La herencia intacta
Las líneas del tiempo se pintaron simétricas alrededor de tus ojos pero nunca lograron deslucir la luz de su picardía.
Los años que se iban colgando de tu frente apenas pudieron refugiarse en surcos débiles y paralelos porque nunca los mal alimentaste con preocupaciones.
Aprendí mucho de vos pero no tuve el tiempo suficiente para agradecer. Hubiera querido más horas a tu lado, viejo.
Me salpicaste con tus experiencias desde pequeña y ocupé un lugar importante en todas tus decisiones. Me dejaste como herencia el coraje para enfrentar la vida, me enseñaste a sonreír desde adentro, a sacar afuera lo que duele y a expresar sin vergüenzas lo que siento. Aprendí a quererme cuando me sentí tan querida en tu abrazo.
Tus manos siempre abrigaron las mías mientras tu espalda hacía de sostén para impedir mis posibles golpes. Me entregaste tus ojos cuando los míos eran dos huecos y aprendí a ver con optimismo. Aprendí –como vos decías– a descorrer los velos.
Cuando me sorprendiste con tu repentina partida, el calor del hogar resultó insuficiente. A veces arde el frío, quema, pero ya no me lastima.
En ocasiones me encierro entre mis propios brazos para reemplazarte, para sacar el aire que me sobra. Extraño tanto ser la princesa de tu cuento.
Desde el espejo, una mujer me sonríe con las mismas líneas en los ojos, tan parecidos a los tuyos. Sonríe mientras anhela dejar a sus hijos tu herencia intacta.
Anécdotas de una docente: Marcelo
Según el gabinete psicopedagógico, Marcelo no tenía problemas de aprendizaje, sino que era tímido y eso le impedía interactuar con otros, incluso con el conocimiento.
Sus familiares lo traían desde el campo a las clases de apoyo escolar y, en más de una oportunidad, su madre me esperó a la salida para transmitirme su preocupación. Según ella, los profesionales del gabinete le describían a un desconocido.
Con el tiempo yo también llegué a pensar que Marcelo no era tímido porque se desenvolvía como uno más a pesar de que el grupo estaba conformado por alumnos de distintas edades. Me gustaba verlo concentrado, con el ceño fruncido y sus ojitos fijos en los números que comenzaban a dejar de ser sus enemigos. Cuando completaba una de las tareas me preguntaba entusiasmado con qué página del cuadernillo de actividades podía continuar.
Sin embargo, las notas escolares y la participación en clase no mejoraban.
Cuando tuve la oportunidad de ser ayudante de cátedra, elegí hacerlo en el curso de Marcelo porque mi intuición me decía que había una realidad que no dilucidaba nadie, ni siquiera él. Algo lo obligaba, en las horas normales de clase, a regresar al caparazón del que todos me hablaban.
El recreo transcurría sin que él lo advirtiera porque permanecía en el aula completando las tareas, o con la mirada fija en un sector del pizarrón y, al terminar la jornada, se sentaba en un banco del patio esperando que sus padres vinieran por él. Nunca miraba hacia la puerta de entrada, porque su atención estaba en la punta de sus zapatos y permanecía ajeno al movimiento del alumnado hasta que alguien lo obligaba a salir de esa abstracción tocando su hombro.
En una oportunidad, la Jefa de Cátedra me permitió analizar las evaluaciones de Marcelo. La sorpresa fue comprobar que todas estaban incompletas y que en lo poco que hacía no evidenciaba problemas de comprensión. El tiempo no le era suficiente. Algo le impedía demostrar la capacidad que yo le conocía.
Como mi desconcierto crecía a medida que Marcelo mejoraba en mis clases y no mostraba cambios en el colegio, decidí conversar con docentes de otras áreas. Todo se aclaró cuando comprendí que las dificultades se le presentaban en las asignaturas donde el pizarrón era de uso corriente.
Nunca olvidaré la mañana en que me crucé con su madre a la salida del colegio. Creo que la señora descargó todas sus tensiones al abrazarme, porque me hice pequeña contra su pecho. En un principio sentí un desconcierto prolongando ese momento en el que sólo se escuchaba su sollozo y, al separarnos, no fueron necesarias las palabras. En sus manos llevaba la libreta de calificaciones de su hijo como si se tratara de un trofeo.
Marcelo, apoyado en la camioneta, limpiaba los cristales de sus gafas gruesas mientras protestaba por su demora.