temblor en mi mano empeora la caligrafía de estos renglones finales. Miro con desgano a mi alrededor (los anaqueles desordenados, el televisor apagado, las migas de pan desparramadas sobre la mesa, la puerta entreabierta que da al baño), como echándole un último vistazo a este pequeño rincón del universo.