Silvestre
Como una doliente flor de secano heredé la semilla y la forma de contemplar lo ausente, de separar el grano de la paja y echarme a dormir sin nada más sobre el heno. Estoy hecha al colchón de la piedra helada que forman las palabras que no se me dijeron y que ya no me piden sábana.
Sólo preciso el riego del no te quiero con cerveza, la negación con whisky de palabra, de obra o por omisión, o el silencio del que calla y otorga pero con mucho vino tinto. Porque si son a palo seco me las esfumo al aire dibujando aros con el dióxido de carbono que me sobra por el día y que me sale por la noche con la boca muy redonda, y siempre consigo dormir caliente, como duerme una lengua en la cuna de su propio efecto invernadero.
No soy la rosa y menos aún la espina de ningún poema perdido ni el geranio que cuelga de tus ventanas y te adorna los balcones para que otros lo miren. Sólo cardo mariano y silvestre con las hojas abiertas al rocío y al pulgón o mala hierba que no se ilusiona ni cree, porque sólo se deja llover si llueve o secarse al viento que da igual en qué sentido sople, siempre que sea en mi contra porque es así como mi raíz se crece.
Palabras para Ione
Me desperté muy temprano y me invadió la sensación de que la vida me regalaba dos horas de intimidad para pensar en mis errores recientes. La tarde anterior había sido muy desconsiderada con mi abogado. Al principio pensé en llamarle para disculparme, pero era demasiado temprano y además, sábado. Mientras desayunaba me acordé de una mañana lejana de mi pasado, diez años atrás, en la que conversaba con mi padre. Aquel día fui a buscarle a la clínica porque le habían dado el alta hospitalaria, y quise acompañarle a casa porque él así me lo pidió. Fuimos caminando y al llegar al primer banco del paseo se encontró cansado y con ganas de repasar su vida.
─Siéntate conmigo, Ione ─tuvo que insistir dos veces porque yo presentía el dolor y quería resistirme, aunque finalmente accedí.
─¿Estás cansado, papá? ¡Debí venir en coche! ─le dije cogiéndole la mano como queriendo abrazarle todo el cuerpo a través de los dedos de mi alma impotente.
─Escucha, Ione. No se trata de cansancio. ¿Recuerdas cuando era niño y estuve enfermo de tifus?
─¡Claro que sí! Lo recuerdo muy bien, pero cuéntamelo otra vez.
Lo pedí como si fuese una súplica que me sirviera para recordar el dolor superado de antes y desviar así el de ahora.
Lo cierto es que no quería pararme allí, a dos metros de casa, porque hay cosas demasiado difíciles para que una hija las tenga que escuchar y después recordar toda la vida.
─Entonces tenías ocho años, papá ─le dije con una leve sonrisa─ y como todos pensaban que ibas a morir, llamaron al cura para que te dieran la extremaunción. No veías nada ni podías hablar pero podías oír las voces que sentenciaban que te morirías al día siguiente ¿verdad?
─Claro ─contestó─, porque el sentido del oído es el último que se pierde. Y si estás atento y escuchas, te das cuenta de que la muerte también nos habla. Y entonces no, pero ahora sí que la estoy oyendo.
─Eso no puede ser, no sigas por ahí que me voy ─le dije con tristeza porque no quería aceptar la realidad.
─El tiempo que me queda voy a sufrir mucho ─continuó─. No hay nada más difícil en este mundo que el amor. Se puede elegir con quien te casas, o a quien abandonas, pero no se elige a la persona a la que amas. Por eso, cuando llega sólo puedes decidir qué harás con tu vida al respecto. Podrás alejarte, pero no por eso va a desaparecer de tu corazón, ni el dolor se borrará con el tiempo. Nadie lo sabe mejor que tú, que te fuiste un día ─dijo mirándome con los ojos aguados.
Mi boca permanecía sellada. No podía añadir ni una sola palabra. En el pasado, creí que mi padre no se daba cuenta de mi dolor, y en ese momento sólo podía mirarle con los ojos llenos de ternura, mientras él seguía hablando porque sabía que sus palabras serían mi alivio en el futuro.
─Por eso elegí estar con tu madre ¿comprendes? ─siguió hablando de ella─. Tal vez si hubiese elegido a mi novia de San Sebastián hubiera tenido una relación menos tormentosa. Era muy dulce aquella mujer, pero no estaba enamorado, y además en ese caso no hubieras nacido tú.
─¡Gracias, papá! ─le dije en voz baja pero con ganas, porque no hay nada más hermoso que agradecer la propia vida.
─Tal vez hubiera sido más sensato tener sólo un par de hijos en lugar de cinco ─me dijo poniendo la misma cara de pillo con la que me miraba cuando jugábamos al mus─, pero entonces tampoco hubieras nacido tú. Siento mucho todo el tiempo que estuviste olvidada incluso de la mano de Dios, pero cuando ya no esté tu padre, tienes que atreverte a seguir siendo tú. Conmigo siempre lo hiciste. Te atreviste y defendiste tu camino incluso frente a la depresión, a las bombas y a la soledad. Acuérdate cuando yo no esté. Sé tú misma y entonces el amor y la vida tendrán sentido. Nunca le des la espalda a tu corazón.
Fragmento de Por si te encuentro.